jueves, 22 de agosto de 2024

Dosis: "Días de fútbol"


 

Onofre es pícnico y patizambo. Así lo asegura el informe médico del comienzo de temporada. Su ilusión siempre fue jugar al fútbol porque cree tener condiciones excepcionales para triunfar. Por eso fue a rogarle un puesto al entrenador del equipo de su pueblo. Tuvo suerte. Apenas quedaban jóvenes en la aldea y el club lo fichó, después de que el padre del chico accediera a sufragar el equipaje de los jugadores. A Onofre le tuvieron que explicar qué quería decir eso de "pícnico". Era fácil, un eufemismo de "cuerpo rechoncho, de caja torácica abombada". También le tuvieron que explicar lo que significaba "eufemismo". Le sabía mal preguntar tanto, pero quería saber qué era eso de "patizambo". Bueno, "es evidente, no lo ves, mírate las rodillas". Él no vio nada raro, estaban como siempre, pegadas la una a la otra, formando sus piernas una equis casi perfecta.
El caso es que por fin estaba en un equipo de fútbol formal: todos con la misma camiseta, el mismo pantalón y las mismas medias. Se emocionó la primera vez que lo citaron para un partido. Estaban en el vestuario y, al ver a todos vestidos de la misma forma, rompió a llorar. No pudo soportar la emoción. Onofre tenía cara de lelo, pero no lo era. Según su abuela, siempre había sido un muchacho muy avispado. Eso sí, cuando lloraba, sí parecía un poco tonto. Era el primer partido de la 2ª Regional. Solo se presentaron doce jugadores. Onofre sería el único suplente. Veía muy cerca el día de su debut, pero no fue ese, ni tampoco ninguno de los veinte partidos siguientes. A Onofre le valía con estar en el banquillo vestido como todos los demás, pero tenía la ilusión de salir al campo a demostrar lo que sabía hacer con el balón. Solo entrenaban una vez a la semana y a él los entrenamientos no se le daban muy bien. Sabía que en un partido oficial sería otra cosa.
Llegó el último partido y Onofre ya no tenía esperanzas de jugar. Además, la noche anterior al partido se había ido con unos amigos cerca del río y lo retaron a cortar unas cañas. Había luna llena y Onofre, para demostrar su hombría delante de su pandilla, las cortó sin miedo. El día del partido, en el vestuario, Onofre apenas se podía calzar los pantalones cortos. Los huevos se le habían hinchado de tal manera que parecía tener un balón de baloncesto entre las piernas. El escroto bien tenso y colorado como el culo de un mandril. El entrenador no se había percatado de lo que Onofre escondía. En el minuto 50, el defensa central se lesionó de gravedad. Solo estaba Onofre en el banquillo. El entrenador lo miró y, por fin, le dijo las palabras que tanto tiempo había esperado: "Onofre, calienta". El muchacho patizambo rompió a llorar, esta vez con mucho sentimiento y cargado de razón. Al intentar salir del banquillo, el entrenador se percató del bulto que apretaba sus calzones. Le dijo que esperara y se los bajó. Al ver semejante hinchazón no sabía si llamar a una ambulancia, explotar a reír o calmar la llantina de su pupilo. Por supuesto, no lo dejó salir y lo mandó al Centro de Salud. Allí acabaron los sueños de Onofre. La mala suerte, la adversidad y unas cañas de luna llena terminaron con su carrera antes de empezarla, como le ocurrió a Julio Iglesias o a Álvaro Benito o a Javier Clemente. El mundo del éxito solo está reservado para los que tienen suerte.

domingo, 18 de agosto de 2024

Dosis: "Agosto"


 

No es posible atravesar agosto sin abanico. Cuando veo a esos indigentes clavados en la acera, de rodillas, sentados, con el vaso de la miseria esperando una limosna, pienso que no durarán más que un día, achicharrados al sol, moscas de verano. No puede ser el mismo pobre quien nos vuelva a pedir al día siguiente unos céntimos, imposible. Agosto no se puede atravesar a la intemperie, en mitad de una calle, sin un techo, sin un aire acondicionado. Un desgraciado duerme a las cuatro de la tarde sobre un cartón, a la sombra de un edificio. Parece muerto, porque lo está. Nadie, nadie puede soportar agosto lejos de una madriguera. Es un mes inclemente con todo ser humano. 

