miércoles, 4 de junio de 2025

Vendernos



Vender lo que uno hace, ya sean cuadros, libros, pulseras de plástico, pendientes de pasta de papel, canciones, vídeos de TikTok, pamelas de colores... Vender lo que uno confecciona, no para ganar dinero exclusivamente, sino, sobre todo, para engordar el ego, para que la gente te rodee, te aclame y te dore la píldora hasta reventar de aire pestilente. "Escrio para mí mismo", falso. Nadie, en esta edad del trapicheo, de la exposición pública, nadie escribe ni esculpe, ni hace vídeos por entretenimiento o por engrandecer su espíritu, que no. Todos actuamos para que se nos acepte, se nos adule, se nos aclame. Y esta tendencia la veo hasta en el desempeño de la enseñanza. Observo desde hace años una obsesión absurda por caer bien al alumnado. No para acercarse a él con la intención de inculcarle de mejor manera los bolos alimenticios que nos prepara la Administración, sino para ser popular entre ellos, única y exclusivamente, sin otro fin mayor. 
Ha calado el mensaje pueril de esas películas americanas de instituto donde la máxima aspiración de un individuo consiste en ser popular, famoso, sea al precio que sea. Los frikis que no alcanzan ese sueño son infelices y desgraciados. Este mensaje, tan infantil como idiotizante, ha calado en todos los gremios: cantantes, escritores, periodistas, merceros... Todos se (nos) desvivimos por ser reconocidos, por alcanzar esos "me gusta" tan absurdos como trumpistas.

martes, 3 de junio de 2025

59



Hoy hemos comido juntos. Es su cumpleaños. He elegido yo el sitio, con no mucha fortuna. No importa. Lo de menos es la calidad de la comida (ni siquiera el servicio ha sido aceptable). Lo emocionante es estar juntos de nuevo. Enfrente uno del otro. Me pregunta por mi nueva vida y sonrío: "Ya ves". No se extraña de nada. También sonríe. Pedimos vino y me toca el pelo, recién cortado. No dice nada. Calla y sonríe. A mí me basta. Sentir sus dedos en la cabeza, ver sus ojos, escuchar levemente su alegría, el eco de su escepticismo. No puedo coger su mano, ¡me gustaría tanto! Solos, como siempre, los dos solos. Animados y nostálgicos. El vino tiene estas propiedades. Cincuenta y nueve, nada menos. Hoy, 29 de mayo de 2025. Solo 59. Antes de irse, vuelve la cara, saca un cigarrillo de la pitillera y me parece oírla: "Vuelvo en seguida". Me pido una copa. La espero.

martes, 27 de mayo de 2025

La hoja de plátano



Suicidarse a buchitos de cerveza, qué delicado, qué discreto, qué artesanía. No precipitarse como el desesperado que se sumerge en la bañera para sajarse las muñecas. Tampoco entregarse al escándalo del ahorcado, ni al estruendo del que se vuela la tapa de los sesos con una escopeta. Poco a poco, en porciones medidas, sin prisa, sin pausa. Acompañado o solo, algo que no pueden elegir quienes se arrojan al tren o a un viaducto. Ese demorarse en el acabamiento, ese placer de degustar el final poco a poco, con delectación. Acelerar de vez en cuando con el güisqui, pero solo de vez en cuando, con moderación. Controlar la angustia con espaciados sorbos de licor. Ir dejándose caer con parsimonia, con el dulce descenso de la hoja de plátano que desea el suelo, pero no se desvive por alcanzarlo. Ser cuerpo en suspensión, entregado al albur de brisas y corrientes.
Me duele un poco el píloro, quizás el peciolo se ha desprendido ya de la rama.

"Un paseo por el barrio de las Letras de Madrid" por Paco Nadal




“¿No es cierto ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”. El viajero que camine por la calle Huertas de Madrid estará más tentado de mirar al suelo que a las fachadas que le rodean. A lo largo de toda ella van apareciendo en letras doradas, cual pistas de un juego de orientación, citas famosas de la literatura española. Estamos en el barrio de Las Letras, en su calle más emblemática, una vía peatonal en ligero ascenso desde plaza del Ángel hasta la de Platería de Martínez, siempre llena de ambiente y con alguno de los bares más icónicos de la ciudad, en la que se rinde homenaje a sus vecinos más ilustres. Miguel de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina… las plumas más excelsas del Siglo de Oro de la literatura española moraron, escribieron, deambularon y bebieron en algún momento de su vida en este céntrico barrio de Madrid, convertido hoy en uno de los preferidos para el ocio nocturno, de los bares y tabernas y de las actividades teatrales y literarias. Las Letras es el corazón dramaturgo de la ciudad.

Si tuviéramos que enmarcarlo en el plano de la ciudad, diríamos que el Barrio de Las Letras está en pleno centro, emparedado entre otras dos apetitosas zonas para el forastero curioso: el eje Sol-Gran Vía, por un lado, y el Paseo del Arte (es decir, el de los museos), por otro. Sus fronteras naturales serían la calle de la Cruz, al oeste; la Carrera de San Jerónimo, al norte; el paseo del Prado, por el este, y la calle Atocha, por el sur.

Si el eje del barrio es la calle Huertas, el centro cosmogónico de este universo urbano-literario es la plaza de Santa Ana, uno de los escasos espacios diáfanos que esponjan el entramado de Las Letras, orlada por fachadas del siglo XIX, llena de terrazas y vida a cualquier hora. Es un lugar perfecto para ir de tapeo a probar unas croquetas o un bocadillo de calamares bajo la solemne mirada de dos estatuas, una dedicada a Calderón de la Barca y otra a Federico García Lorca, constatación de la esencia poética del lugar. En uno de sus laterales se alza el Teatro Español, en el mismo solar que ocupó el corral de comedias del Príncipe, inaugurado en 1582, donde se estrenaron las mejores comedias de los autores del Siglo de Oro. Cinco siglos de historia teatral de España condensados en el mismo espacio urbano. Todo un récord de continuidad.

