"Miguel me explicó que Áigor —Agustín— no andaba muy bien de la cabeza. Que se le había ido el ojo a un lado a la vez que un manojo de circunvoluciones cerebrales. No parecía una definición muy científica, aunque tampoco era el momento de analizar la teoría de su locura. El tarado nos vendía a las chicas como si fuera su proxeneta. Ellas lo miraban entre la diversión y la resignación".
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Farsa y salvas del Rey Campechano
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Caballero Reynaldo
(1)
miércoles, 8 de julio de 2020
Criaturas de "La muerte en bermudas". Agustín (Áigor), el loco.
Criaturas de "La muerte en bermudas". Agnes, la adolescente de Tallin.
"Agnes también lucía cabello dorado y andaba desplazada. Era una de esas criaturas que se quedan al margen y no consiguen familiarizarse con quienes los rodean. Sufren su violencia sin que nadie haga nada por evitarlo. El negro de sus labios y uñas contrastaba con la palidez de rostro y manos. Los aretes en la nariz y las cejas eran desafíos contra la gente que no la reconocía, que la miraba como a una criatura extraña a quien ignorar o expulsar. Sin duda, tanto ella como Tatiana habrían sido presas fáciles para cualquier secta mandinga, satánica o hasta católica".
martes, 7 de julio de 2020
"Platón y la sombra de Sócrates" por Rafael Narbona
Platón fue un místico. Así lo creía Simone Weil. Su obra es una manifestación de fe. No en el Dios cristiano, que no conoció, sino en la profundidad del ser, cuya matriz última solo puede conocerse por medio de la razón. Es imposible deslindar su figura de la de su maestro, Sócrates, que se bautizó a sí mismo como el “tábano de Atenas”. Su ironía, que desmontaba con implacable rigor los argumentos de sus adversarios, no brota de la insolencia, sino del propósito de enseñar a los hombres a ejercitar su propia razón, tal como señaló Condorcet en su Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Es imposible averiguar hasta qué punto Platón atribuyó teorías propias a Sócrates. Platón es un misterio. Conocemos bastantes cosas sobre su vida, pero muy pocas de su intimidad. Aparentemente, no se casó ni tuvo hijos. O tal vez ni siquiera lo mencionó, por considerarlo irrelevante. Tampoco podemos descartar la posibilidad de que abrazara un ideal ascético para consagrar todo su tiempo al estudio. Quizás, pensó que los lazos sentimentales solo eran un estorbo. Diógenes Laercio nos contó que su verdadero nombre era Aristocles y que Platón era un apodo, que significa “el que tiene las espaldas anchas”. Se lo puso su profesor de gimnasia. Nadie cuestiona la importancia de su filosofía, una bisagra entre Occidente y Oriente. Es conocida la frase del filósofo y matemático inglés Alfred Whitehead, según el cual la historia de la filosofía europea solo es un conjunto de notas a pie de página del pensamiento de Platón.
Platón, que elaboró tantos mitos, ya es un mito, como Sócrates o Aristóteles. Todos caminaron por la historia, pero ahora lo hacen por esa Academia celeste pintada por Rafael Sanzio, indicándonos que el centro del saber es un eterno debate entre la tierra y el cielo, la caducidad de la materia y la perennidad del espíritu. Coleridge dijo que todos los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Yo, sin negar el genio de Aristóteles, me siento más cerca de Platón. En su Oda a un ruiseñor, John Keats escribió: “Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!”. Pienso que el canto del ruiseñor triunfará sobre la muerte. La belleza no es una ínfima mota en la corriente del ser. El devenir solo adquiere sentido sub specie aeternitatis.
Platón nació en Atenas en 427 a.C. De linaje aristocrático, nunca creyó en las bondades de la democracia. El primo de su madre, Critias, fue uno de los Treinta Tiranos. Platón siempre se mostró partidario de que gobernasen los mejores, una elite de sabios y guerreros. Se especula que fue alumno de Cratilo, seguidor de las enseñanzas de Heráclito. En 407 se produjo el acontecimiento capital de su vida: conoció a Sócrates. Durante ocho años, fue su discípulo. Sócrates le enseñó que la filosofía no es un certamen agonístico, sino una divagación de resultado incierto. Esa perspectiva no agradó a sus conciudadanos, que entendían el debate filosófico como un concurso entre oradores que arrojaba vencedores y vencidos. No comprendían que se pudiera discutir tan solo para tantear, explorar, esbozar, conformándose con un final infructuoso. Platón aprendió de Sócrates, “un samurái de la sabiduría, impasible, sencillo, sin afectación” (Yvon Belaval), que la filosofía es autodominio, una victoria sostenida sobre uno mismo. La sabiduría no es un saber positivo y empírico. Platón muestra a Sócrates buscando inútilmente una definición universal del valor (Laques), la piedad (Eutifrón) o la moderación (Cármides). En el Hipias mayor, no se atreve a definir la belleza, pues no sabe con claridad en qué consiste, y no oculta sus vacilaciones y dudas: “Ando errante por todas partes en perpetua incertidumbre”. Sócrates solo desea pasar a la posteridad como una comadrona que ayudó a alumbrar ideas. No presume de certezas, pero no es un hombre sin convicciones. Piensa que no hay que responder a la injusticia con otra injusticia. Hay que hacer el bien por sí mismo, sin esperar recompensa. No es pesimista. Entiende que solo el bien engendra alegría. La virtud no es una pasión triste. Nuestra naturaleza nos inclina a hacer el bien y solo cuando obedecemos ese impulso, logramos paz y serenidad. El mal solo es insuficiencia, carencia de bien.
Para sus contemporáneos, Sócrates fue un pez torpedo, que marea, paraliza y desconcierta, obligando a rectificar el rumbo. Su sabiduría les resultó una provocación con tintes de bufonada. Cuando en 399 fue acusado de ateísmo y de corromper a los jóvenes, y condenado a quitarse la vida con una copa de cicuta, Platón huyó a Megara, temiendo sufrir alguna clase de represalia. No presenció la muerte de Sócrates, pero reconstruyó sus últimos momentos en el Fedón, basándose en los testimonios de los testigos presenciales. En los años posteriores, Platón viajó a Egipto, la Cirenaica (una meseta situada en la costa noroeste de lo que hoy es Libia) y a la Italia meridional, donde se relacionó con los círculos pitagóricos. Se dice que Filolao le vendió los escritos secretos de Pitágoras. En esas fechas, comienza a escribir sus primeros diálogos: Apología de Sócrates, el Protágoras, el Gorgias, el Menón.
En 388 viaja a Siracusa para asesorar a Dionosio I, soñando con instruirlo hasta convertirlo en rey-filósofo, pero el tirano se harta de sus consejos y lo vende como esclavo. Rescatado por un amigo, vuelve a Atenas y en 387 funda la Academia, la primera gran escuela de la Antigüedad, con aulas y biblioteca. La institución se mantendría en funcionamiento hasta que Juliano I ordenó cerrarla en el 529 d.C., alegando que todas las escuelas paganas representaban un peligro contra el cristianismo. En esa época escribe sus grandes diálogos: el Fedón, el Banquete, el Fedro y comienza la República. A la muerte de Dionisio I, su sobrino Dión, habla con Platón y le pide que vuelva a Siracusa para educar a Dionisio II, el Joven. Cuando desembarca en la isla, descubre que Dión, caído en desgracia, ha sido desterrado. Platón se convierte en un huésped no deseado. Durante un año, vivió casi como un prisionero. De regreso en Atenas, escribió el Parménides, el Teeteto, el Sofista, el Político y el Filebo. Dionsio II, el Joven, invita de nuevo a Platón y este acepta. No podemos negarle el don de la tenacidad. El resultado será catastrófico. Confinado en una villa, Platón logra abandonar Siracusa a duras penas. Ya a salvo, declara que jamás volverá a inmiscuirse en cuestiones políticas. Sin embargo, su última obra, Leyes, que queda inconclusa, redunda en el asunto del gobierno de la polis. Muere en 347 a.C. Su vida sigue envuelta en el misterio. Quizás es el destino de los grandes hombres que rompen la monotonía del devenir histórico.
Platón nos dejó en sus diálogos un conmovedor y elocuente retrato de Sócrates, cuya filosofía es una invitación a vivir bien, es decir, con sabiduría y justicia. El hombre solo se separa del reino de los brutos cuando ejerce la razón. Aunque estaba en juego su vida, Sócrates no halagó ni suplicó al tribunal que lo juzgó, como solía ser costumbre. En su Apología, Platón nos cuenta que habló con el mismo tono irónico que empleaba en el ágora. Cuando le preguntan si no ha preparado su defensa, responde que su único alegato es su vida, enteramente dedicada a “considerar qué es lo justo y lo injusto” y a “practicar la justicia y a huir de la iniquidad”. No acepta las acusaciones de sofista, señalando que nunca ha cobrado por sus clases. Aclara que solo busca una sabiduría “a la medida del hombre”.
