jueves, 11 de diciembre de 2025

"La sociedad narcisista: todos escriben, nadie lee" por Ángel L. Fernández Recuero




Hoy he leído un artículo de El Mundo en el que relatan que Lantia Publishing acaba de anunciar la compra de Editorial Círculo Rojo, una operación que convierte a la empresa sevillana en «el mayor grupo editorial de España por número de títulos publicados». La adquisición, asesorada por Banco Santander, unifica dos modelos de autoedición industrial: el de Lantia, centrado en tecnología y servicios editoriales, y el de Círculo Rojo, pionera en la publicación bajo demanda. Con más de cuarenta mil títulos en su catálogo y una producción automatizada en la que «no se queda ni un solo libro», el nuevo grupo supera ya en volumen de obras a los dos gigantes tradicionales: Penguin Random House y Grupo Planeta juntos. La cifra no mide lectores, sino la magnitud de un fenómeno silencioso: la autoedición de empresa publica más que la industria editorial entera.

No es un hecho aislado. Hace diez años, en una entrevista que realicé para Jot Down, Koro Castellano —entonces directora de Kindle en español para Amazon— nos revelaba un dato inquietante: «El 54 % ha empezado [a escribir un libro], pero el 82 % no lo ha terminado». Añadía que casi la mitad de los veinticinco títulos más vendidos cada semana eran de autores autoeditados mediante KDP (Kindle Direct Publishing). En aquel 2015, antes de la inteligencia artificial y de la fiebre de los textos generativos, Amazon ya había detectado el deseo masivo de escribir. Castellano resumía el contexto con una frase que hoy suena profética: «La auténtica competencia de la lectura serían los juegos de móvil o las series de televisión».

Diez años después, esa competencia se ha desplazado hacia el interior. Ya no es Candy Crush el rival del libro, sino el propio escritor que cada cual lleva dentro. Si entonces un 40 % de los usuarios había comenzado una novela, hoy la proporción sería casi total ya que cualquiera con un teclado y un chatbot gratuito puede producir una; incluso yo mismo imparto un taller para explica cómo hacerlo —con el consiguiente enfado de alguno de nuestros lectores— . El yo se ha industrializado convirtiendo lo que antes era un gesto solitario y esforzado en un trámite asistido por algoritmos. Escribir se ha convertido en una prolongación del impulso narcisista de la época, la versión literaria del selfie.

En una entrevista a Enrique Murillo, editor y fundador de Los Libros del Lince, que acaba de publicar Personaje secundario. La oscura trastienda de la edición afirma con derrotismo: «El libro ya no es para leer, es para regalar». Lo dice como quien observa cómo el objeto cultural se convierte en una mercancía sentimental. Poco antes, la influencer María Pombo protagonizaba una polémica al declarar: «Hay que superar que hay gente a la que no le gusta leer. Y encima no sois mejores porque os guste leer». Sus estanterías, ordenadas por colores, mandan dos mensajes muy claros, el clásico: el libro es un elemento decorativo, y el trumpista: uno puede presumir de ello. El heredero del papiro no simboliza conocimiento, sino gusto; no se abre, se exhibe. El acto de poseer un libro —regalarlo, mostrarlo, fotografiarlo— sustituye al de leerlo. Así, entre el editor que constata la desaparición del lector y la influencer que transforma el libro en un elemento decorativo, se dibuja la metáfora perfecta de nuestra cultura narcisista.

Nunca hubo tantos libros, ni tan poca lectura. La paradoja define nuestra civilización: un planeta que escribe compulsivamente y que apenas lee. La democratización de la publicación no ha traído una explosión de pensamiento, sino una inflación de ego. El libro se ha convertido —como diría Pierre Bourdieu— en instrumento de distinción, una forma de existir en la esfera simbólica al mismo nivel que llevar una kufiya o una pulserita rojigualda, pero en el ámbito de lo cool en lugar de lo político. En este nuevo ecosistema, la escritura ya no implica interioridad. Es una operación exterior, un acto de presencia. El escritor tradicional, ese que buscaba comprender el mundo, ha sido reemplazado por el productor de contenido que busca ser visible. El lector, antaño destinatario natural del texto, se disuelve en la multitud. Lo que se produce no es literatura, sino ruido. Cada libro publicado alimenta el vértigo de un océano en el que nadie distingue una voz de otra.

La sociedad narcisista no quiere leer porque leer es renunciar al yo ególatra. La lectura exige lentitud, atención, alteridad: tres virtudes incompatibles con el ritmo y la lógica del presente. Escribir, en cambio, se ha vuelto un acto de autopreservación. Uno no escribe para decir algo, sino para exhibirse. La gente necesita casito y de ahí la proliferación de obras sin lector, novelas que nadie abrirá, poemarios que no pasan de la caja de entrega de Amazon. En una cultura donde hay una competencia atroz por la visibilidad, la escritura se convierte en un ritual de supervivencia simbólica. En otro tiempo, escribir era un acto de resistencia contra la fugacidad: un modo de fijar la experiencia, de darle forma. Hoy, paradójicamente, es un modo de participar en esa fugacidad.