No fue el único espacio escénico del barrio. También estuvo aquí el Teatro de la Cruz, hoy ya desaparecido, el otro gran corral de comedias popular de este Madrid castizo cuyo recuerdo se mantiene en una placa en una fachada de la calle de la Cruz, cerca de su confluencia con la plazuela del Ángel. En él se estrenaron obras inmortales como El sí de las niñas, de Fernández de Moratín, El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini o el celebérrimo Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, al que se hacía cita al inicio de este texto.

Las calles del barrio son estrechas y, muchas, peatonales. El lugar perfecto para caminar —sobre todo en los rigores del estío, que en Madrid se emplea a fondo— y dedicar tiempo a ese pasatiempo tan viajero que es descubrir rincones con encanto. El callejón del Gato, por ejemplo, con sus espejos deformantes, aparece en un pasaje de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán. En el número 11 de la calle de Cervantes se encuentra aún la casa (hoy un recomendable museo) donde vivió Lope de Vega, el “fénix de los ingenios”, desde 1610 hasta su muerte, acaecida en 1635. “Mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio”, escribía sobre su vivienda el autor de Fuenteovejuna y El perro del hortelano.

La iglesia de San Sebastián, por ejemplo, en la calle Atocha, tiene casi tantas vinculaciones literarias como celestiales. Data de mediados del siglo XVI. En ella reposan los restos de Lope de Vega; fueron bautizados Tirso de Molina y Jacinto Benavente —bien es cierto que con 287 años de diferencia—, y se casaron Mariano José de Larra o Gustavo Adolfo Bécquer.

En el convento de las Trinitarias Descalzas (Lope de Vega, 18), obra insigne del barroco español, muy cerca de la calle Huertas, fue enterrado en 1616 Miguel de Cervantes, que vivió y murió en el número 2 de la calle que hoy lleva su nombre. Y más coincidencias, frente a ese convento de las Trinitarias donde hoy reposan los restos del autor de El Quijote vivió Francisco de Quevedo, otro de los autores más destacados de la literatura española, a quien se recuerda en una gran placa emplazada en la fachada del edificio actual.

¿Y dónde imprimían todos estos futuros genios de las letras sus primeras obras? Pues… ¡en el mismo barrio! En 1586 Pedro Madrigal abrió en el número 87 de la calle Atocha, donde hoy está la Sociedad Cervantina, una imprenta en la que se publicó a principios de 1605 la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. A la muerte de Madrigal, su sucesor, Juan de la Cuesta, trasladó el negocio al número 7 de la vecina calle de San Eugenio. Como se ve, en aquella época las mudanzas no eran muy lejanas y todo sucedía en el palmo de terreno que abarcaba el barrio. En ese nuevo taller se imprimió la segunda parte de El Quijote (1615), además de varias obras de Lope, Tirso y Calderón. La Sociedad Cervantina ha restaurado aquel taller de impresión con una réplica de la imprenta de Juan de la Cuesta, tan exacta que incluso hoy funciona y permite a los visitantes ver y comprender el proceso de edición de una obra literaria del Siglo de Oro.

Pero no nos engañemos. Para una gran mayoría de turistas que deambulan por Las Letras, Don Quijote es una marca de queso y Quevedo, un cantante de reguetón. El barrio es el kilómetro cero de la marcha de ese Madrid que nunca duerme ni descansa. De, posiblemente, la única capital europea en la que un martes a las dos de la madrugada están todos los bares abiertos y a reventar y los coches se atascan en sus calles.
El catálogo de garitos es más amplio que el de comedias del Siglo de Oro. Además, unos pegados a otros. Hay bares tradicionales de añejos mostradores de madera, barriles con taburetes y vaso de caña como La Dolores (plaza de Jesús, 4), Los Gatos (calle de Jesús, 2), la Cervecería Santa Ana (plaza Santa Ana, 10) o La Venencia (Echegaray, 7). Coctelerías pijas y de luces tenues como Santos y Desamparados (Costanera Desamparados, 4), La Analógica (Huertas, 65), Lovo (Echegaray, 20) o Salmon Gurú (Echegaray, 21), donde puede sonar desde el mejor jazz a temas indie-rock. O lugares eclécticos e inclasificables como Viva Madrid (Fernández y González, 7) o Decadente (Fernández y González, 10). En fin, que si no has pasado una noche por la calle Huertas… es que no has estado en Madrid.

martes, 20 de mayo de 2025

Las aventuras del joven Cervantes I

 


Contaba el joven Cervantes unos 21 años cuando fue reclamado por la Justicia a consecuencia de una reyerta. Lo tenía todo para asentarse en la Corte, pero la fatalidad torció el rumbo de su esperanzadora carrera. Cervantes, pese a su juventud, había sido elegido por el bachiller López de Hoyos como uno de sus destacados discípulos. Su padre, don Rodrigo, era tenido hasta entonces como hidalgo y él, en la flor de la edad, se había labrado un cierto prestigio. Sin embargo, ni su padre era hidalgo ni él conseguiría colocarse entre los grandes de España. El pobre Miguel, como rezaba la canción, impetuoso y violento, se lio a cuchilladas con el "andante en corte" Antonio Sigura y esto lo llevó ante la Justicia (bueno, no lo llevó porque no le dio la gana ir). La causa de su arrebato posiblemente tuviera que ver con las relaciones íntimas de su hermana Andrea. 

