lunes, 9 de septiembre de 2024

"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona



Un 9 de septiembre nació León Tolstói. El joven Tolstói, pendenciero y frívolo, no se parecía nada al viejo Tolstói, pacifista, vegano y anarquista cristiano. ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre? La fe y la política, dos pasiones con no pocas similitudes, muchas veces introducen una cesura radical en una biografía, transformando a un escéptico en un proselitista implacable. En su juventud, Cioran exaltó el nacionalsocialismo, creyendo que su credo épico y anticristiano despertaría la conciencia histórica de Rumanía, despojándola de su desidia ancestral. En su madurez, más desengañado que arrepentido, desplazó su fervor político al ámbito de lo metafísico, abrazando el nihilismo. Se puede decir que vivió dos vidas. En la primera, prevaleció la cólera; en la segunda, la melancolía.
León Tolstói no se conformó con dos vidas. Su peripecia vital incluyó tres identidades que se forjaron a base de negar con vehemencia la anterior. Durante su juventud fue un hedonista y, en ocasiones, un bárbaro. Jugaba, bebía, contraía deudas, cazaba, alardeaba de su insaciable apetito sexual. Nacido en el seno de una familia de la nobleza rural, perdió su madre a los dos años y a su padre a los nueve. Fue un mal estudiante, pero leía a Voltaire y Rousseau. Quizás fantaseaba con ser un libertino. Incapaz de hacer nada de provecho, se marchó a la Guerra de Crimea con su hermano Nikolái, teniente de artillería. No tardó en alistarse como suboficial. Pidió ser enviado a primera línea de fuego y, en su correspondencia, admitió sin problemas de conciencia que disfrutaba de la guerra. En esas fechas, ya escribía un diario y acariciaba la idea de ser escritor, pero su vocación era menos firme que su determinación de explorar todos los placeres de la vida, sin permitir que le estorbaran las objeciones morales.
Hay un retrato de esa época. Con el pelo corto, una especie de gabán de amplias solapas y un pañuelo anudado al cuello, posa sentado en una butaca señorial. Su faz, inequívocamente eslava, transmite dureza y cierto desprecio. La frente alta, los ojos pequeños y crueles, los labios finos y sensuales, la mandíbula afilada, las orejas grandes y casi en punta. Hay algo de Calibán en ese rostro. No se aprecia una pizca de ternura y sí una insoportable combinación de orgullo, insolencia y malicia. La pared desnuda que sirve de fondo evoca el cielo del perro semihundido de Goya, con su pavoroso aspecto de cieno vomitado por una deidad mitológica.
El sitio de Sebastopol, con sus 100.000 muertos, revela al joven León Tolstói la inhumanidad de la guerra. Aquella orgía de sangre y sufrimiento disipa su visión romántica de la violencia en el campo de batalla. Cuando regresa a San Petersburgo, ya no soporta la frivolidad de los salones, ni los excesos bohemios. Una perspectiva humanista ha acabado con la insensibilidad que salpicó su juventud de excesos. Siente deseos de retomar la vida campesina de su niñez. Vuelve a la hacienda familiar, Yásnaia Poliana, con la cabeza llena de ideas sobre reformas sociales y pedagógicas. Su vocación literaria ocupa el centro de su vida. Ya es un artista, con obras tan notables como los Relatos de Sebastopol, Infancia, Adolescencia, Juventud, La felicidad conyugal o Los cosacos. No tardarán en llegar las obras maestras. Según George Steiner, Guerra y paz y Ana Karenina lo sitúan a la altura de Shakespeare, Cervantes y Dante. Viaja por Europa y, tras presenciar una ejecución en París, promete no volver a servir a un gobierno. Identificado con el espíritu anarquista, considera que el orden social es injusto y pervierte al ser humano, estimulando sus pasiones más indignas. Regresa a Yásnaia Poliana con la determinación de emancipar a sus setecientas almas, pero el zar se le adelanta, aboliendo la servidumbre.
Hay una imagen de esa época donde posa otra vez sentado, pero ya no es el mismo hombre. Casado y con hijos (su prole llegará a los trece vástagos), su rostro ha perdido dureza. Se ha dejado crecer la barba. Con levita y las piernas cruzadas, ha dejado su chistera sobre una mesa baja cubierta con una tela de rayas. A su izquierda, hay una cortina. Parece un burgués, pero sobre todo es un literato. Sus ojos ya no son crueles, sino curiosos y casi indulgentes. Es el novelista que tanto seduce a Nabokov, el que ha asimilado la lección de Flaubert, según el cual el narrador omnisciente debe ser invisible. Aunque a veces incurre en incongruencias temporales, sus novelas expresan una profunda comprensión del tiempo. No se limita a encadenar los años y las horas, con las licencias de un novelista. Capta esa duración que funde memoria y devenir, reflejando el espesor de la vida, su creatividad infinita y su indestructible continuidad, inapreciable para los que solo cuentan los minutos. No escribe para entretener, sino para comunicar su visión de las cosas. Apasionado y obsesivo, sus manuscritos revelan su elevada exigencia artística.