Y aun teniendo un escondite donde librarnos del bochorno, no saldremos indemnes de agosto, saldremos otros, distintos, acanallados, sin pupilas, amodorrados por la murria, muertos. Nadie sale vivo de este mes implacable. Agosto nos tiene agarrados de las meninges. Nos exprime, no puede permitir que disfrutemos de ese ocio merecido o del viaje de nuestra vida. Las fiestas de los pueblos son una celebración de la hecatombe. Agosto se asocia con el sol y con sus huestes diabólicas para someternos al dominio de la indolencia. Este agosto, que podría ser la miel del año, se convierte, poco a poco, en un insoportable tránsito hacia la nada. Agosto solo es la previsión de septiembre, solo eso. Y esta predicción lo hace odioso y lamentable, es como un domingo eterno, sin horizonte. 

Me acerco al desgraciado que duerme sobre los cartones y abre un párpado, "¡puta mierda!", dice y escupe cerca de mis zapatos derretidos. Por suerte no está muerto. Mentira, todos lo estamos en agosto. 

jueves, 15 de agosto de 2024

Dosis: "Paseantes"


 

Bajo a la calle y observo a los paseantes, gente de todas las edades. Me da por identificarme con algunos de ellos: primero, con un joven que pasa a mi lado. ¿Cómo fui yo cuando tenía su edad, qué sentía, cómo me comportaba, qué sensaciones me rondaban cuando poseía un cuerpo fuerte, vigoroso; una melena ondulada, sin calveros ni canas; un sexo rozagante y un físico en el que poder confiar para flirtear con chicas de mi edad? Me deprime bastante esa mirada hacia atrás, una nostalgia abrumadora me aplasta. Ya nunca podré disfrutar del vigor entusiasta de los veinte años, de la impetuosidad alegre, del vitalismo descerebrado de esas edades en las que el tiempo no existe, solo el placer y el arrebato pasional. Veo a ese muchacho de vientre plano y rostro terso, su zancada decidida, su sonrisa juvenil. Mira con picardía a la chica que le acompaña, que le roza el bíceps, que le palpa las nalgas, que le ríe, entregada, cada una de sus tonterías, que se para, lo agarra de la nuca y lo besa, con una pasión conmovedora. Pienso en que el muchacho, como yo, jugará a algún deporte, al fútbol, ¡cómo disfrutaba jugando al fútbol! La noche anterior al partido soñaba con los goles que marcaría al día siguiente. Y leía, también leía, aunque era esta una afición que entonces no debía ser divulgada. Los amigos de jauría no veían bien a quienes manteníamos esos hábitos perniciosos que no servían para cultivar lo físico. Por eso era mejor callar esas perversiones del espíritu. Leer no daba puntos en el ranking de los machotes. Lo miro otra vez, ya despegado de los labios de ventosa de su amiga. Así fui yo: musculoso, deportista, adolescente descerebrado, amador, un poco idiota y también lector, otra persona, sí, otra. De él solo me queda lo de un poco idiota, lo de descerebrado y, por supuesto lo de lector, una lástima. El resto es historia. 

Pero aún peor es mirar hacia delante. Observar a los que tienen más edad que yo y preguntarse: ¿cómo puedo llegar a ser? Bueno, en el mejor de los casos, un viejo que apoya en su bastón la fragilidad de sus huesos. Camina solo, con cuidado, con cara de pocos amigos, asqueado de todo lo que le rodea. Miro a mi derecha y veo a un anciano paseado en una silla de ruedas por una mujer sudamericana. Tiene la mirada perdida, como si ya no fuera de este mundo. Su color de piel anuncia una muerte no muy lejana, los párpados despegados y el ánimo abatido. 

Deja, deja, voy a seguir mirando a mi izquierda, la chica ha vuelto a agarrar al joven de la nuca.     

domingo, 11 de agosto de 2024

Dosis: "La pancha"


 

Tener tripa o panza ("pancha" la llamaba mi padre) es un atributo que cuando se llega a unos ciertos años es de fácil adquisición. Recuerdo que cuando mi padre tenía mi edad actual estaba muy satisfecho de su "pancha". Se quitaba la camiseta en cuanto llegaba a casa y se la acariciaba con fruición, con delectación. Para él la "pancha" era sinónimo de la recuperación de la salud. Por poco acaba con él una cirrosis que lo dejó en el chasis y por eso, la recuperación de su "pancha" supuso volver a disfrutar de los placeres de la vida: comer, beber, fumar y jugar al solitario. Además, para ellos, los de su generación, tener "pancha" significaba postergar los fantasmas del hambre y la necesidad. Él comenzó a trabajar a los once años y ese estigma nos hacía muy diferentes, tan distintos como el juicio sobre mi recién adquirida "pancha". Para mí es una maldición contemplar en los escaparates ese perfil de preñada que todavía no relaciono con mi fisionomía. Para nosotros, tener "pancha" supone una desgracia estética y casi social. Lo que para mi padre era un síntoma de placer que lo alejaba de aquel tiempo de miseria y hambre, para mí es un indicio de apoltronamiento burgués y abandono estético. 