Y aquí comienza el asendereado pasar de nuestro insigne autor. Al parecer, Andrea Cervantes (mujer muy bella) había tenido una hija ilegítima con un noble (Nicolás de Ovando) que, al poco, la dejó tirada. Se dedicó a servir de enfermera con su padre, ya no don Rodrigo, sino Rodrigo a secas. Andrea se enredó con un comerciante genovés al que su padre (barbero cirujano) había curado y de quien la muchacha obtuvo beneficios materiales de cierta importancia. Miguel, en vela por los intereses de Andrea y en el intento de que no rompiera su relación con Localedo, vio en Antonio Sigura un merodeador importuno que podría apartarla de las riquezas del genovés. Este pudo ser el motivo de la pendencia y el de las cuchilladas que el joven Miguel asestó a Sigura. Que os suena mucho este asunto a un cierto proxenetismo por parte del hermano, todo es posible. Eran otros tiempos. 

La pena por huir de la justicia era la amputación de la mano derecha. No se andaba con tonterías el derecho procesal de la época. Se declaró a Cervantes en rebeldía porque no se presentó ante el juez. Al parecer se refugió en Sevilla, en Córdoba y en alguna otra localidad de Andalucía, que él conocía muy bien, hasta que se trasladó a Italia, donde viviría, enrolado en la armada española, uno de los episodios más renombrados de la historia bélica del Siglo de Oro, la batalla de Lepanto. Siempre a punto de alcanzar la gloria, siempre negándosela el destino. Entre el proxenetismo, la fama y el heroísmo.          

Mujica


 

He estado llorando toda la tarde, no es broma, toda. Y no estoy contento de contarlo, no. Porque hablar demasiado de uno mismo es estomagante, incluso para uno mismo. Son inevitables e incluso necesarias, de vez en cuando, tardes de dolor, tardes para llorar las ausencias, son inevitables. Y sientan bien. Uno se desahoga, se desbrava, se desagua. Da igual hombre o mujer. Cuando uno quiere desaparecer, da igual, porque uno, a veces, quiere desaparecer, por mucho que Mujica dijera que estar vivo es una ocasión única (que tiene razón). Por mucho que lo dijera. 

Desgraciado



Soy un des-gra-cia-do. Así, con las sílabas bien definidas. Un verdadero desgraciado. Sé que esto siempre agrada a algunos de los que te rodean, lo que no saben es que no son menos desgraciados que yo (el absurdo consuelo del tonto). Soy un desgraciado porque se me ha roto la cuerda, porque no sé cómo seguir con esta vaina, porque me he perdido poco antes del final. Porque mi timonel ya no está, porque no sé dónde naufragar. Los desgraciados solo causamos problemas, no aportamos nada efectivo, solo damos bandazos de un lado a otro, somos gente sin esperanza, sin futuro, sin destino, sin sextante. Una vez dije que el hombre no debía tener destino si quería encontrarse. Menuda imbecilidad. Todos hemos sido alguna vez Paulo Coelho. Bueno, Valle-Inclán, no. Yo no tengo ni destino, ni esperanza, ni futuro. Vosotros tampoco, no os creáis (otra vez el consuelo del tonto). Marinos sin sextante, ni GPS.

viernes, 9 de mayo de 2025

Glamur



Dos noticias convergen hoy en las páginas del diario El País (y seguro que en todos los demás). El nuevo posado de Kilye Jenner y la elección del papa León XIV. No sé en cuál de las dos cabeceras pinchar primero, la verdad, porque tanto una como otra me parecen de rabiosa actualidad e igualmente sustanciosas. Desde que en la película Roma, Fellini mostrara un desfile de moda vaticana, nunca he podido quitarme de la cabeza esa simbiosis entre el mundo de la moda y el de la corte papal. Ahora, estas dos cabeceras de la actualidad me lo confirman. Al ver las fotos que acompañan a uno (Robert) y a otra (Kilye) no sabría decir cuál me parece más atrayente, más sensual, si el vestido negro pegado al cuerpo, escotado, de León; o la casulla colorada con incrustaciones de oro, complementada por tocado sencillo e informal, de Kilye. El mundo del oropel es así, envolvente, glamuroso, provocador… desconcertante, pecaminoso.

jueves, 24 de abril de 2025

¡Viva la muerte!



Ellos saben que la muerte les ha rendido muchos beneficios. La muerte es su producto estrella. Crucificados, asaeteados, asados, desventrados, quemados, apiolados… cualquier forma de muerte violenta nos la han mostrado con obscenidad, se jactan de sus falsos mártires, es su valor de marca. Pasear cadáveres o simulacros de cadáveres con estruendo de fanfarrias y tambores es un espectáculo tenebroso que sigue teniendo más éxito que en la Edad Media. Con las danzas de la muerte, ellos descubrieron que la escatología era su piedra angular. El temor a la muerte les ha dado siempre tremendos beneficios, es más, les sirvió para imponerla a los que no hacían caso, a los que se salían del redil. Hoy, los medios caen rendidos a su poder, al poder estremecedor del cadáver expuesto sin pausa en las pantallas, paseado por la capital de su imperio. El hedor y la corrupción trascienden los píxeles y se instalan en nuestra modernidad, igual que cuando estábamos sometidos al poder de la espada y del crucifijo. La muerte como arma intimidatoria, como antídoto contra el amor, contra la libertad. Somos sus devotos, sus fieles seguidores, los adoradores del gusano y de la mosca verde. ¡Viva la muerte!, proclamaba un eximio prócer nuestro. ¡Viva la muerte!, resuena por toda Roma y por las pantallas de todo el orbe. ¡Viva la muerte!, gritaban hace una semana los más escondidos rincones de nuestra sacrosanta patria. ¡Viva la muerte!, ellos son los administradores, rindamos nuestro tributo.