Sócrates no presumía de exponer teorías incontrovertibles. Solo compartía su perplejidad con los demás. Cuando Querefonte, ciudadano de notoria virtud, interrogó al oráculo de Delfos, preguntándole quién era el hombre más sabio, respondió que Sócrates, pues era el único hombre que comprendía la magnitud de su ignorancia. Ese reconocimiento es particularmente fecundo, pues constituye un irrenunciable punto de partida para avanzar hacia un saber libre de dogmas, absolutos y supersticiones. Sócrates atacó a la elite de Atenas: oradores, políticos, técnicos, hombres de negocios, poetas. Lo hizo porque apreció que no les movía el anhelo de verdad y belleza, sino una insaciable voluntad de poder. Su desafío no quedó impune, pues se le consideró un peligro para los intereses de las clases dominantes. En el juicio contra Sócrates, Meleto representa a los poetas, Licón, a los oradores, y Anito, a los políticos y hombres de negocios. No era fácil encontrar frentes vulnerables contra un hombre que no había acumulado riquezas ni privilegios. Su integridad y coraje eran su único patrimonio. ¿Por qué le consideran una amenaza? Porque los jóvenes lo escuchaban con fervor y lo imitaban, preguntándose si la polis está gobernada por los hombres apropiados. Porque removía las conciencias. Porque examinaba la tradición con una perspectiva crítica. Humano, demasiado humano, se equivocaba y rectificaba, sin sentir que se humillara por reconocer un error. Sentía un profundo amor por Atenas, pero ese sentimiento no oscurecía su mente. Pensaba que el afecto solo es fecundo cuando señala las imperfecciones. Un caballo brioso y de buena raza es torpe y pesado sin un tábano que lo pique y lo despierte.
Sócrates no deseaba tener discípulos, sino amigos. Su discurso es político y pedagógico, pero sobre todo es moral y filosófico. En la Apología, comenta: “Nunca he sido yo maestro de nadie. Pero si alguien tiene ganas de oírme cuando hablo y cumplo mi misión, sea joven o viejo, no se lo prohíbo”. Sócrates intenta desenmascarar lo falso, mostrando los abusos e inconsistencias de quienes se erigen en jueces y se atribuyen el poder de decidir sobre la vida de sus conciudadanos. La vida de Sócrates es un ejemplo de responsabilidad cívica y exigencia moral. No conspira ni se plantea utilizar la fuerza para hacerse con el poder. Únicamente invita a pensar, sacudiendo la ceguera que acarrea vivir apegado a la rutina y el conformismo. Cuando los jueces le plantean varias penas, rechaza todas las alternativas. No quiere ser un prisionero que vive a expensas de las arcas públicas. No tiene dinero para pagar una multa. No está dispuesto a cerrar la boca, pues se niega a desobedecer a la voz de su conciencia, a ese dios que le instiga sin cesar, obligándole a pensar y hablar. La posibilidad del destierro le resulta inaceptable: “¡Sí que iba a ser hermosa la existencia para mí, a mi edad, partiendo para el destierro, cambiando siempre de residencia, de ciudad en ciudad, expulsado de todas!”. Ser condenado a muerte no le preocupa. El alma es demasiado valiosa para acompañar al cuerpo en su proceso de putrefacción.
Confinado en una villa para que ejecute él mismo la sentencia, su amigo Critón lo visita, suplicándole que huya. Nadie lo perseguirá. Sócrates responde que su compromiso cívico le impide infringir la ley, aunque la pena impuesta sea injusta. Sócrates muere rodeado de sus amigos. Platón escribe con dolor que la polis acabó con la vida del mejor y más sabio de los hombres. Su injusto final será el punto de partida de su determinación de filosofar. No tardará en concluir que abominaciones como la condena de muerte contra su maestro solo podrán evitarse cuando los gobernantes sean filósofos. Su catastrófica experiencia en Siracusa le aconseja olvidar la política, pero no renuncia a su ideal del rey-filósofo. Eso sí, subraya que la filosofía no puede ser simple retórica, sino un pensamiento claro y consecuente. Por eso, no todos pueden participar en los asuntos de la política. Solo los mejores deben gobernar la polis. Sería deseable una sabiduría colectiva, pero esa esperanza es vana. La excelencia solo es una meta asequible para una exigua minoría.
En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl R. Popper colocó a Platón entre los enemigos de la libertad, asegurando que utopía apuntaba hacia la dominación totalitaria. ¿Merece ese juicio? ¿Heredó esa perspectiva de Sócrates, su maestro? Sería absurdo juzgar el pensamiento de dos griegos de la Grecia clásica con el criterio de nuestro tiempo. Si lo hacemos, solo llegaremos a conclusiones grotescas. Lo cierto es que hoy nadie cuestiona la necesidad de una pedagogía selectiva que promocione a las inteligencias más notables para asumir la gestión de las áreas más complejas. Si se quiere rebatir a Sócrates y Platón, hay que impugnar la autoridad de la razón, invocando otros valores, como el genio irracional y la voluntad de poder. Es lo que hizo Nietzsche. La sombra de Sócrates ha llegado hasta nuestros días. Sus ideas aún nos ayudan a clarificar el presente. Erasmo de Rotterdam escribió: ¡Sancte Socrates, ora pro nobis! No se me ocurre ningún motivo para interpretar sus palabras como una hipérbole.
lunes, 6 de julio de 2020
Cafés del siglo XIX
Los cafés del siglo XIX se inventaron para conversar, fumar cigarros y beber absenta en vasos pequeños. Eran grandes salones con el suelo de madera, mesas de forja con tabla de mármol y sillas modernistas. El solitario se retrepaba en su atalaya, apoyaba la espalda en el diván y dejaba que murieran las horas aspirando el humo de los cigarros y sorbiendo el aliento de camareros con chaquetilla blanca. La enamorada esperaba, apoyado el codo en la barra, al joven con el que compartiría una paloma o un carajillo de anís, para luego dejarse magrear en un callejón oscuro. El hombre de sociedad, el desharrapado, el poeta, el pintor, el delincuente, el faccioso, el comunista, el noctámbulo, todos ellos buscaban en esos antros a sus compadres, a sus enemigos, a sus dispensadores de cazalla. Las charlas bulliciosas partían la niebla de los cigarros y los jugadores de cartas se rompían los nudillos sobre los tapetes de fieltro verde.
Fue en 1800, pero el fervor de solitarios, enamorados, conversadores, fumadores, tahúres y bohemios, continuó durante el siglo XX. Los cafés se convirtieron en escenario de tertulias famosas, novelas, películas y redadas. Valle-Inclán, Rubén Darío, Gómez de la Serna y luego Cela les dieron carta de asiento entre los lugares que los artistas debían visitar para compartir sus neuras, sus copas de aguardiente y sus bastonazos.
En mi pueblo, Utiel, pese a sus escasos diez mil habitantes, tuvimos la suerte de contar con dos cafés del XIX. En cuanto a diseño, poco le tenían que envidiar a los de la capital. El café Gijón no era más decadente que al café salón Pérez, no. El suelo de madera vieja, las columnas modernistas de hierro forjado, la botillería empolvada, los divanes corridos, las mesas de mármol, la magia de los espejos, conformaban un espacio de culto, una catedral del vicio y la palabra.
Pasé gran parte de mi adolescencia en ese café. A una parte graznábamos los jóvenes; en la otra, los viejos se consumían con sus cigarros y jugaban al "hijoputa". Los divanes centrales dividían una y otra etapa de la vida. A la izquierda, la pócima preferida era el coñá; a la derecha, el Trinaranjus y el cubalitro. No hay nada como la organización espontánea y anárquica de la sociedad. Recuerdo la muerte sosegada de uno de los viejos que contemplaba a los tahúres con el caliqueño en el rincón de la boca. Cayó sobre el respaldo de la silla como la ceniza del cigarro.
En el siglo XXI muchos de estos cafés han desaparecido o agonizan. Por suerte, el café salón Pérez lo están restaurando para abrirlo al público de nuevo. Es una gran alegría. Cómo hemos podido ensalzar los Starbucks y abandonar los cafés del XIX. Es como preferir beber agua de un cenagal, teniendo al lado una fuente fresca rodeada de praderas y pájaros cantores. En cuanto lo abran, buscaré un diván a la izquierda, junto a los que en el siglo XX abrevaban Fundador y quemaban el mármol con las colillas.
"LA MUERTE EN BERMUDAS" A LA VENTA
Ya ha salido en preventa mi última novela "La muerte en bermudas". De momento solo se puede adquirir en el enlace de la editorial. A partir de septiembre, después de la presentación, aparecerá en librerías. Andrés Rubio, un excompañero, lector empedernido, opina sobre la historia: "El páramo de "La muerte en bermudas" es un lugar sin lindes, entre ficción y realidad y en cuyo suelo apenas el esparto sobrevive. El páramo no está bajo nuestros pies, sino en las mentes. Una novela cruda, bella en su desnudez, devastadora, genial. De verdad. No dejará a nadie indiferente". Mi madre ya la ha comprado. https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/
Criaturas de "La muerte en bermudas". Tatiana (Tanya), la adolescente rusa.