Desde que la tengo, observo a mi alrededor a muchos hombres con este atributo, sobre todo los que se acercan a mi edad, y, aun así, no obtengo ningún consuelo. Porque la mayoría de ellos ya no tienen que conquistar a nadie, ya da igual que su aspecto no sea sexualmente deseable, incluso repulsivo. Me gustaría poder llegar a casa, quitarme la camiseta, sentarme y pasar las dos manos sobre mi "pancha", como si estuviera esperando la patada del bebé que llevo dentro, gozando de la caricia, de mi recién adquirida condición de sochantre, como hacía mi padre. Sorber el vino del vaso, echarle una calada al Ducados y jugar al solitario, mientras se va haciendo la cena. Perder la mirada en el as de oros y volver a pasarme la mano por el ombligo, sin remordimientos, con la total convicción de que mi "pancha" es un signo de felicidad. La vida es así de sencilla.  

domingo, 4 de agosto de 2024

Trieste 6: "Las tres religiones"



 El hombre propone y dios dispone, no sé dónde he oído semejante imbecilidad, pero empiezo por aquí porque hoy he visitado la sede de las tres religiones: una sinagoga, una iglesia y un bar. Sí, no tenía otra cosa que hacer y allí que nos hemos ido. Ha sido una experiencia antropológica, además de religiosa. 

En la sinagoga nos han vestido con unos pantalones de gasa blanca y nos han colocado un casquete de arlequín. Hacía tiempo que no me sentía un payaso de la tele, bueno tampoco tanto tiempo. En la iglesia no nos han exigido ninguna vestimenta especial, aunque solo la nuestra natural ya daba un poco de repelús. Escuchar los exordios de judíos y católicos (solo me faltan los musulmanes, aunque no los hay mejores) es algo patético. No me puedo explicar que tres cuartas partes del mundo estén sometidas por estas religiones. Que hayan provocado tantas muertes y tantas desgracias y sigan en la brecha como si nada, que sus templos sean visitados y venerados con auténtica sumisión, que cualquier movimiento de sus jefes religiosos provoque una hecatombe a nivel universal. De veras, no doy crédito. Sus propuestas son tan chuscas, sus preceptos tan decadentes y sus premisas tan ridículas que me hacen dudar de la existencia de raciocinio en el ser humano. 

De veras, cuando nos han obligado a colocarnos esos pantalones de gasa y el casquete de arlequín, he pensado que la humanidad no tiene solución, que lo que debería ser una actuación de circo lo querían convertir en un acto de reverencia a la Torá (ese libro sangriento donde dios es un ser vengativo y justiciero, como Chuck Norris, pero a lo bestia). Lo del bar lo dejo aparte porque ahí sí, en ese templo se respira la verdadera libertad de conciencia del individuo. Una birra, una grappa, ofrece más beneficios a la sociedad que dos pilas enteras de agua bendita. La de la foto es Melpómene con la teta fuera, no os asustéis.    

sábado, 3 de agosto de 2024

Trieste 5: "La comida austrohúngara"

 


Cuando el viajero llega a una ciudad desconocida, sabe que va a permanecer en ella un tiempo limitado. Hay que aprovechar la estancia, hay que absorberlo todo en muy poco tiempo. Uno se desvive por recorrer las calles, atrapar los museos, absorber los paisajes, comer sin medida, beber sin tiento. Todo hay que hacerlo en un tiempo récord. Se desvive el viajero por patear las calles, por no perderse ninguno de los recovecos que le han recomendado, los rincones que aparecen señalados en las guías turísticas, las placas de los recorridos históricos, las señales del buen turista. Uno hace todo esto y llega al apartamento derrengado, exhausto, ávido de cama y reposo. Posiblemente el mejor momento de la jornada sea ese, el de la llegada al refugio. 

