Hace 25 años pensaba que ya sabía la mayor parte de las cosas que
necesitaba saber. Imaginaba que a los treinta y tantos años la vida ya había
adquirido su forma más o menos definitiva. Sabía las novelas que me gustaban y
las que no me gustaban, y también sabía o creía saber que leer novelas y
escribirlas eran las dos tareas principales de mi vida. Educado, por llamarlo
de algún modo, en la cultura universitaria del antifranquismo, tendía a la
rigidez intelectual y consideraba que el sarcasmo era un indicio de
inteligencia, y el desengaño y el desencanto, los estados naturales ante la
situación del mundo y ante las realidades y las expectativas de la vida
inmediata. La atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los
que se mueve, puede malograr sus mejores impulsos. Yo he tenido siempre una
propensión natural hacia la admiración y el entusiasmo, pero en la cultura
española esas dos actitudes no han tenido casi nunca mucho prestigio, y lo
tenían aún menos en aquellos años en los que yo empezaba a asomarme al mundo, a
publicar lo que escribía. Era imprescindible hacerse sarcástico, forzar un
gesto de desgana o desprecio hacia cualquier cosa que no formara parte de lo
aceptado literariamente, intelectualmente. Mucho más importante que lo que uno
admiraba era lo que elegía denostar. Ser resabiado era más importante que ser
sabio. El desdén era imprescindible, el desinterés por todo aquello que quedaba
fuera de lo que debía celebrarse. Las primeras veces que viajé a Madrid llevando
ya una novela con mi nombre en la portada descubrí que era imprescindible
admirar a Juan Benet y desdeñar a Pérez Galdós. Que se llamara Pérez era algo
que daba mucha risa. A un listo de aquella escuela, que todavía combina con
talento el pijerío social y la pose del radicalismo político, también le hacía
mucha gracia burlarse de que yo me llamara Muñoz. “El novelista Muñoz”,
escribía. Era muy ingenioso. Una de las pocas cosas que yo sabía entonces era
que la lección de William Faulkner no hacía ninguna falta aprenderla de Juan
Benet. Yo agradezco haber llegado a Faulkner a través de Juan Carlos Onetti, y
en esa admiración y esa gratitud no he cambiado. Onetti era refractario a
cualquier señoritismo intelectual. En eso se parecía a Miguel Delibes, que era otro
escritor al que convenía mirar ostensiblemente por encima del hombro, y hacer
bromas sobre su presunto costumbrismo y ruralismo. Delibes, tan tosco. El campo
estaba muy mal visto, a no ser que fuera el campo abstracto de la Región de
Benet. Claro que eso no era campo, sino territorio mítico. “Territorio mítico”
era una expresión que aparecía mucho en los suplementos literarios. La
atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los que se mueve,
puede malograr sus mejores impulsos Años después encontré una reflexión de
Flannery O’Connor que me hizo comprender algo del ambiente literario español.
Dice O’Connor que un escritor de ficción no puede arreglárselas sin “a grain of
stupidity”, un punto de estupidez: el que es un poco estúpido tiene que abrir
mucho los ojos para enterarse de algo, y esa es la clase de atención que
necesita un novelista. El que es demasiado inteligente ya se lo sabe todo y no
necesita fijarse. “Este exceso de ser inteligentes”, escribió Jaime Gil de
Biedma, que pertenecía a ese mundo, a esa clase social. Eran tan inteligentes
que no podían escribir buenas novelas. A Juan Marsé le he escuchado alguna vez
una observación semejante. Hay quien es tan listo que mira a sus propios
personajes como al resto del mundo, de arriba abajo —a no ser al personaje
protagonista en el que se retrata halagadoramente a sí mismo—. En estos 25 años
no creo haber aprendido mucho sobre el arte de hacer novelas. Esa es una tarea
rara en la que la experiencia no enseña más que incertidumbres, o acaso
reservas críticas hacia el propio trabajo, hacia el peligro de ese
amaneramiento que tantas veces se confunde con el estilo. He aprendido, eso sí,
a leer novelas, con mucha más atención, aunque con no menos entusiasmo cuando
me gustan de verdad. Hace 25 años, en parte por ignorancia, en parte por
pereza, leía casi exclusivamente novelas traducidas. Un aprendizaje fundamental
para mí ha sido el de las dos lenguas en las que puedo leer mejor, aparte de la
mía, la inglesa y la francesa. Pocos esfuerzos hay que ofrezcan recompensas tan
extraordinarias. Leer las palabras mismas que escribió el novelista es
sumergirse más hondo en la música de su estilo, en lo que hay de irreductible
en él. Para un escritor, además, la familiaridad con otro idioma le hace ser
más consciente de las calidades y las posibilidades y las limitaciones del