Hace unos días un conocido editor me contaba que se estaba planteando sacar un libro de grupos folclóricos de su ciudad «con fotos» y lo justificaba diciendo que son 50 grupos por 50 componentes cada uno que además tienen mucha familia y amigos. Calculaba vender 1000 libros que nadie leería solo para tenerlo, para regalarlo o para salir en él. Esa es la ecuación comercial perfecta del nuevo mercado del libro: la compra no responde al deseo de leer, sino a la necesidad de pertenecer. El libro se convierte en souvenir, en gesto de identidad colectiva, en álbum de presencia. En este esquema, el contenido es lo de menos; basta con aparecer impreso, como en una foto de grupo que legitima la existencia de quien posa. Lo literario se disuelve en lo social.

El editor ya no busca lectores, sino compradores con un vínculo afectivo o estético con el objeto. Y así, entre el editor pragmático que calcula mil ventas garantizadas sin una sola lectura y el autor que se autoedita para sentirse visible, se cierra el círculo: el libro, antaño artefacto de pensamiento, ha pasado a ser fetiche y mercancía sentimental, un puñetero Funko. El libro se imprime bajo demanda, se envía en 24 horas y se olvida en lo que se tarda en mostrar la portada en instagram. La permanencia se ha sustituido por la inmediatez; la profundidad, por la visibilidad para satisfacer la boyante industria del yo. Publicar un libro ha dejado ser un sueño de autor para convertirse es un capricho más.

La irrupción de la inteligencia artificial solo ha acelerado el proceso acercándolo hasta al más corky. La máquina no sustituye al autor: lo multiplica produciendo infinitos textos posibles, infinitas versiones del mismo yo basadas en el robo sistemático del trabajo de otros pero, ese exceso no democratiza el talento, sino que banaliza la expresión. Si antes el problema era quién tenía algo que decir, ahora es quién tendrá tiempo —o disposición— para escuchar. El ruido ha ocupado el lugar del pensamiento con una eficacia envidiable. La calidad, esa antigualla elitista, ha sido felizmente sustituida por la cantidad: millones de textos que compiten por no decir nada antes que nadie. En esta gloriosa era de los mil escritores por minuto, el silencio se ha vuelto un acto subversivo, casi terrorista. La jerarquía cultural, aquella reliquia basada en leer, reflexionar y elegir, ha sido derrocada por el algoritmo democrático. Antes los libros se escribían para ser leídos; ahora basta con que salgan bien en la foto de Instagram.

La fusión de Lantia y Círculo Rojo no es solo un hito empresarial —con perspectivas de tener mucho éxito— sino que pone fecha a un cambio antropológico desde el sector editorial. La sociedad que produce más autores que lectores está diciendo algo sobre sí misma: que ha perdido la fe en la escucha, que confunde expresión con comunicación, que ha sustituido la conversación por la emisión continua del yo. El problema no es que todos escriban; el problema es que nadie lea. Porque leer ya es el último gesto de humildad que nos queda.

martes, 2 de diciembre de 2025

Quiero llamarla



Quiero llamarla, llamarla por teléfono, para decirle dónde estoy, para explicarle lo que hago. Para que me alabe o me reprenda, para que me consuele, para expresar mi satisfacción por la clase de hoy, para que se alegre por mí, para alegrarme por ella. Quiero llamarla, como siempre cuando yo estaba fuera, desde una cabina telefónica, desde el teléfono fijo, desde el móvil. Ella siempre estaba al otro lado, siempre contestaba, siempre esperaba mi llamada. Si alguna vez alguien fallaba, ese era siempre yo. Ella nunca faltaba a nuestra cita. Casi siempre a las nueve de la noche. Cuando veo esa hora en el reloj, instintivamente cojo el móvil y… no marco, es inútil. La muerte no es la mejor telefonista.

Introspección



Ojalá y nunca os pase como a mí. Se me ha agotado la batería del móvil en un pub y me he visto obligado a recorrer el lugar con la mirada. Un letrero de neón dice: “El fin del mundo debe encontrarte brindando”. Y esto no es lo peor. Escucho la conversación de un grupo de jóvenes sobre sus últimas aventuras en jalogüín, y aún peor, escucho mis pensamientos, llenos de muerte e imbecilidades. Ojalá nunca os veáis en esta tesitura. Cargad bien el móvil, llevad buenas baterías externas, no os abandonéis a vosotros mismos, es tremendamente deprimente y peligroso exponerse a la introspección.

sábado, 29 de noviembre de 2025

El destino



Da igual lo que hubieras planificado hace 5 años, el destino es caprichoso y estamos vendidos a sus melindres y crueldades. Nunca me habría imaginado solo, en Albacete, lejos de todos los vínculos, fraguados a lo largo de 59 años. Las abominables tragedias te condenan a penas del todo inesperadas. Si hace cinco años me cuentan lo que iba a ser mi vida actual, me habría muerto no sé si de risa o de sorpresa. Y habría despedido al profeta por descabellado. No, Edipo, cuando buscaba al culpable de la muerte de Layo, nunca imaginó que él mismo era el asesino. El destino siempre te despeña por terraplenes insospechados, por mucho que uno crea tenerlo todo bien amarrado. Si la muerte va a buscarte a Isfaján, al final, terminarás en Isfaján. Si los descendientes de Banquo están destinados a ser reyes, da igual que te empeñes en exterminar a su familia. Serán reyes. Si está escrito que mueras de cirrosis en Albacete, da igual que te esmeres en hacer deporte y proyectes la vuelta al pueblo en breve. Ni Tiresias, ni las brujas de Macbeth, ni el personaje de las Mil y una noches, ni los pájaros del parque Abelardo Sánchez se pueden equivocar. Acabo de consultarles.

