El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la
palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una
prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un
lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto
más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que
no se nota ni tiene que notarse.
Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer
complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste
en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de
embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni
para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la
vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de
transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de
existencia.
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan
Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los
primeros pasos.
Siempre me decía: “Vos acordate aquello que decían los chinos (yo
creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para
darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son
las palabras mejores que el silencio”. Entonces cuando escribo me voy
preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir
realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez
más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.
Inflación palabraria El problema de la inflación monetaria en
América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la
monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido
éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria
sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito
a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el
lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada
vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 o 16 años y lloraba
ante la hoja de papel en blanco porque no podía.
¿Función social?
La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la
tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que
dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento
que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se
publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo
mando a mi propia casa, pongo “Cartas de amor a mí mismo” y me emociono al
recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la
masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente,
como decía el viejo chiste).
Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función
social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es
una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la
realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora,
reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más
deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la
literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas
veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber
quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de
huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en
general, es aburridísima.
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