suyo. En el otro idioma se fija uno mejor en lo que rara vez advierte en su
lengua materna, la poesía de las expresiones y los giros, las metáforas
asombrosas del habla común. Cuando regresa a su propio idioma lo ve más
nítidamente, como cuando regresa a su ciudad natal. Pocos trabajos literarios
hay tan admirables como una buena traducción. Confiamos en ellas para la mayor
parte de nuestras lecturas: Ricard San Vicente y Marta Rebón me han hecho
accesible la literatura rusa del siglo XX, y a Thomas Mann, a Kafka, a Walter
Benjamin, a Milosz, a Szymborska, solo los puedo leer traducidos. Pero leer a
Melville en inglés, por ejemplo, o a Stendhal o a Proust en francés, es uno de
los grandes placeres de mi vida. He aprendido sobre todo que hay muchas más
cosas que no sé y que me apasionan aparte de la literatura. En 1993, en la
Universidad de Virginia, donde pasé un semestre de aprendizaje y retiro, cayó
en mis manos un largo artículo de The New Yorker sobre un ciego que al recobrar
la vista perdida durante la infancia descubrió que no podía descifrar el
torbellino de las imágenes que ahora llegaban a sus ojos. Recuperó la visión,
pero durante los años de ceguera había olvidado sin remedio la capacidad de
procesar las percepciones visuales. El autor era, desde luego, Oliver Sacks.
Aquel artículo me enseñó que la ciencia, bien explicada, podía contener
maravillas más deslumbrantes que la literatura de ficción; y también que podía
haber una literatura que se ciñera escrupulosamente a lo real y fuera al mismo
tiempo precisa y poética. Más aún: que la vaguedad suele ser menos poética que
la precisión. Hace 25 años yo leía sobre todo novelas, y no tenía la sensación
de que me faltara algo, ni la curiosidad de descubrir cosas que estuvieran más
allá de esa afición que también se había convertido en mi trabajo. Ahora soy
mucho más curioso que cuando era joven. Según pasa el tiempo se me agudiza el
deseo de aprender, y no solo de los libros. Me imagino vidas alternativas, o
paralelas, o complementarias, en las que hago otras cosas; aprendo a dibujar o
a tocar el piano, estudio botánica, estudio disciplinadamente portugués, vivo
en París hasta conocerlo tan bien como conozco Madrid o Nueva York, etcétera.
Pero la vida es tan corta que la única manera que he aprendido de ensancharla
un poco es fijarme mucho en todo e imaginar otras vidas.
Secciones
Degollación de la rosa
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(13)
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Reliquias paganas
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Caballero Reynaldo
(1)
sábado, 29 de octubre de 2016
"Educación de adultos" por Antonio Muñoz Molina
domingo, 23 de octubre de 2016
"Los clásicos nos hacen críticos" por Carlos García Gual
Como señala Alfonso Berardinelli, los libros que calificamos de
“clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino ante todo
para ser leídos (Leer es un riesgo,
traducción de S. Cobo; Círculo de Tiza; Madrid, 2016). El renovado y largo fervor
de sus lectores ha dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo
largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos escritos de otros
tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han acartonado por la
distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar
prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico
debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue
escrito precisamente para él, para que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada
clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras no se han embotado con
el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se escribieron,
para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura. Leer un clásico
no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel
literario. Es decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para
llegar a captar con precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su
trasfondo de época. Más allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza
a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo
y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería decir en su origen “con
clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los
grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial,
sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la
condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y
siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces
en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que
decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador
olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música
o de otras artes).