lunes, 24 de noviembre de 2025

El mundo de ayer



Cumplir años provoca una triste conclusión: el mundo es un lugar inhabitable. Por eso no son fiables esas opiniones en las que el tiempo actual siempre sale perdiendo al compararlo con un tiempo anterior. He oído a muchachos de 17 años (2º de bachillerato) quejarse amargamente de la degeneración de la raza al ver el comportamiento de sus compañeros de 2º de ESO (13 años). “Nosotros no éramos así “. Y ese “así” es demoledor. Si en el lapso de tan solo 4 años nos vemos abocados a contemplar la degeneración absoluta de las nuevas generaciones, qué no ocurrirá cuando llegamos a los 50 o a los 60. El mundo se convierte en un lodazal irrespirable, en un albañal de donde no se puede sacar nada limpio.
Con el paso de las décadas, nuestra juventud se convierte en un edén, rodeados de entornos inteligentísimos y educadísimos, que hacían de nuestro pasar un idilio constante. “Nuestras bromas eran muy sanas, no como las de ahora” (por ejemplo pintar un perro a rayas).
El mundo de ayer (cito a Zweig) en Viena era una nueva Atenas. Con la 1ª Guerra Mundial todo se fue al traste. Kierkegaard (ahora cito a Faemino y Cansado) cree que la decadencia de Occidente viene de antes (era un hombre del XIX), y todo lo ve muy negro, casi más que Zweig. Podríamos ir hacia atrás hasta Sócrates y comprobar cómo todos juzgan su presente de viejos como la degeneración absoluta de las mocedades felices que vivieron en su juventud.
Yo también creo que la generación actual está perdida, son salvajes sin cencerro ni solución posible. Pero no me fío de mi criterio ni de mi juicio. Porque un boxeador sonado por la edad, zarandeado por los años y vapuleado por los golpes de la vida (casi en la lona) no es fiable. Un tarado mediatizado por su tristeza no tiene fiabilidad para enjuiciar el comportamiento de nadie. Los deseos han menguado, la curiosidad se ha reducido a la mínima expresión, el sexo no existe, todo (la música, la literatura, el teatro, el cine) ha perdido interés. No, no me fío de mi juicio en absoluto. Y menos para analizar la involución del paso del tiempo, algo en lo que hasta los más sabios han patinado vergonzosamente.

La sangre helada



Me he rodeado de plantas, no sé por qué. Esta tarde, una luz otoñal se filtra a través de las cortinas. Una luz mortecina, machadiana. En la televisión, imágenes magníficas de un galeón inglés hundiéndose entre las placas de hielo de los mares del Norte. Añoro escribir. Lo he intentado dejar y no puedo, es droga dura. Echo de menos comunicarme con mi pasado. 
“Los hombres como usted hacen preguntas para sentirse más listos”, lo dice un delincuente que acaba de matar a un grumete y al capitán del barco de un porrazo en la cabeza. La serie tiene diálogos literarios, las imágenes son potentes y a veces repulsivas. El barco se hunde. Los balleneros quedan expuestos a la impiedad del hielo y al viento recio. Son hombres duros, salvajes. A la inhóspita naturaleza le tiene sin cuidado. Un blanco despiadado les rodea, un blanco hermoso. En el horizonte, el azul sobrio del invierno, la amenaza de la muerte. Esa, todos la tenemos: actores, espectadores, figurantes… el hielo es un puzzle abandonado, sin posibilidad de recomposición. Todo es recuerdo. Melancolía. 
El güisqui me sigue sentando bien. La luz de la tarde, esa luz machadiana, mortecina. La esperanza de un barco que nos rescate del hielo. Nadie aguanta el invierno en el Norte. Un barco, un barco, un barco. Estoy rodeado de plantas, están rodeados de hielo. Entre el hielo, si uno no se mueve, la sangre se coagula y el cuerpo se entrega a una muerte despiadada. Hay que moverse en busca de comida, de la vida. Quedarse parado es morir. Nadie quiere morir. Hígados de foca, ojos de foca, cualquier víscera es un manjar cuando el invierno aprieta. Ellos, lo esquimales, los seres puros, inocentes, de la tierra, nos salvan de la inanición. 
Plano general: el hombre sobre la nieve y el hielo. Un oso blanco se pone en el punto de mira. Supervivencia. Alucinaciones. Locura. El güisqui sigue alumbrando. El oso cae abatido por el disparo del médico desesperado. Late aún su corazón. Los estertores. Es la salvación, la comida. La cuchilla saja la piel del oso. Un festín las vísceras; un festín, el corazón, la sangre, el hígado, los riñones… El médico ve un refugio en las entrañas del oso, un calor maternal que lo salva de la muerte. Lo rescata un hombre de Iglesia (hasta en el Norte hay hombres de Dios, qué pereza). El asesino sigue suelto y ha acabado con la vida de dos esquimales. La intriga de la serie se vuelve cada vez más tensa. Los diálogos no decaen. La luz, en el salón (casi zulo), ya no es dorada. Empieza a anochecer. Las plantas se muestran firmes. Renacer desde el vientre de un oso no te enseña nada. No hay nada que contar. Sí lo hay. Se queja el hombre de Iglesia de que los esquimales solo creen en supersticiones y está empeñado en traducir una Biblia para ellos, porque, como todo el mundo sabe, en la Biblia no se cuenta ninguna patraña. Cazan focas, duermen en iglús, viven. Contemplan el sol decadente del invierno y se pierden en la planicie inmensa del hielo azul. En el mango de marfil de un cuchillo han tallado la imagen de un oso blanco. Se la regalan al médico, todavía alienado por su experiencia. Cuando el religioso le recrimina su connivencia con los ritos supersticiosos, él le dice: “No tengo ninguna verdad que decirles”, sublime. Va a ser un invierno largo y oscuro. La civilización, el carnaval, un plato de ostras, unas salchichas, una lengua de ternera.