Diez años después de la imagen de artista burgués, acontece una crisis espiritual que transforma a Tolstói en un asceta y quizás un profeta. Empieza a pensar que la literatura es un lujo inútil. Aun así escribe dos novelas con un trasfondo moralista, La sonata a Kreutzer y Resurrección, y un cuento magistral, “La muerte de Iván Illich”, la historia de un burócrata que al llegar al final de su existencia descubre que sus sueños, parcialmente cumplidos, constituían una meta absurda. Toda su vida ha sido un trágico y ridículo error. Atormentado por los errores de su juventud, cuando se dejaba arrastrar por la violencia y el frenesí sexual, Tolstói decide seguir un estricto ideal ético basado en el regreso al cristianismo primitivo. Elogia el pacifismo, la desobediencia civil no violenta, el vegetarianismo, la abstinencia sexual y el trabajo manual. Condena la propiedad privada y renuncia a sus derechos de autor. Escribe al zar Alejandro III para que conmute la pena de muerte de los asesinos de su padre, citando el mandato moral de Cristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Se cartea con Gandhi, lee a Thoreau, estudia el Evangelio, escribe a favor del esperanto, fabrica y repara zapatos, abre una escuela para los hijos de sus trabajadores, empleando una pedagogía anarquista que excluye los exámenes, las lecciones magistrales y el principio de autoridad. El maestro no debe calificar ni reprobar, sino escuchar y acompañar. Se dedica escribir ensayos pedagógicos y religiosos. En El reino de Dios está en vosotrosreivindica el mensaje evangélico original. Niega la existencia de los milagros y acusa a todas las iglesias de haber traicionado a Cristo. La iglesia ortodoxa lo excomulga y prohíbe a los fieles leer sus obras.
En una fotografía de 1908, con ochenta años, posa en los jardines de Yásnaia Poliana. Ya no queda nada del joven engreído y desdeñoso. Parece un campesino. Sentado en una humilde silla de enea, muy alejada del lujoso butacón en el que posó con veinte años, viste como un campesino: botas altas, pantalón de tela basta y pobre, amplio blusón azul. Se ha quedado parcialmente calvo y su larga barba es enteramente blanca. En sus ojos, ya no hay dureza, sino compasión e indulgencia. Es un asceta que sueña con la santidad. Algunos atribuyen su transformación a un desarreglo neurótico, pero al observar sus facciones, que en este caso sí son el espejo del alma, no se aprecian los estragos de la locura, sino los signos de una fructífera aventura espiritual. Tolstói ha viajado hacia dentro, se ha desprendido de las pasiones más dañinas y ha adoptado el compromiso de vivir para los demás. Su deriva moral le aleja de las preocupaciones estrictamente literarias y, en cierto aspecto, lastra su pluma, pues se siente obligado a moralizar. Al margen de eso, su vejez se ha convertido en una inspiración para todos los que sueñan con cambiar el mundo pacíficamente. Cuando en 1901 comienza a circular el rumor de que la Academia Sueca va a concederle el Nobel de Literatura, Tolstói se indigna y anuncia que repartirá el dinero entre los perseguidos políticos. Para muchos, es la conciencia de su tiempo, una voz que se alza contra las injusticias y los abusos. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ha adquirido la estatura de los profetas. Ya sabemos que los profetas concitan tanto fervor como odio y Tolstói no es una excepción. Algunos opinan que solo es un viejo chiflado, un juicio que aún pervive entre los cínicos y desencantados.
El último acto de la vida de Tolstói está a la altura de su ideal de sencillez y fraternidad. “Es una vergüenza y una bajeza el querer hacerse superior al prójimo”, escribe, abrumado por su fama y sus posesiones. Quiere ser un hombre anónimo, un simple trabajador. Se ha negado a instalar electricidad y agua corriente en Yásnaia Poliana. Siega y cuida sus manzanos, y desea desprenderse de su patrimonio, pues piensa que la riqueza provoca podredumbre moral. Su ética se condensa en una frase: “No hay regla moral más simple que la de hacer que los otros nos sirvan lo menos posible y que uno sirva a los demás cuanto más mejor”. Su mujer, Sofía Behrs, se opone vehementemente a sus deseos de repartir sus bienes entre los pobres y Tolstói decide abandonar su hogar. Con un humilde equipaje compuesto de libros y manuscritos, se sube a un tren con un billete de tercera. Está enfermo, pero eso no le hace cambiar de planes. Sin embargo, el malestar físico le obliga a detenerse en la estación ferroviaria de Astápovo. Apenas puede respirar. No tarda en descubrirse su identidad e infinidad de personas se acercan para ayudarle o movidos por la curiosidad. Sus últimas palabras expresan su incomodidad por recibir tantas atenciones mientras millones de hombres sufren ante la indiferencia generalizada. Muere el 20 de noviembre de 1910. De acuerdo con sus disposiciones, será enterrado en un túmulo de hierba y tierra -sin cruces ni inscripciones- en el bosque de Stary Zakaz, en Yásnaia Poliana. Aunque las autoridades intentan impedirlo, su funeral se convierte en un acontecimiento multitudinario.
¿Quién era realmente Tolstói? ¿El hedonista, el artista o el asceta? Creo que los tres, pero de forma sucesiva, como una de esas muñecas rusas que se desmontan, mostrando cada vez una figura más pequeña. En su caso, hay que invertir la escala, pues Tolstói se hizo más grande cada vez. Su plenitud como escritor aconteció a medio camino, pero como ser humano alcanzó su momento más alto al final de su vida. Muchos le acusan de santurronería, sin disimular la irritación que les produce su última etapa. Esa indignación es comprensible, pues los seres humanos que logran el milagro de la coherencia entre lo que dicen y lo que hacen ponen de manifiesto nuestra debilidad, algo que no se perdona fácilmente. Las tres vidas de Tolstói son un canto a la libertad. Nos enseñan que no estamos condenados a ser siempre la misma persona. Convertirnos en otro, romper con nuestro pasado, repudiar lo que fuimos, no es un gesto de incongruencia, sino una de las formas más inteligentes de no quedar atrapados en el barro de nuestras equivocaciones.

