Solo estuvimos tres meses juntos en el instituto. Tú te jubilabas y yo participé en tu fiesta como si fueras amiga de toda la vida. Yo creo que lo fuiste. Después de mi desgracia, viniste a verme. Te acababan de diagnosticar un cáncer y fuiste tú quien me consolaste, tú quien tenías el ánimo suficiente para sacarme a la superficie. Fuiste tú, a pesar de la debilidad, con dulzura, con delicadeza, quien me ayudó a no hundirme en la fosa de la ausencia. Tú, tan amable, tan risueña, a pesar de la enfermedad que te asolaba. Yo, desconcertado, te veía tan entera que no podía desfallecer. Eras un ejemplo necesario, un abrazo sincero que me sirvió para no despeñarme. Me reconfortabas, Maribel, componías mi destartalada figura, me ordenabas, me dabas la fuerza necesaria para seguir en la brecha, a pesar de todo. Un optimismo constante te convertía en maestra de la vitalidad. Mi consternación desaparecía ante tu entusiasmo.
Ya no creo en nada. El aire ha muerto. El soplo de la vida se ha desgarrado, ya no queda ningún motivo para seguir hablando. El silencio, el vacío, han vuelto para reordenar la realidad, nada vale ya ni un triste suspiro. La esperanza se ha desvanecido. Todo es nada. La muerte se ha apoderado de la humildad. Es el fin. El consuelo no existe.
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