"...se me quedó grabada la tristeza insondable de Tanya. Detrás de sus ojos limpios, casi transparentes, se escondía una intranquilidad que enturbiaba de misterio la perfección de sus rasgos eslavos. Los labios encendían con vivo color la sordidez de una juventud que no parecía tal. Aquella fijeza en la melancolía no era la de una chica de 18 años, sino de muchos más. Tanya se rodeaba de jovialidad, de locura, de juerga, pero no participaba de ellas. Quedaba en el centro de la fiesta, incrustada como una corona de flores en mitad de un cumpleaños, estigmatizada por el anillo que le atravesaba la ceja. Rotunda, magnífica, con las potencias de mujer exaltadas hasta la indecencia, pero apagada por un interruptor oculto que la desconectaba del mundo febril que la rodeaba".
domingo, 5 de julio de 2020
"Cómo enfrentarse a Ulises" por E.J. Rodríguez
Fue mi padre quien me aconsejó una y otra vez, con énfasis, la lectura del Ulises. Sus recomendaciones siempre eran certeras y su pasión por este libro más que evidente —él se lo había leído casi de tirón la primera vez y creyó, craso error, que a mí me iba a suceder lo mismo—, así que intenté sumergirme en su lectura dos o tres veces. Y dos o tres veces abandoné la novela después de leer, o mejor diría de tropezar entre renglones, durante un par de capítulos. Pensaba que mejor dedicaría mis esfuerzos a libros menos inhóspitos.
Hay algo en el inicio del Ulises que puede desinflar el ánimo incluso de lectores bien entrenados y dispuestos. Puedo decir es el único libro que tuve que abandonar no porque fuese un mal libro, sino porque me sentía sobrepasado. Esta es una sensación que muchos lectores experimentan con esta novela, aunque hay una minoría privilegiada, o afortunada, o quizá más evolucionada, que consigue sumergirse en la obra ya con un primer contacto. Pero si escribo estas líneas es precisamente porque no pertenezco a esa selecta minoría. Y aun así conseguí terminar amando el Ulises y me gustaría animar a otros para que lo consigan también. La curiosidad por descubrir los ignotos alicientes de esta monumental y abrupta novela —y, por qué no decirlo, el orgullo de “voy a ser capaz de leer este artefacto y no solo de pasear los ojos por los renglones”— me impulsó a no dejarme vencer, a buscar los ratos indicados en que poder prestarle la debida atención, a centrar mi ímpetu en superar esos primeros capítulos. El esfuerzo fue recompensado. Aun así, hay que admitir que no se trata de un libro para todos los públicos y que su lectura es difícil, pero no es un callejón sin salida. Si yo pude, usted también puede.
Qué es este libro y para qué sirve
Ulises es, ante todo, un experimento. Un juguete literario. El juguete de James Joyce; el escritor irlandés quiso crear una obra repleta de paralelismos encubiertos y significados ocultos, cuyo descubrimiento tuviese ocupados a los críticos durante generaciones. No cabe duda de que consiguió su objetivo: aún hoy, las innumerables referencias camufladas en el texto son objeto de estudio. No nos detendremos aquí en hacer un sesudo análisis de los significados del libro, pero es inevitable apuntar algún comentario al respecto. Ulises narra una jornada en la existencia de varios habitantes cualesquiera del Dublín de los años veinte. Lo hace a través de dieciocho capítulos muy diferentes entre sí, tanto en tono como en estilo. Según el propio Joyce indicó a algunos amigos, cada capítulo hace referencia a un personaje o episodio de la Odisea de Homero, y el título de la novela ya da una pista de ello. El Ulises de la Odisea era el personaje literario favorito de Joyce, así que lo convirtió en título y centro de su juguete literario, aunque en el libro no hay ningún personaje con ese nombre. El equivalente del griego Ulises en la novela es Leopold Bloom, y su particular odisea no transcurre a través del océano sino por las calles de la pintoresca capital irlandesa. Molly Bloom, su esposa, es una moderna encarnación de Penélope. Y Stephen Dedalus no solo refiere a Telémaco —el hijo de Ulises y Penélope—, sino que es una especie de alter ego del propio Joyce. Además, ciertos capítulos hacen alusiones veladas a los cíclopes, las sirenas, Calipso, Proteo y demás mitología homérica. No vamos a adentrarnos más en todos estos paralelismos y en otros secretos del texto. Cualquier lector puede recurrir a los esquemas que el propio James Joyce envió a sus amigos Carlo Linati y Stuart Gilbert. Ambos esquemas difieren un tanto entre sí, hay que decir, pero dan una muy buena idea de cuáles son todos los motivos ocultos en la novela.
Qué me va a ocurrir cuando lea esta novela
…si es que podemos llamarla novela. Ulises es como una de aquellas viejas radios de onda larga, en las cuales uno giraba la rueda intentando captar lejanas emisoras que hablaban en lenguas desconocidas. De la radio surgían ecos, silbidos y fragmentos de charla o música; parecían llegados de otro mundo, una aparente cacofonía sin sentido que podía aburrirte, exasperarte, hasta que comenzabas a acostumbrarte a ella. Al final, los extraños sonidos del cósmico vacío de la radio se transformaban en un nuevo tipo de música, cuya rareza formaba parte del encanto del acto mismo de intentar localizar nuevas emisiones. En Ulises, el lector está obligado a hacer el esfuerzo de sintonizar su radio para poder captar la emisora de Joyce. Es muy difícil estar en la misma onda justo al empezar la lectura, y eso produce aburrimiento o exasperación en muchos lectores; sufren lo que en términos ciclistas podríamos llamar la “pájara del Ulises”. Pero esa pájara esconde una recompensa. Si uno hace el esfuerzo de seguir pedaleando, la cuesta inicial del libro puede llegar a ser superada. Eso sí, hemos de volver a sintonizar nuestra radio al comenzar cada nuevo capítulo —tan diferentes son entre sí—, pero llega un momento en que comenzamos a entender las reglas del juego que plantea Joyce. Y es entonces cuando empezamos a disfrutar incluso de los pasajes más experimentales y estrafalarios.
El único error que nadie debería cometer al enfrentarse a Ulises es pretender encontrar un argumento convencional, bien expuesto a la vista del lector y que permita seguir leyendo por el mero interés de comprobar cómo se desarrollarán los acontecimientos. No existe tal cosa en este libro; el argumento es lo de menos. Ulises es un collage, una narración cubista, tan descompuesta en pedazos que deja de parecer una narración. Hay que leerlo sabiendo de antemano que resultará difícil empezar a disfrutarlo hasta no conseguir formarse cierta visión global de lo que el libro pretende. Y para ello es necesario leer unos cuantos capítulos que nos permitan tomar perspectiva sobre el conjunto, como cuando uno se aleja unos metros de un gran cuadro para poder contemplarlo —y entenderlo— mejor.
La Biblia de la vulgaridad
Un ejercicio literario interesante es el de comparar Ulises con otras de las dos grandes novelas de su tiempo: En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y La montaña mágica de Thomas Mann. Aparte de su importancia literaria y su contemporaneidad, la comparación entre las tres obras tiene ciertas razones de ser. Para empezar, tenemos tres sensibilidades distintas a la hora de describir la realidad. En busca del tiempo perdido es un libro pictórico que retrata el mundo con la atención al detalle y la profusión de pinceladas de un lienzo barroco. La montaña mágica es un libro musical, como una sinfonía en donde el ritmo y la duración son elementos fundamentales, herramientas para perfilar un concepto de la vida basado en la fugacidad de los años, en lo imparable del paso del tiempo. Ulises, en cambio, es un libro bíblico; distintos textos que, como en la Biblia, parecen provenir de diferentes autores y épocas, escritos con estilos de lo más variopinto, a veces incluso contradictorios. Es imposible atribuirle un estilo dominante. Cada capítulo tiene un narrador diferente, una forma de escribir (y de puntuar) distinta, un carácter ajeno al anterior.