Comienza el curso



Voy a mi nuevo instituto. Entro por la puerta grande y veo una disposición un tanto extraña de los espacios. En fin, me dirijo a una de las aulas, allí están los que creo son mis alumnos. Un poco crecidos para ser de 2º de bachillerato pero, bueno, tengo oído que en la ciudad los chicos maduran más aprisa que en los pueblos (pero mucho más, hay algunos que parecen mayores de cuarenta). Se extrañan muchísimo con las indicaciones que les voy dando. Les entrego una ficha de datos para que me la rellenen. No lo hacen todos. Es bastante estrambótico este principio de curso. Me paro a pensar, salgo de la supuesta aula y del supuesto instituto y compruebo que me he metido en la Subdelegación del Gobierno. Cualquiera puede tener un desliz, me digo a mí mismo, ¿como este? Pues sí, como este. A cualquiera podría haberle pasado. ¿A cualquiera? En fin, lo dejo para mañana porque me he dado cuenta de que hoy no teníamos clase, una vez revisado el calendario. Estoy muy confundido. El problema es que poco más allá, en la misma acera, hay un sex shop y una tienda de animales. Espero llegar más espabilado porque yo de vibradores y de ropa de cuero no tengo apuntes. Menos aún de jaulas para pájaros.

sábado, 31 de agosto de 2024

"Un anarquista llamado Valle-Inclán" por Rafael Narbona



Ramón María del Valle-Inclán se hizo anarquista en su vejez, alejándose del carlismo estético de su juventud. Su radicalismo hoy tal vez le costaría un disgusto. En la escena sexta de Luces de bohemia, publicada en 1920, Max Estrella, poeta ciego y clarividente, se encuentra con un preso anarquista. Con blusa, alpargatas y grilletes, se trata de un obrero catalán que se define a sí mismo como “un paria”. No es un término despectivo, sino el lúcido reconocimiento de su lugar en un orden social donde se “menosprecia el trabajo y la inteligencia” y se rinde culto al dinero. Max afirma que pronto llegará la hora de los parias de la tierra, pero ese momento sólo será posible, instalando “la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. El anarquista objeta que “el ideal revolucionario” no se cumplirá con la simple “degollación de los ricos”. Hay que llegar más lejos. Sólo destruyendo la sociedad capitalista podrá surgir “otro concepto de la propiedad y el trabajo”. Algo escéptico, Max se conforma con pequeños logros: “Todos los días, un patrono muerto, algunas veces, dos… Eso consuela”. El preso sabe que le aguarda la muerte: “Cuatro tiros por intento de fuga. […] Por siete pesetas, al cruzar un lugar solitario, me sacarán la vida los que tienen a su cargo la defensa del pueblo. ¡Y a esto llaman justicia los ricos canallas!”. No le atemoriza morir, pero sí que le den tormento, sólo “para divertirse”. “¡Bárbaros! –protesta Max, con el alma temblando de indignación-. […] ¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”. Cuando el preso anarquista se despide de Max, anuncia su inminente fin: “Van a matarme… ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla?” “Lo que le manden”, responde Max, con lágrimas de impotencia y rabia.
En la escena undécima, Max –ya en libertad- se cruza con una madre con su hijo muerto entre los brazos. Sólo es un niño con “la sien traspasada por el agujero de una bala”. La policía mantiene el orden público, masacrando inocentes. Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, promueve el terrorismo de Estado para frenar la cólera de un pueblo maltratado y humillado. La pobre mujer chilla desolada: “¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos!”. “Esa voz me traspasa”, exclama Max, sobrecogido. Poco después, se escuchan disparos y un sereno anuncia con indiferencia que la policía ha abatido a un preso anarquista, mientras intentaba fugarse. “Ya no puedo gritar –masculla Max-. ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas. La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza”.
¿Se atrevería algún autor contemporáneo a escribir algo así? Probablemente, ninguna editorial se prestaría a publicar una obra como Luces de bohemia y si por un milagro viera la luz, su autor acabaría ante los jueces de la Audiencia Nacional, acusado de terrorismo. Jean-Paul Sartre fue una de las últimas plumas dispuestas a desafiar al capitalismo. Su indignación le hizo cometer el error de minimizar los crímenes de la Unión Soviética, pero sería injusto no reconocer su coraje. Criticó con firmeza la guerra de Vietnam y denunció vigorosamente los crímenes del gobierno francés en Argelia, que incluyeron torturas masivas y miles de ejecuciones extrajudiciales. En cambio, Albert Camus, santificado por la posteridad, evitó pronunciarse. Se echan de menos los escritores valientes y comprometidos. El anhelo de ventas y el deseo de no complicarse la vida ha prevalecido sobre la rebeldía y el inconformismo. Una pena.

Nuevo curso


 El lunes comienzo un nuevo curso en un nuevo instituto (me echan de todos). Saber qué tipo de víctimas caerán en mis clases siempre es un acicate para experimentar con nuevas máquinas de tortura y comprobar el filo de las navajas (de tanta reputación por estos lares), más que nada por certificar si son tan útiles en las reyertas, como aseguraba Lorca. Se me remueve ese espíritu insano del inquisidor a punto de celebrar el auto de fe. El año pasado no fue mal. Los que aparecen en la foto fueron los últimos. ¿O fui yo el condenado? No sé. 

martes, 27 de agosto de 2024

"Umbral es un verbo" por Juan Bonilla




Es ya tópico decir que acaso no haya peldaño más alto para un escritor que conseguir que su nombre se convierta en adjetivo. No hay muchos que lo consigan, aunque con el paso del tiempo se desvirtúe la filiación entre el adjetivo generado por la lengua común y la obra de la que partió: es el caso de Dante y dantesco, pues se califica de dantesco casi cualquier catástrofe y a nadie se le ocurre utilizar ese adjetivo para una situación de paz y armonía y amor idealizado y sanador, que son tan componentes de la Comedia como las imágenes aterradas del infierno. Es el caso también de Kafka, cuánta gente habrá usado el adjetivo kafkiano sin necesidad de haber leído ni El proceso ni El castillo. Les pasa también a algunos personajes: quijotesco tiene ya significado propio, más allá del perezoso «relativo al Quijote», y no digamos nada de Lolita porque estamos en horario infantil.

Se diría que Francisco Umbral —aunque sin salir del cerco de la literatura— también consiguió el honor de que su apellido fuera dando los pasos convenientes para transformarse en adjetivo, umbraliano, pero creo que lo suyo, la conjugación en su caso de un estilo muy reconocible y de una personalidad muy paseada, más que un adjetivo merece la categoría de verbo. Umbral lo umbraliza todo, pero esto es algo que se puede decir de todos los escritores cuya personalidad y estilo están tan patentes en todo lo que hacen que de alguna manera son callejones sin salida, trampas mortales para sus discípulos que no podrán pasar del rango de imitadores. No son muchos los autores de los que se pueda decir. Se puede decir de Borges, hasta el punto de que hay verbos y expresiones que si uno las usa ya está siendo borgiano. Se puede decir de Gómez de la Serna, que lo transmutaba todo en greguería. Y desde luego se puede decir de Umbral, en cuya máquina de escribir entraba la actualidad, la intimidad o la historia y de la que lo que salía era el yo de Umbral umbralizando las realidades de la actualidad, la intimidad o la historia.

Creo que los libros de Umbral más que por los géneros que se les asigne, dada la flexibilidad con que los acababa sometiendo, se pueden distinguir por esas realidades. Si hay que dividirlos en categorías, es la que yo utilizo para ordenar sus volúmenes en mi biblioteca, y aunque tenga problemas para colocar alguno, porque raro es el libro suyo que no podría pertenecer a, al menos, dos categorías distintas, parece evidente que no lo hay para distinguir el género al que pertenece El hijo de Greta Garbo, el género al que pertenece Trilogía de Madrid y el género al que pertenece La forja de un ladrón. Unos dependen o han sido suscitados por la actualidad (así muchos de los libros de encargo que se vio obligado a escribir, pero también alguna de sus novelas), otros están claramente imbricados en la intimidad («estoy oyendo crecer a mi hijo», desde luego, Carta a mi mujer, Un ser de lejanías, entendiendo por intimidad aquel lugar que está más allá del horizonte de la mera privacidad, un sitio al que solo el hablante puede alcanzar y del que lo que sustraiga solo podrá hacerlo mediante aproximaciones porque el lenguaje no es suficiente, algo así como cuando tratamos de describir un cuadro, sin que ello quiera decir que la descripción del cuadro no sea mejor o más memorable que el cuadro mismo), y otros sin duda en la historia. A Umbral la historia le interesa también para configurar su yo, bien en la creación paulatina de un árbol genealógico (la literatura es el reino de la libertad y la prueba de ello es que podemos inventarnos el árbol genealógico que nos dé la gana y decidir que venimos de donde queremos venir y él tuvo claro que venía de una tradición en la que están Baudelaire y Rubén Darío, Valle Inclán y Ruano, la novela lírica propugnada por Ortega pero también los relámpagos del lenguaje callejero), bien para revisitar episodios históricos como la guerra civil o la irrupción de una nueva derecha tras la agonía del franquismo o la movida madrileña o el socialfelipismo, asomándose a ellas desde la misma posición que adopta para asomarse a la actualidad, buscando los detalles pequeños, los personajes desplazados, la anécdota que le sirva de trampolín para alcanzar la categoría. Así se da el caso de que algunos episodios nacionales los trata —a pesar de que cuando los encara son históricos— como hechos de actualidad y al revés, a los episodios de la pura actualidad los trata con entidad de hechos históricos.