viernes, 14 de marzo de 2025

"Luis Cernuda y Luis de Baviera escuchan Lohengrin" por Rafael Narbona



Luis Cernuda siempre fue un exiliado. Su compromiso con la defensa de la Segunda República, que incluyó una breve participación como voluntario en el frente de la Sierra de Guadarrama, le obligó a abandonar España durante las postrimerías de la Guerra Civil. Conmocionado por el asesinato de su amigo Federico García Lorca, al que le dedicó una hermosa elegía (“A un poeta muerto, F.G.L.”), sabía que los vencedores no le perdonarían su condición de poeta homosexual con ideas progresistas. Aparentemente, su exilio empezó cuando los nuevos bárbaros comenzaron a incendiar España “al paso alegre de la paz”, pero en realidad la sensación de ser un extraño en su propia tierra ya bullía en su cabeza desde la juventud. Por muchas razones. Por su homosexualidad. Por el espanto que le producía “la hiel sempiterna del español terrible”. Por la tristeza que le causaba le hegemonía del catolicismo, con sus “tristes dioses crucificados”. Cernuda se exiliaba a diario, refugiándose en la belleza. La música, la poesía, el paisaje, la pintura, le parecían territorios mucho más amables que la áspera realidad. Se sentía más vinculado a un poema de Góngora, un grabado de William Blake o el aria de una ópera italiana que al mundo cotidiano, infectado de crudeza. Su incomodidad no afectaba tan solo a los aspectos más sombríos de la tradición española. El poder destructor del tiempo y la fragilidad de los afectos le producían un enorme malestar y solo lograba hallar consuelo en la imaginación. Soñar le parecía la única forma tolerable de vivir. Su poesía es un intento de sustituir el mundo real por ensoñaciones capaces de abolir, al menos por unos instantes, la tristeza, el desengaño y la muerte.
¿Por qué Ludwig Otto Frederik Wilhelm, conocido como Luis II de Baviera, fascinaba a Luis Cernuda? Si repasamos su biografía, advertiremos de inmediato sus múltiples afinidades con el poeta: amor por la belleza, pasión por el arte, homosexualidad, desdén por lo material. Apodado el “Rey Loco”, el “Rey Cisne” o el “Rey de Cuento de Hadas”, Ludwig ascendió al trono en 1864, cuando solo tenía dieciocho años. Nunca le interesaron los asuntos de Estado. Solo le apasionaba la arquitectura y la música. “A Ludwig le gustaba disfrazarse -comentaba su madre al evocar su infancia-. Amaba el arte, el teatro, la música, le gustaba dar a otros sus propiedades y dinero”. Fascinado por los cuentos y leyendas de la Edad Media, de joven se hizo muy amigo de su ayuda de campo, el apuesto aristócrata Paulo de Thurn y Taxis, perteneciente a una de las familias más ricas de Baviera. Solían cabalgar juntos, leer poesía en voz alta y representar escenas de las óperas de Richard Wagner.
El 25 de agosto de 1861, Ludwig asistió a la representación de Lohengrin y su pasión por Wagner se volvió aún más intensa. Su relación con Paulo se interrumpió cuando su amigo comenzó a interesarse por las mujeres. Su prima Isabel de Baviera, más conocida como Sissi, ocupó el vacío dejado por su amigo y ayuda de cámara, sin que surgiera en ningún momento una atracción romántica. Ludwig y Sissi compartían el amor por la naturaleza, la poesía y la música. En la intimidad, la princesa se refería a su primo como “mi Águila” y él la llamaba “mi Gaviota”. Introvertido, creativo y con buena apariencia, Ludwig era muy apreciado por sus súbditos por sus gestos de generosidad. Cuando murió su padre y subió al trono, aumentó el salario de los sirvientes de la corte y conmovió hasta las lágrimas a los Consejeros de Estado con su discurso de coronación. No habló de política, sino de arte, anticipando cuáles serían sus prioridades como rey. No tardaría mucho en dejar de acudir a los actos oficiales para centrarse en sus proyectos arquitectónicos: la construcción de tres grandes castillos, Neuschwanstein, Herrenchiemsee y Linderhof. Para ello, recurrió a la fortuna familiar, evitando tocar las arcas del Estado. Mecenas de Richard Wagner, impulsó la construcción del Teatro del Festival de Bayreuth, y Anton Bruckner, que le admiraba por su sensibilidad, le dedicó su Séptima sinfonía, compuesta entre 1881 y 1883. Nunca perdió el afecto del pueblo, pues viajaba a menudo por la campiña bávara y charlaba con campesinos y artesanos para conocer sus necesidades. Siempre dejaba un rastro de gratitud, pues no escatimaba gastos a la hora de realizar obsequios y resolver los problemas de las familias que le atendían. Todavía hoy en Baviera se le conoce como “nuestro querido rey”.
Durante su reinado, Ludwig se enamoró de tres hombres: un cortesano, el principal caballerizo de la Casa Real y una estrella de teatro húngaro. En sus diarios, extraviados durante la Segunda Guerra Mundial, manifiesta el sentimiento de culpabilidad que le produce su homosexualidad y asegura que hará lo posible para respetar los preceptos de la moral católica. Su desinterés por el gobierno y su personalidad atípica provocaron que se tejiera una conspiración para apartarle de la corona. Declarado loco a instancias de su familia, pasó sus últimos días en un pabellón de reposo. Supuestamente murió ahogado en el lago de Starnberg el 13 de junio de 1886 en compañía de su psiquiatra. Todo sugiere que no se trató de un accidente, pues Ludwig era un magnífico nadador y varios testigos presenciaron cómo dos hombres seguían al rey y a su médico hasta el lago.
Era inevitable que Luis Cernuda se sintiera seducido por el “Rey Loco”. Ambos sufrían una hiperestesia que los situó en los márgenes de la sociedad. Abrumados por la estridencia del mundo, se refugiaron en la belleza y murieron lejos de sus sueños, acorralados por la incomprensión de sus contemporáneos. En 1962, un año antes morir, Cernuda publicó Desolación de la Quimera, su último libro, que incluía el largo poema “Luis de Baviera escucha Lohengrin”.
