N´Daye luce caligrafía de cuadernos Rubio. Hoy le dolía mucho la cabeza, se le notaba en lo despacioso del trazo. No sé si ha comido o no en todo el día. Me ha sabido mal preguntarle. N´Daye no tiene trabajo, "en el campo ahora no hace nada, busca otra ciudad" (tenemos que repasar la conjugación). N´Daye muestra una sonrisa abierta, limpia, aunque tras ella se esconde una pena negra evidente y muy justificada. Las venillas rojas de los ojos y sus temblonas manos lo delatan. No atina a situar España en el mapa, tampoco Senegal. No sé si sabe lo que es un mapa. Es listo, rápido y sonríe con desgana cuando en el manual aparece el plano de una casa con tres dormitorios. Sí, no me extraña que sonría con sorna. Sabe los números, hasta más allá del doscientos y domina el masculino y el femenino, más o menos. Hoy he conocido a su familia: tres hermanos, diez tíos y veinte primos. En su dialecto "mama" se dice "yayá" (otro ejercicio del manual). Le cuesta decir "entretenimiento", pero es tenaz y lo repite hasta decirlo como corresponde. Resulta complicado explicarle lo que significa esta palabra. En el manual la ilustran con un chico leyendo. Para él es pura necesidad. N´Daye tiene 27 años o por ahí. Le duele mucho la cabeza y no sabe qué es un vestidor. A pesar de su flojera, hoy, al despedirse, me ha chocado la mano con la misma cordialidad de siempre. Les debería doler a otros la cabeza, no hay justicia.
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martes, 22 de octubre de 2024
martes, 15 de octubre de 2024
Juan Ramón y el diario
Ayer me acosté con Juan Ramón. La cama la engulló el mar y se pobló de estrellas. Mar proceloso, mar vivo, mar espuma, mar esculpido. Hay algo en sus diarios que me atrae y también algo que me repele. Ese tono melifluo y decadente se me hace empalagoso; sin embargo, su verso es férreo, poblado de almas, de naturaleza apabullante. Su deseo de fundirse con el todo, con la nada, se descubre en cada rincón del poema: el mar, el cielo, la ciudad voraz (New York), el sosiego de Cádiz, Moguer (la madre), Madrid... y el amor (Zenobia), nunca personalizado, desleído entre las aguas del Atlántico, entre los versos del diario. No sé.
Qué descubrimiento para el poeta joven leer a Juan Ramón en 1917, en 1920, en 1927. Qué modernidad total y, latente, qué absoluta búsqueda, qué hallazgo. Si no fuera por esos movimientos de cabeza de princesa lánguida cantando a las margaritas, Juan Ramón sería poeta de cabecera. No lo es. No lo he tenido allí nunca. Lo he leído ahora, de nuevo, porque estoy redescubriendo a autores aborrecidos. ¿Mejor que antes?, sí, mejor, más compacto, más sólido, pero no termina de hacer vibrar las cuerdas de mi ¿arpa?, mejor bandurria. Hay momentos que uno busca ser agitado, ser compadecido, ser apaciguado o desmembrado (no sé) por la palabra única. Sí, Juan Ramón es poeta inmenso, pero no el mío.
lunes, 7 de octubre de 2024
El teatro como método
En las aulas no hay término medio. De la abulia más absoluta, se pasa a la euforia más desmedida. A primera hora a una chica se le cerraban los ojos, se dormía viva. No hay mejor opiáceo que una clase magistral mezclada con el uso de pantallas hasta altas horas de la madrugada. No sé cómo venden somníferos. Yo me presto a endilgarle a cualquiera que tenga problemas de sueño una perorata sobre el Modernismo. Eso y un móvil. En media hora, curado el insomnio. A primera hora los ánimos están calmados, la espuela de la adolescencia no se clava todavía en sus ijares. Se puede trotar con cierta mesura y hasta algunos son receptivos al discurso teórico.
Durante el recreo preparamos una obra de teatro. Aquí los ánimos se desbocan, la pasión por actuar ante el público y el nerviosismo que provoca el oficio de cómico son acicates eficaces para levantar el ánimo adolescente hasta alturas insospechadas. Los mismos alumnos que dormitaban sobre el pupitre con el ruido de fondo de mi cantinela, se revuelven inquietos, leen su papel, se estremecen, se emocionan, se les crispan los nervios y, lo más importante, se entregan de lleno a la reinterpretación de un texto literario.