Se diría que de nuestros muertos más o menos recientes en la literatura española, el que goza de mejor salud es Umbral porque de las dos maneras que tiene un escritor de sobrevivir una, la reactivación de su obra, parece que se cumple dado que sus títulos principales no han dejado de reimprimirse en bolsillo, y dos, suscitar obras de otros e influir en autores de generaciones posteriores, también está entre los logros de Umbral, sobre quien se han escrito biografías, se han hecho documentales (el mejor documental que se haya hecho sobre un escritor español es Anatomía de un dandi de Ortega & Arnaiz), y ha influido en el tono y la melodía de toda una hornada de nuevos columnistas. Ahora José Besteiro le ha hecho un pedestal imponente: ha escrito un libro sobre Umbral que es también, en sus mejores momentos, un libro de Umbral. Lo ha titulado Francisco Umbral, manual de instrucciones y ha llevado a la extenuación el estatuto de lector: tan contaminado queda de la voz del autor al que lee, que finalmente ha adoptado esa voz para escribir. Aparte de eso, su libro está lleno de vislumbres que, dejada en una percha la bufanda de hincha, le hacen justicia al escritor al que vindica.

Con Umbral, y en esto, creo, no se ha hecho hincapié suficientemente, en los años sesenta, después de décadas en que la novela española ha ido pasando del tremendismo al realismo social, con alguna incursión en la novela lírica —Helena o el mar del verano de Julián Ayesta— o en el Nouveau Roman —Off-side de Torrente Ballester—, Umbral rescata la disputa que centró la actualidad literaria de nuestros años veinte, cuando Ortega, gran lector reticente de Baroja, arremete contra la novela que cuenta historias (la que depende de su sustancia narrativa por encima del estilo en que esta se desarrolle) y hace una llamada a poetizar la realidad, a obligar a la novela a que flexibilice sus fronteras, a que sea prosa que interiorice los laberintos de los personajes y los eleve mediante al estilo sin concederle mayor relevancia a aquello que pase en la historia que se nos narre. De ahí que en esa década, que no se olvide, es la década de Proust y de Joyce, aparezca todo un grupo de narradores que arriman la novela a la lírica, caso de Benjamín Jarnés, sin que falten los que siguen defendiendo el modelo barojiano, pienso en Carranque de Ríos. De toda aquella década que Umbral leyó como lo leía, creo, casi todo, buscándose a sí mismo, rebanando todo aquello que pudiera servirle para umbralizarlo, Umbral rescata el principio de que el estilo es el hombre —en este caso el escritor— y en un cuento o en una novela el mandamiento que exige que pasen cosas, que haya sucesos, no es de obligado cumplimiento y se puede escribir una obra maestra como «Entrada en Sevilla», un relato de Pedro Salinas del libro Vísperas del gozo, en el que lo único que se nos cuenta es que un viajero llega a Sevilla.

Así pues, Umbral enlaza con una tradición que parecía abandonada por nuestra literatura y aunque, acuciado por su vocación de escritor y la necesidad de ganarse la vida, entregue buena parte de su prosa al periodismo ofreciendo crónicas, reseñas, reportajes, entrevistas, lo que sea, hace sus primeros intentos con la premisa de que el yo que va a ir vertiendo en sus ficciones no tiene por qué distanciarse del que le vaya sirviendo para componer el género en el que yo creo mejores frutos va a dar: la memoria. Lo digo en singular para distinguir dos géneros, lo que los ingleses llaman Memoir, y las memorias, en plural, que suelen ser el texto que un autor escribe cuando se han consumido sus días o su experiencia le ha ofrecido material suficiente para empaquetarlas en un volumen de recuerdos.

La Memoir suele ceñirse a un asunto concreto, no necesita explicarnos de donde viene quien habla ni adónde va, solo el tránsito en el que una circunstancia excepcional —una enfermedad, un adulterio, una adicción— le ha trastornado la rutina y al hacerlo lo ha convertido en otro aunque siga siendo el mismo. A este género, en el que el yo que habla parte del pacto de que lo que cuente no se extraiga de su fantasía sino de los hechos de su experiencia, de manera que pudiera probar que los datos que utiliza los puede corroborar con documentos o testimonios de terceros, como si el lector fuese un juez capacitado para exigirlos, pueden pertenecer libros como La noche que llegué al café Gijón o, por supuesto, Mortal y rosa.

Conviene no olvidar que, célebremente, Paul John Eakin sostuvo que el yo de una autobiografía no puede ser reflejo de algo preexistente, sino una pura creación por y para el texto, de donde la autobiografía sea también invención. Pero que la autobiografía sea invención no quiere decir que en ella la invención sea del mismo tipo que en las novelas. Cuando Umbral empieza a escribir novelas grandes —me refiero ahora solo a la extensión y no a su ambición o su calidad— irrumpe en el panorama narrativo con una voz que suena nueva por, como he apuntado, la recuperación de voces que habían sido completamente preteridas durante la posguerra —toda aquella novela de la Revista de Occidente, de la que Umbral compra el espíritu aunque no los resultados. En ese espíritu la lírica se hermana con la vulgaridad, expresada casi siempre en diálogos relámpagos que van construyendo estructuras en las que se va erigiendo el yo del narrador. Se ve bien en su primera novela Travesías de Madrid, donde un joven va a una pensión a ver si puede ligarse a la vieja propietaria y ahorrarse las pesetas de la estancia, callejea juntándose con muchachas que le hacen mucho caso o poco caso, pero que va enlazando mientras recorre la ciudad, casi como si le hubieran encargado hacer una guía de los mejores lugares donde tomar lo que sea y los rincones mejores para calmar las ganas de cuerpo. No he contado la cantidad de muchachas y mujeres que van saliendo en la novela, pero se diría que esta no ofrece otra cosa que el inmenso tedio de un joven en una ciudad en la que sin dinero eres nada y cuya sola fortuna, precisamente, es la juventud atenazada en el tedio. Con ella comienza uno de los senderos de la narrativa umbraliana, el sendero urbano, donde el yo es una cámara, por decirlo con el título de una novela famosa.