Compuesto de largos versículos, el poema comienza con una sinfonía de colores. Sumido en la penumbra, el rey contempla un escenario donde destellan “algún oro y una estridencia granate”. El palco que ocupa Luis de Baviera se parece a esa falsa burbuja de opulencia donde pasa sus días. Aunque es un lugar lujoso, prevalece la oscuridad, es decir, la ambición de poder, la traición y la mentira. Solo la belleza aporta algo de luz. La música de Wagner es la “fuente escondida” de la que mana paz, armonía, equilibrio y color. La caverna mágica del escenario alberga un “aire fulvo” y un “iris perlado”. Cernuda ha aprendido las lecciones del Simbolismo, que utiliza el color para reflejar estados del alma. El aire del escenario oscila entre el bronce y la plata, alejando a las sombras que amenazan al espíritu. Escuchar Lohengrin es algo más que disfrutar de una ópera. La música es un rito iniciático que abre las puertas de un más allá donde los colores se escuchan y las notas se manifiestan como fogonazos o manchas de luz.
Cernuda compara a Luis II de Baviera con un elfo de la mitología nórdica. En las novelas de fantasía y folklore, los elfos son descritos como pequeñas criaturas de orejas puntiagudas y temperamento travieso. En cambio, los elfos de la mitología nórdica son representados como hombres y mujeres de gran estatura y belleza, con poderes mágicos y una vida casi inmortal. Habitan en grutas, bosques y fuentes. Luis II de Baviera rozaba dos metros y poseía un rostro de una belleza casi femenina. Cernuda destaca su “negro pelo” y sus “ojos sombríos”. Fascinado por el fulgor que desprende el escenario, su refinamiento se refleja en su atuendo: pelliza de martas y un pañuelo blanco de seda anudado al cuello. Su mirada melancólica bebe la melodía, como si fuera una tierra seca que absorbe la lluvia. Lohengrin es una ráfaga de frescor en un páramo maltratado por un sol ardiente.
Más adelante, Cernuda desdobla el relato. Por un lado, la ópera de Wagner ilumina el presente con su ensoñación romántica. Por otro, el júbilo se desata en el interior del rey, siempre ensombrecido por un destino que no ha elegido. Ambos acontecimientos se funden, “como color y forma / se funden en un cuerpo”, en una apoteosis de “razón y enigma”. La música es una ceremonia sagrada, “un ascua litúrgica”. Frente al dios cristiano, Cernuda celebra las deidades paganas, cuyas leyendas no repudian el cuerpo. No hay nada indigno en la carne. La belleza es un hecho material, no una abstracción.
Gracias a la música, Ludwig siente que es un verdadero rey. Su reino no es de este mundo. Su cetro está en el terreno de los sueños. No le interesa gobernar territorios ni someter a sus habitantes. Solo quiere correr libremente por los bosques, “beber el aire”. Anhela que le dejen vivir en paz. Desea alejarse de las ciudades. Su hogar está en las montañas nevadas y los lagos. No le agradan las multitudes. Prefiere la soledad y no ambiciona otra corona que la belleza. Sin embargo, la soledad puede ser amarga. Su corazón suspira por “el bisel de una boca, / unos ojos profundos, una piel soleada”. La gracia de un cuerpo joven es el único imperio al que se sometería sin resistencia. Frente a su encanto, no es rey, sino súbdito, “siervo de la humana hermosura”. La aparición en el escenario de un bello joven rubio despierta la ilusión de desdoblarse en espectador y actor. “¿Magia o espejismo?”. “¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso ambos?”. Cernuda redunda en el paradójico y esclarecedor “Yo es otro” de Rimbaud. En nuestro interior, se agitan multitudes y la alteridad, lejos de constituir una forma de oposición, es el camino más fructífero. Nuestra realización personal depende de nuestra capacidad de separarnos de nosotros mismos y confundirnos con otras identidades.
Según avanza la ópera, Luis II de Baviera experimenta la sensación de haberse introducido en un sueño y no quiere despertarse, pero de repente le asalta el miedo: “¿no muere aquel que ve a su doble?”. Su temor se diluye al advertir que el amor es la única salvación posible. No importa a quién amar. El simple hecho de amar nos rescata del río del devenir, pues revive el pasado e ilumina el futuro. “Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo”. ¿Qué importa la aspereza del día a día, la ingrata tarea de gobernar y la aversión de los que no le comprenden? “¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado? / Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?” Cuando le juzguen en el futuro, alegará que “las sombras de sus sueños para él eran la verdad de la vida. / No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo”.
El poema concluye con una hermosa reconciliación con la existencia. El rey se refugia en la música para huir de la vida, pero en realidad la vida es música. Ahora que lo ha descubierto ya no se siente un desterrado, sino un enamorado “de lo que él mismo es”. Y ni siquiera la muerte le atemoriza, pues el que ama la música “siempre en la música vive”. ¿Experimentó algo similar Cernuda durante su exilio mexicano? La muerte le sorprendió el 5 de noviembre de 1963. Un infarto fulminante acabó con su vida en Coyoacán. Vivía en casa de Concha Méndez, la primera mujer de Manuel Altolaguirre, que le había cedido un pabellón en el jardín para que pudiera disfrutar de su amada soledad. “Leve es la parte de la vida / que como dioses rescatan los poetas”, escribió Cernuda en su elegía a García Lorca. En esa leve parte está la gruta encantada que hipnotizó a Luis II de Baviera mientras escuchaba Lohengrin y que ha llegado hasta nosotros mediante un largo poema con el poder de aplacar el sinsabor de ser polvo en el vendaval del tiempo.