lunes, 27 de octubre de 2025

Me falta


 

La echo de menos, especialmente cuando algo me sale muy bien, cuando me felicitan por algún asunto. Ella se alegraba más que yo, era así de desprendida, así me quería, y, en su momento, no supe apreciarlo lo suficiente. Ahora, cuando algo me sale muy bien (pocas veces), la espero, todavía. Me falta su abrazo. ¡Mierda! Soy un miserable. 

lunes, 20 de octubre de 2025

El vértigo del tiempo



El vértigo del tiempo; el vértigo del paso inexorable de los días, de los años; la amenaza de la vejez; el horizonte ominoso de la muerte, de la inexistencia, del no ser. Bulle y bulle, cada vez con más fuerza, con mayor angustia. Es una maldición pensar en uno mismo, tener consciencia de la finitud. Me asomo al abismo y un viento helado me corta la respiración. Estiro los brazos y no palpo nada, salvo la nada. Un vacío insondable, amargo, al que estamos condenados todos, todos (torpe consuelo). Las dimensiones del teatro.

Ella ya fue engullida por el precipicio. Me espanto. Solo queda la nada, solo. No me habléis de alimentos saludables, de hábitos perniciosos… Tened decencia, dejad caer al mortal con un aire de dignidad. No mintáis y, sobre todo, no deis la pelma. Dejad que nos arañe por última vez la tierra. 

Mi vida no es así, solo mi literatura. No os preocupéis, la estoy sustituyendo por ver fútbol en televisión (así olvidaré la palabra “ominoso”.)

domingo, 5 de octubre de 2025

Maribel



Solo estuvimos tres meses juntos en el instituto. Tú te jubilabas y yo participé en tu fiesta como si fueras amiga de toda la vida. Yo creo que lo fuiste. Después de mi desgracia, viniste a verme. Te acababan de diagnosticar un cáncer y fuiste tú quien me consolaste, tú quien tenías el ánimo suficiente para sacarme a la superficie. Fuiste tú, a pesar de la debilidad, con dulzura, con delicadeza, quien me ayudó a no hundirme en la fosa de la ausencia. Tú, tan amable, tan risueña, a pesar de la enfermedad que te asolaba. Yo, desconcertado, te veía tan entera que no podía desfallecer. Eras un ejemplo necesario, un abrazo sincero que me sirvió para no despeñarme. Me reconfortabas, Maribel, componías mi destartalada figura, me ordenabas, me dabas la fuerza necesaria para seguir en la brecha, a pesar de todo. Un optimismo constante te convertía en maestra de la vitalidad. Mi consternación desaparecía ante tu entusiasmo.
Ya no creo en nada. El aire ha muerto. El soplo de la vida se ha desgarrado, ya no queda ningún motivo para seguir hablando. El silencio, el vacío, han vuelto para reordenar la realidad, nada vale ya ni un triste suspiro. La esperanza se ha desvanecido. Todo es nada. La muerte se ha apoderado de la humildad. Es el fin. El consuelo no existe.

jueves, 2 de octubre de 2025

Rigor histórico



Me da un poco la risa cuando se critica una película o un libro por falta de rigor histórico. La misma historia es ficción, se reconstruye a partir de recuerdos torcidos e intereses peregrinos. Y si hablamos, además, de biografías, la crítica aún es más chocante e inane, si no se basa en otra cosa que en la falta de rigor histórico. Aún no he visto “El cautivo”, pero acabo de ver una película de época (inglesa, por supuesto) basada en la última mujer de Enrique VIII (la enésima, versión digo). Y me da igual que se lo hayan inventado todo, porque estaba bien construida, muy bien ambientada y perfectamente interpretada. Hay que conocer a fondo las costumbres, las ideas, los instrumentos con los que se trinchaba un cisne en el siglo XVI, eso sí. Me lo he creído todo, porque de lo que se trata es de que te convenzan a través de los recursos del arte y del buen hacer. Me importa un pijo que esa Catalina Howard no se pareciera a la original, porque, entre otras cosas, nadie podría reconstruir a un personaje real por mucho que se lo propusiera. La habilidad del creador es convencernos de la verosimilitud de la narración, de los personajes, embaucarnos en el relato. Cada lector (espectador) se construye una imagen determinada de un escritor o de cualquier personaje histórico a partir de la lectura de sus obras o de los hechos que nos han relatado sobre él. Tendemos a inventar ficciones con las que interpretar el mundo y deberíamos acercamos a las ficciones de los creadores pensando que no son otra cosa que ficciones, con el mismo rigor histórico que las nuestras. Si estas se construyen con materiales estéticos y narrativos firmes, incluso llegan a convencernos de la falacia más descabellada. Ese es el mérito, el retrato fiel de un fragmento de vida no se puede condensar en hora y media, tampoco en una serie de Netflix. La ficción que el director ha pergeñado en su cabeza, sí.