La pugna esencial de Umbral con el género narrativo se asienta en una conciencia nítida de que si bien no conviene confundir vida y literatura, pues la segunda no tiene más remedio que pertenecer a la primera —lo que no significa que no pueda vampirizarla— sí se debe hacer el esfuerzo de que, por mímesis, una se forme como la otra: es decir, sin estructura previa, sin marquesas que salen a las cinco, sin planteamiento, nudos, desenlaces. En Los cuadernos de Luis Vives apunta: «El personaje de la novela no nace sino de un fenómeno superior de la atención, como decía Ortega del amor. La literatura no consiste en inventar, sino en observar». Pero en esa frase no se dice que uno puede, primordialmente, inventarse el yo observador. Y ese es el yo que Umbral va sacando a pasear en sus novelas más novelas —espero que se entienda lo que quiero decir. Ese yo no puede ser el mismo, aunque sea gemelo, del yo de las novelas/memoria, donde encontramos quizá los logros más potentes de la narrativa de Umbral: El hijo de Greta Garbo, mi favorita con distancia, Los males sagrados, Memorias de un niño de derechas. Ni tampoco con el yo del escritor de novelas actualidad, casi siempre eróticas o políticas, La bestia rosa, Los amores diurnos, Historias de amor y viagra (que son las novelas que, creo, prefiere Besteiro).

Hay que hacer hincapié en otro yo de Umbral que siendo el menos evidente me parece el más importante, porque no deja de ser el álveo de todos los demás: el yo lector. Umbral, como se sabe, escribió mucho sobre escritores, sobre la vida literaria, no solo artículos y fragmentos memorialísticos, también los empleó como personajes de algunas de sus ficciones. Dije antes que uno de los movimientos soberanos que demuestran que la literatura es el reino de la libertad está en el hecho de que cada escritor se confecciona su propio árbol genealógico, y Umbral no tardó en hacerlo y le fue rabiosamente fiel. En Las palabras de la tribu declara haber descubierto qué era la literatura con Rubén Darío y con Valle-Inclán. Sabemos lo mucho que le importó —y lo mucho que ayudó a que se volviera a leer— Ramón Gómez de la Serna. Le dedicó uno de sus mejores ensayos a Ruano y otro a Larra y otro a Lorca. En cuanto a la literatura extranjera, no se discutirá —sus propias declaraciones no nos permitirían discutir— la importancia que tuvo la lectura de los libros de Henry Miller. Todo escritor —y me temo que esto no admite excepciones— es hijo de sus lecturas y sus preferencias de lectura. Aquella frase de Borges, haciendo pie en Emerson para dividir a los escritores en dos tipos, los escritores de la vida y los escritores de la literatura, ha traído como consecuencia un inmenso malentendido al hacer pensar que de veras hay escritores que solo escriben porque leen y otros, se supone que superiores, que lo hacen movidos porque han vivido. El propio Borges se colocaba entre los escritores de la literatura porque no había vivido —como si leer fuera acto que se sale del acto mayor de vivir— y ponía como ejemplo de escritor de la vida a Jack London, dado que sus cuentos sobre boxeadores se basaban en sus experiencias como boxeador y sus cuentos sobre buscadores de oro se basaban en sus experiencias como buscador de oro. Pero Borges olvidaba que boxeadores hay y ha habido miles y solo Jack London entre ellos, o Ring Lardner o Hemingway, consiguieron escribir obras maestras sobre el asunto, como hubo millones de personas que se lanzaron a la quimera del oro, y de entre todos ellos solo Jack London logró escribir una obra maestra. ¿Cuál era el secreto? Sencillo: Jack London había leído. Quería ser escritor no porque quisiera contar lo que sucedía en el mundo del boxeo, en los mares del sur o en las minas americanas: quería ser escritor porque se había salvado del tedio de la vida, de la miseria de la vida, gracias a las ficciones. Por lo tanto, es imprudente, cuando no injusto, escamotearle a Jack London su condición de escritor de la literatura: lo es tanto como el propio Borges. A Umbral le pasa un poco lo mismo: el peso de su vida es tan imponente en su propia obra que se diría que pertenece al grupo de los escritores de la vida, porque hizo de ella el tema casi exclusivo de su obra. Pero por fortuna, al revés que en el caso de London, su dedicación a la literatura le permitió desarrollar un yo paralelo en el que el lector que fue desperdigó pistas, esbozó estampas, retrató vidas, se sumergió en obras, que demuestran que sin ellas, sin esa condición de lector que utiliza la literatura de los otros como trampolín para dar el salto de conseguir una voz propia e inconfundible, no hubiera alcanzado la altura que alcanzó.

En la división de Borges, Umbral es de esos autores que podrían igualmente militar en un grupo y en el otro, ser un escritor de la literatura sin dejar de ser un escritor de la vida, porque también supo difuminar como nadie las fronteras entre una y otra. Solo la consciente destilación de muchas voces leídas desde bien pronto, solo la certeza de que la literatura sería una tabla de salvación para construirse mediante la escritura y convertirse en los diversos «yoes» que lo integraron, propició que Umbral se convirtiera en ese verbo que es hoy y al que homenajea Besteiro: un autor que utilizó la intimidad para ir más allá de sí mismo y alcanzar el peldaño más alto de la literatura, que es la poesía, un escritor que no temió utilizar la actualidad para construirse un personaje público del que dejó sobradas muestras en su obra, como tampoco se ahorró utilizar la historia para hacer de unos cuantos episodios nacionales, episodios personales, umbralizando todo lo que caía en el rodillo de su máquina de escribir.

jueves, 22 de agosto de 2024

Dosis: "Días de fútbol"


 

Onofre es pícnico y patizambo. Así lo asegura el informe médico del comienzo de temporada. Su ilusión siempre fue jugar al fútbol porque cree tener condiciones excepcionales para triunfar. Por eso fue a rogarle un puesto al entrenador del equipo de su pueblo. Tuvo suerte. Apenas quedaban jóvenes en la aldea y el club lo fichó, después de que el padre del chico accediera a sufragar el equipaje de los jugadores. A Onofre le tuvieron que explicar qué quería decir eso de "pícnico". Era fácil, un eufemismo de "cuerpo rechoncho, de caja torácica abombada". También le tuvieron que explicar lo que significaba "eufemismo". Le sabía mal preguntar tanto, pero quería saber qué era eso de "patizambo". Bueno, "es evidente, no lo ves, mírate las rodillas". Él no vio nada raro, estaban como siempre, pegadas la una a la otra, formando sus piernas una equis casi perfecta.
El caso es que por fin estaba en un equipo de fútbol formal: todos con la misma camiseta, el mismo pantalón y las mismas medias. Se emocionó la primera vez que lo citaron para un partido. Estaban en el vestuario y, al ver a todos vestidos de la misma forma, rompió a llorar. No pudo soportar la emoción. Onofre tenía cara de lelo, pero no lo era. Según su abuela, siempre había sido un muchacho muy avispado. Eso sí, cuando lloraba, sí parecía un poco tonto. Era el primer partido de la 2ª Regional. Solo se presentaron doce jugadores. Onofre sería el único suplente. Veía muy cerca el día de su debut, pero no fue ese, ni tampoco ninguno de los veinte partidos siguientes. A Onofre le valía con estar en el banquillo vestido como todos los demás, pero tenía la ilusión de salir al campo a demostrar lo que sabía hacer con el balón. Solo entrenaban una vez a la semana y a él los entrenamientos no se le daban muy bien. Sabía que en un partido oficial sería otra cosa.
Llegó el último partido y Onofre ya no tenía esperanzas de jugar. Además, la noche anterior al partido se había ido con unos amigos cerca del río y lo retaron a cortar unas cañas. Había luna llena y Onofre, para demostrar su hombría delante de su pandilla, las cortó sin miedo. El día del partido, en el vestuario, Onofre apenas se podía calzar los pantalones cortos. Los huevos se le habían hinchado de tal manera que parecía tener un balón de baloncesto entre las piernas. El escroto bien tenso y colorado como el culo de un mandril. El entrenador no se había percatado de lo que Onofre escondía. En el minuto 50, el defensa central se lesionó de gravedad. Solo estaba Onofre en el banquillo. El entrenador lo miró y, por fin, le dijo las palabras que tanto tiempo había esperado: "Onofre, calienta". El muchacho patizambo rompió a llorar, esta vez con mucho sentimiento y cargado de razón. Al intentar salir del banquillo, el entrenador se percató del bulto que apretaba sus calzones. Le dijo que esperara y se los bajó. Al ver semejante hinchazón no sabía si llamar a una ambulancia, explotar a reír o calmar la llantina de su pupilo. Por supuesto, no lo dejó salir y lo mandó al Centro de Salud. Allí acabaron los sueños de Onofre. La mala suerte, la adversidad y unas cañas de luna llena terminaron con su carrera antes de empezarla, como le ocurrió a Julio Iglesias o a Álvaro Benito o a Javier Clemente. El mundo del éxito solo está reservado para los que tienen suerte.