¿Qué más pruebas se necesitan para entender que la enseñanza pasiva no puede ser el método cardinal de una clase? ¿Qué evidencias hay que aportar más para entender que esto de educar no puede pasar siempre por el rodillo del discurso teórico? Coño, que en Grecia el método de enseñanza fundamental ya tenía al teatro como fundamento. Y eran más espabilados que nosotros, eso está claro.
martes, 1 de octubre de 2024
El silencio y la montaña
El silencio guarda a la montaña en otoño. Un silencio denso, lenitivo, que penetra por todo el cuerpo para desaguarlo de impurezas. Entre pinos negrales que compiten por llegar cuanto antes allá arriba, sobre la fronda mullida de las agujas, el silencio se hace dueño de todo, te subyuga, te posee. Un silencio abrumador que apaga la conciencia y la devuelve a su origen: a la pureza de lo natural. La Serranía de Cuenca tiene esa virtud. La masa, la muchedumbre, no se ha enseñoreado de ella. Está libre del mal del turismo y se entrega, lúbrica, frondosa, apabullante. Nadie (ni siquiera los poetas) ha conseguido explicar todavía por qué uno se diluye, se deshace, cuando se sumerge en la espesura de los montes. Nadie ha sido capaz de provocar tanto ensimismamiento como el vuelo sosegado de los buitres. La vida y la muerte están tan próximas entre las montañas que pierdo la personalidad, la vanidad, el oficio de ser uno.
El rumor del agua, transparente, cristalino, árabe, rompe el silencio. Nadie (ni los músicos) puede igualar esta armonía, este runrún vibrante que invita al reposo y a la evasión de uno mismo. El río rompe el bosque con un rayo de vida, le saca lustre, lo ilumina. Nadie en lontananza, nadie, ni siquiera yo, evaporado a los pies de los árboles. Entre la espesura flota un sol arañado por las ramas, un sol aromático como lluvia de luz. Un sol que cae sobre el agua y la convierte en plata. Ya no soy, no es necesario. Me basta. Me diluyo. Me evito. Soy otoño.
La foto, por supuesto, no es mía. Es de Hermi.
martes, 24 de septiembre de 2024
Sobre el duelo y la ausencia (a partir de un artículo de Rafael Narbona)
En un artículo tan estremecedor como certero, Rafael Narbona habla del duelo y del dolor que provoca la ausencia del ser amado. Es un homenaje a Javier Marías y se apoya en el libro que la mujer del escritor, Carmen Mercader, ha publicado hace poco en Reino de Redonda.
De Duelo sin brújula, el libro de Mercader, extrae fragmentos como estos: "Nadie nos prepara para la pérdida" y añade el propio Narbona: "Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto". Y sigue diciendo el articulista, apoyado en las palabras de Carmen: "El dolor asociado a las pérdidas no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar". Y continúa: "Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar (...) el matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente", para volver a apoyarse en las afirmaciones estremecedoras de Carmen: “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”. Y sigue Narbona explicando de forma admirable los efectos devastadores de la ausencia: "Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas".
No he encontrado mejor análisis que el de este artículo para definir mi propia experiencia. Ni el libro de Rosa Montero, ni el de Madame Curie, ni nada de lo que he leído hasta ahora sobre este asunto (y ha sido mucho) se acerca tan certeramente y sin subterfugios al sentimiento real que provoca la ausencia de la compañera o compañero. Dice, desengañada ante los consejos, la mujer de Marías: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”. Y concluye con un aserto incuestionable y tenebrosamente inapelable: "El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”.
Como Carmen Mercader, yo también he sentido, al poco de morir, el tacto de la compañera en la cama, en el sofá, en todos lados y, como bien define ella, no es sino una "cruel elaboración de la mente afligida". Y sí, llega un momento en que los recuerdos dejan de ser fuente de dolor y se convierten en una extraña forma de alivio.
Hay muchos aciertos, muchas certezas, mucha sinceridad y buen hacer ensayístico y narrativo en este artículo de Rafael Narbona, tanto que, a pesar de su descarnada crudeza, me ha proporcionado el consuelo necesario que se encuentra a veces en el arte. No hacen falta tratados ni grandes novelones. Un sencillo artículo periodístico tan cuidado como este es suficiente para comprobar la necesidad de la literatura. Agradecido.
lunes, 23 de septiembre de 2024
"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona
miércoles, 18 de septiembre de 2024
Los pinos y la enseñanza
A través de las ventanas de mi aula de 2º de bachillerato se ve la copa de unos pinos enormes, un bosque frondoso, con aluvión de palomas y otras aves escandalosas. Desde Cañete no había tenido un paisaje así mientras doy una clase. La naturaleza es poderosa, mucho. No sé por qué, aún no lo sé, se me sosiega el ánimo y el paisaje se vuelve nostalgia. Observo desde las ventanas antiguas el paisaje esplendoroso y no me cabe sino dejarles hablar a los chicos para pensar en el pasado. Se me antoja que este es el final de un trayecto y aquí, a la altura de las copas de los árboles, puedo esperar la solución final (no, eso queda muy mal), el colofón a una peripecia singular (mejor).