martes, 9 de septiembre de 2025

La enfermedad


 

La enfermedad te convierte en un ser distinto: acabado, vulnerable, reflexivo, triste, apático. A la debilidad física se une la obsesión de que queda poco, acecha la inevitable mortalidad (memento mori). Vas abandonándolo todo: el movimiento, la alegría, el deseo de vivir, las ganas de levantarte de la cama. La enfermedad te somete al silencio, a la soledad más absoluta. Prefieres sufrirla sin compañía, previendo que ese purgatorio te conducirá a la inexistencia. La comida, el baile, la conversación, la juerga, la lectura, hacer el amor, la curiosidad..., todo se va arrumbando porque las fuerzas no acompañan y porque la mente solo se alimenta de pensamientos sombríos. El enfermo es el licenciado Vidriera, teme quebrarse en cualquier momento, desprecia todo lo que ha sido y le espanta el mundo que lo rodea. Taciturno y gris, así te ves, sin ánimo para seguir en la brecha. Suenan las campanas. El dolor crece, las sombras se ciernen sobre tu persona, se adueñan del horizonte.  

lunes, 8 de septiembre de 2025

Diarios, 7/09/25

 Son más de tres años en este plan: salgo de casa para escapar de casa y de la escritura, me refugio en los bares (solo) y vuelvo al rincón donde habito (más solo). Antes, este panorama me tenía medio deprimido, asustado (he sido siempre un ser bastante social, para lo bueno y para lo peor). Lo curioso es que últimamente casi me recreo en esa mesa de uno. Porque lo que en un principio añoraba y me hacía suspirar: las parejas, los grupos, los rituales sociales, cada vez me resultan más ajenos. Donde antes solo veía desgracia, ahora es una oportunidad para no sufrir gritos de niños, discusiones absurdas y conversaciones inanes. Leí esta cita el otro día y aunque no me la aplico del todo (porque me queda ancha), me ha inspirado esta entrada: "Mi fuerza es la independencia; mi tributo la soledad". 

Diarios, 8/09/25

 


¡Qué buena tarde he pasado con la película de Yorgos Lanthimos, La Favorita! Y creo que ya la había visto (esto es preocupante). A mitad del metraje, me ha venido a la cabeza la última en un cine, justo anteayer, Romería, de Carla Simón. Aquí encaja perfectamente lo de "las comparaciones son odiosas". Mi sesión griega, muy gozosa, intensa, original, con tensión dramática y con una historia apasionante de indudable profundidad. Mi tarde en el cine todo murria, supuesto lirismo y aburrimiento (¡qué larga se me hizo!). Es curioso que una película que ya había visto, con el mal condicionante de "disfrutarla" en la pantalla de televisión, me despierte un interés mucho mayor que otra, vista en un pedazo de pantallón, con efectos de sonido espectaculares. Sí, la de Lanthimos tenía mayor presupuesto, sin duda alguna, pero lo que mueve a este espectador (a mí), es la genialidad de quien te cuenta algo digno de ser contado con unas formas escénicas deslumbrantes y con unos diálogos sorprendentes. Todo parte del genio y de su habilidad. El resto es relleno y filfa pretenciosa.    

domingo, 7 de septiembre de 2025

“El jardín de Epicuro” por Francisco J. Tapiador




Epicuro (341-270 a. C.) es uno de los pocos pensadores antiguos que mantiene su vigencia porque se anticipó a nociones que la ciencia moderna tardó siglos en confirmar. Lúcido, acertó en lo sustancial de aquello que podemos verificar, lo cual nos anima a hacerle caso también en lo que dijo sin contraste objetivo. Y es que, si el hombre dio en el clavo en un tema fundamental y difícil de conocer como la composición última del universo y de la realidad, quizá valga la pena prestar atención a su propuesta para vivir bien: a su moral.

Lo que hace único a Epicuro es que sus ideas sobre la física, basadas en el atomismo, resultaron ser asombrosamente precisas. De hecho, fue el único filósofo que acertó. En un mundo donde la ciencia aún no existía como tal, Epicuro postuló que el universo se compone únicamente de átomos y vacío. Una idea, la del átomo, que no fue verificada hasta el siglo XX, cuando Albert Einstein —en su trabajo sobre el movimiento browniano de 1905— proporcionó pruebas empíricas de su existencia. Lo mismo respecto al vacío: tuvimos que esperar hasta 1887 para que Albert A. Michelson y Edward W. Morley demostraran que no hay un éter que impregne todo el universo. Sin esas medidas, la hipótesis de Epicuro no era más que una buena idea. Esta última afirmación tan potente —la epistemología que es la base de la física contemporánea— es también suya: dejó escrito que había que distinguir entre las opiniones pendientes de confirmación y aquellas verificadas por la sensación. Una forma elegante de decir que, si no hay confirmación empírica de algo, no hay conocimiento.

