Poco a poco va alejándose del que era y acumula vértigo, porque asusta olvidarse de uno mismo. Le cuesta apartarse de su pasado. Le acongoja desprenderse de su naturaleza, enajenarse. Y no es porque fuera muy ejemplar, sino porque el proceso supone una especie de muerte consciente.
Su yo anterior se va perdiendo en lontananza, solo se ve la popa y el rastro en el mar, solo eso. Le angustia pensar que ya nunca volverá a amarrar en el mismo puerto, en la misma ciudad. No podrá ayudarse de rostros familiares. Toda botadura conlleva un no sé qué de pérdida, de desgarro. Y va su nuevo yo en busca del olvido, en busca de los "vastos jardines sin aurora". Cauto, aunque decidido, temeroso de arrancarse una piel que, aunque duele, ya no le pertenece.
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