Si todos vamos a resucitar gloriosos, yo me
apunto. No sé si cabremos en el mapamundi, pero eso lo arreglará Dios
omnipotente. A mí me gustaría viajar a ese delirio. Es de noche. Mi madre se
inclina sobre mi hermano Abel y sobre mí, nos besa y se va a fregar los
cacharros de la cena. Ya a oscuras, yo he tenido la precaución de taparme hasta
el cuello debajo del embozo. No puede quedar ninguna mano colgando fuera del
colchón. Me da terror que me la pueda tocar algún muerto de los que, quién
sabe, quizás se esconda debajo de la cama. Poco a poco, me quedo dormido. A
veces no puedo. Mi padre suele volver a casa hacia las tres de la mañana. Viene
de jugar al póker en el Casino Primitivo. Vivimos de eso. De lo que gana. Es un
gran jugador. Dormirme, dormirme lo hago cuando mi padre abre la puerta de la
calle y la cierra detrás de él. No quiero resucitar durante los meses que
estuve en la cama con una pleuresía. Me ponían una inyección diaria. Dolía
mucho. Mi padre me daba diez pesetas si no lloraba y un duro si lloraba. Don
Rafael, el practicante, despotricaba contra Don Liberato, el médico que
recetaba el antibiótico, y contra mí, que, ambicioso ya, había cogido el vicio
de pedirle que me diera también sus honorarios. Nunca lo hizo y yo lloraba.
Me gustaría, para terminar, que a aquel viaje de mis seis años me acompañara mi nieta Manuela. Ella tiene uno y medio y me sonríe siempre que me ve. Aunque nos separe una gran distancia. Tiene buena vista. Y unos dientecillos muy eficaces.
Me gustaría, para terminar, que a aquel viaje de mis seis años me acompañara mi nieta Manuela. Ella tiene uno y medio y me sonríe siempre que me ve. Aunque nos separe una gran distancia. Tiene buena vista. Y unos dientecillos muy eficaces.
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