En mi adolescencia nunca pensé en ser profesor, nunca, ni se me hubiera ocurrido. Fue Eva quien me empujó a serlo. Y bien que se lo agradezco. Antes tuve diversas dedicaciones de las que guardo pocos recuerdos. La docencia, por mucho que se empeñen en desdeñarla muchos, ofrece la oportunidad perfecta para removerte las tripas, para crecer o menguar, para enquistarte o renovarte, para vivir o para morir. He conocido muchos profesores inanes, asesinados por la rutina y, al contrario, resucitados por el entusiasmo.
Enseñar desde las copas de los pinos es una ocasión para observar la vida desde arriba, desde donde Valle gustaba pintar a sus personajes. Y sí, seguimos apegados al esperpento (la enseñanza en España se atiene, desde tiempos inmemoriales, a esos parámetros). Ni leyes de educación ni hostias, el esperpento es nuestra guía permanente. La Administración nuestra de cada día es así.
Y pese a todo, disfruto de estar en clase, de acariciar las agujas de los pinos desde la ventana, de ver reír a los alumnos, de oírlos argumentar una opinión, de conversar con ellos, de jugar, de verlos enredar, de ovillarse en la delicia de la adolescencia. Y no voy a terminar diciendo, "quien lo probó lo sabe", porque se ha utilizado tanto que suena a tópico, no. "Quien subió a los árboles, conoce la tierra que pisa", casi queda mejor el verso de Lope.
viernes, 13 de septiembre de 2024
Mar
Todavía no puedo visitar su tumba, está demasiado profunda, soy incapaz de sumergirme tanto. Me falta el oxígeno. Imposible visitarla, porque ahora, ya cerca de la superficie, cerca del aire que empieza a aliviarme los pulmones, no resistiría la apnea. No he hecho cursos de buceo y aguanto poco sin respirar.
Sigue ahí, permanentemente, no me obliguéis a que me hunda en las profundidades abisales, en las simas tenebrosas de la tragedia, otra vez. No. No puedo visitar su tumba todavía. Quizás en algún momento, algún día en que la memoria no me convierta en peso muerto cayendo en el mar, quizás.
Ahora mismo acabo de aprender a nadar. He sacado la cabeza y vuelvo la boca a uno y otro lado para atrapar el aire nuevo. Ahora que la espesura del agua ha dejado paso a la atmósfera clara, al cielo limpio, no puedo volver a sumergirme. Perdona, no puedo. Quizás más tarde, cuando el mar se seque, cuando el río deje de correr por su cauce, cuando los sumideros se abran y traguen toda la bilis que tengo acumulada.
lunes, 9 de septiembre de 2024
"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona
Comienza el curso
sábado, 31 de agosto de 2024
"Un anarquista llamado Valle-Inclán" por Rafael Narbona
Nuevo curso
martes, 27 de agosto de 2024
"Umbral es un verbo" por Juan Bonilla
jueves, 22 de agosto de 2024
Dosis: "Días de fútbol"
domingo, 18 de agosto de 2024
Dosis: "Agosto"
No es posible atravesar agosto sin abanico. Cuando veo a esos indigentes clavados en la acera, de rodillas, sentados, con el vaso de la miseria esperando una limosna, pienso que no durarán más que un día, achicharrados al sol, moscas de verano. No puede ser el mismo pobre quien nos vuelva a pedir al día siguiente unos céntimos, imposible. Agosto no se puede atravesar a la intemperie, en mitad de una calle, sin un techo, sin un aire acondicionado. Un desgraciado duerme a las cuatro de la tarde sobre un cartón, a la sombra de un edificio. Parece muerto, porque lo está. Nadie, nadie puede soportar agosto lejos de una madriguera. Es un mes inclemente con todo ser humano.
Y aun teniendo un escondite donde librarnos del bochorno, no saldremos indemnes de agosto, saldremos otros, distintos, acanallados, sin pupilas, amodorrados por la murria, muertos. Nadie sale vivo de este mes implacable. Agosto nos tiene agarrados de las meninges. Nos exprime, no puede permitir que disfrutemos de ese ocio merecido o del viaje de nuestra vida. Las fiestas de los pueblos son una celebración de la hecatombe. Agosto se asocia con el sol y con sus huestes diabólicas para someternos al dominio de la indolencia. Este agosto, que podría ser la miel del año, se convierte, poco a poco, en un insoportable tránsito hacia la nada. Agosto solo es la previsión de septiembre, solo eso. Y esta predicción lo hace odioso y lamentable, es como un domingo eterno, sin horizonte.
Me acerco al desgraciado que duerme sobre los cartones y abre un párpado, "¡puta mierda!", dice y escupe cerca de mis zapatos derretidos. Por suerte no está muerto. Mentira, todos lo estamos en agosto.