domingo, 18 de agosto de 2024

Dosis: "Agosto"


 

No es posible atravesar agosto sin abanico. Cuando veo a esos indigentes clavados en la acera, de rodillas, sentados, con el vaso de la miseria esperando una limosna, pienso que no durarán más que un día, achicharrados al sol, moscas de verano. No puede ser el mismo pobre quien nos vuelva a pedir al día siguiente unos céntimos, imposible. Agosto no se puede atravesar a la intemperie, en mitad de una calle, sin un techo, sin un aire acondicionado. Un desgraciado duerme a las cuatro de la tarde sobre un cartón, a la sombra de un edificio. Parece muerto, porque lo está. Nadie, nadie puede soportar agosto lejos de una madriguera. Es un mes inclemente con todo ser humano. 

Y aun teniendo un escondite donde librarnos del bochorno, no saldremos indemnes de agosto, saldremos otros, distintos, acanallados, sin pupilas, amodorrados por la murria, muertos. Nadie sale vivo de este mes implacable. Agosto nos tiene agarrados de las meninges. Nos exprime, no puede permitir que disfrutemos de ese ocio merecido o del viaje de nuestra vida. Las fiestas de los pueblos son una celebración de la hecatombe. Agosto se asocia con el sol y con sus huestes diabólicas para someternos al dominio de la indolencia. Este agosto, que podría ser la miel del año, se convierte, poco a poco, en un insoportable tránsito hacia la nada. Agosto solo es la previsión de septiembre, solo eso. Y esta predicción lo hace odioso y lamentable, es como un domingo eterno, sin horizonte. 

Me acerco al desgraciado que duerme sobre los cartones y abre un párpado, "¡puta mierda!", dice y escupe cerca de mis zapatos derretidos. Por suerte no está muerto. Mentira, todos lo estamos en agosto. 

jueves, 15 de agosto de 2024

Dosis: "Paseantes"


 

Bajo a la calle y observo a los paseantes, gente de todas las edades. Me da por identificarme con algunos de ellos: primero, con un joven que pasa a mi lado. ¿Cómo fui yo cuando tenía su edad, qué sentía, cómo me comportaba, qué sensaciones me rondaban cuando poseía un cuerpo fuerte, vigoroso; una melena ondulada, sin calveros ni canas; un sexo rozagante y un físico en el que poder confiar para flirtear con chicas de mi edad? Me deprime bastante esa mirada hacia atrás, una nostalgia abrumadora me aplasta. Ya nunca podré disfrutar del vigor entusiasta de los veinte años, de la impetuosidad alegre, del vitalismo descerebrado de esas edades en las que el tiempo no existe, solo el placer y el arrebato pasional. Veo a ese muchacho de vientre plano y rostro terso, su zancada decidida, su sonrisa juvenil. Mira con picardía a la chica que le acompaña, que le roza el bíceps, que le palpa las nalgas, que le ríe, entregada, cada una de sus tonterías, que se para, lo agarra de la nuca y lo besa, con una pasión conmovedora. Pienso en que el muchacho, como yo, jugará a algún deporte, al fútbol, ¡cómo disfrutaba jugando al fútbol! La noche anterior al partido soñaba con los goles que marcaría al día siguiente. Y leía, también leía, aunque era esta una afición que entonces no debía ser divulgada. Los amigos de jauría no veían bien a quienes manteníamos esos hábitos perniciosos que no servían para cultivar lo físico. Por eso era mejor callar esas perversiones del espíritu. Leer no daba puntos en el ranking de los machotes. Lo miro otra vez, ya despegado de los labios de ventosa de su amiga. Así fui yo: musculoso, deportista, adolescente descerebrado, amador, un poco idiota y también lector, otra persona, sí, otra. De él solo me queda lo de un poco idiota, lo de descerebrado y, por supuesto lo de lector, una lástima. El resto es historia. 

Pero aún peor es mirar hacia delante. Observar a los que tienen más edad que yo y preguntarse: ¿cómo puedo llegar a ser? Bueno, en el mejor de los casos, un viejo que apoya en su bastón la fragilidad de sus huesos. Camina solo, con cuidado, con cara de pocos amigos, asqueado de todo lo que le rodea. Miro a mi derecha y veo a un anciano paseado en una silla de ruedas por una mujer sudamericana. Tiene la mirada perdida, como si ya no fuera de este mundo. Su color de piel anuncia una muerte no muy lejana, los párpados despegados y el ánimo abatido. 

Deja, deja, voy a seguir mirando a mi izquierda, la chica ha vuelto a agarrar al joven de la nuca.     

domingo, 11 de agosto de 2024

Dosis: "La pancha"


 

Tener tripa o panza ("pancha" la llamaba mi padre) es un atributo que cuando se llega a unos ciertos años es de fácil adquisición. Recuerdo que cuando mi padre tenía mi edad actual estaba muy satisfecho de su "pancha". Se quitaba la camiseta en cuanto llegaba a casa y se la acariciaba con fruición, con delectación. Para él la "pancha" era sinónimo de la recuperación de la salud. Por poco acaba con él una cirrosis que lo dejó en el chasis y por eso, la recuperación de su "pancha" supuso volver a disfrutar de los placeres de la vida: comer, beber, fumar y jugar al solitario. Además, para ellos, los de su generación, tener "pancha" significaba postergar los fantasmas del hambre y la necesidad. Él comenzó a trabajar a los once años y ese estigma nos hacía muy diferentes, tan distintos como el juicio sobre mi recién adquirida "pancha". Para mí es una maldición contemplar en los escaparates ese perfil de preñada que todavía no relaciono con mi fisionomía. Para nosotros, tener "pancha" supone una desgracia estética y casi social. Lo que para mi padre era un síntoma de placer que lo alejaba de aquel tiempo de miseria y hambre, para mí es un indicio de apoltronamiento burgués y abandono estético. 