Además, cabría hacer notar, los tres libros citados tienen la banalidad como uno de sus principales temas. En la vasta novela de Proust, la superficialidad burguesa de los entornos y los personajes que los habitan planea por todas las páginas. El propio Proust es partícipe de esta actitud frívola ante la vida, pero su sensibilidad, su aguda inteligencia y su talento literario le permiten convertirla en un complejo objeto de estudio formal; sabe justificarla hasta crear una verdadera Ciencia de lo Banal. Thomas Mann, en cambio, analiza esa superficialidad burguesa desde el exterior, como observador crítico. Aunque admite sus encantos y no niega sentirse atraído por ellos, también los censura y emite un juicio severo sobre una noción insustancial e improductiva de la existencia. Con esa categorización moral y su papel de juez, Mann eleva lo trivial no por sí mismo, sino como objeto —aunque sea negativo— de una reflexión filosófica profunda. James Joyce, sin embargo, ni justifica ni condena. Es la suya otra clase de materia superficial: la vulgaridad, es decir, la vacuidad sin refinamientos de las vidas del pueblo llano. Pero Ulises no reflexiona, por lo menos no de manera abierta, sobre esa vulgaridad. La utiliza como materia prima sin que nunca se perciba un intento de elevarla por sobre sí misma. De hecho, esa vulgaridad, unida a la relativa cualidad insustancial del argumento, sirve a Joyce para destacar la forma sobre el fondo y el continente sobre el contenido. Si Ulises narrase una tragedia o describiese un cuadro conmovedor, ya no sería el libro que es. La odisea vulgar que dura un día y cuyo pedestre escenario es la poco homérica Dublín, esa es la materia prima necesaria para la exaltación de la literatura misma, como artefacto y como arte. La novela está más allá de lo que cuenta y más allá de los personajes que la protagonizan, la novela como pieza artística es aquí lo primero y principal; no ha de importar cuál es el contenido de ese arte. Como en un bodegón donde la imagen de una humilde jarra y un par de ristras de ajos sirven para crear grandeza, lo innoble del tema carece de importancia en Ulises: es la creatividad y el sentido estético del artista que está retratando ese tema lo que debemos admirar.
Presuntuosidad, artificiosidad y esnobismo
Que Ulises es un libro pretencioso no lo negaba ni el propio autor. Como ya hemos comentado, sus intenciones estaban más allá de contar una historia; quería epatar, intrigar, dar que hablar a la crítica. Pero no deberíamos caer en la trampa de pensar que por ello el libro carece de corazón. Puede que se trate, en lo primario, de un artificio. Sí, lo es; pero es un artificio edificado sobre la base de un inconmensurable talento y una artesanía cuidada con pasión. Son su complejidad y lo enrevesado de su estructura, así como lo revolucionario de muchas de sus propuestas, los que hacen que el artificio se transforme en Arte con mayúsculas. Aunque Joyce juega al gato y el ratón con las innumerables referencias ocultas del libro, no es necesario conocerlas para disfrutar y juzgar Ulises como una lectura completa y redonda. Es un juego, pero como sucede en el ajedrez, su profundidad estética y filosófica va más allá del mero componente lúdico o competitivo. James Joyce creó una novela demasiado rica, demasiado innovadora y demasiado fascinante como para que no trascienda el divertimento formal.
Cuando se habla de Ulises y se comentan sus virtudes literarias, o las peculiaridades de su estructura y contenido, resulta quizá inevitable sonar algo pedante o dar la impresión de ser un snob. Como es obvio, no estamos hablando de un libro de iniciación a la lectura para preescolares, así que resulta imposible hablar de él en términos demasiado simples. Es un libro difícil, muy difícil; intrincado a varios niveles, retorcido, exigente. Pero, vuelvo a insistir, no se necesita un doctorado en joycelogía para llegar a apreciarlo. El único requisito es estar dispuesto a dar el paso y hacer el esfuerzo de superar los escollos iniciales. Incluso el lector que desconozca que se trata de un compendio de secretos puede llegar a sentirse fascinado por muchos de los momentos de la novela, incluso por varios de los pasajes de apariencia más inconexa, que con una atenta lectura cobran vida como esas láminas de efecto tridimensional a las que uno ha de mirar durante un rato para conseguir ver alguna forma reconocible.
Hay obras que están en boca de los snobs y que, en efecto, no contienen ninguna sustancia más allá de su naturaleza “vanguardista”, “experimental” o “referencial”. Pero ese no es el caso de Ulises. Es un libro que merece muy mucho la pena. El que algunos lo califiquen como obra maestra con la boca vacía y como parte de una pose intelectual no significa que no tengamos razón quienes lo citamos también como obra maestra simplemente porque creemos que derrocha maestría por los cuatro costados. No es una lectura entretenida, no pide llevársela a la playa y no todo el mundo conseguirá apreciarla, porque como sucede con todas las obras diseñadas como un experimento estilístico punzante, habrá paladares que no se adapten. Pero no hubiese escrito este artículo si no creyese que, al igual que me sucedió a mí, hay quienes se lo están perdiendo por no haber encontrado el momento adecuado, o por haberse desanimado demasiado pronto, y que terminarán enamorándose del libro si le conceden una voluntariosa oportunidad. No es para todos los públicos, pero sí hay un cierto público que aún no sabe que podría ser para ellos. Buena suerte, quizá seas uno, o una, de los afortunados. Y entonces podré decir: bienvenidos a uno de esos libros que no se olvidan jamás.
Criaturas de "La muerte en bermudas". Puri
De espaldas aún era menos femenina que de cara. Le faltaban
las caderas y las turgencias propias de su sexo. Su rostro era agrio —tal
y como lo imaginé cuando la estonia me habló de ella—, capaz de humillar a cualquier adolescente que no se sometiera a sus caprichos. Sin
embargo, cuando pronuncié su nombre, me sorprendió su reacción: la
vergüenza de una mujer descubierta oliendo unos calzoncillos en los
vestuarios de hombres. Los pantalones de Puri no se le ajustaban al
culo porque carecía de glúteos. Le hubiera sentado mucho mejor un hábito de monja para ensanchar sus mejillas de hueso y para que su
esqueleto no tableteara como si lo acabaran de arrojar al pudridero. No
sé por qué no utilizaba los hábitos. Le habrían ido de perlas para camuflar, no solo su físico, sino también la leche cortada de su media sonrisa.
Criaturas de "La muerte en bermudas". Zunilda.
Zunilda había perdido casi por completo el acento de su país, aunque no la dulzura. Solo conservaba algunos dejes que revelaban su procedencia, además de un nombre germánico que no tenía nada que ver con su aspecto, si tenemos en cuenta que su cabellera rubia no era natural. Se la veía muy asentada en el arte de la barra y, al contrario que sus amigas, vestía de manera muy sencilla; sin embargo, no podía disimular la potencia de su sexualidad cuando pronunciaba los diptongos.
Revolución
Se están viralizando (qué horrible palabra), empiezo otra vez. Los claustros de profesores se están movilizando estos primeros días de vacaciones, previendo el desastre del comienzo del curso que viene. Sobre todo, impulsados por la irresponsabilidad de las Administraciones Educativas, empeñadas en no reducir las ratios de ninguna de las maneras. Era un clamor anterior a la pandemia, una petición que nunca se ha tenido en cuenta, pese al paradigma positivo de países donde la reducción de las ratios ha contribuido y mucho a la mejora del sistema de enseñanza (véase Finlandia). Pensamos que la urgencia médica y la recomendación de no reunir a más de 20 alumnos por clase serviría para alcanzar una de las reivindicaciones de más larga trayectoria en los claustros de toda España. Ni por esas. Los equipos directivos han recibido los cupos de la Administración y se atienen a los mismos números que en cursos anteriores, 30, 35 y 40 alumnos por aula.
La reacción en forma de misivas, el renacimiento del género epistolar para reclamar, para no callar, para aullar a la luna (o a la Administración), me parece un medio adecuado, pero no suficiente. Sí, debemos llenar los medios de comunicación y las redes sociales con estas reivindicaciones. Sabemos que los escozores de los poderes políticos se producen, ante todo, cuando las noticias saltan a la palestra pública. Debemos molestarlos con nuestras reivindicaciones sobre las ratios porque, está tan fuera de lugar lo que proponen las administraciones, que no podemos quedarnos callados. Pero, además, en caso de que no surtiera ningún efecto (casi seguro), deberíamos plantear medidas más drásticas a principio de curso.