Creo que hay dos tipos de clásicos: los universales (que mantienen
su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales
(aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua
original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y
Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica
puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido
a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Virgilio y Horacio
permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media,
y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente
son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos. Homero,
Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han
salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido. Y en su pervivencia los
clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación
no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no solo los
conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria
posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes
descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su
reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en
autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición
renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o
Fausto y Don Juan, por ejemplo). Por otra parte, también los logros de los
estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir nuevos
aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar solo un ejemplo
destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que
surgieron los poemas homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora
conocemos la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos
mucho más que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de
lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro
conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich
Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la
técnica de la épica oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario
micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un filólogo profesional, pero
con sus estupendos logros abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo
homérico. Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad
Oscura que, en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso
decisivo a la épica con el canto y culto de los héroes micénicos. Y, sin
embargo, por encima de todos esos estudios, lo esencial respecto a la
pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza narrativa de su
poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes
clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y
epítetos de larga tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta
recuenta los mitos heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda
perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la
que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como
hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas. Hay evidentemente clásicos más
fáciles de leer, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda
pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su
emotividad. Por ejemplo, la Odisea,
los poemas de Safo, Heródoto, El banquete
de Platón o El asno de oro de
Apuleyo, por citar solo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden
producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas
obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin
embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que
su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra
imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida. De
todos modos hay que reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela
asumía en la conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo
conserva, pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué
significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con
entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen
algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas
lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes de enseñanza que reducen la de
la literatura a mínimos y profesores con escasa simpatía hacia textos de otras
épocas. Muy bien lo analiza Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Arcadia; Barcelona, 2007). Por otro
lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no
frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y
raudos en diversas pantallas. Los clásicos son inactuales: justamente eso es lo
más valioso: hablan de cosas que están más allá del presente efímero, y abren
otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho más allá de lo
actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos.
Volviendo a algo ya apuntado. Leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la
escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a
subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un
curioso ejemplo es el de David Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Acento; Madrid,
1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa experiencia:
volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después de
matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté entre
los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos a
Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos
libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto
que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay
cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede intentarlo. Los clásicos
siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable.
"La virgen de los sicarios" de Fernando Vallejo
La prosa de Fernando Vallejo es tan excesiva como excesivos son sus temas, tan excesiva como excesiva es la realidad violenta de Colombia. La primera persona del narrador te acompaña, te aconseja, te escupe, te recrimina, te insulta y no permite que te apartes del mundo antipático y cruel en el que se desenvuelven los personajes. La vida no vale nada, los pobres deberían tomar cianuro, las embarazadas no tienen sentido de futuro, las balas y los gallinazos tienen más corazón que los personajes de Vallejo. Malviven, mueren acribillados, se alimentan de basuco (coca) y le rezan a María Auxiliadora, deshumanizados por la miseria y la corrupción. El colombiano utiliza un verbo deslumbrante, un tono embaucador que, a veces, angustia por su desmedida sinceridad. Con tantas citas memorables como asesinados.
"La humanidad necesita para vivir mitos y mentiras. Si uno ve la verdad escueta, se pega un tiro. Por eso, Alexis, no te recojo el revólver que se te ha caído mientras te desvestías, al quitarte los pantalones."
"Las armas de fuego han proliferado y yo digo que eso es progreso, porque es mejor morir de un tiro en el corazón que de un machetazo en la cara."
"Dicen los sociólogos que los sicarios le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievski o Dios para meterse en la mente de otros?"
"Es que yo estudié con los curitas salesianos del colegio de Sufragio. Con ellos aprendí que la relación carnal con las mujeres es el pecado de la bestialidad, que es cuando se cruza un miembro de una especie con otro de otra, como por ejemplo un burro con una vaca."
"Sin trabajo fijo, (los sicarios) se dispersaron por la ciudad y se pusieron a secuestrar, a atracar, a robar. Y sicario que trabaja solo por su cuenta y riesgo ya no es sicario: es libre empresa."
"Ha de saber Dios que todo lo ve, lo oye y lo entiende, que en su Basílica Mayor, nuestra Catedral Metropolitana, en las bancas de atrás se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana."
"De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa." Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios.
"Pastoral americana" de Philip Roth
Una familia americana modélica estalla por dentro a raíz de un atentado cometido por la hija a finales de los sesenta, en plena guerra de Vietnam. La prosa de Roth disecciona los órganos dañados de una sociedad enferma y se los presenta al lector en toda su crudeza.
"No hay engaños más habituales que los inspirados en los mayores por la nostalgia", Philip Roth, Pastoral americana.
martes, 18 de octubre de 2016
"Los libros perdidos" por Nuria Azancot
Existe una biblioteca imposible que hace
soñar a los letraheridos de todos los tiempos, nostálgicos de tantas obras
maestras perdidas en incendios, robos o por la voluntad del autor o de sus
familias.
