domingo, 7 de septiembre de 2025

“El jardín de Epicuro” por Francisco J. Tapiador




Epicuro (341-270 a. C.) es uno de los pocos pensadores antiguos que mantiene su vigencia porque se anticipó a nociones que la ciencia moderna tardó siglos en confirmar. Lúcido, acertó en lo sustancial de aquello que podemos verificar, lo cual nos anima a hacerle caso también en lo que dijo sin contraste objetivo. Y es que, si el hombre dio en el clavo en un tema fundamental y difícil de conocer como la composición última del universo y de la realidad, quizá valga la pena prestar atención a su propuesta para vivir bien: a su moral.

Lo que hace único a Epicuro es que sus ideas sobre la física, basadas en el atomismo, resultaron ser asombrosamente precisas. De hecho, fue el único filósofo que acertó. En un mundo donde la ciencia aún no existía como tal, Epicuro postuló que el universo se compone únicamente de átomos y vacío. Una idea, la del átomo, que no fue verificada hasta el siglo XX, cuando Albert Einstein —en su trabajo sobre el movimiento browniano de 1905— proporcionó pruebas empíricas de su existencia. Lo mismo respecto al vacío: tuvimos que esperar hasta 1887 para que Albert A. Michelson y Edward W. Morley demostraran que no hay un éter que impregne todo el universo. Sin esas medidas, la hipótesis de Epicuro no era más que una buena idea. Esta última afirmación tan potente —la epistemología que es la base de la física contemporánea— es también suya: dejó escrito que había que distinguir entre las opiniones pendientes de confirmación y aquellas verificadas por la sensación. Una forma elegante de decir que, si no hay confirmación empírica de algo, no hay conocimiento.

Epicuro tuvo enemigos poderosos, especialmente entre las élites religiosas y políticas, que veían en su atomismo y en su énfasis en los placeres sencillos una amenaza para sus estructuras de poder. Los agnósticos nunca han tenido buena prensa entre quienes creen que la religión debe impregnar toda la sociedad y que el sentimiento de culpa debe condicionar las acciones individuales. Por eso sus enseñanzas fueron caricaturizadas. Resulta bastante lamentable que la imagen que se tiene de él sea la que ofrecieron sus enemigos, así que vamos a nivelar un poco el juego.

Epicuro, el hombre, fue un ser fascinante del que sabemos poco. Por lo que comenta Diógenes Laercio, fuente principal sobre su vida, debía de ser una persona con mucho carisma, además de inteligente. Nacido en la isla de Samos, fundó en Atenas una escuela conocida como el Jardín: un espacio donde se reunía con sus amigos para reflexionar sobre la naturaleza, la vida y la felicidad. Se trataba de una parcela modesta que compró a las afueras, más una huerta que un jardín. Allí se juntaban hombres y mujeres; libres y esclavos, todos como iguales, para compartir ideas, risas y momentos de conexión. Su jardín no era solo un lugar de ocio y de trabajo manual, sino también una comunidad de aprendizaje donde se discutían ideas filosóficas, científicas y éticas. Algo así como lo que debería ser un departamento universitario.

La idea tuvo éxito y se exportó a Roma. Hoy podemos ver un ejemplo en la Villa de los Papiros de Herculano, un sitio estupendo donde un grupo de epicúreos se debía de pegar la vida padre (leer, comer, charlar, reír) antes de que la erupción del Vesubio del año 79 d. C. preservase el lugar para la posteridad. Los papiros de su biblioteca quedaron carbonizados, pero algunos se están pudiendo leer gracias a la física nuclear. En otros lugares del Imperio había comunidades parecidas.

De los aproximadamente trescientos textos que se le atribuyen al filósofo, solo nos han llegado tres cartas principales —a Heródoto, a Pítocles y a Meneceo— y un conjunto de aforismos conocido como las Máximas capitales, además de algunos fragmentos (como las Sentencias vaticanas). Sueño con que algún día encontremos los treinta y siete capítulos de Sobre la naturaleza en algún papiro carbonizado, o escondido en alguna vasija, pero de momento eso es todo lo que hay.