Desde que la tengo, observo a mi alrededor a muchos hombres con este atributo, sobre todo los que se acercan a mi edad, y, aun así, no obtengo ningún consuelo. Porque la mayoría de ellos ya no tienen que conquistar a nadie, ya da igual que su aspecto no sea sexualmente deseable, incluso repulsivo. Me gustaría poder llegar a casa, quitarme la camiseta, sentarme y pasar las dos manos sobre mi "pancha", como si estuviera esperando la patada del bebé que llevo dentro, gozando de la caricia, de mi recién adquirida condición de sochantre, como hacía mi padre. Sorber el vino del vaso, echarle una calada al Ducados y jugar al solitario, mientras se va haciendo la cena. Perder la mirada en el as de oros y volver a pasarme la mano por el ombligo, sin remordimientos, con la total convicción de que mi "pancha" es un signo de felicidad. La vida es así de sencilla.  

domingo, 4 de agosto de 2024

Trieste 6: "Las tres religiones"



 El hombre propone y dios dispone, no sé dónde he oído semejante imbecilidad, pero empiezo por aquí porque hoy he visitado la sede de las tres religiones: una sinagoga, una iglesia y un bar. Sí, no tenía otra cosa que hacer y allí que nos hemos ido. Ha sido una experiencia antropológica, además de religiosa. 

En la sinagoga nos han vestido con unos pantalones de gasa blanca y nos han colocado un casquete de arlequín. Hacía tiempo que no me sentía un payaso de la tele, bueno tampoco tanto tiempo. En la iglesia no nos han exigido ninguna vestimenta especial, aunque solo la nuestra natural ya daba un poco de repelús. Escuchar los exordios de judíos y católicos (solo me faltan los musulmanes, aunque no los hay mejores) es algo patético. No me puedo explicar que tres cuartas partes del mundo estén sometidas por estas religiones. Que hayan provocado tantas muertes y tantas desgracias y sigan en la brecha como si nada, que sus templos sean visitados y venerados con auténtica sumisión, que cualquier movimiento de sus jefes religiosos provoque una hecatombe a nivel universal. De veras, no doy crédito. Sus propuestas son tan chuscas, sus preceptos tan decadentes y sus premisas tan ridículas que me hacen dudar de la existencia de raciocinio en el ser humano. 

De veras, cuando nos han obligado a colocarnos esos pantalones de gasa y el casquete de arlequín, he pensado que la humanidad no tiene solución, que lo que debería ser una actuación de circo lo querían convertir en un acto de reverencia a la Torá (ese libro sangriento donde dios es un ser vengativo y justiciero, como Chuck Norris, pero a lo bestia). Lo del bar lo dejo aparte porque ahí sí, en ese templo se respira la verdadera libertad de conciencia del individuo. Una birra, una grappa, ofrece más beneficios a la sociedad que dos pilas enteras de agua bendita. La de la foto es Melpómene con la teta fuera, no os asustéis.    

sábado, 3 de agosto de 2024

Trieste 5: "La comida austrohúngara"

 


Cuando el viajero llega a una ciudad desconocida, sabe que va a permanecer en ella un tiempo limitado. Hay que aprovechar la estancia, hay que absorberlo todo en muy poco tiempo. Uno se desvive por recorrer las calles, atrapar los museos, absorber los paisajes, comer sin medida, beber sin tiento. Todo hay que hacerlo en un tiempo récord. Se desvive el viajero por patear las calles, por no perderse ninguno de los recovecos que le han recomendado, los rincones que aparecen señalados en las guías turísticas, las placas de los recorridos históricos, las señales del buen turista. Uno hace todo esto y llega al apartamento derrengado, exhausto, ávido de cama y reposo. Posiblemente el mejor momento de la jornada sea ese, el de la llegada al refugio. 

En la vida diaria, pasa un poco esto, solo que ese reposo final es la muerte. Por eso veo con cierta confianza esta analogía. El fin del camino es lo más placentero, lo que, en el fondo, uno busca cuando va de acá para allá, disolviendo el mundo a zancadas, intentando atraparlo en la memoria de la cámara fotográfica. No, es imposible, nada se puede atrapar, todo se deshace, se diluye, nada permanece, aunque la sensación de sosiego, de paz, de felicidad al final del camino me sirve para ver la muerte como una esperanza.

Esta reflexión nace de una mala comida (eran platos típicos austrohúngaros, qué se podía esperar) y del calor húmedo de los lugares marítimos. No penséis que he cambiado o que me he vuelto un hombre cabal, sensato, con capacidad para analizar con sensatez mis movimientos. No, no es así. Solo el calor y el mal comer me llevan a estos parajes. En cuanto me engulla una pizza napolitana en Casa Pepe, vía del Coroneo, 19, esto se me ha pasado.   

viernes, 2 de agosto de 2024

Trieste 4: "El Castello de MIramare"



 Hoy hemos estado en el Castillo de Miramare en Trieste, un palacio al borde del mar que te deshace por su belleza y paz. Yo ya me había hecho a la idea de que Freud y Rilke lo frecuentaban, posiblemente sea falso, pero a mí eso me da igual. No pienso hablar de los nobles y los emperadores que poblaron este lugar, solo de los disparates que se me van ocurriendo cuando disfruto de sus dependencias. El jardín del Castillo de Miramar es un espectáculo. Corre una brisa suave y, a la sombra, se respira una frescura que en agosto hace tiempo que no la disfrutaba. Los laureles, hiedras y otros perifollos te llenan el alma de un aroma bucólico, de arcadia virgilesca. Todos los sentidos están convocados: el olfato, la vista (maravillosa) y el tacto. Al gusto ya le daremos rienda suelta en una terraza de los alrededores. Contemplar el mar, sosegado, turquesa, lánguido, de la bahía sosiega al más zafio, incluso a quien viste una camiseta del Barcelona. 

Esta ciudad, este paisaje, ya me pasó en el café de San Marco, tiende a la modorra, a la languidez, a la zozobra. Me imagino aquí al zumbado de Freud comprobando las pulsiones de Sissi, de Mª Teresa y del resto de emperatrices, alteradas por el ritmo del Imperio austrohúngaro. Él les diagnosticaría un enamoramiento del padre y ellas, rozagantes entre el frufrú de sus enaguas lo dejarían estar y se irían a disfrutar con sus perrillos de aguas. En ese mismo momento, cuando Sissí está en pleno éxtasis, pasa Rilke bajo el balcón de las audiencias y le recita unos versos melancólicos que nadie comprende y todos califican de geniales. 