En la vida diaria, pasa un poco esto, solo que ese reposo final es la muerte. Por eso veo con cierta confianza esta analogía. El fin del camino es lo más placentero, lo que, en el fondo, uno busca cuando va de acá para allá, disolviendo el mundo a zancadas, intentando atraparlo en la memoria de la cámara fotográfica. No, es imposible, nada se puede atrapar, todo se deshace, se diluye, nada permanece, aunque la sensación de sosiego, de paz, de felicidad al final del camino me sirve para ver la muerte como una esperanza.

Esta reflexión nace de una mala comida (eran platos típicos austrohúngaros, qué se podía esperar) y del calor húmedo de los lugares marítimos. No penséis que he cambiado o que me he vuelto un hombre cabal, sensato, con capacidad para analizar con sensatez mis movimientos. No, no es así. Solo el calor y el mal comer me llevan a estos parajes. En cuanto me engulla una pizza napolitana en Casa Pepe, vía del Coroneo, 19, esto se me ha pasado.   

viernes, 2 de agosto de 2024

Trieste 4: "El Castello de MIramare"



 Hoy hemos estado en el Castillo de Miramare en Trieste, un palacio al borde del mar que te deshace por su belleza y paz. Yo ya me había hecho a la idea de que Freud y Rilke lo frecuentaban, posiblemente sea falso, pero a mí eso me da igual. No pienso hablar de los nobles y los emperadores que poblaron este lugar, solo de los disparates que se me van ocurriendo cuando disfruto de sus dependencias. El jardín del Castillo de Miramar es un espectáculo. Corre una brisa suave y, a la sombra, se respira una frescura que en agosto hace tiempo que no la disfrutaba. Los laureles, hiedras y otros perifollos te llenan el alma de un aroma bucólico, de arcadia virgilesca. Todos los sentidos están convocados: el olfato, la vista (maravillosa) y el tacto. Al gusto ya le daremos rienda suelta en una terraza de los alrededores. Contemplar el mar, sosegado, turquesa, lánguido, de la bahía sosiega al más zafio, incluso a quien viste una camiseta del Barcelona. 

Esta ciudad, este paisaje, ya me pasó en el café de San Marco, tiende a la modorra, a la languidez, a la zozobra. Me imagino aquí al zumbado de Freud comprobando las pulsiones de Sissi, de Mª Teresa y del resto de emperatrices, alteradas por el ritmo del Imperio austrohúngaro. Él les diagnosticaría un enamoramiento del padre y ellas, rozagantes entre el frufrú de sus enaguas lo dejarían estar y se irían a disfrutar con sus perrillos de aguas. En ese mismo momento, cuando Sissí está en pleno éxtasis, pasa Rilke bajo el balcón de las audiencias y le recita unos versos melancólicos que nadie comprende y todos califican de geniales. 

Bueno, la escena es un tanto patética, pero no tanto como el recorrido que nos lleva al restaurante La Terrazza. Sol, escaleras, carretera de asfalto hirviente. Javi no me mata porque es muy buena persona, aunque al final conseguimos probar las delicias del mar Adriático. Los viejos siguen quemándose (su piel es de un color café poco recomendable); los yates brillan, impúdicos; las señoras se barnizan y los jóvenes no saben usar el dialecto friulano como Pasolini quisiera. 

Mar y montaña, delicia agreste de mundos sin fronteras. Istria, Austria, Eslovenia, Italia, las banderas, los límites no existen. Volvemos al Café de San Marco. La grappa, a pesar de los negacionistas del alcohol, nos espera. Está demasiado caliente. ¡Joder, qué buena!  

jueves, 1 de agosto de 2024

Trieste 3: "El Café de San Marco"

 



Os iba a contar un chascarrillo sobre mi habitual tendencia al despiste. Resulta que se me olvidaron los calzoncillos en casa. Tuve que adquirir un paquete en Trieste y justo los compré debajo de una de las casas en las que vivió Joyce. No sé si esto cuenta como turismo cultural o se puede agregar a los méritos de un escritor aficionado, no lo sé. Bueno, el caso es que ya he contado la tontería, pero en realidad quería escribir sobre otro asunto mucho más serio.