La componen, entre otros, el libro segundo de la Poética de Aristóteles, el centenar de volúmenes arrasados de Ab urbe condita de Tito Livio (de los 142 que la componían, solo 35 han sobrevivido), el Cardenio de Shakespeare, o el primer borrador de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde: al parecer Stevenson escribió más de 30.000 palabras en tres días de escritura febril y consumo de drogas, pero su mujer, Fanny, quemó ese borrador alucinado. También los ocho títulos cuya huella rastrea el editor y ensayista italiano Giogio van Stratren en Historia de los libros perdidos, fascinado por el tema tras descubrir que la viuda del novelista Romano Bilenchi había quemado el manuscrito de una novela inédita, Il viale, que estaba entre los papeles del muerto, “como prueba de amor”.
Las memorias
nefandas de Byron
En realidad existen tantas causas y razones
para destruir un libro como autores, familias y amigos. El caso de los diarios
de Lord Byron lo demuestra. Tras su muerte en Missolongui (Grecia), en mayo de
1824, en el despacho del editor del poeta, John Murray, se reunieron su
albacea, su hermanastra (y antigua amante) Augusta Leigh, y su amigo Thomas
Moore. Todos (menos Moore) querían quemar el manuscrito de las Memorias que Byron había escrito
años atrás, y que cedió al editor por un adelanto de 2000 libras. Nunca
sabremos qué escondían, pues Leigh pagó de inmediato para evitar el escándalo,
pero Straten sospecha que más allá de la historia de su desgraciado matrimonio o
sus amores incestuosos, lo que el libro confirmaba era su homosexualidad,
en una época en que el “vicio nefando” era castigado con la horca.
El caso
Hemingway. París, 1922
Muy distinta es la historia de los
manuscritos perdidos de Hemingway. A finales de 1922, en la estación de trenes
de París, una mujer abandona de repente su compartimento para comprar una
botellita de Evian. Cuando sube de nuevo al tren, su maleta ha desaparecido. El
problema es que se trata de Hadley Richardson (la primera mujer de Ernest
Hemingway) y en la maleta están los primeros experimentos narrativos del
escritor. Una tragedia porque, con las prisas, Hadley “arrambló con todos los
papeles sin hacer ninguna selección”, copias incluidas.
La pérdida fue tal que Hemingway ofreció una recompensa a quien encontrara su maleta. De los escritos perdidos nunca se supo nada, aunque Hemingway logró recuperar un relato, devuelto por un editor que lo había rechazado. Se sabe que Gertrude Stein pudo leer otro, y que no le gustó en absoluto, lo que quizá confirme que no siempre perder un manuscrito supone una tragedia, sino un comienzo mejor.
La pérdida fue tal que Hemingway ofreció una recompensa a quien encontrara su maleta. De los escritos perdidos nunca se supo nada, aunque Hemingway logró recuperar un relato, devuelto por un editor que lo había rechazado. Se sabe que Gertrude Stein pudo leer otro, y que no le gustó en absoluto, lo que quizá confirme que no siempre perder un manuscrito supone una tragedia, sino un comienzo mejor.
El mesías y
el holocausto
También hay libros extraviados que se
convierten en fuente de inspiración para otros, como la legendaria novela El Mesías, de Bruno Schulz ((1892-1942).
Perdida en 1942 en el campo de concentración de Drohobycz, donde Schulz fuese
asesinado por un SS, David
Grossman especuló en Véase:
amor sobre su contenido y Cynthia Ozick narró en El Mesías en Estocolmo su
recuperación. Se sabe que Schulz estuvo trabajando en el libro por unas cartas
escritas entre 1934 y 1939 de las que se desprende lo importante que era la
novela. También que un amigo leyó su comienzo, que rezaba, según Van Straten,
más o menos así: “Sabes, me dijo una mañana mi madre, ha llegado el Mesías, y
está ya en el pueblo de Sambor”.
El remate de esta historia parece un relato de Le Carré: a principios de los años 90 un supuesto ex agente del KGB aseguró que en los archivos de la policía política estaba el texto mecanografiado de El Mesías. Tras examinar una página del manuscrito, el diplomático sueco que hacía de intermediario recibió el dinero para rescatar el libro en Ucrania. “Puede que recogiera el manuscrito y puede que no -explica Van Stratren-. En el viaje de regreso tuvo un accidente de automóvil, el coche se incendió y murieron tanto él como el chófer”.