No podemos empezar en septiembre con las clases atiborradas de alumnos, por higiene, por salud física y mental. No debemos consentirlo más, no hay que transigir con el hecho rastrero de descargar toda la responsabilidad en los equipos directivos, cuando están atados de pies y manos en cuanto a las ratios se refiere. Debemos, además de cultivar la epístola, negarnos en redondo a asentir ante la incuria y la irresponsabilidad administrativa y no impartir clase a más de 20 alumnos a la vez. Nos ven sumisos y adocenados, vamos a demostrarles lo contrario.
sábado, 27 de junio de 2020
Spinoza, la anomalía salvaje
Acercarse a Baruch Spinoza significa hablar de un hombre maldito y execrado. Excomulgado por cuestionar dogmas de la teología judía, su humilde labor como pulidor de lentes convivió con la serena exaltación de la alegría. Hijo de padres judíos de origen portugués y español, nació en Ámsterdam en 1632. Fue alumno del médico y rabino Saúl Levi Morteira, que —sin alejarse de la ortodoxia judía— practicaba un fructífero diálogo con los humanistas cristianos. De joven, leyó a Lucrecio, Thomas Hobbes, Cervantes, Quevedo, Góngora y Giordano Bruno. Se ha dicho que fue uno de los primeros ateos de la historia, pero su filosofía es una meditación sobre Dios. No del Dios trascendente que creó el tiempo, la materia y el espíritu, sino del Dios que es tiempo, materia y espíritu. Totalidad viva y palpitante que no cesa de producir formas y que nunca se enreda en las pasiones humanas. Lector minucioso del Talmud y el Antiguo Testamento, Spinoza leyó a Maimónides, Crescas y Gersónidas, pero su curiosidad le animó a salir del gueto para frecuentar los medios intelectuales cristianos, donde conoció la filosofía de Descartes y se adentró en los laberintos de la física y la geometría. Acusado de ateo y librepensador, los ancianos de la sinagoga decretaron su excomunión, logrando que las autoridades civiles añadieran la pena de destierro por blasfemar contra las Escrituras. Se instaló en Voorburg, a media legua de La Haya, trágicamente distanciado de su familia y su comunidad. Acogido por los círculos protestantes liberales de convicciones pacifistas (menonitas, colegiantes), su carácter dulce y su inteligencia le atrajeron numerosos amigos. No transigió con privilegios que pudieran menoscabar su independencia, como honores, rentas y cargos oficiales o privados. No se encerró en su estudio. Defendió la libertad de pensamiento, la hegemonía de la razón y la convivencia pacífica. Partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la barbarie»).
Admirador del estoicismo, Spinoza cultivó la austeridad, la sencillez y la prudencia. Su elogio de la alegría como pasión superior a la tristeza le hizo condenar el ascetismo, que ensombrece la mente y denigra el cuerpo. No invocaba el hedonismo, sino la vida contemplativa exaltada por los griegos, según la cual el hombre superior dedica su existencia a la sabiduría, el arte y la contemplación de la Naturaleza. Enfermo de tuberculosis, la muerte sobrevino en La Haya en 1677. Dejó inconcluso su Tratado Político, pero nos legó casi una docena de obras donde destacan su Tratado teológico-político y su magistral Ética demostrada según el orden geométrico. Se hizo un inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. La herencia de un hombre que vivió para el espíritu, indiferente a los placeres mundanos.
Para Spinoza, la sabiduría es el placer soberano, la dicha más perfecta y legítima. La gloria es la alegría de participar en la vida de Dios. No de un Dios personal y trascedente que interviene en la historia, sino de un Dios impersonal e inmanente. Dios es la Naturaleza, la totalidad de lo existente (Natura naturata) y la fuente y origen que sostiene el dinamismo de la vida (Natura naturans), renovando ininterrumpidamente sus formas. No hay ninguna finalidad en Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza), solo un conjunto de leyes que producen fenómenos por medio de analogías, contrastes y oposiciones. Esta red de relaciones es inteligible porque las ideas no son “pinturas mudas”, sino un aspecto más del dinamismo, la unidad y el orden de la Naturaleza. El orden creador y el orden intelectual coinciden cuando el pensamiento es conocimiento verdadero: “el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. La filosofía no es un reflejo, sino saber reflexivo o, si se prefiere, intuición perfecta. El entendimiento, correctamente orientado, conoce las cosas tal como son en sí mismas. Es absurdo elaborar un método, como hizo Descartes, salvo cuando se presupone una separación ontológica entre Dios y el mundo. Spinoza abandonó las tesis de su Tratado sobre la reforma del entendimiento cuando comprendió que solo se vive y se conoce en el Ser. No hay nada más allá. No hay una trascendencia opuesta a la inmanencia. Dios no es padre y no se preocupa por el hombre. Cuando decimos lo contrario, formulamos una analogía absurda que obedece a nuestros miedos y deseos. Es un acto de ignorancia.
Dios es absolutamente infinito, afirmación absoluta que excluye toda negación o determinación. “Dios no tiene derecha ni izquierda, ni se mueve ni está parado, ni se halla en un lugar, sino que es absolutamente infinito y contiene en sí todas las perfecciones”. Su creatividad es inextinguible. Ningún ser es idéntico a otro. Cada individuo constituye una novedad absoluta. Dios es lo uno y lo múltiple. Para conocerlo, solo tenemos que observar y estudiar la totalidad de la que formamos parte. Dios no está en lo alto, sino en el aquí y ahora. En la filosofía de Spinoza no hay ninguna concesión a la trascendencia. Dios no es lo que está más allá, sino la red infinita que nos envuelve. Al señalar la extensión como atributo infinito de Dios, Spinoza impugna la idea bíblica de la creación, donde la materia solo es una herramienta o sustrato, no algo divino. El filósofo holandés niega que la creación sea fruto de una elección libre de la voluntad de Dios. Dios, por esencia, es una fuerza creadora y no puede substraerse a su naturaleza. Decir que Dios ha creado el universo por amor al bien, significa subordinarlo a un destino, cuestionando su perfección y autosuficiencia. Decir que Dios elige conlleva limitar su libertad, pues elegir siempre implica una renuncia y una deliberación. Además, Dios es eterno y en la eternidad no hay un antes o un después. Decir que Dios podría haber elegido otra cosa es como decir que Dios podría no ser Dios, pues una decisión siempre modifica en mayor o menor grado al que la adopta. Dios crea libre, pero necesariamente. No es creador por elección, sino por esencia.
Los seres finitos se caracterizan por su duración. No son eternos. Spinoza no cree en la inmortalidad individual. El hombre no es “un imperio dentro de otro imperio”. Forma parte de la Naturaleza y su libertad es ilusoria. Cree que es libre porque desconoce las causas que determinan sus actos. Participa del conatus o impulso por perseverar en la existencia común a todos los seres vivos. Esa es su “chispa divina”, no la quimérica humanidad de Dios. El alma del hombre solo es una idea, la conciencia reflexiva de su realidad corporal. Dado que Dios o la Naturaleza es un solo individuo (Facies totius universi), el ser humano posee una dimensión mística, pues su alma, en tanto idea, permanece en Dios, pero no como conciencia individual. Spinoza afirma que “un círculo existente en la Naturaleza, y la idea de ese círculo existente, son una misma cosa”. El círculo que conocemos por medio de la razón es un modo de Dios y, en cuanto idea, un atributo divino. Evidentemente, no se puede rezar a un Dios así, tan impersonal como el Dios aristotélico. Spinoza elogia las pasiones alegres, que constituyen un éxito de la vida, y aboga por la superación de las pasiones tristes, que solo evidencian un fracaso. Las pasiones tristes nos separan de la vida, cegándonos para apreciar sus dones. Nos enemistan con los otros, pues atribuyen una importancia irracional a las cosas perecederas. Nos hacen codiciar la riqueza y el placer, sin comprender que su valor es muy inferior a la sabiduría. La verdadera felicidad consiste en sacudirse la servidumbre de las pasiones tristes. La virtud es obrar bajo la luz de la razón, con una comprensión adecuada de las cosas, intentando no ser objetos pasivos de las circunstancias y las emociones. La virtud nos hace obrar bien y no hay mayor felicidad. El sabio ama a Dios y a los hombres, lo cual le permite amarse a sí mismo, pues entiende que su existencia es necesaria y participa del milagro de la vida. Todos somos parte del entendimiento infinito de Dios y estamos indisolublemente unidos al resto de los hombres. Lejos de la adoración clásica de Dios, que implica humildad y humillación, Spinoza postula un amor que es sabiduría y conciencia de la pluralidad. El amor intelectual de Dios es el grado más alto de una religión filosófica que exalta el conocimiento como forma más elaborada de piedad. El sabio contempla el universo “sub specie aeternitatis”, es decir, como un todo regulado por la razón y la necesidad.
La religión filosófica de Spinoza no es solo metafísica, sino una guía para el buen uso de la vida. Nos incita a ejercer la libertad y expresar nuestros sentimientos, combatiendo los prejuicios. Una lucha que no puede estar asociada a la violencia, sino a la argumentación y la persuasión. Spinoza se muestra partidario de analizar las Escrituras desde una perspectiva crítica, empleando las herramientas de la historia, la lógica y la filología. Solo así podremos lograr una comprensión racional que nos aleje de lo mítico e incongruente. Su conclusión es que únicamente merece la pena conservar de los textos bíblicos su incitación a la caridad y la justicia. No es un precepto exclusivo de la tradición judía, sino un mandato universal inscrito en el corazón de todos los hombres. Las instituciones, las ceremonias y los hechos históricos que aparecen en la Biblia solo reflejan el punto de vista del hombre. A veces, son invenciones, fantasías; otras, simples aberraciones. Solo los preceptos más sencillos, como el amor al prójimo, proceden de Dios y pueden aglutinar a todos los hombres de buena voluntad, sin necesidad de organizar ritos y establecer jerarquías.