Hemos encontrado en Trieste un café maravilloso, inaugurado en 1914 y frecuentado por todos los escritores que pasaron por aquí, y fueron muchos. Entre ellos, uno que todavía vive, Claudio Magris. En su novela, Microcosmos, el autor utiliza este café como eje y hasta como protagonista de su relato. En el poco tiempo que hemos estado en lo que ahora es un café-biblioteca, el sopor se ha adueñado de nosotros y nos hemos trasladado a los años 10 del siglo XX. Dos muchachos feos y con incipiente bigote eran para nosotros, Joyce y Svevo jóvenes. Los dos llevaban libretilla y parecían frikis de libro, tal y como serían seguramente los originales. Pero la fantasía se ha venido abajo cuando han pedido la bebida. Uno, Coca 0; el otro, té con leche de avena. Cuando la juventud no colabora no se puede seguir. Quién, con dos dedos de frente puede imaginar a Joyce y a Svevo pidiendo semejantes brebajes, nadie. Nosotros nos pedimos dos gintónics, tampoco es lo ideal, pero nosotros no aspiramos a imitar a escritores de época, nos puede la buena mesa y el tomahawk de ciervo (este plato es real).

El café San Marcos nos acuna, nos mece, nos transporta a la modorra menos creativa del mundo. No sé cómo los escritores venían aquí a inspirarse. Nosotros casi nos dormimos entre el silencio arrullador de sus divanes de cuero, sobre las mesas de mármol, rodeados de una decoración modernista que amaga con desvanecernos. Como dice Magris, el café es el mejor sitio donde uno puede estar porque no se está en ninguna parte. Fuera del mundo, al margen de las horas. Cafés literarios no, cafés de nana y orinal. Benditos sitios.

miércoles, 31 de julio de 2024

Trieste 2: "Elegías de Duino"



 Para que veáis lo intelectual que soy, os voy a decir los escritores que pasaron por la ciudad de Trieste, mas que nada porque no hay cosa que más vista que el darse pisto. James Joyce, el autor del Ulises, estuvo mucho tiempo aquí y también Rainer Mª Rilke, así como Nietzsche. Su larga estancia en este lugar puede explicarse fácilmente. Cualquiera que haya probado las porquerías que se comen en Irlanda y Alemania podrá comprender que estos autores se quedaran a vivir aquí, aunque solo fuera por la subsistencia. La pasta de Trieste es materia aparte. Ayer me engullí un espaghitone de mar que me hizo olvidar mi propia naturaleza humana. Si pienso en las porquerías que me comí en Dublín y en Berlín puedo explicar racionalmente, sin ninguna opción a la duda, que tanto Rilke, como Joyce, como Nietzsche, estuvieran aquí por mera cuestión culinaria. Ni el Ulises, ni las Elegías de Duino, ni Así habló Zaratustra no son obras nacidas del intelecto, sino del vientre interesado de estos autores. Por todo eso y por mucho más hoy hemos comido en un restaurante recomendado por una plataforma extraña y hemos comprobado que a pesar de haber pasado más de cien años, las pulsiones humanas son las mismas de las de hace cien años. Yo, ahora mismo, me he puesto a escribir el Ulises, intercalando poemas de Duino y reflexiones filosóficas de Nietzsche. Lo que salga no lo voy a publicar porque seguro que es un truño imposible de interpretar. Por cierto, a mí Claudio Magris me priva, otro día escribiré sobre él. Y este sí que es un tipo autóctono de Trieste. Italia, Austria Hungría, Eslovenia son nutritivas.  

martes, 30 de julio de 2024

Crónicas de Trieste 1: "El váter turco"


 

Estoy en Trieste, amigos. Una ciudad italiana que perteneció al Imperio austrohúngaro. ¿Que por qué, sé esto? No, no lo he mirado en internet, qué va. Me gusta dejarme sorprender por los sitios a los que viajo por primera vez. 

En nuestra primera visita a los bares de la ciudad, nos hemos encontrado un váter turco, así es. Hacía mucho tiempo que no veía uno y de ahí he deducido el pasado austrohúngaro del enclave. No sé si sabíais de lo delicado de las posaderas de los austrohúngaros. Bueno, pues ya lo sabéis. Los miembros de este imperio legendario eran conocidos por tener la piel de las nalgas de terciopelo. Solo podían lavarse el culo con agua de lavanda y se daban friegas diarias con polvos de talco. Esto impedía que pudieran sentarse para cagar, como os lo digo. Inventaron estos váteres con la clara intención de no apoyar ninguna parte de sus posaderas en superficies desconocidas. El método es sencillo y, además, fortalece los cuádriceps y los talones de Aquiles. Las famosas sentadillas de los gimnasios actuales tienen ese precedente. Sabréis, porque sé que habéis visto Sissi, emperatriz, que los austrohúngaros eran muy aficionados a la hípica. Entonces, ¿cómo cuadra que no pudieran apoyarse para cagar y sí para montar a caballo? Y yo qué sé, el mundo de la historia está lleno de contradicciones.  