"Pedro Páramo: 70 años de Comala, la ciudad donde hablan los vivos y los muertos" por Rafael Narbona



¿Verdaderamente nos acercamos a los clásicos con “un previo fervor y una misteriosa lealtad”, como señaló Borges? ¿O tal vez sería más exacto decir que adjudicar a un libro la condición de clásico equivale a extender un certificado de defunción? Creo que la definición de Borges solo puede aplicarse a los lectores exigentes, pero no a los que se acercan a una obra buscando entretenimiento. Sin embargo, los clásicos no son aburridos y, por supuesto, no están muertos. Pedro Páramo acaba de cumplir setenta años y conserva intacta su capacidad de suscitar ternura, espanto y perplejidad. Se ha dicho que la novela de Juan Rulfo fundó el realismo mágico, lo cual no es cierto, pues la combinación de elementos fantásticos y crudo realismo ya estaba presente en obras como Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, de 1930, Las lanzas coloradas, del venezolano Arturo Uslar-Pietri, de 1931, o El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier, de 1949. Lo cierto es que las innovaciones absolutas no existen en la ciencia ni en la literatura. Los cambios se gestan poco a poco, imitando el lento trabajo de los estratos geológicos. El éxito de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, puso de moda el realismo mágico, abriendo las puertas a una riada de imitadores con un talento desigual. García Márquez elogió Pedro Páramo y calificó a Rulfo de maestro. Es un noble gesto, pero ese reconocimiento ha favorecido las interpretaciones poco atinadas.
Publicado en 1955, Pedro Páramo está muy lejos de la sensualidad, el neobarroquismo y la exuberancia de Cien años de soledad. Su austeridad y minimalismo no se corresponden con el concepto de lo “real maravilloso”. La coexistencia de los vivos y los muertos no puede calificarse de fantasía, sino de anomalía ontológica. Los muertos no vuelven a la vida gracias a la imaginación. Por el contrario, desdibujan la vida, sugiriendo que la existencia es una ilusión extraordinariamente frágil. No es que la línea entre la vida y la muerte sea finísima, sino que tal vez no existe. Al contacto con los muertos, los vivos se difuminan. El ser no es sinónimo de vida, sino de carencia. Lo vivo es deficiente, incompleto, irreal. La muerte es lo único completo, real y definitivo. No ser es más lógico que existir. Juan Preciado, el hombre que viaja a Comala para conocer a su padre, Pedro Páramo, un cacique despiadado y venal, no parece un ser de carne y hueso. Solo es una sombra que se arrastra por los yermos y los pueblos muertos de Colima y Jalisco. Sabemos que cumple un encargo de su madre, Dolores, un personaje igualmente borroso. Ambos son seres huecos y sin atributos, breves formas o chispazos de una tierra violenta y olvidada. Presumimos que los dos son infelices y carecen de un propósito vital. Su desdicha es la de miles de hombres y mujeres que viven y mueren en una región maltratada por el clima y la historia. Son las víctimas sin nombre de la injusticia, la pobreza y la corrupción. Salieron de la tierra y volverán a la tierra. Solo son polvo en mitad de un desierto infinito.
Cuando Juan Preciado llega a Comala, ignora que Pedro Páramo, la vieja alcahueta Dorotea, Eduviges Dyada y su hermana María, el padre Rentería y otros habitantes del pueblo murieron hace tiempo. De hecho, todos parecen intensamente reales. No son fantasmas, sino vidas que palpitan y se retuercen como llamas. Pedro Páramo aún suspira por Susana San Juan. Para convertirla en su esposa, mató a su padre, Bartolomé San Juan, que abusaba de su hija. No lo hizo para protegerla o castigar al padre violador, sino para que solo le perteneciera a él. Hijo de Lucas, propietario de la hacienda Media Luna, Pedro había crecido rodeado de desconfianza y desdén. Su padre no le creía capaz de asumir el papel de hacendado, pero él, con su falta de escrúpulos, incrementó el patrimonio familiar. Con el apoyo de su capataz, Fulgor Sedano, cometió todo tipo de exacciones y jamás experimentó remordimientos. Cuando estalló la revolución, se alineó con los insurgentes para no perder sus bienes. No le quitó el sueño que asesinaran a Sedano. Eso sí, admitió que había sido “muy servicial”. Miguel, el único hijo que reconoció, no poseía su ambición, pero su conducta no era menos amoral. Con la ayuda de Dorotea, asaltaba a las jóvenes de Comala y las violaba. Miguel muere con diecisiete años al caerse de un caballo. Su padre sufre con la pérdida, pero no le asalta la misma desolación que le produce la pérdida de Susana San Juan.
La violencia que impera en la región parece un reflejo del carácter inclemente del paisaje. En verano, la canícula es implacable. El aire quema los pulmones. La tierra se resiste a ser cultivada y el cielo, al caer la tarde, se asemeja a un mar de sangre. Los hombres y mujeres que viven en esa región parece que “no existieran” y la muerte, lejos de ser muda, chilla como un animal herido. Comala huele a desdicha, pero “hay esperanza”, susurra el padre Rentería. En realidad, es una afirmación teñida de inverosimilitud. El sacerdote que habla de esperanza admite sobornos y perdona los pecados a cambio de dinero. Su comportamiento poco ejemplar destruye la credibilidad de su profecía escatológica. No hay esperanza en Comala. Solo penuria, humillación e impotencia. Por sus calles circula un rumor de ultratumba. Caminar por ellas significa morir un poco. Un murmullo de difuntos entierra todo lo que se mueve. Para Pedro Páramo, sus vecinos pobres son muertos vivientes. Solo los utiliza mientras los necesita y después deja que vuelvan a sus sepulcros, esas casas humildes sin pan ni aire limpio.
El amor de Pedro Páramo por su esposa enferma y enajenada es una de las pocas notas de ternura de la novela. Tras su muerte, el cacique no se cansa de evocarla con un tono lírico y delicado que contrasta con su crueldad habitual: “Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna: tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan”. Sin embargo, Susana nunca le amó. Solo quiso a su primer marido, Florencio, que falleció prematuramente, dejándola sumida en un desconsuelo que desembocó en locura. Su mente herida aún conserva la lucidez necesaria para recordarle y cuestionar la existencia de Dios: “¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Esto te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré con mis adoloridos labios?”.
En Comala, la vida vale poco, especialmente la de los pobres. Cuando Miguel mata a un campesino, Pedro Páramo se encoge de hombros y comenta despectivamente: “Esa gente no existe”. Nada se escapa a la muerte. Dorotea, que asume la continuación del relato cuando Juan Preciado se desvanece, ha pasado por la experiencia de morir y viajar al más allá. Sabe que al otro lado solo hay una especie de infierno similar al que narraban los antiguos mitos. La nada sería un destino mejor que ese abismo. Dios no existe y el paraíso solo es un mito. La vida y la muerte son las dos caras de la misma tierra baldía. Pedro Páramo es un gigantesco planto por el destino del ser humano, una criatura particularmente desdichada. Para Rulfo, la conciencia es una maldición, pues a cambio de unos escasos momentos de felicidad, casi siempre asociados al placer físico, sensual, nos revela la dolorosa fragilidad de nuestro existir. Somos cañas a punto de romperse. Solo nos curvamos para demorar ese instante, pero al final, nos quebramos y nos confundimos con el polvo.
Nuestro carácter efímero solo agrava el peso de las injusticias. Los pecados quedan impunes. La expiación y la redención son sueños irrealizables. Nada puede reparar el daño que perpetran los amos del mundo. Pedro Páramo y sus víctimas compartirán el mismo fin: la irrelevancia, el olvido. Juan Rulfo se alinea con los grandes clásicos. La vida carece de significado. Solo es una melodía cruel, la logorrea de un idiota, el estrépito ciego de una avalancha. La palabra es lo único que introduce algo de orden en ese caos. No es un hecho trascendente, sino un gesto de resistencia. Nuestra especie no se resigna a pasar por el mundo sin dejar su huella, si bien sabe que al cabo del tiempo se borrará. La palabra es una nota que vibra hasta disolverse en el silencio. No podemos aspirar a más.