En el campo de la política, Spinoza sostiene que la república siempre es preferible a la monarquía, pues promueve la libertad y la igualdad. Los reyes solo defienden sus privilegios, implicando a las naciones en guerras inmorales. El clero debe estar sujeto al poder temporal. Las iglesias no deben inmiscuirse en los asuntos del Estado. El “derecho de Dios” es el poder de la vida, desplegándose en grados diferentes, no una ley con autoridad para coaccionar al poder civil. La política debe gozar de autonomía y proceder con realismo. Hay que comprender al ser humano con sus flaquezas y virtudes, sin esperar una quimérica transformación. El mito del “hombre nuevo” es pura ilusión. No se puede reinventar al hombre, solo cabe educarlo, fomentando la responsabilidad cívica. Hay que estudiar “los actos y apetitos humanos como si fuesen líneas, superficies y cuerpos”. El conatus puede enfrentarnos con otros individuos, pero ese conflicto debe resolverse mediante la razón, mostrándonos que la asociación en el seno del Estado incrementa las posibilidades de sobrevivir: “Nada es más útil a un hombre que otro hombre”. Solo hay una vida plenamente humana cuando el poder de cada uno se suma al de los demás, alumbrando una sociedad que garantiza derechos y libertades. Los escolásticos tenían razón cuando afirmaban que el hombre es un animal político. Spinoza carece del pesimismo de Hobbes y Maquiavelo: los hombres no viven en sociedad solo para garantizar su seguridad, sino por la esperanza de una existencia libre y racional. Frente a la violencia del primitivo estado de naturaleza, la convivencia ordenada por leyes ofrece la posibilidad de resolver las querellas pacíficamente. El Estado democrático es más poderoso que una monarquía absoluta, pues basa su fuerza en la voluntad de la mayoría, lo cual neutraliza el riesgo de insurrecciones y mitiga la amenaza de guerras civiles. El hombre no es bueno ni malo por naturaleza. Está sujeto a las pasiones y expuesto al error. Por eso, hay que legislar con buen criterio, pues solo la ley puede librarnos de la violencia y la arbitrariedad.
Spinoza es una anomalía salvaje, como apuntó Toni Negri, un filósofo intempestivo que exaltó la libertad desde la dulce Holanda, abogando por un mundo gobernado por la razón. No planteó una fría utopía, sino un modo de vida basado en la esperanza, la compasión y el consenso. Desnudó los dogmas, mostrando que solo eran odiosas supersticiones o errores absurdos. “No presumo de haber encontrado la mejor de todas las filosofías —escribió a Alberto Burgh, joven convertido al catolicismo—, pero sí sé que conozco la verdadera, y si me preguntas que cómo lo sé, te responderé que del mismo modo que tú sabes que los ángulos de un triángulo valen dos rectos…”. Cartesiano y casi volteriano, Spinoza solo respetaba a los cristianos liberales que propugnaban la separación de la Iglesia y el Estado. Su espíritu tolerante corrió paralelo a su rigor geométrico. Su prosa carece de plasticidad porque su pretensión es trasladar la exactitud matemática al terreno de la filosofía. El conocimiento nunca podrá ser perfecto y total pues “Dios o la Naturaleza” es lo absolutamente infinito. ¿Cuál será el camino de perfección hacia una sabiduría superior? “Cuanto más conocemos las cosas singulares, más conocemos a Dios”. Dios está en el polvo de cristal de una lente tallada minuciosamente por unas manos expertas. En la circunferencia trazada por un compás y en el barro que se acumula en los caminos. No es un Dios padre que vela por nosotros. Frente a la adversidad, solo cabe responder con entereza y dignidad. No debemos pensar en la muerte. Un hombre libre reserva sus pensamientos y emociones para la vida, donde se halla la única dicha posible. Un hombre libre reserva su sabiduría para meditar sobre la vida, no sobre el morir. Arrepentirse es un gesto estéril. El que lo hace es “doblemente miserable e impotente”. Hay que abstenerse de condenar. Lo esencial es comprender, especialmente nuestros propios errores, y saber que “no queremos, apetecemos, ni deseamos algo porque lo juzgamos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo queremos, apetecemos y deseamos”.
El decreto de excomunión o “herem” contra Spinoza es implacable: “Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos”. ¿Por qué tanto odio? ¿Solo porque fue un hereje o quizás un ateo? Toni Negri afirma que la anomalía de Spinoza fue salvaje porque es una invitación a rebelarse contra los órdenes políticos que no hayan sido libremente establecidos por las mayorías populares. Negri exacerbó la dimensión revolucionaria, olvidando que Spinoza reprueba la violencia, pero advirtió con nitidez su inconformismo radical. Pese a su airada excomunión, el nombre de Spinoza no se ha borrado. La posteridad lo recuerda como el símbolo de una sabiduría alegre y valiente, que intentó liberar al hombre del miedo y la superstición, inculcándole la pasión del conocimiento y la serenidad estoica frente al dolor. “Libre de la metáfora y del mito”, escribió Borges en un bello y clásico soneto sobre el filósofo judío, nos regaló “el infinito mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”.
viernes, 26 de junio de 2020
Batería de medidas para la nueva normalidad en las aulas
Batería de diez medidas para la vuelta a las clases en el mes de septiembre, propuesta por la Consejería de Educación después de consultar a sindicatos, guitarristas, peones camineros y herradores de caballerías:
1. Como las ratios estarán el curso que viene entre 30, 35 y 40 alumnos por clase, y ante la imposibilidad de respetar la distancia de 1,5 metros, cada alumno se hará una fotocopia en cartón de tamaño natural de manera que, si por ejemplo tiene cuatro horas de Lengua a la semana, en dos de ellas asistirá la fotocopia y en las otras dos el alumno.
2. Si un profesor se contagiara de coronavirus, para no interrumpir de nuevo el proceso lectivo, se le sacrificará con toda discreción. La encargada del sacrificio será la Jefa de Estudios, a quien se dotará de un cuchillo jamonero sufragado por la Junta de Comunidades.
3. El interino sustituto de un profesor sacrificado tardará como mínimo quince días en ocupar la plaza.
4. En el caso de que sea un alumno el contagiado, se enviará a un profesor (con fondos europeos) dentro del programa "Asesina´s", que sustituye al antiguo "Titulas". Este interino tendrá la función de sacrificar a los chicos que se vayan contagiando. La Jefa de Estudios tendrá la obligación de prestarle el cuchillo jamonero, que mantendrá siempre afilado.
5. Para los alumnos que sobren en clase, se propondrá el programa "Enterrando". Se encargarán de cavar una fosa común en el patio para alumnos y profesores que sean víctimas del programa "Asesina´s".
6. Dada la imposibilidad de contratar a más limpiadoras, el Equipo Directivo se encargará de contactar con padres de alumnos con tractor y sulfatadora para que todas las mañanas se rocíe con lejía e hidrogel cada una de las dependencias del centro.
7. En el caso de que no haya dependencias del centro que se puedan habilitar como aulas, se concertará con los bares próximos reservar tres mesas mínimo, donde grupos de alumnos podrán desarrollar innovadoras materias para la nueva normalidad: ouija, subastao, cinquillos, parchís y dominó.
8. El Equipo Directivo se encargará también de contactar con padres que posean Caterpillar o máquinas excavadoras para tirar las paredes que sean necesarias y, así, habilitar nuevos espacios de manera imaginativa.
9. En los recreos habrá turnos de patio. Se habilitarán en los pasillos unas perchas con ganchos para colgar de la cintura a los alumnos que no les toque salir y así impedir sus movimientos y asegurar el control.
10. Si fuera la Jefa de Estudios quien enfermara de coronavirus, se hará el harakiri a la manera samurái. Será obligatorio que asistan a los cursos que sobre esta temática prepara ya el Centro Regional de Formación del Profesorado.
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Crónicas desde la "indocencia"
lunes, 22 de junio de 2020
Bucólicas
Mi abuelo me cuelga sobre los huesudos hombros un cordero recién parido. Tengo unos seis años. A veces dudo de la veracidad de este recuerdo. Puede ser un producto de la invención o la necesidad de crear imágenes novelescas con que anclarnos a un pasado que se va difuminando hasta apenas reconocernos en él. Mi abuelo era pastor y yo, de pequeño, me alojaba los veranos en su quinta de campo porque estorbaba en casa. Recuerdo el fluir sosegado de mi abuela, su cara amable, su tono suave, su remendar pausado bajo el rosal silvestre y sus patatas a lo pobre.