La rivalidad entre turcos y austrohúngaros no tiene nada que ver con el nombre de este cagadero. El vocablo "turco" es un acróstico formado a partir de la primeras sílabas de las palabra "turgente" y "colorada". Cuánto aprende uno viajando y qué maravilloso es el mundo de la etimología.    

miércoles, 24 de julio de 2024

La princesa Micomicona



Este texto, sobre un personaje del Quijote, lo escribí hace unos años. Era uno de los que más le gustaba a Eva, por la reivindicación de la libertad femenina en Cervantes. La recuerdo hoy, 24 de oscuridad, un día señalado con bilis en mi calendario:

La princesa Micomicona, antes de ser princesa, padeció un pasado oscuro, triste. Solo era Dorotea: huyó de su lugar, de su casa y se disfrazó de gañán para buscar a un hombre que la burló después de desflorarla. La princesa Micomicona lucha por sus derechos, por la voluntad robada, por las promesas incumplidas. Ella, Dorotea, a pesar de sus tribulaciones; a pesar de andar por Sierra Morena en traje de varón, ocultándose de los hombres que la querrían violar si la descubrieran mujer; a pesar de dedicarse a cuidar ganado por recuperar su dignidad, se presta a ayudar al cura y al barbero para sacar de su locura a don Quijote y devolverlo a su lugar. Y Cervantes la convierte en princesa. 
La princesa Micomicona, antes de ser princesa, se rebela contra los caprichos de los hombres, que no reparan en desgraciar a una mujer por satisfacer su hombría. Ha abandonado a su familia, su lugar, toda su vida, por encontrar a quien no tuvo escrúpulos en deshonrarla, huir y casarse con otra. Y, a pesar de sus cuitas; a pesar de la desgracia y la soledad; a pesar de vivir como un hombre, ocultando piernas y cabello para no encalabrinar a quienes no dudan en forzar a una mujer sola, se presta a salvar a un loco de su locura, disfrazándose de princesa e inventando una historia caballeresca en la que su reino es asediado por un gigante, que también la quiere como esposa.
La princesa Micomicona, Dorotea, es otra de esas mujeres del Quijote: aguerrida, astuta, leída, con sentido del humor y también bella, que se rebelan contra su propio mundo, que muestran un valor mayor que el del más esforzado caballero andante. La princesa Micomicona solo quiere casarse con el hombre que la desvirgó, aunque el proceso de su rebeldía es lo importante y no el desenlace. Cervantes convierte el dolor de la mujer en nobleza, la corona princesa porque no merece menos, la corona y se corona como adalid de las desfavorecidas, de las menesterosas, de las humilladas, de las mujeres todas.