El remate de esta historia parece un relato de Le Carré: a principios de los años 90 un supuesto ex agente del KGB aseguró que en los archivos de la policía política estaba el texto mecanografiado de El Mesías. Tras examinar una página del manuscrito, el diplomático sueco que hacía de intermediario recibió el dinero para rescatar el libro en Ucrania. “Puede que recogiera el manuscrito y puede que no -explica Van Stratren-. En el viaje de regreso tuvo un accidente de automóvil, el coche se incendió y murieron tanto él como el chófer”.
Entre copas
y llamas
Cuenta la leyenda que Malcolm Lowry perdió
entre copas el manuscrito de su primera novela, Ultramarina, aunque el amigo que había pasado a máquina la última
versión de la novela le devolvió la copia al carbón que había recuperado de la
basura de casa del escritor. Peor fortuna corrió la única copia existente de In ballast to the White Sea, novela en
la que Lowry había trabajado durante nueve años y que ardió en el incendio
de la cabaña en la que vivía desde 1940, sin luz ni agua corriente.
Incapaz de comenzar de nuevo tras casi una década de trabajo, se conservan algunos fragmentos, custodiados como “santas reliquias”, según Von Straten, en la Universidad de la British Columbia: pequeños pedazos de papel con los bordes quemados, como los mapas de un tesoro.
Sylvia
Plath, la poeta de cristal
La suerte de los inéditos de Sylvia Plath,
mitificada tras su suicidio, quedó en manos de su marido Ted Hughes, del que se
estaba separando. Abrumado por la culpa, Hughes se encontró con los Diarios de la poeta y decidió destruir
sus últimos meses, para no hacer sufrir a sus hijos. No resolvió, en cambio, el
misterio de la novela Double exposure,
perdida, según Hughes, “en algún lugar en los años setenta”, pero sí preparó la
edición de Ariel, el libro que asentó
la fama póstuma de la poeta.
Su caso confirma algo que también apunta Van Straten: los libros perdidos tienen algo único, “nos dejan a nosotros, los lectores, la posibilidad de imaginarlos, de contarlos, de reinventarlos”.
domingo, 16 de octubre de 2016
"PJ Harvey: réplica a Telémaco" por Alejandro Basteiro
(...)La historia de Casandra, registrada en las epopeyas de Homero y Virgilio,
también alimenta la idea de que nuestra cultura es intolerante a la
intervención de las mujeres en política y misógina desde la raíz. El
dios Apolo concedió a Casandra el don de predecir el futuro, pero después de
que ella le diera calabazas la maldijo para que nadie creyera una palabra suya.
Lo hizo, atención, escupiéndole un salivazo en la boca. Los troyanos, incluida su
familia, empezaron a tratar a Casandra de orate y no hacían ni puñetero caso de
sus predicciones, ni siquiera cuando advirtió que la yegua que los griegos
habían dejado en la puerta estaba preñada de catástrofe. La consecuente
destrucción de Troya también desencadenó el final de Casandra, empezando por su
violación y secuestro. No conviene olvidar que la caída en desgracia de un
héroe de la mitología clásica rara vez obedece al azar. Hablando rápido y mal,
Casandra fue castigada por lenguatera.
El pintor inglés Solomon Joseph Solomon ofreció su
visión de esta historia en el lienzo La
violación de Casandra (sugiero que se acompañe la lectura de los
siguientes párrafos con el corte 12 del disco Rid of Me de PJ Harvey,
titulado «Me-Jane»).
El cuadro de Solomon recrea el asalto de Ajax el Menor sobre la princesa de
Troya, que hace un intento desesperado por no perder contacto con la efigie de
Atenea para permanecer bajo su protección. La obra es espectacular, aunque algo
disparatada desde el punto de vista de la física: tanto el asentamiento de los
pies del soldado griego como el del brasero volcado de la parte inferior son
deficientes. El escorzo del paño enganchado al pie de la estatua tampoco es muy
verosímil. Pero lo más interesante de esta pintura es el contraste entre el
físico de Ajax y su cara de pánfilo irredento. La pose se adelanta varias
décadas al estereotipo superheroico de los comic-books americanos: el
tórax erizado y el ángulo del puño derecho, junto con los pies mal anclados y
el remolino de la capa, le dan ese aire clásico (ahora, no entonces) de
Superman aparcado en gravedad cero. Su gesto, sin embargo, es de aburrimiento,
como el de una mula que ha pasado el día allombando sacos de cemento. Sorprende
esa distensión burocrática, casi oligofrénica, pero sobre todo ofende que la
obra sirva para glorificar la anatomía masculina cuando sabemos que esta viñeta
se resuelve con una violación. Curiosamente, la mise en scène se
repite en otra obra principal de Solomon, que años después pintó un san Jorge
en plena faena, rejoneando al dragón con la mano derecha mientras aúpa a una
mujer, otra princesa, con la izquierda. A pesar del paralelismo, podría parecer
que no hay lugar para una comparación moral entre los dos cuadros: en uno sale
un héroe, en el otro un villano. San Jorge está rescatando a Sabra mientras que
Ajax se dispone a abusar de Casandra en presencia de su diosa, pero os animo a
observar la actitud idéntica de los dos supermachos y el papel de bulto
transportable de ambas damiselas, y después a buscar similitudes entre uno y
otro desenlace.