Mi abuelo se me lleva con las ovejas a ramonear la escasa hierba de los ribazos y barbechos. Una aventura emocionante, de iniciación. "¡Regas, toma; regas, toma!" y un rascar el paladar con la lengua para llamar la atención a una borrega que se acerca demasiado a las pampanas de una cepa. El perro, noble y lanudo, agrupa al rebaño. Una perdiz aparece de repente, no alza el vuelo y mi abuelo sale corriendo tras ella, se lanza al suelo y la atrapa. Las manos retorcidas pellizcan el pan, amasan la navaja y rebanan un tasajo de longaniza seca. El placer de la comida, un placer distinto cuando el trabajo es extenuante. No, los gozos del comer no hay que buscarlos en restaurantes con estrellas Michelín, sino en episodios previos de desgaste físico que conviertan el ritual de la mesa en un devorar primitivo, recostados contra los almendros.
Mi abuelo me deja solo, en el pescante de un carro, durante unos minutos, los suficientes para que el macho se espante y nos arrastre (a mí y a los aperos de labranza) hasta el confín de las vías del tren. Puede ser, no estoy seguro.
Después de la siega, en la era, por la noche, se aventa el trigo y se embala la paja. Bloques de construcción que nos sirven a mí y a otros chicos para hacernos refugios misteriosos. Es una fiesta a la luz de las estrellas, o así nos parece a los más pequeños.
Se aproxima la tormenta, lo dicen en el parte de la radio. Se colocan las estufas de carbón contra el pedrisco en mitad de las eras. El cielo es gris y las piedras rompen las tejas, también revientan las uvas.
Me espanta el agua, me da miedo meterme en la balsa, de fondo confuso y profundidad de pánico. Aprieta el calor y me baño en el abrevadero donde se refrescan las ovejas. Me rasco la tripa y el pecho. Mi abuela me da friegas de Nivea. Aún disfruto de sus dedos de hechicera.
En los canales de riego que mi abuelo cava con las abarcas hundidas en el barro, yo organizo regatas de sarmientos. A veces encallan, otras llegan a la meta. Valoro su posición y se monta ceremonia de celebración para los ganadores.
Mi abuelo y yo trepamos por las ramas del viejo cerezo, junto al pozo. Él con algunos dedos de los pies fuera de las abarcas; yo, con las rodillas heridas por la aspereza del árbol. Las ciruelas no me gustan. Los pájaros se han comido casi todas las cerezas maduras. El espantapájaros no asusta a las picarazas.
Mi abuela me arropa en la cama, junto a los silos, en la parte más alta de la casa. Yo leo un tebeo de Agamenón y me duermo. Un estruendo me despierta y me encuentro en el establo, al lado de las caballerías, alteradas, rodeado de una nube de polvo y de la pérdida del sosiego de mi abuela, que me acuna en sus brazos, desesperada porque esperaba verme muerto después del derrumbe del piso. Este episodio me lo contaron, no es de mi memoria ni de mi imaginación. No puedo asegurar que ellos, mis abuelos, también fueran víctimas de la invención de los recuerdos. No creo. Eran amantes del realismo costumbrista, del queso de servilleta y de la palabra precisa.
"El libro como acceso al mundo" por Stephan Zweig
El movimiento que apreciamos en la tierra se apoya esencialmente en dos invenciones del espíritu humano: el movimiento en el espacio se basa en la invención de la rueda, que gira vertiginosamente alrededor de su eje, y el movimiento intelectual guarda una relación directa con el descubrimiento de la escritura. En cierto momento, en algún lugar, un ser humano anónimo concibió la idea de doblar una madera dura, curvarla y convertirla en una rueda. Gracias a este pionero, la humanidad aprendió a superar la distancia que separa pueblos y países. De pronto era posible entrar en contacto con otras personas por medio de vehículos que permitían transportar mercancías, viajar para adquirir nuevos conocimientos y acabar con las restricciones impuestas por la naturaleza, que limitaba la obtención de frutos, de minerales, de piedras preciosas y de otros productos a zonas donde las condiciones climáticas eran propicias.
Los países ya no vivían aislados, ahora establecían vínculos con el resto del mundo. Oriente y Occidente, Norte y Sur, Este y Oeste fueron aproximándose poco a poco, a medida que concebíamos nuevos medios de transporte. El desarrollo de la técnica ha dotado a la rueda de formas muy sofisticadas—la locomotora que arrastra los vagones de un tren, los automóviles que circulan a toda velocidad o los barcos y los aviones propulsados por el giro de sus hélices—con las que acortamos las distancias y vencemos la fuerza de la gravedad; del mismo modo, la escritura, que ha evolucionado desde los pliegos más sencillos, pasando por los rollos, hasta culminar en el libro, ha puesto fin al trágico confinamiento de las vivencias y de la experiencia en el alma individual: desde que existe el libro nadie está ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad. En nuestro mundo de hoy, cualquier movimiento intelectual viene respaldado por un libro; de hecho, esas convenciones que nos elevan por encima de lo material, a las que llamamos cultura, serían impensables sin su presencia.
Para nosotros, hijos y nietos de siglos de escritura, leer se ha convertido en otra función vital, una actividad automática, casi física, y el libro, que ponen en nuestras manos el primer día de escuela, se percibe como algo natural, algo que nos acompaña siempre, que forma parte de nuestro entorno, y por eso la mayoría de las veces lo abrimos con la misma indiferencia, con la misma desgana con la que cogemos nuestra chaqueta, nuestros guantes, un cigarrillo o cualquier otro objeto de consumo de los que se producen en serie para las masas. Cualquier artículo, por valioso que sea, se trata con desdén cuando puede conseguirse con facilidad, y sólo en los instantes más creativos de nuestra vida, cuando reflexionamos, cuando nos volcamos en la contemplación interior, conseguimos que lo que ha llegado a ser común y corriente vuelva a resultar asombroso. En esos raros momentos de reflexión lo miramos con respeto y somos conscientes de la magia que insufla a nuestra alma, de la fuerza que proyecta sobre nuestra vida, de la importancia que hoy, en el siglo XX, tiene el libro, hasta el punto de no poder imaginar nuestro mundo interior sin el milagro de su existencia.El poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones, y cuando cobramos conciencia de su importancia, tampoco lo manifestamos. Hace mucho que el libro se ha convertido en algo natural, en un objeto cotidiano cuyas maravillosas cualidades no despiertan ni nuestro asombro ni nuestra gratitud. Del mismo modo que no somos conscientes del oxígeno que introducimos en nuestro organismo cada vez que respiramos ni de los misteriosos procesos químicos con los que nuestra sangre aprovecha este invisible alimento, tampoco advertimos la materia espiritual que absorben nuestros ojos y que nutre (o debilita) nuestro intelecto continuamente.
Aunque estos instantes son tan escasos, precisamente por ello suelen permanecer en nuestro recuerdo durante mucho tiempo, a menudo durante años. Así, por ejemplo, sigo recordando con toda exactitud el lugar, el día y la hora en que surgió dentro de mí esa sutil intuición que me llevó a comprender que nuestro mundo interior se va tejiendo con ese otro mundo visible y, al mismo tiempo, invisible de los libros. No creo que sea una falta de modestia contar cómo se produjo en mí esta revelación espiritual, pues, aunque se trata de una experiencia personal, ese episodio memorable y revelador transciende con mucho al individuo en sí. En aquel entonces, debía de tener unos veintiséis años, ya había escrito algunos libros, por lo que conocía en cierta medida la misteriosa transformación que experimenta un sueño, una fantasía torpemente concebida, y las diversas fases por las que atraviesa hasta que, tras curiosas destilaciones y decantaciones, termina transformándose en ese objeto rectangular de papel y cartón al que llamamos libro, ese producto venal, al que le asignamos un precio y que colocamos como una mercancía más tras el cristal de un escaparate, como si no tuviera alma, cuando, en realidad, cada ejemplar, aunque se compre y se venda, es un ser animado, dotado de voluntad, que sale al encuentro del que lo hojea por curiosidad, del que lo termina leyendo y, sobre todo, del que no solo lo lee, sino que también lo disfruta.
Así pues, ya había experimentado en primera persona, al menos en parte, ese proceso inefable semejante a una transfusión con el que conseguimos que unas cuantas gotas de nuestro propio ser comiencen a circular por las venas de otra persona, un trasvase de destino a destino, de sentimiento a sentimiento, de espíritu a espíritu; sin embargo, la magia, la pasión y la trascendencia de la letra impresa, su verdadera esencia, no se me habían revelado de forma abierta, me había limitado a reflexionar vagamente sobre ello, pero no lo había pensado a fondo, no había sacado las debidas conclusiones. Eso fue lo que comprendí aquel día gracias a la anécdota que voy a referir.