domingo, 21 de julio de 2024

"Los espejos cóncavos" por Sergio Ramírez




Este año se cumple el centenario de la publicación de Luces de bohemia, la pieza teatral de don Ramón del Valle-Inclán, que apareció primero por entregas en 1920, y se estrenó muchos años después, primero en París en 1963, y en España hasta en 1970. Cien años del esperpento.
El protagonista, Max Estrella, un escritor ciego fracasado que peregrina por distintos parajes de Madrid, define con precisión el concepto de esperpento en uno de los diálogos con don Latino, su compañero de jornada: “el esperpentismo lo ha inventado Goya… Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.
Detrás de los ojos que no pueden ver de Max Estrella, están los de Valle, capaces de penetrar su época a través de la óptica deformada de los espejos cóncavos, en los que se refleja una realidad que por muy grotesca, ridícula o extravagante que parezca, no deja por eso de ser verdadera. Lo trágico en la envoltura de lo risible. Todo viene de Goya, de los monstruos alados de los sueños de la razón, de los disparates que meten el buril en la entraña oscura del poder represor, el poder felón, que es ridículo, prohíbe y manda callar, y lo empuja al exilio.
Disparates, prisiones, suplicios, libertad. “Usted no es proletario”, le dice el preso a Max Estrella en el calabozo donde va a parar; “yo soy el dolor de un mal sueño”, responde. El mal sueño de la razón. La pesadilla de la imaginación. Todo entra en la órbita del esperpento. El poder felón al que Goya pone delante de sus espejos cóncavos, es venal, y lo es desde antes, desde Cervantes: “que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes”, dice en La ilustre fregona; y lo sigue siendo cuando Max Estrella entra en el despacho del ministro, su “amigo de los tiempos heroicos”. Llega a pedir justicia porque ha sido reprimido por la policía, y agobiado por la miseria, el ciego termina aceptando dinero “porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo, sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles”.
La acción de Luces de bohemia discurre cuando España aguanta aún el peso de la restauración, y sobre todo, el peso de la derrota de la guerra de 1898 contra Estados Unidos por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, un desastre que marca al país, y marca a la generación de intelectuales de la “generación del 98″: el propio Valle-Inclán, Baroja que creía en las virtudes regeneradoras de las viejas hidalguías castellanas, y Unamuno, que quería enterrarlas. Y Ramiro de Maeztu, quien dirá en Hacia otra España, haciendo un inventario de esperpentos: “este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos…”.
Es cuando llega Rubén Darío desde Buenos Aires con el encargo del diario La Nación de escribir la crónica de la derrota, de lo que resulta su libro España Contemporánea. La España que él también mira reflejada en los espejos cóncavos, los supliciados de semana santa, “doña Virtudes”, la reina regenta María Cristina, con fama de avara, que los jueves santos lavaba los pies de los mendigos, y los nobles, que, también como una expiación de culpas, les servían luego la comida en vajilla de plata. Todo como en una toma negra de Los olvidados de Buñuel, que viene también de Goya y viene de Valle.
En la semana trágica de 1909, el año de la muerte de Alejandro Sawa, el escritor sevillano a quien encarna Max Estrella, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja. Otro aguafuerte de la serie infinita de Goya, otro esperpento de Valle-Inclán, otra toma de Buñuel.
La España de los espejos cóncavos que Darío ve es también la del entierro de la sardina, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros.
Y Valle-Inclán agrega dos esperpentos más, de paseo entre las tumbas de un cementerio. Él mismo, “viejo caballero con la barba toda de nieve, y capa española sobre los hombros, es el céltico Marqués de Bradomín. El otro es el índico y profundo Rubén Darío”.
El último de los poemas de Darío será un poema negro, en que relata una peregrinación fantasmagórica a Santiago de Compostela en compañía, otra vez, de Valle-Inclán.
Una vuelta de tuerca. Porque en Luces de bohemia, otra vez entre espejos en el café Colón, Darío recita para Max Estrella, después de un diálogo sobre la muerte, la última estrofa de ese poema desolado: ...la ruta tenía su fin/y dividimos un pan duro/en el rincón de un quicio oscuro/con el Marqués de Bradomín….

miércoles, 10 de julio de 2024

Almagro

 


No hay nadie en la plaza de Santo Domigo. El empedrado agrupa el silencio y lo condensa bajo un cielo limpio, de azul puro. El palacio de los Torremejía espera a los visitantes tras su fachada de cal, pero no hay nadie, sigue sin haber nadie. La plaza, hermosísima, paciente, barroca, teñida de olivo, se tiende trémula para recibir al visitante, pero no hay nadie, sigue sin haber nadie. Almagro se ha quedado vacío. La plaza de los Fúcares sigue ahí, deslumbrante, centroeuropea, recién bañada, pero no hay nadie, nadie pisa las piedras de sillería, la cruz de Calatrava, el caldeado suelo de julio. No hay nadie, nadie puede admirar este prodigio sencillo de la arquitectura. El Corral de Comedias está preparado, con el pozo, la cazuela, el escenario de tablas, las sillas rústicas. Las celosías recién pintadas de ocre apagado. Pero no hay nadie, ni siquiera faranduleros, nadie tiene valor de representar nada. Recorro el Parador, sus pasillos de baldosas tan antiguas como brillantes, en el techo vigas azuladas, en la bodega las tinajas de barro, el sosiego, listo para ser saboreado, el abrevadero de piedra deja caer un borboteante chorro de agua que rompe el silencio, porque no hay nadie, nadie se ha sentado en ningún sitio, nadie se moja los labios, nadie se deja mecer por el cuidado placer de la piedra antigua, del azulejo rescatado, del zureo de las palomas. Nadie vigila el pozo, ni se sienta bajo la higuera, ni contempla el pasar de la vida con recogimiento, nadie. Y Almagro se duele de la soledad, de la ausencia, de la piedra antigua que tantas soledades, que tantas ausencias ha visto, ha sufrido. El agua de la piscina apenas se estremece, porque nadie, nadie, agita su piel quieta, cristalina. Solo el sol, implacable, sigue cayendo de allá arriba, impenitente.    

