martes, 26 de julio de 2016

"Antonio Machado, la espina de una pasión" por Rafael Narbona


¿Se puede añadir una nueva página al caudaloso río de interpretaciones, comentarios y análisis que ha inspirado la obra de Antonio Machado? Quizás no. Por eso, sólo escribiré un apunte, sin otro criterio que reflejar mi experiencia personal como lector. Me limitaré a los poemas de Soledades aparecidos en 1903, sin explorar los textos añadidos hasta completar la versión de 1907, titulada Soledades. Galerías. Otros poemas. He envejecido leyendo a Antonio Machado y sería una temeridad pensar que con la edad he avanzado hacia una comprensión más atinada y profunda. El joven que leía bajo la sombra de un álamo blanco del Parque del Oeste se ha desvanecido con el tiempo y en su lugar ha aparecido un crítico literario de mediana edad que pasea por la estepa castellana, sobrecogido por un paisaje con la belleza de lo elemental, humilde y sencillo. Podría rescatar algún ensayo sobre Antonio Machado, pero prefiero adentrarme en sus primeros poemas con una mirada ferozmente subjetiva, dialogando con el autor. No se escribe para la historia, sino para apropiarse de la realidad y sentir cada árbol –o cada verso- como algo cercano, elocuente y humano. La aventura de leer siempre representa el encuentro de dos sensibilidades. No es un contacto fugaz, sino una vivencia que transfigura el texto. Los libros fluyen como el río de Heráclito. Nadie se baña dos veces en sus palabras. Antonio Machado era consciente de ese fenómeno y no se conformó con arrojar metáforas e intuiciones a la corriente. Su intención era convertir el poema en duración, eco, huella, vibración. Ser hombre significa ver volver, sí, pero también contemplar el mundo con la perspectiva de un aciago demiurgo que soporta el devenir, garantizando la pervivencia de las cosas, aunque sólo sea como lejana rememoración.
Antonio Machado goza de la consideración de escritor nacional y ciudadano ejemplar, pero esos laureles desdibujan su fecunda síntesis del nihilismo y fe utópica. No hablo de utopías políticas, sino de un estado del alma que sólo es posible en un horizonte de perfección estética, con hojas otoñales, rosales, ramas de eucalipto y encinas negras. El paraíso no es una hipotética eternidad, sino: “¡Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas!… / ¡Y algo de nuestro ayer, que todavía / vemos vagar por estas calles viejas!” (“El viajero, III”). La poesía celebra la vida y preserva el ayer, quizás como un débil latido, pero ese sonido es la imagen de nuestra esperanza. Conviene recordar que el joven Antonio Machado es un poeta simbolista y advierte en la sinestesia la clave oculta del cosmos. El sonido puede transfundirse en materia y la imagen en sonido. El ser acontece como analogía. La palabra poética no puede derrotar a la muerte, pero se incorpora a los signos en rotación que tejen la trama de lo real. El nihilismo de Machado se manifiesta en una dolorosa melancolía. La vida se parece a una canción infantil: “un algo que pasa / y que nunca llega; la historia confusa / y clara la pena” (“Recuerdo infantil”, VIII). Sin embargo, el paisaje es espíritu que vivifica y renueva: “El Duero corre, terso y mudo, mansamente. / El campo parece, más que joven, adolescente. / […] Belleza del campo apenas florido, / y mística primavera!”. Esta vez no es el fatal río de Jorge Manrique, que también circula por las páginas de Machado, sino una fuerza que prodiga vida y florece como una epifanía. El paisaje es inseparable de una tradición cultural, pero la conciencia nacional, de raigambre romántica y liberal, aflora con versos depurados, sin afectación política o retórica: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera, / espuma de la montaña / ante la azul lejanía, / sol del día, claro día! / ¡Hermosa tierra de España!” (“Orillas del Duero” IX).
Para Machado, la poesía no es una emoción recreada desde la serenidad, sino creación, génesis: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. / ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!…”. / ¿Adónde el camino irá?”. El poeta no inventa el mundo, pero el mundo se ordena y revela gracias a sus palabras. Eso sí, las palabras desconocen la finalidad de la vida, si es que existe. Machado busca un sentido al mundo, pero no lo encuentra. Se dirige a Dios y no obtiene respuesta. Invoca el amor y sólo cosecha dolor: “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”. El dolor nos hace daño, pero nos recuerda que estamos vivos. No debemos rehuir sus zarpazos: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada” (“Orillas del Duero”, XI). Machado se mantiene fiel a su pesimismo existencial: “Bajo los ojos del puente pasa el agua sombría. / (Yo pensaba: ¡el alma mía!”)” (“Orillas del Duero”, XIII). El Amor es una llama que devora a los amantes, la Muerte es un soplo que reduce todo a barro y ceniza, la Angustia se pasea por las calles en sombra, la Belleza se muestra esquiva, amarga, hermética, el Mañana sólo es una promesa de hastío, la Melancolía crece en el alma como el musgo, invadiendo y enmoheciendo hasta la última estancia. Sin embargo, una “linda doncellita” llena su cántaro con agua transparente. La vida está hecha de “sed y dolor”, pero unos ojos despiertos alivian cualquier penar, paseándose por una huerta, regocijándose con la rutina de una “noria soñolienta” o expandiéndose con una tarde de julio animada por “la sempiterna tijera de la cigarra cantora”.
Antonio Machado esboza un primer autorretrato: “Y otra noche / sintió la mala tristeza / que enturbia la pura llama, / y el corazón que bosteza, / y el histrión que declama” (“El poeta”, XVIII). El destino del poeta no es la felicidad, sino arder en las cosas, como un cohete que incendia el cielo antes de apagarse y perderse en el olvido. No obstante, su vuelo apunta hacia la única utopía posible: “La tierra de un sueño no encontrada”.

Para escribir esta nota, he manejado la primera edición de las obras completas de Manuel y Antonio Machado. Apareció en Madrid en 1947. Se lanzaron 3.000 ejemplares numerados a mano. Desgraciadamente, mi ejemplar omite la numeración. El papel fue fabricado expresamente por Papeleras Reunidas, S. A., de Alcoy. Lo ornamentó Fernando Marco y lo encuadernó Carrascosa en piel roja, con un cartón flexible y una guía de cortesía. Una hermosa edición es una utopía posible. Quizás no para Antonio Machado, que maltrataba los libros a conciencia, pero sí para sus lectores, que rastrean en sus poemas “historias viejas de melancolía”.

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