Los textos que han sobrevivido sobre su moral, preservados en gran parte en la obra de Diógenes Laercio, son breves, directos y sorprendentemente accesibles, como un manual de filosofía para la vida cotidiana. Las cartas vienen a ser un «Epicuro para gente con prisa», unos apuntes para que sus discípulos pudieran transmitir sus enseñanzas. Se leen, con aprovechamiento, en una hora. Sus ideas destilan claridad: la felicidad es alcanzable y no requiere complicaciones metafísicas ni especulaciones grandilocuentes. La brevedad y la síntesis se agradecen, porque hay filósofos que escribieron páginas y páginas de rollo para acabar sin decir nada sustancial. Vienen a la mente Han o Heidegger y sus logomaquias.

El núcleo de la filosofía epicúrea es la teoría atómica heredada de Demócrito y Leucipo, que aprendió de Nausífanes (hay dudas sobre este último), y a la que aportó mejoras cruciales que justifican el aserto de que fue el único filósofo que acertó. Según él, todo lo que existe son átomos —partículas indivisibles— moviéndose sin parar en un vacío infinito. No hay intervención divina ni fuerzas místicas: el universo opera según reglas ciegas, sencillas, que dan lugar a propiedades emergentes. Epicuro explicó la posibilidad de lo estático a partir del movimiento continuo y azaroso de átomos diferentes que se unen en moléculas —aunque no las llamó así—, una idea de la dinámica que se les resistía a sus predecesores y que es imprescindible para explicar la variedad de objetos y movimientos que observamos. No olvidemos que dos siglos antes Parménides había dicho que todo es estático y no puede ser de otra manera (contra toda evidencia empírica), y que eso se sigue estudiando. Para Epicuro, es de las combinaciones de átomos diferentes y del azar de donde surge la complejidad. Esta visión materialista (dicha con otras palabras) no solo era revolucionaria en el siglo IV a. C., sino que lo sigue siendo veinticuatro siglos después.

Epicuro dedujo de una teoría mecánica, el atomismo, una manera de vivir muy diferente de aquellas que propugnan la existencia de un dios y de otra vida. En esto fue muy original, porque no hay muchas morales que se deriven directamente de una física. Resuelto el miedo a la muerte y una voluntad divina incognoscible gracias a la razón, y despejadas las supersticiones que atan al hombre, surge la luz. Para Epicuro, el objetivo de la vida es alcanzar la eudaimonía, un estado de felicidad y bienestar que se logra a través del placer (hedoné) y la ausencia de dolor (aponía). A ese estado se oponen los deseos que, según él, pueden ser de varios tipos. Primero, los naturales y necesarios, como comer o dormir. Estos basta satisfacerlos para evitar el dolor. Luego están los naturales pero no necesarios, como una comida lujosa. Estos deseos deben limitarse, ya que su exceso puede causar dolor o insatisfacción. Y por último están los deseos vanos o artificiales, como la popularidad o el poder, que deben evitarse por completo, ya que generan ansiedad y dependencia. Esto ya es mejor que la pirámide de Maslow y sistemas derivados del siglo XX. De hecho, Epicuro distinguía incluso entre placeres dinámicos (como comer o beber) y placeres estáticos (como la tranquilidad mental o la ausencia de miedo). Los segundos, decía, son los más importantes.

Sus propuestas son muy accesibles. Recomendaba vivir en el presente y disfrutar de placeres simples: una buena comida, un paseo por la naturaleza o una conversación profunda. Algo tan sencillo como beber agua cuando se tiene sed puede aportar una gran satisfacción. Como se ve, este hedonismo no tiene nada que ver con el exceso o la indulgencia desmedida. De hecho, el ateniense enseñaba que la moderación en todos los aspectos de la vida (comida, bebida, ambiciones) previene los excesos que puedan llevar al dolor físico o mental.