martes, 9 de julio de 2024

"El gran teatro del mundo" de Calderón de la Barca

 


¡Qué pena me dio anoche la Compañía Nacional de Teatro Clásico en Almagro! Hace muchos años que la sigo y siempre que me preguntan por una obra de teatro clásico recomiendo que vean a la CNTC porque nunca defrauda. Sus anteriores directores, Alonso de Santos, Eduardo Vasco, Helena Pimenta (hasta Ana Zamora, aunque no fuera directora), hicieron de sus montajes teatrales extraordinarias experiencias estéticas con las que sabían acercar el lenguaje de los clásicos (siempre tan rico y difícil) al público actual. "El gran teatro del mundo", bajo la dirección de Lluis Homar adolece de todas las virtudes que adornaban a los experimentos de la CNTC. El verso no está mal dicho (faltaría más), pero el auto sacramental de Calderón se convierte en sus manos en una pieza de arqueología teatral. Una insulsa puesta en escena, un vestuario intrascendente y unas actuaciones nada deslumbrantes ayudan a arrinconar la obra en la mediocridad (fenómeno extraño en una obra de la CNTC). El texto de Calderón apenas se ha tocado y espero que no haya sido para conservar su pureza ideológica y su moraleja (seguro que no). Nada nuevo se ofrece en esta versión de un auto sacramental, ni siquiera su apariencia. La obra misma es un autómata con las articulaciones oxidadas, el cuello rígido y la mandíbula descolgada. Homar consigue que el estro artístico de la CNTC se convierta en una labor de funcionarios, sin alma, rutinaria, en una pandorga de paja y tierra. Solo me queda la esperanza de que una disidente como Marta Poveda nos ofrezca en "La francesa Laura" una transgresión suficiente para eliminar el mal sabor de boca de este teatro del mundo, tan anodino como falto de arte.  

domingo, 7 de julio de 2024

Chapitó, "Julio César"



Ayer volví a disfrutar de la comedia pura como del baño en el río cuando era niño. El escenario, inevitable, el Corral de Comedias de Almagro. La temperatura, inusual, por estos lares manchegos de canícula bochornosa. Algunos abanicos, pero prescindibles. Y sobre el escenario, una compañía portuguesa que no conocía, Chapitó, ya soy su rendido admirador. Estos sí han conseguido resucitar la comedia del arte, el entremés, los sainetes y el espectáculo de payasos, todo en uno. Solo tres actores: un clon de Benigni, un histrión descacharrante y una chica con una vis cómica esplendorosa. La obra, Julio César, en versión descompuesta y desternillante. La escenografía, inexistente, no hace falta y el vestuario, espectacular: unos guantes plateados, unos bigotes, papel de plata y un rollo de papel brillante rojo. La base de la actuación es la mímica, aunque el texto ayuda y mucho a partirse la caja desde el principio hasta el final. Hacen una deconstrucción de la historia del primer emperador romano digna de los mejores cómicos. Todo suena a chufla, todo es una burla constante: se ríen de la historia, de la gravedad de la literatura, de los mitos, de la posteridad. Y lo mejor es que arrastran en su disparate a todos los espectadores, entregados incondicionalmente al espectáculo humorístico. Los Chapitó, con su dulce tono portugués, nos dan las claves de varios enigmas históricos: cómo murió Craso, quién le cortó la cabeza a Pompeyo, por qué Marco Antonio se llama Marco Antonio, cuál fue la reacción de Calpurnia ante los excesos de su marido, por qué a Cleopatra le quedaba tan bien el biquini, por qué se rebela el senado contra César y cuál es el significado de la palabra "perpetuo". 
El final, apoteósico, un Julio César alto, desgarbado, sudado hasta la rabadilla, tras cruzar el Rubicón entre las risas incontenibles del público, es asesinado por algunos senadores, después de que suene la flauta de pan del afilador. El rollo de papel brillante rojo es la sangre de Julio, que riega toda Roma y nos hace reventar de risa otra vez. Uno sale de los pasillos estrechos del corral con el pecho abierto, con el ánimo recuperado y con la sensación de que las penas con risas son menos, casi nada. "¡Ave, César!", gritamos todos los que asistimos al espectáculo, pletóricos de buen humor y agradecidos a los cómicos. Hasta el clima en la noche almagreña se ha vuelto amable. "¡Ave, Chapitó!, los que has resucitado te saludan".