Epicuro tuvo enemigos poderosos, especialmente entre las élites religiosas y políticas, que veían en su atomismo y en su énfasis en los placeres sencillos una amenaza para sus estructuras de poder. Los agnósticos nunca han tenido buena prensa entre quienes creen que la religión debe impregnar toda la sociedad y que el sentimiento de culpa debe condicionar las acciones individuales. Por eso sus enseñanzas fueron caricaturizadas. Resulta bastante lamentable que la imagen que se tiene de él sea la que ofrecieron sus enemigos, así que vamos a nivelar un poco el juego.

Epicuro, el hombre, fue un ser fascinante del que sabemos poco. Por lo que comenta Diógenes Laercio, fuente principal sobre su vida, debía de ser una persona con mucho carisma, además de inteligente. Nacido en la isla de Samos, fundó en Atenas una escuela conocida como el Jardín: un espacio donde se reunía con sus amigos para reflexionar sobre la naturaleza, la vida y la felicidad. Se trataba de una parcela modesta que compró a las afueras, más una huerta que un jardín. Allí se juntaban hombres y mujeres; libres y esclavos, todos como iguales, para compartir ideas, risas y momentos de conexión. Su jardín no era solo un lugar de ocio y de trabajo manual, sino también una comunidad de aprendizaje donde se discutían ideas filosóficas, científicas y éticas. Algo así como lo que debería ser un departamento universitario.

La idea tuvo éxito y se exportó a Roma. Hoy podemos ver un ejemplo en la Villa de los Papiros de Herculano, un sitio estupendo donde un grupo de epicúreos se debía de pegar la vida padre (leer, comer, charlar, reír) antes de que la erupción del Vesubio del año 79 d. C. preservase el lugar para la posteridad. Los papiros de su biblioteca quedaron carbonizados, pero algunos se están pudiendo leer gracias a la física nuclear. En otros lugares del Imperio había comunidades parecidas.

De los aproximadamente trescientos textos que se le atribuyen al filósofo, solo nos han llegado tres cartas principales —a Heródoto, a Pítocles y a Meneceo— y un conjunto de aforismos conocido como las Máximas capitales, además de algunos fragmentos (como las Sentencias vaticanas). Sueño con que algún día encontremos los treinta y siete capítulos de Sobre la naturaleza en algún papiro carbonizado, o escondido en alguna vasija, pero de momento eso es todo lo que hay.

Los textos que han sobrevivido sobre su moral, preservados en gran parte en la obra de Diógenes Laercio, son breves, directos y sorprendentemente accesibles, como un manual de filosofía para la vida cotidiana. Las cartas vienen a ser un «Epicuro para gente con prisa», unos apuntes para que sus discípulos pudieran transmitir sus enseñanzas. Se leen, con aprovechamiento, en una hora. Sus ideas destilan claridad: la felicidad es alcanzable y no requiere complicaciones metafísicas ni especulaciones grandilocuentes. La brevedad y la síntesis se agradecen, porque hay filósofos que escribieron páginas y páginas de rollo para acabar sin decir nada sustancial. Vienen a la mente Han o Heidegger y sus logomaquias.

El núcleo de la filosofía epicúrea es la teoría atómica heredada de Demócrito y Leucipo, que aprendió de Nausífanes (hay dudas sobre este último), y a la que aportó mejoras cruciales que justifican el aserto de que fue el único filósofo que acertó. Según él, todo lo que existe son átomos —partículas indivisibles— moviéndose sin parar en un vacío infinito. No hay intervención divina ni fuerzas místicas: el universo opera según reglas ciegas, sencillas, que dan lugar a propiedades emergentes. Epicuro explicó la posibilidad de lo estático a partir del movimiento continuo y azaroso de átomos diferentes que se unen en moléculas —aunque no las llamó así—, una idea de la dinámica que se les resistía a sus predecesores y que es imprescindible para explicar la variedad de objetos y movimientos que observamos. No olvidemos que dos siglos antes Parménides había dicho que todo es estático y no puede ser de otra manera (contra toda evidencia empírica), y que eso se sigue estudiando. Para Epicuro, es de las combinaciones de átomos diferentes y del azar de donde surge la complejidad. Esta visión materialista (dicha con otras palabras) no solo era revolucionaria en el siglo IV a. C., sino que lo sigue siendo veinticuatro siglos después.

Epicuro dedujo de una teoría mecánica, el atomismo, una manera de vivir muy diferente de aquellas que propugnan la existencia de un dios y de otra vida. En esto fue muy original, porque no hay muchas morales que se deriven directamente de una física. Resuelto el miedo a la muerte y una voluntad divina incognoscible gracias a la razón, y despejadas las supersticiones que atan al hombre, surge la luz. Para Epicuro, el objetivo de la vida es alcanzar la eudaimonía, un estado de felicidad y bienestar que se logra a través del placer (hedoné) y la ausencia de dolor (aponía). A ese estado se oponen los deseos que, según él, pueden ser de varios tipos. Primero, los naturales y necesarios, como comer o dormir. Estos basta satisfacerlos para evitar el dolor. Luego están los naturales pero no necesarios, como una comida lujosa. Estos deseos deben limitarse, ya que su exceso puede causar dolor o insatisfacción. Y por último están los deseos vanos o artificiales, como la popularidad o el poder, que deben evitarse por completo, ya que generan ansiedad y dependencia. Esto ya es mejor que la pirámide de Maslow y sistemas derivados del siglo XX. De hecho, Epicuro distinguía incluso entre placeres dinámicos (como comer o beber) y placeres estáticos (como la tranquilidad mental o la ausencia de miedo). Los segundos, decía, son los más importantes.