La receta más importante, según él, para la felicidad es sencilla y sigue estando vigente: consideraba la amistad el pilar de una vida plena, incluso por encima de las leyes, que veía como convenciones humanas arbitrarias. Creía que las relaciones de confianza y apoyo mutuo ayudan a evitar el dolor emocional y que proporcionan una estabilidad muy necesaria para ser feliz. En una de sus Máximas capitales afirma que «de todas las cosas que la sabiduría proporciona para la felicidad de la vida entera, la mayor con mucho es la adquisición de la amistad» (Ὧν ἡ σοφία παρασκευάζει εἰς τὴν τοῦ ὅλου βίου μακαριότητα, πολὺ μέγιστόν ἐστιν ἡ τῆς φιλίας κτῆσις, para el que sepa griego clásico y no se fíe). En lo que se refiere a las relaciones sociales, abogaba por alejarse de las ambiciones desmedidas, la política y las discusiones estériles. Hoy es bien sabido que, en general, no discutir con idiotas es una política excelente para la salud, así que aquí también acertó (aunque él no lo expresara así).

En el camino hacia la felicidad que nos trazó Epicuro era esencial leer, reflexionar y, sobre todo, cuestionar las opiniones establecidas. En esto difería notablemente de otros filósofos coetáneos, sumidos en una especie de triste sumisión al poder tras la caída de las estructuras políticas de las ciudades-estado y la llegada del helenismo. Esa búsqueda por uno mismo tiene que ser activa, porque el postureo al respecto del conocimiento no tiene mucho sentido. Respecto a esto, Epicuro dijo que aparentar que se busca la verdad es como aparentar que se tiene buena salud. Solo sirve tenerla realmente. Pensaba que esta actividad, buscar para conocer, era importante para mantener la paz interior, puesto que nos alejaba de las supersticiones y creencias irracionales que nos generan dolor, poniéndonos en la senda de la felicidad.

Epicuro enseñaba que los principales obstáculos para la felicidad son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte. Esto lo trató con una claridad pasmosa. Para él, la muerte no es más que la disolución de los átomos, sin dolor ni conciencia. «La muerte no es nada para nosotros», escribió, «porque cuando estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros no estamos». Transparente como el agua. Lo mismo respecto al dolor. Decía algo así como que el dolor, cuando es intenso, es breve; y cuando es prolongado, no es intenso (Ὁ πόνος ἢ οὐκ ἔστιν ἢ οὐκ ἔστι μέγας, que literalmente viene a ser «El dolor, o no existe, o no es grande»). Recordar la cita no ayuda para nada cuando te duele algo —lo tengo comprobado—, pero la lógica es inapelable. Respecto a los dioses, dijo mucho antes de Pierre-Simon Laplace a Napoleón eso de que no había tenido necesidad de esa hipótesis para explicar la mecánica del mundo. No negó que pudieran existir —de hecho, aportó una especie de argumento a favor—, pero sí que pudieran ejercer alguna influencia sobre el orden del mundo o los humanos.

El jardín de Epicuro era más que una escuela filosófica: era un experimento social. Los críticos, envidiosos o escandalizados por su forma de vida, apodaron a los epicúreos «la secta del cerdo». Lejos de ofenderse, sus seguidores adoptaron el mote con humor, una postura también muy sana cuando uno vive rodeado de idiotas. En la villa de Herculano perteneciente a Filodemo de Gádara se encontró una escultura de un cerdito saltando, hoy expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Resulta tan entrañable como Babe, el cerdito valiente. Este símbolo refleja la ligereza y la alegría que caracterizaban su filosofía: vivir bien no requiere grandes riquezas ni poder, sino buenos amigos, un lugar tranquilo que cultivar y una mente libre de temores gracias a un pensamiento racional que no necesite explicaciones metafísicas. Desde luego, asar un cochinillo con los amigos en el jardín, comiendo y bebiendo todo el día mientras se arregla el mundo sigue siendo un planazo, aunque luego haya que hacer deporte o lo que sea para quemar las grasas.

Hay que matizar que para esta filosofía la llave de la felicidad es, más que la amistad, la confianza en la ayuda de los amigos; el apoyo mutuo. Algunos trabajos recientes de ciencias sociales han sugerido que las conexiones personales son el factor más importante para una vida satisfactoria, justo lo que Epicuro defendía hace más de dos mil años. Saber que tienes un amigo que te ayudará si es necesario no se compra con nada. En un mundo donde la ansiedad y el agotamiento están a la orden del día, esta filosofía nos recuerda que la felicidad no está en acumular bienes o poder, sino en disfrutar de lo que ya tenemos: un buen libro, una conversación con amigos o un momento de calma en un jardín. Su frase de que la felicidad consiste en no tener hambre, no tener sed, no tener frío y confiar en que se lograrán esas tres cosas es una idea muy poderosa.