Viajaba entonces en un barco, un buque italiano con el que estaba recorriendo el mar Mediterráneo, de Génova a Nápoles, de Nápoles a Túnez y de allí a Argel. La travesía iba a durar varios días y el barco estaba prácticamente vacío. Así las cosas, solía conversar a menudo con un joven italiano que formaba parte de la tripulación, un mozo que ni siquiera tenía el rango de camarero, pues se ocupaba de barrer los camarotes, de fregar la cubierta y de realizar otras tareas menores, que la gente, por regla general, no valora. Daba gusto ver trabajar a aquel muchacho, un chico espléndido, moreno, de ojos negros, con unos dientes deslumbrantes que brillaban cada vez que se reía. ¡Y cuánto le gustaba reírse! Me encantaba escuchar su italiano melodioso y grácil, una música que acompañaba siempre con vivos ademanes. Tenía un talento natural para captar los gestos de la gente e imitarlos, realizando formidables caricaturas: el capitán, balbuceando con su boca desdentada; el anciano caballero inglés que caminaba por cubierta tieso como un garrote, adelantando un poco el hombro izquierdo; el cocinero, digno y orgulloso, que después de la cena presumía delante de los pasajeros y tenía un ojo clínico para juzgar a las personas a las que había llenado la panza. Me divertía charlar con aquel chaval moreno, asilvestrado, con la frente resplandeciente y los brazos tatuados, que durante muchos años, según me contó, se había dedicado a cuidar ovejas en las islas Eolias, su hogar, una persona bondadosa y confiada como un cachorrillo. No tardó en darse cuenta de que yo le tenía cariño y de que no había nadie en todo el barco con el que me gustara hablar tanto como con él. Así que me contó un montón de detalles de su vida, con franqueza, con total desenvoltura, de modo que al cabo de un par de días nos tratábamos con la camaradería propia de dos amigos.
Entonces, de la noche a la mañana, un muro invisible se alzó entre él y yo. Habíamos recalado en Nápoles, el barco se había llenado de carbón, de pasajeros, de hortalizas y de correo, su dieta habitual en cada puerto, y luego se había hecho de nuevo a la mar. El elegante barrio de Posillipo había ido bajando la cabeza con humildad hasta perderse en el horizonte, entre las colinas, y las nubes que rodeaban la cima del Vesubio parecían las pálidas volutas del humo de un cigarrillo. Entonces se presentó de repente, con una sonrisa de oreja a oreja, se plantó delante de mí y me mostró orgulloso una carta arrugada que acababa de recibir, pidiéndome que la leyera.
Esto fue lo que pasó. Pero la auténtica vivencia, la que iba a transformarme por dentro, no había hecho más que empezar. Me tendí sobre una tumbona y dejé que mi vista se perdiera en la oscuridad de aquella apacible noche. No dejaba de darle vueltas a lo que acababa de ocurrir. Por primera vez me había encontrado cara a cara con un analfabeto, con uno europeo además, una persona que me había parecido inteligente y con la que había hablado como con un amigo. Esa idea me atormentaba. ¿Cómo se reflejaba el mundo en un cerebro como el suyo, que desconocía la escritura? Traté de imaginarme la situación. ¿Cómo sería el no saber leer? Por un momento me puse en el lugar de aquel muchacho. Coge un periódico y no lo entiende. Coge un libro, lo sostiene en sus manos, nota que es algo más ligero que la madera o que el hierro, tiene forma rectangular, toca sus cantos, sus esquinas, observa su color, pero nada de eso tiene que ver con su propósito, así que vuelve a dejarlo, porque no sabe qué hacer con él. Se detiene ante el escaparate de una librería y se queda mirando los hermosos ejemplares, amarillos, verdes, rojos, blancos, todos rectangulares, todos con estampaciones de oro sobre el lomo, pero es como si se encontrara ante un bodegón cuyos frutos no puede disfrutar, ante frascos de perfume bien cerrados cuyo aroma queda confinado dentro del cristal.Al principio me costó entender lo que quería de mí. Pensé que Giovanni había recibido una carta en un idioma que no entendía, francés o alemán, seguramente de una muchacha—era obvio que debía de tener mucho éxito entre las chicas—, y que había venido a buscarme para que se la tradujera. Pero no, la carta estaba escrita en italiano. ¿Qué quería entonces? ¿Que me la leyera? Nada de eso. Lo que quería es que se la leyera, tenía que saber qué decía aquella carta. Y, de pronto, comprendí lo que estaba pasando: aquel muchacho inteligente, de una belleza escultural, dotado de gracia y de auténtico talento para el trato humano, formaba parte de ese siete u ocho por ciento de italianos que, según las estadísticas, no saben leer: era analfabeto. Me puse a pensar y fue entonces cuando me di cuenta de que nunca había conocido a nadie como él, un ejemplar de una especie en vías de extinción en toda Europa. Hasta conocer a Giovanni no me había encontrado con ningún europeo que no supiera leer. Supongo que me quedé mirándole con asombro. Ya no le veía como a un amigo ni como a un camarada, sino como a una rareza. Luego, como es natural, le leí la carta. Se la había escrito una modistilla, no recuerdo si se llamaba Maria o Carolina. Contaba lo que las jóvenes cuentan a los jóvenes en todos los países y en todas las lenguas del mundo. Mientras se la leía, no apartó la mirada de mis labios ni un solo instante. Era obvio que se esforzaba por retener cada palabra. Arrugaba el entrecejo poniendo toda su atención en escuchar, su rostro se desencajaba tratando de recordar cada frase. Le leí la carta dos veces, lenta, claramente, para que pudiera conservarla en la memoria. Cada vez se le veía más contento: tenía los ojos radiantes y la boca florecía como una rosa roja al llegar el verano. Entonces apareció uno de los oficiales del barco, se acercó a la borda y Giovanni no tuvo más remedio que marcharse de allí.
La gente menciona a Goethe, a Dante, a Shelley, nombres sagrados que a él no le dicen nada, son sílabas muertas, voces vacías, carentes de sentido. El pobre ni siquiera se imagina el deslumbrante encanto que puede esconder cualquiera de las líneas de un libro, cuyo fulgor solo se puede comparar con el resplandor de plata que refleja la luna cuando rompe un cúmulo de nubes mortecinas, no conoce la profunda conmoción que se experimenta al comprobar que el destino del protagonista de un relato ha pasado a formar parte de nuestra propia vida casi sin que nos demos cuenta. Como no conoce el libro, vive encerrado dentro de unos muros infranqueables, sordo a cualquier reclamo, como un troglodita. ¿Cómo se puede soportar una vida así, sabiendo que entre nosotros y el universo se abre una brecha insalvable, sin ahogarse, sin empobrecerse? ¿Cómo soporta uno que lo único que puede llegar a conocer sea lo que llega por casualidad a sus ojos, a sus oídos? ¿Cómo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros? Estas eran las preguntas que yo me hacía. Puse todo mi empeño en imaginar la existencia de quien no sabe leer, de quien ha quedado excluido del mundo intelectual, me esforcé por reconstruir artificialmente su forma de vida igual que un erudito trata de reconstruir la forma de vida de un braquicéfalo o de un hombre de la Edad de Piedra a partir de los restos de un yacimiento lacustre. Pero no conseguí meterme en la cabeza de un hombre, de un europeo, que jamás ha leído un libro. Creo que es una empresa condenada al fracaso, tanto como lograr que un sordo se haga una idea de lo maravillosa que es la música por mucho que le hablemos de ella.
sábado, 20 de junio de 2020
Un nuevo curso, un viejo curso
En los encuentros que los responsables de educación en Castilla-La Mancha están manteniendo con los equipos directivos se plantean una serie de cuestiones sobre cómo empezar el curso que viene, pero se deja de lado la fundamental: las ratios. Según declaraciones de la Consejera de Educación: “El objetivo de todos estos encuentros es garantizar la máxima presencialidad del alumnado al inicio del próximo curso, pero siempre en entornos seguros y saludables”. El cupo ya ha sido establecido por la Administración y, como se preveía, es el mismo que el del curso anterior, así que no sé cómo van a ser esos "entornos seguros y saludables". ¿Qué quiere decir esto? Pues que las ratios de 15, 20 o hasta 25 que recomiendan las autoridades sanitarias e incluso las propias administraciones educativas no se pueden cumplir porque han enviado el cupo con ratios de 30, 35 y 40 alumnos.
Eso sí, en las primeras instrucciones, descargan la responsabilidad en los equipos directivos. Para que lo entienda cualquier lego en estas componendas. Imaginemos que somos parte del equipo directivo de un centro, tenemos 40 alumnos de 1º de bachillerato y nos asignan profesorado suficiente para esos 40, sin posibilidad alguna de desdoblarlos en dos grupos. Además, en la mayoría de los centros tampoco hay espacios para alojar a esos 40 alumnos en dos clases distintas. ¿Cómo se arregla esta contradicción? Bueno, pues la responsabilidad es del equipo directivo, así que ellos sabrán. Si metemos a los 40 en un aula estamos yendo contra los consejos más básicos de los especialistas sanitarios, pero no es la Administración la responsable, sino los equipos directivos. ¿Asunto solucionado? Sí, para la Administración este tipo de soluciones son las habituales, mientras los escándalos no trasciendan a los medios.
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Crónicas desde la "indocencia"
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