Sus propuestas son muy accesibles. Recomendaba vivir en el presente y disfrutar de placeres simples: una buena comida, un paseo por la naturaleza o una conversación profunda. Algo tan sencillo como beber agua cuando se tiene sed puede aportar una gran satisfacción. Como se ve, este hedonismo no tiene nada que ver con el exceso o la indulgencia desmedida. De hecho, el ateniense enseñaba que la moderación en todos los aspectos de la vida (comida, bebida, ambiciones) previene los excesos que puedan llevar al dolor físico o mental.

La receta más importante, según él, para la felicidad es sencilla y sigue estando vigente: consideraba la amistad el pilar de una vida plena, incluso por encima de las leyes, que veía como convenciones humanas arbitrarias. Creía que las relaciones de confianza y apoyo mutuo ayudan a evitar el dolor emocional y que proporcionan una estabilidad muy necesaria para ser feliz. En una de sus Máximas capitales afirma que «de todas las cosas que la sabiduría proporciona para la felicidad de la vida entera, la mayor con mucho es la adquisición de la amistad» (Ὧν ἡ σοφία παρασκευάζει εἰς τὴν τοῦ ὅλου βίου μακαριότητα, πολὺ μέγιστόν ἐστιν ἡ τῆς φιλίας κτῆσις, para el que sepa griego clásico y no se fíe). En lo que se refiere a las relaciones sociales, abogaba por alejarse de las ambiciones desmedidas, la política y las discusiones estériles. Hoy es bien sabido que, en general, no discutir con idiotas es una política excelente para la salud, así que aquí también acertó (aunque él no lo expresara así).

En el camino hacia la felicidad que nos trazó Epicuro era esencial leer, reflexionar y, sobre todo, cuestionar las opiniones establecidas. En esto difería notablemente de otros filósofos coetáneos, sumidos en una especie de triste sumisión al poder tras la caída de las estructuras políticas de las ciudades-estado y la llegada del helenismo. Esa búsqueda por uno mismo tiene que ser activa, porque el postureo al respecto del conocimiento no tiene mucho sentido. Respecto a esto, Epicuro dijo que aparentar que se busca la verdad es como aparentar que se tiene buena salud. Solo sirve tenerla realmente. Pensaba que esta actividad, buscar para conocer, era importante para mantener la paz interior, puesto que nos alejaba de las supersticiones y creencias irracionales que nos generan dolor, poniéndonos en la senda de la felicidad.

Epicuro enseñaba que los principales obstáculos para la felicidad son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte. Esto lo trató con una claridad pasmosa. Para él, la muerte no es más que la disolución de los átomos, sin dolor ni conciencia. «La muerte no es nada para nosotros», escribió, «porque cuando estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros no estamos». Transparente como el agua. Lo mismo respecto al dolor. Decía algo así como que el dolor, cuando es intenso, es breve; y cuando es prolongado, no es intenso (Ὁ πόνος ἢ οὐκ ἔστιν ἢ οὐκ ἔστι μέγας, que literalmente viene a ser «El dolor, o no existe, o no es grande»). Recordar la cita no ayuda para nada cuando te duele algo —lo tengo comprobado—, pero la lógica es inapelable. Respecto a los dioses, dijo mucho antes de Pierre-Simon Laplace a Napoleón eso de que no había tenido necesidad de esa hipótesis para explicar la mecánica del mundo. No negó que pudieran existir —de hecho, aportó una especie de argumento a favor—, pero sí que pudieran ejercer alguna influencia sobre el orden del mundo o los humanos.

El jardín de Epicuro era más que una escuela filosófica: era un experimento social. Los críticos, envidiosos o escandalizados por su forma de vida, apodaron a los epicúreos «la secta del cerdo». Lejos de ofenderse, sus seguidores adoptaron el mote con humor, una postura también muy sana cuando uno vive rodeado de idiotas. En la villa de Herculano perteneciente a Filodemo de Gádara se encontró una escultura de un cerdito saltando, hoy expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Resulta tan entrañable como Babe, el cerdito valiente. Este símbolo refleja la ligereza y la alegría que caracterizaban su filosofía: vivir bien no requiere grandes riquezas ni poder, sino buenos amigos, un lugar tranquilo que cultivar y una mente libre de temores gracias a un pensamiento racional que no necesite explicaciones metafísicas. Desde luego, asar un cochinillo con los amigos en el jardín, comiendo y bebiendo todo el día mientras se arregla el mundo sigue siendo un planazo, aunque luego haya que hacer deporte o lo que sea para quemar las grasas.

