Me he rodeado de plantas, no sé por qué. Esta tarde, una luz otoñal se filtra a través de las cortinas. Una luz mortecina, machadiana. En la televisión, imágenes magníficas de un galeón inglés hundiéndose entre las placas de hielo de los mares del Norte. Añoro escribir. Lo he intentado dejar y no puedo, es droga dura. Echo de menos comunicarme con mi pasado.
“Los hombres como usted hacen preguntas para sentirse más listos”, lo dice un delincuente que acaba de matar a un grumete y al capitán del barco de un porrazo en la cabeza. La serie tiene diálogos literarios, las imágenes son potentes y a veces repulsivas. El barco se hunde. Los balleneros quedan expuestos a la impiedad del hielo y al viento recio. Son hombres duros, salvajes. A la inhóspita naturaleza le tiene sin cuidado. Un blanco despiadado les rodea, un blanco hermoso. En el horizonte, el azul sobrio del invierno, la amenaza de la muerte. Esa, todos la tenemos: actores, espectadores, figurantes… el hielo es un puzzle abandonado, sin posibilidad de recomposición. Todo es recuerdo. Melancolía.
El güisqui me sigue sentando bien. La luz de la tarde, esa luz machadiana, mortecina. La esperanza de un barco que nos rescate del hielo. Nadie aguanta el invierno en el Norte. Un barco, un barco, un barco. Estoy rodeado de plantas, están rodeados de hielo. Entre el hielo, si uno no se mueve, la sangre se coagula y el cuerpo se entrega a una muerte despiadada. Hay que moverse en busca de comida, de la vida. Quedarse parado es morir. Nadie quiere morir. Hígados de foca, ojos de foca, cualquier víscera es un manjar cuando el invierno aprieta. Ellos, lo esquimales, los seres puros, inocentes, de la tierra, nos salvan de la inanición.
Plano general: el hombre sobre la nieve y el hielo. Un oso blanco se pone en el punto de mira. Supervivencia. Alucinaciones. Locura. El güisqui sigue alumbrando. El oso cae abatido por el disparo del médico desesperado. Late aún su corazón. Los estertores. Es la salvación, la comida. La cuchilla saja la piel del oso. Un festín las vísceras; un festín, el corazón, la sangre, el hígado, los riñones… El médico ve un refugio en las entrañas del oso, un calor maternal que lo salva de la muerte. Lo rescata un hombre de Iglesia (hasta en el Norte hay hombres de Dios, qué pereza). El asesino sigue suelto y ha acabado con la vida de dos esquimales. La intriga de la serie se vuelve cada vez más tensa. Los diálogos no decaen. La luz, en el salón (casi zulo), ya no es dorada. Empieza a anochecer. Las plantas se muestran firmes. Renacer desde el vientre de un oso no te enseña nada. No hay nada que contar. Sí lo hay. Se queja el hombre de Iglesia de que los esquimales solo creen en supersticiones y está empeñado en traducir una Biblia para ellos, porque, como todo el mundo sabe, en la Biblia no se cuenta ninguna patraña. Cazan focas, duermen en iglús, viven. Contemplan el sol decadente del invierno y se pierden en la planicie inmensa del hielo azul. En el mango de marfil de un cuchillo han tallado la imagen de un oso blanco. Se la regalan al médico, todavía alienado por su experiencia. Cuando el religioso le recrimina su connivencia con los ritos supersticiosos, él le dice: “No tengo ninguna verdad que decirles”, sublime. Va a ser un invierno largo y oscuro. La civilización, el carnaval, un plato de ostras, unas salchichas, una lengua de ternera.

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