El riff de «Me-Jane», contundente y flexible como una
fusta, es uno de los mejores que ha escrito PJ Harvey. El color tribal de la
percusión y la voz que aparece por detrás del último estribillo son solo dos de
muchos elementos memorables que adornan la canción. La letra relata los
esfuerzos de una mujer doblada de dolores menstruales por mantener a raya a su
correspondiente Tarzán, un Maciste sobreexcitado e incapaz de ensillar sus
instintos. Mientras Tarzán se columpia («Aparta de ahí, ¿no ves que estoy sangrando?»)
Jane dibuja una línea en la arena: no intentes domarme como si fuera un animal.
No soy un potro de gimnasia para que me saltes encima («Estoy intentando
encontrarles sentido a tus gritos»). Hace tiempo que asocio el gesto de
desconexión del Ajax de Solomon con la pesadez machuna del Tarzán de PJ Harvey,
y ambos con la retribución de humildad debida a la mujer por una afrenta tan
vieja como la palabra escrita (mínimo) y la responsabilidad que tienen músicos,
escritores y artistas contemporáneos de hacer aportaciones cabales en favor de
una narrativa popular más equilibrada. La Jane de PJ Harvey es un recordatorio
muy eficaz de que la oposición activa es necesaria para que el privilegio se
haga visible incluso ante los ojos de necios y tarzanes.
Desde algunos frentes se defiende que la militancia feminista no
es cuestión de carné sino de conciencia, pero PJ Harvey siempre ha rechazado de
forma explícita su adhesión. En consecuencia, hay gente que se ha sentido
inspirada por su personaje y su obra para criticarla a continuación por sus
palabras. Es interesante, sin embargo, considerar su aportación desde fuera del
perímetro ideológico, como alfa de una generación de músicos en la que la
visibilidad, como casi siempre, estaba muy cara para las mujeres. Ella fue el
talento natural que cortó el nudo gordiano sin romper a sudar, la aspirante que
se ganó el derecho a reinar sacando la espada de la piedra como si fuera un
cuchillo hincado en un melón. «Prefiero hacer cosas en vez de pensar en ellas»,
decía durante aquellos primeros años. Con el paso del tiempo se ha convertido
en una figura de culto, con una puesta en escena mucho más sobria y un discurso
más sosegado, pero su muthos sigue siendo claro y preciso. Hace poco
lo demostró recitando el
poema Ningún hombre es una isla, de John Donne, como
comentario personal a la salida del Reino Unido de la Unión Europea. A pesar de
lo engañoso del contexto (caben muchos matices), no son tantas las
oportunidades que tenemos de ver a una mujer siendo ovacionada por un statement
de contenido político. El miasma sexista todavía es una realidad y las afecta a
todas de una u otra forma, pero en el contexto de una industria especializada
en banalizar todo lo que toca pocas voces demandan tanta atención y respeto del
público como la de Polly Jean Harvey.