Hay que matizar que para esta filosofía la llave de la felicidad es, más que la amistad, la confianza en la ayuda de los amigos; el apoyo mutuo. Algunos trabajos recientes de ciencias sociales han sugerido que las conexiones personales son el factor más importante para una vida satisfactoria, justo lo que Epicuro defendía hace más de dos mil años. Saber que tienes un amigo que te ayudará si es necesario no se compra con nada. En un mundo donde la ansiedad y el agotamiento están a la orden del día, esta filosofía nos recuerda que la felicidad no está en acumular bienes o poder, sino en disfrutar de lo que ya tenemos: un buen libro, una conversación con amigos o un momento de calma en un jardín. Su frase de que la felicidad consiste en no tener hambre, no tener sed, no tener frío y confiar en que se lograrán esas tres cosas es una idea muy poderosa.

La doctrina de Epicuro no estuvo exenta de críticas. Su rechazo a involucrarse en política o en conflictos estériles puede parecer escapista, pero es una invitación a centrarse en lo que realmente está bajo nuestro control. Pero su condena al ostracismo no se debió a ese tipo de consideraciones ni a temas de especialistas, sino a su materialismo, al igualitarismo (hombres y mujeres, ciudadanos y esclavos) y al rechazo a las explicaciones religiosas. Esos rasgos convirtieron a su filosofía en un blanco perfecto para las élites que controlaban a la población a través de las diversas formas del miedo. Además, los mandarines disponían de explicaciones del mundo más afines a sus intereses. Los estoicos viejos, quizá los principales rivales filosóficos de los epicúreos, también promovían una vida de virtud y autocontrol, pero con un sistema moral mucho más conveniente para las clases dominantes, más gregario y menos individual. El estoicismo fue de hecho asimilado con facilidad por la religión cristiana, porque era teísta (aunque en formato Logos), pero no así el epicureísmo, agnóstico en esencia, por lo que según progresó el cristianismo las ideas del samita fueron vistas como una amenaza, y muchos de sus textos fueron destruidos o censurados. A diferencia de Aristóteles, cuyas ideas dominaron la filosofía medieval, o de Platón, cuya influencia persiste en eso que llaman metafísica, las doctrinas de Epicuro dejaron de estar en boga a partir del siglo III d. C. Por suerte, sus ideas clave sobrevivieron y llegaron hasta nosotros. El atomismo influyó en pensadores como Lucrecio, cuyo poema De rerum natura difundió las ideas epicúreas en el mundo romano, y más tarde en científicos de la Ilustración como Pierre Gassendi.

Si hay que celebrar por algo a la figura histórica de Epicuro es porque fue una de las primeras personas en entender cómo funciona el universo y de deducir, a partir de ahí, una moral. Hoy podemos decir que es el único filósofo antiguo que se salva (recuérdese a Parménides o a Platón, que también dijo cosas muy locas). Va siendo hora de abandonar los lugares comunes y enseñar que fue un pensador profundo en el examen de la naturaleza que además entendió que la felicidad reside en lo cotidiano. Su filosofía de vida invita a despojarnos de miedos irracionales y abrazar lo que realmente importa. En un mundo obsesionado con la productividad y el éxito material, envuelto aún en lo irracional y en religiones a cada cual más absurda, Epicuro invita a leer, relajarnos, charlar, no cometer excesos con la comida y la bebida y disfrutar de la paz de un jardín con los amigos dándonos cuenta de que la vida son cuatro días. O, como dijo él, que nacemos una sola vez.

Entre las escuelas atenienses de la Academia (Platón) o del Liceo (Aristóteles) me quedo con el jardín de Epicuro. Ajeno a sofísticas y pedanterías, inmune a fantasías gracias al contraste con lo percibido, abogaba por un estilo de vida sencillo y autosuficiente. Aporta una moral individualista que desconfía de la autoridad y de las convenciones sociales, en contraposición al estoicismo, hoy tan de moda. La campaña de desprestigio a la que sometieron estas ideas empañó esta realidad. Aún hoy, la palabra «epicúreo» evoca en muchos una imagen de hedonismo superficial, cuando en realidad el griego defendía un placer reflexivo y sostenible, más cercano al chill de hoy que a una rave. Los epicúreos perseguían la ataraxia, un estado de tranquilidad y serenidad mental, no el éxtasis. Es una pretensión muy razonable. No eran unos fiesteros frívolos, ni su forma de vida una forma de libertinaje. Esta gente solo perseguía mantenerse imperturbable ante las inevitables adversidades de una vida que sabían corta. La imagen mental que deberíamos tener de un epicúreo de pro son las del octógono de las aes: actividad, autonomía, amabilidad, alegría, atención, aceptación, ataraxia y altruismo.

lunes, 25 de agosto de 2025

Olvidarse de uno mismo

 


Poco a poco va alejándose del que era y acumula vértigo, porque asusta olvidarse de uno mismo. Le cuesta apartarse de su pasado. Le acongoja desprenderse de su naturaleza, enajenarse. Y no es porque fuera muy ejemplar, sino porque el proceso supone una especie de muerte consciente. 

Su yo anterior se va perdiendo en lontananza, solo se ve la popa y el rastro en el mar, solo eso. Le angustia pensar que ya nunca volverá a amarrar en el mismo puerto, en la misma ciudad. No podrá ayudarse de rostros familiares. Toda botadura conlleva un no sé qué de pérdida, de desgarro. Y va su nuevo yo en busca del olvido, en busca de los "vastos jardines sin aurora". Cauto, aunque decidido, temeroso de arrancarse una piel que, aunque duele, ya no le pertenece.