La editorial RM y la Fundación Juan Rulfo se han unido para conmemorar el 70 aniversario de Pedro Páramo con una hermosa edición en pasta dura que incluye las portadas originales de la novela en distintos países y un pequeño álbum con imágenes facsímiles de los relatos que sirvieron de fundamento al autor para escribir la historia definitiva. Los amantes de las buenas ediciones agradecerán este trabajo que recoge las palabras de Manuel Vilas en un acto organizado por la Casa de América de Madrid en 2017 para celebrar el Centenario de Juan Rulfo. Releer Pedro Páramo me ha enseñado que el fatalismo de Rulfo no es estéril. Comala no es una simple fantasía, sino un grito. El ser humano nunca se resignará a vivir oprimido y humillado. Siempre se rebelará de un modo u otro. A veces de forma trágica, como el arriero bastardo Abundio Martínez, que mata a Pedro Páramo porque se niega a darle el dinero necesario para enterrar a su mujer. Y en otras ocasiones de forma existencial, como Juan Preciado, que viaja a Comala para averiguar quién es. Las revoluciones que han incendiado México constituyen la evidencia de que la historia nunca se interrumpirá. El anhelo de un mañana mejor es un impulso tan elemental como el amor, el odio y el asombro. El páramo parece muerto, pero no cesa de crepitar, como unas brasas avivadas por la obstinación y la rabia.

martes, 11 de marzo de 2025

El abrigo

 Salgo de un local atiborrado de gente después de tomar varios refrescos. Ya en la calle, departiendo con los compañeros sobre el vuelo del colibrí, se me acerca una mujer, muy airada. Me recrimina que le he robado el abrigo. Y ahora viene un monólogo interior: "¿Pero qué dice esta mujer?, ¿cómo voy a confundir mi abrigo con uno de señora?". Me lo quito y compruebo que uno no debe fiarse del flujo de la conciencia. Sin duda esa prenda no es mía. La mujer no me pega una hostia (con razón) porque se la ve educada. Y ahora incluyo aquí una reflexión sobre la moda actual: "Es conveniente que las prendas de abrigo, sean masculinas o femeninas, tiendan casi todas ellas al negro o al azul marino..." Y aquí interviene otra vez el flujo de la conciencia: "¿Por qué no me compraría yo aquella parca fucsia con clavos en la cremallera?, ¿por qué tengo que pasar este bochorno?, ¿por qué los colibríes son capaces de mantenerse prácticamente inmóviles en mitad del firmamento?..." Vuelvo al local de los refrescos y después de buscar durante un buen rato encuentro mi abrigo. Efectivamente, se parece al de la señora. Y finalizo con una segunda persona necesaria: "No es la primera vez que te pasa, lo sabes. Tu madre ya te hizo sufrir un invierno sin abrigo por haberlo perdido en octubre, en una de esas confusiones que producen los refrescos a la salida de los tugurios. De esto hace ya casi 45 años, y, al parecer, has aprendido lo justo para atarte los cordones de los zapatos".  