sábado, 15 de octubre de 2016
Sánchez Ferlosio dixit
Nadie como Ferlosio ha sabido escrutar las entrañas de las tradiciones:
“Predicar una nueva fe entre practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego, ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento, porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa indignación”
“Predicar una nueva fe entre practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego, ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento, porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa indignación”
"Ante la santa indignación" por José Andrés Rojo
Algo hay de voz que truena en los artículos
periodísticos de Rafael
Sánchez Ferlosio, pero solo algo. Porque también hay humor y esa
actitud, un tanto traviesa, del que va a entrar en distintas materias para
hurgar en sus recovecos y molestar. Ferlosio parte habitualmente del enfado que
le produce el mal uso de las palabras y de toda esa parafernalia de la que se
sirven cuantos se afanan en poner en circulación mercancías fraudulentas. Le
molesta que se llame encuentro a lo que, en todo caso, fue un encontronazo
entre culturas cuando se produjo el descubrimiento de América. Le molestan los
nacionalismos que sostienen sus diferencias en la imposición de los rituales
que las consagran (abomina de la identidad). Le molesta que el terror pretenda
exhibir unos objetivos cuando se sostiene en el culto de los medios, las gestas
del terrorista. Le molesta el victimato que se engalana de medallas
postizas. Le molesta que se exhiba la cultura como un escaparate mientras se
mutilan los medios para que se difunda. Le molesta toparse una y otra vez con
los ortegajos de Ortega. Así que esa voz truena, pero luego cuando va
entrando en materia es la escritura la que marca el paso, y es esa escritura la
que va incorporando —en sus largas frases llenas de subordinadas—
observaciones, referencias, hallazgos, bromas o sugerencias que convierten cada
pieza en un lugar donde la batería de argumentos termina por desnudar todas las
astucias con las que se van levantando los falsos ídolos de nuestro tiempo.
Salvo acaso en lo que se refiere a ETA y a los GAL, que han dejado ya de
ocupar las primeras páginas, las reflexiones de Ferlosio siguen retratando con
agudeza e inteligencia las miserias —políticas, sociales, ideológicas y
culturales— de este país. Pero ni siquiera vale la salvedad: sus apuntes sobre
la naturaleza del terrorismo resultan hoy indispensables para entender mejor
esta época de terror. Ferlosio, sin embargo, no se engaña, y reconoce con una
lucidez melancólica la inutilidad de su trabajo: “Predicar una nueva fe entre
practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un
propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo
entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no
solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego,
ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento,
porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa
indignación”. Los dioses patrios son de distinta especie, pero ese fervor
infantiloide con que en estos días se celebran las posiciones propias como la
mayor conquista permanece intacto, si no exacerbado. Haber convertido la
corrupción en uno de los grandes espectáculos políticos y televisivos ha venido
a confirmar lo que ya criticaba en 1990: “El escándalo, lejos de ser estímulo
liberador que incite a los particulares a irrumpir hacia los negocios públicos,
funciona justamente como un opio que les permite conformarse, sin saberlo, con
su privacidad”. Luego está esa manía de convertir la actividad política en una
“huera y redundante contienda entre sujetos” mientras, como afirmaba en 2002,
“su genuino objeto, el trato con las cosas, quedaría abandonado a la
incompetencia y al azar”. Y, bueno, Ferlosio no oculta el malestar que le
produce todo aquel que “bramando enardecido en santa ira” no duda en apurar
“hasta la última gota la ocasión de cargarse de razón".
Gastos, disgustos y tiempo perdido recoge las colaboraciones
periodísticas de Ferlosio (las hay de 1962, pero cubren sobre todo el periodo
que va de 1978 a 2012, algunas de ellas excepcionalmente largas) y muestra sus
variados registros, sobre todo el de articulista, pero hay también crónicas
políticas y taurinas, un reportaje y una entrevista; incorpora algún prólogo y
algún pregón, e incluye su ensayo crítico sobre la conquista de América, Esas Indias equivocadas y malditas.
Algunas expresiones afortunadas, como esa de “la santa indignación” o como las
de “cargarse de razón”, “sentimiento justiciero”, “victimato” o “barniz de
monumentalina”, van emergiendo a lo largo de sus aproximaciones a un puñado de
cuestiones: los nacionalismos, el terrorismo, las fiebres identitarias, el
fariseísmo político y social, el papel del Ejército y la policía en la naciente
democracia española, la omnipresente razón de Estado, la concepción de la
cultura como patrimonio, la corrupción. La época de Suárez, la llegada de los
socialistas y su deriva posterior hasta aterrizar en la infamia del dóberman,
el triunfo de Aznar, las cosas de Zapatero: Ferlosio va ofreciendo un
sofisticado y brillante diagnóstico sobre la historia reciente de España. Nada
le es ajeno, ni el caso Miró, ni las cuitas del GAL, ni el narcicismo abertxale, ni
siquiera la bobalicona entrega de Nancy Reagan a la
elección de su marido como presidente de Estados Unidos. Hay tantas joyas que
solo vienen a confirmar que la mejor literatura está también en los periódicos.
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