Bueno, la escena es un tanto patética, pero no tanto como el recorrido que nos lleva al restaurante La Terrazza. Sol, escaleras, carretera de asfalto hirviente. Javi no me mata porque es muy buena persona, aunque al final conseguimos probar las delicias del mar Adriático. Los viejos siguen quemándose (su piel es de un color café poco recomendable); los yates brillan, impúdicos; las señoras se barnizan y los jóvenes no saben usar el dialecto friulano como Pasolini quisiera. 

Mar y montaña, delicia agreste de mundos sin fronteras. Istria, Austria, Eslovenia, Italia, las banderas, los límites no existen. Volvemos al Café de San Marco. La grappa, a pesar de los negacionistas del alcohol, nos espera. Está demasiado caliente. ¡Joder, qué buena!  

jueves, 1 de agosto de 2024

Trieste 3: "El Café de San Marco"

 



Os iba a contar un chascarrillo sobre mi habitual tendencia al despiste. Resulta que se me olvidaron los calzoncillos en casa. Tuve que adquirir un paquete en Trieste y justo los compré debajo de una de las casas en las que vivió Joyce. No sé si esto cuenta como turismo cultural o se puede agregar a los méritos de un escritor aficionado, no lo sé. Bueno, el caso es que ya he contado la tontería, pero en realidad quería escribir sobre otro asunto mucho más serio.


Hemos encontrado en Trieste un café maravilloso, inaugurado en 1914 y frecuentado por todos los escritores que pasaron por aquí, y fueron muchos. Entre ellos, uno que todavía vive, Claudio Magris. En su novela, Microcosmos, el autor utiliza este café como eje y hasta como protagonista de su relato. En el poco tiempo que hemos estado en lo que ahora es un café-biblioteca, el sopor se ha adueñado de nosotros y nos hemos trasladado a los años 10 del siglo XX. Dos muchachos feos y con incipiente bigote eran para nosotros, Joyce y Svevo jóvenes. Los dos llevaban libretilla y parecían frikis de libro, tal y como serían seguramente los originales. Pero la fantasía se ha venido abajo cuando han pedido la bebida. Uno, Coca 0; el otro, té con leche de avena. Cuando la juventud no colabora no se puede seguir. Quién, con dos dedos de frente puede imaginar a Joyce y a Svevo pidiendo semejantes brebajes, nadie. Nosotros nos pedimos dos gintónics, tampoco es lo ideal, pero nosotros no aspiramos a imitar a escritores de época, nos puede la buena mesa y el tomahawk de ciervo (este plato es real).

El café San Marcos nos acuna, nos mece, nos transporta a la modorra menos creativa del mundo. No sé cómo los escritores venían aquí a inspirarse. Nosotros casi nos dormimos entre el silencio arrullador de sus divanes de cuero, sobre las mesas de mármol, rodeados de una decoración modernista que amaga con desvanecernos. Como dice Magris, el café es el mejor sitio donde uno puede estar porque no se está en ninguna parte. Fuera del mundo, al margen de las horas. Cafés literarios no, cafés de nana y orinal. Benditos sitios.

miércoles, 31 de julio de 2024

Trieste 2: "Elegías de Duino"



 Para que veáis lo intelectual que soy, os voy a decir los escritores que pasaron por la ciudad de Trieste, mas que nada porque no hay cosa que más vista que el darse pisto. James Joyce, el autor del Ulises, estuvo mucho tiempo aquí y también Rainer Mª Rilke, así como Nietzsche. Su larga estancia en este lugar puede explicarse fácilmente. Cualquiera que haya probado las porquerías que se comen en Irlanda y Alemania podrá comprender que estos autores se quedaran a vivir aquí, aunque solo fuera por la subsistencia. La pasta de Trieste es materia aparte. Ayer me engullí un espaghitone de mar que me hizo olvidar mi propia naturaleza humana. Si pienso en las porquerías que me comí en Dublín y en Berlín puedo explicar racionalmente, sin ninguna opción a la duda, que tanto Rilke, como Joyce, como Nietzsche, estuvieran aquí por mera cuestión culinaria. Ni el Ulises, ni las Elegías de Duino, ni Así habló Zaratustra no son obras nacidas del intelecto, sino del vientre interesado de estos autores. Por todo eso y por mucho más hoy hemos comido en un restaurante recomendado por una plataforma extraña y hemos comprobado que a pesar de haber pasado más de cien años, las pulsiones humanas son las mismas de las de hace cien años. Yo, ahora mismo, me he puesto a escribir el Ulises, intercalando poemas de Duino y reflexiones filosóficas de Nietzsche. Lo que salga no lo voy a publicar porque seguro que es un truño imposible de interpretar. Por cierto, a mí Claudio Magris me priva, otro día escribiré sobre él. Y este sí que es un tipo autóctono de Trieste. Italia, Austria Hungría, Eslovenia son nutritivas.  

martes, 30 de julio de 2024

Crónicas de Trieste 1: "El váter turco"


 

Estoy en Trieste, amigos. Una ciudad italiana que perteneció al Imperio austrohúngaro. ¿Que por qué, sé esto? No, no lo he mirado en internet, qué va. Me gusta dejarme sorprender por los sitios a los que viajo por primera vez. 

En nuestra primera visita a los bares de la ciudad, nos hemos encontrado un váter turco, así es. Hacía mucho tiempo que no veía uno y de ahí he deducido el pasado austrohúngaro del enclave. No sé si sabíais de lo delicado de las posaderas de los austrohúngaros. Bueno, pues ya lo sabéis. Los miembros de este imperio legendario eran conocidos por tener la piel de las nalgas de terciopelo. Solo podían lavarse el culo con agua de lavanda y se daban friegas diarias con polvos de talco. Esto impedía que pudieran sentarse para cagar, como os lo digo. Inventaron estos váteres con la clara intención de no apoyar ninguna parte de sus posaderas en superficies desconocidas. El método es sencillo y, además, fortalece los cuádriceps y los talones de Aquiles. Las famosas sentadillas de los gimnasios actuales tienen ese precedente. Sabréis, porque sé que habéis visto Sissi, emperatriz, que los austrohúngaros eran muy aficionados a la hípica. Entonces, ¿cómo cuadra que no pudieran apoyarse para cagar y sí para montar a caballo? Y yo qué sé, el mundo de la historia está lleno de contradicciones.  

La rivalidad entre turcos y austrohúngaros no tiene nada que ver con el nombre de este cagadero. El vocablo "turco" es un acróstico formado a partir de la primeras sílabas de las palabra "turgente" y "colorada". Cuánto aprende uno viajando y qué maravilloso es el mundo de la etimología.