domingo, 9 de marzo de 2025

Viudo

 Decir que uno es viudo es declarar que te define tu desgracia. No está bien, porque en este mundo de la adolescencia infinita no es de buen gusto presentarse con la tarjeta de la ausencia. La escatología no es moderna. Nos molesta todo aquello que nos recuerda a la muerte, huimos de su constancia, de su nombre, de su evidencia. No estaría bien abrir un programa de televisión o de radio o de Youtube diciendo que todos somos próximo alimento del gusano, polvo en potencia. No está bien ir cacareando que tu estado civil está determinado por la muerte. La muerte no es comercial, no está de moda, no es chic, no mola. A la muerte hay que arrumbarla en un rincón, para que no estorbe, como antes se hacía con los tullidos, con los pirados. La muerte es una realidad muy molesta en esta sociedad del viaje y del jolgorio. No sé por qué lo haces, no sé por qué en vez de "viudo" no te presentas como idiota vivo e itinerante. Es mucho más moderno.  

Bar "No Thingan Prisa"

 


El bar "No Thingan Prisa" está en la calle comercial de Úbeda. Lógicamente, tiene un éxito absoluto de clientela. Ese nombre atrae a cualquiera. Aún más, cuando los locales de alrededor están bautizados de cualquier manera: mesón "El Asador", bar "Juan"... Hay que currárselo un poco más. No puede uno abrir un negocio y nombrarlo con la dejadez de un tío paterno al que le encargan el bautizo de su apadrinado. El bar "No Thingan Prisa" no tiene nada especial, no es muy cómodo, las tapas son muy normalillas y se le ve sin pretensiones de estrella Michelín; pero ese nombre, ese nombre es un reclamo inevitable. Hasta arriba está de parroquianos, con razón. Para que luego digan que la literatura no le importa a nadie. 

jueves, 20 de febrero de 2025

"Ultramarinos: todo un mundo en cinco sílabas" por Álex Grijelmo




Pasaba antes a menudo por el número 103 del Paseo de La Habana, en Madrid. Y he visto hace unos días que el comercio tradicional que funcionaba ahí a pie de calle ya no existe. Qué pena, porque desaparece así uno de los escasísimos establecimientos de la capital donde aún flameaba la palabra “Ultramarinos”. Ahora se ve un cartel que dice “Coko’s Catering”.
Eso probablemente sucedió tiempo atrás, pero me he dado cuenta ahora. (A veces ocurren hechos que uno, en su ingenuidad, tarda en percibir, y que después se le manifiestan con crudeza por no haber estado atento).
Siempre me fascinó el vocablo “ultramarinos”, porque representa el mecano que nuestra lengua ensambla para ampliar sutilmente el significado de un término.
“Ultramarinos” consta de cinco sílabas, doce letras y seis cromosomas o rasgos morfológicos que ponen luz sobre su significado. Antes de llegar a la simple base “mar”, apreciamos el elemento compositivo latino ultra-, que, entre otros valores semánticos, significa “más allá” o “al otro lado de”. Con ello disponemos ya de la base ampliada “ultramar”.
Por la parte derecha se le añadió el sufijo -ino, acerca del cual todos los hablantes sabemos intuitivamente que sirve para formar adjetivos con el significado de pertenencia o relación (cervantino, andino, capitalino…). Así pues, deducimos en un milisegundo que a la base “mar” y al elemento ultra- –y por tanto a la nueva base “ultramar”– se ha incorporado la noción de adjetivo que se refiere a aquello que se encuentra al otro lado del mar.
Y finalmente, dentro de ese sufijo -ino identificamos los morfemas del masculino (-o) y del plural (-s).
Todas esas piezas constituyen la extensa palabra “ultramarinos”, a partir de una sencilla sílaba que nos habla del mar. En este caso, del mar por antonomasia: el océano; y del océano por antonomasia: el Atlántico. Y de los productos ofrecidos en esas tiendas, que llegaban de América principalmente pero también de Asia: el cacao, el café, el azúcar cande, la canela, el clavo, el té… Los traían en abundancia durante el siglo XIX decenas de barcos que entraban por el puerto de Cádiz.
Cuántos recursos de la lengua depositados en una sola palabra. Y cuánta memoria. Y cuántos alimentos en una sola tienda, porque con el tiempo acogieron también los recolectados o fabricados acá. “Tiendas de (productos) ultramarinos” se llamaron, para luego acortar su designación con un solo vocablo: “Lo compraré en el ultramarinos”.
Sin embargo, la modernidad reciente fue acorralando a la palabra y luego a estos comercios. Primero aparecieron términos más prestigiosos: “autoservicio”, “supermercado”; sin que eso afectara a la viabilidad del negocio. Pero después se establecieron los hipermercados de la periferia, y más tarde se instalaron en el centro las grandes cadenas de distribución, que podían ofrecer marcas blancas y ofertas llamativas en un mayor espacio.
El poder financiero y empresarial que hacía ejecutar todo tipo de desahucios sin despeinarse no iba a reparar en daños con este asunto menor. A quién le importa el pequeño comercio que articula los barrios, el tendero que fiaba al vecino apurado. A quién le importa un vocablo.
Y así hemos llegado hasta aquí, a la desaparición de ese letrero que durante tantos años vi en el paseo de La Habana, firme entonces ante el poder del dinero. Ya siempre asociaré la palabra “ultramarinos” con todo lo valioso que se extingue.