La doctrina de Epicuro no estuvo exenta de críticas. Su rechazo a involucrarse en política o en conflictos estériles puede parecer escapista, pero es una invitación a centrarse en lo que realmente está bajo nuestro control. Pero su condena al ostracismo no se debió a ese tipo de consideraciones ni a temas de especialistas, sino a su materialismo, al igualitarismo (hombres y mujeres, ciudadanos y esclavos) y al rechazo a las explicaciones religiosas. Esos rasgos convirtieron a su filosofía en un blanco perfecto para las élites que controlaban a la población a través de las diversas formas del miedo. Además, los mandarines disponían de explicaciones del mundo más afines a sus intereses. Los estoicos viejos, quizá los principales rivales filosóficos de los epicúreos, también promovían una vida de virtud y autocontrol, pero con un sistema moral mucho más conveniente para las clases dominantes, más gregario y menos individual. El estoicismo fue de hecho asimilado con facilidad por la religión cristiana, porque era teísta (aunque en formato Logos), pero no así el epicureísmo, agnóstico en esencia, por lo que según progresó el cristianismo las ideas del samita fueron vistas como una amenaza, y muchos de sus textos fueron destruidos o censurados. A diferencia de Aristóteles, cuyas ideas dominaron la filosofía medieval, o de Platón, cuya influencia persiste en eso que llaman metafísica, las doctrinas de Epicuro dejaron de estar en boga a partir del siglo III d. C. Por suerte, sus ideas clave sobrevivieron y llegaron hasta nosotros. El atomismo influyó en pensadores como Lucrecio, cuyo poema De rerum natura difundió las ideas epicúreas en el mundo romano, y más tarde en científicos de la Ilustración como Pierre Gassendi.

Si hay que celebrar por algo a la figura histórica de Epicuro es porque fue una de las primeras personas en entender cómo funciona el universo y de deducir, a partir de ahí, una moral. Hoy podemos decir que es el único filósofo antiguo que se salva (recuérdese a Parménides o a Platón, que también dijo cosas muy locas). Va siendo hora de abandonar los lugares comunes y enseñar que fue un pensador profundo en el examen de la naturaleza que además entendió que la felicidad reside en lo cotidiano. Su filosofía de vida invita a despojarnos de miedos irracionales y abrazar lo que realmente importa. En un mundo obsesionado con la productividad y el éxito material, envuelto aún en lo irracional y en religiones a cada cual más absurda, Epicuro invita a leer, relajarnos, charlar, no cometer excesos con la comida y la bebida y disfrutar de la paz de un jardín con los amigos dándonos cuenta de que la vida son cuatro días. O, como dijo él, que nacemos una sola vez.

Entre las escuelas atenienses de la Academia (Platón) o del Liceo (Aristóteles) me quedo con el jardín de Epicuro. Ajeno a sofísticas y pedanterías, inmune a fantasías gracias al contraste con lo percibido, abogaba por un estilo de vida sencillo y autosuficiente. Aporta una moral individualista que desconfía de la autoridad y de las convenciones sociales, en contraposición al estoicismo, hoy tan de moda. La campaña de desprestigio a la que sometieron estas ideas empañó esta realidad. Aún hoy, la palabra «epicúreo» evoca en muchos una imagen de hedonismo superficial, cuando en realidad el griego defendía un placer reflexivo y sostenible, más cercano al chill de hoy que a una rave. Los epicúreos perseguían la ataraxia, un estado de tranquilidad y serenidad mental, no el éxtasis. Es una pretensión muy razonable. No eran unos fiesteros frívolos, ni su forma de vida una forma de libertinaje. Esta gente solo perseguía mantenerse imperturbable ante las inevitables adversidades de una vida que sabían corta. La imagen mental que deberíamos tener de un epicúreo de pro son las del octógono de las aes: actividad, autonomía, amabilidad, alegría, atención, aceptación, ataraxia y altruismo.

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