Existe una biblioteca imposible que hace
soñar a los letraheridos de todos los tiempos, nostálgicos de tantas obras
maestras perdidas en incendios, robos o por la voluntad del autor o de sus
familias.
La componen, entre otros, el libro segundo de la Poética de Aristóteles, el centenar de volúmenes arrasados de Ab urbe condita de Tito Livio (de los 142 que la componían, solo 35 han sobrevivido), el Cardenio de Shakespeare, o el primer borrador de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde: al parecer Stevenson escribió más de 30.000 palabras en tres días de escritura febril y consumo de drogas, pero su mujer, Fanny, quemó ese borrador alucinado. También los ocho títulos cuya huella rastrea el editor y ensayista italiano Giogio van Stratren en Historia de los libros perdidos, fascinado por el tema tras descubrir que la viuda del novelista Romano Bilenchi había quemado el manuscrito de una novela inédita, Il viale, que estaba entre los papeles del muerto, “como prueba de amor”.
Las memorias
nefandas de Byron
En realidad existen tantas causas y razones
para destruir un libro como autores, familias y amigos. El caso de los diarios
de Lord Byron lo demuestra. Tras su muerte en Missolongui (Grecia), en mayo de
1824, en el despacho del editor del poeta, John Murray, se reunieron su
albacea, su hermanastra (y antigua amante) Augusta Leigh, y su amigo Thomas
Moore. Todos (menos Moore) querían quemar el manuscrito de las Memorias que Byron había escrito
años atrás, y que cedió al editor por un adelanto de 2000 libras. Nunca
sabremos qué escondían, pues Leigh pagó de inmediato para evitar el escándalo,
pero Straten sospecha que más allá de la historia de su desgraciado matrimonio o
sus amores incestuosos, lo que el libro confirmaba era su homosexualidad,
en una época en que el “vicio nefando” era castigado con la horca.
El caso
Hemingway. París, 1922
Muy distinta es la historia de los
manuscritos perdidos de Hemingway. A finales de 1922, en la estación de trenes
de París, una mujer abandona de repente su compartimento para comprar una
botellita de Evian. Cuando sube de nuevo al tren, su maleta ha desaparecido. El
problema es que se trata de Hadley Richardson (la primera mujer de Ernest
Hemingway) y en la maleta están los primeros experimentos narrativos del
escritor. Una tragedia porque, con las prisas, Hadley “arrambló con todos los
papeles sin hacer ninguna selección”, copias incluidas.
La pérdida fue tal que Hemingway ofreció una recompensa a quien encontrara su maleta. De los escritos perdidos nunca se supo nada, aunque Hemingway logró recuperar un relato, devuelto por un editor que lo había rechazado. Se sabe que Gertrude Stein pudo leer otro, y que no le gustó en absoluto, lo que quizá confirme que no siempre perder un manuscrito supone una tragedia, sino un comienzo mejor.
La pérdida fue tal que Hemingway ofreció una recompensa a quien encontrara su maleta. De los escritos perdidos nunca se supo nada, aunque Hemingway logró recuperar un relato, devuelto por un editor que lo había rechazado. Se sabe que Gertrude Stein pudo leer otro, y que no le gustó en absoluto, lo que quizá confirme que no siempre perder un manuscrito supone una tragedia, sino un comienzo mejor.
El mesías y
el holocausto
También hay libros extraviados que se
convierten en fuente de inspiración para otros, como la legendaria novela El Mesías, de Bruno Schulz ((1892-1942).
Perdida en 1942 en el campo de concentración de Drohobycz, donde Schulz fuese
asesinado por un SS, David
Grossman especuló en Véase:
amor sobre su contenido y Cynthia Ozick narró en El Mesías en Estocolmo su
recuperación. Se sabe que Schulz estuvo trabajando en el libro por unas cartas
escritas entre 1934 y 1939 de las que se desprende lo importante que era la
novela. También que un amigo leyó su comienzo, que rezaba, según Van Straten,
más o menos así: “Sabes, me dijo una mañana mi madre, ha llegado el Mesías, y
está ya en el pueblo de Sambor”.
El remate de esta historia parece un relato de Le Carré: a principios de los años 90 un supuesto ex agente del KGB aseguró que en los archivos de la policía política estaba el texto mecanografiado de El Mesías. Tras examinar una página del manuscrito, el diplomático sueco que hacía de intermediario recibió el dinero para rescatar el libro en Ucrania. “Puede que recogiera el manuscrito y puede que no -explica Van Stratren-. En el viaje de regreso tuvo un accidente de automóvil, el coche se incendió y murieron tanto él como el chófer”.
El remate de esta historia parece un relato de Le Carré: a principios de los años 90 un supuesto ex agente del KGB aseguró que en los archivos de la policía política estaba el texto mecanografiado de El Mesías. Tras examinar una página del manuscrito, el diplomático sueco que hacía de intermediario recibió el dinero para rescatar el libro en Ucrania. “Puede que recogiera el manuscrito y puede que no -explica Van Stratren-. En el viaje de regreso tuvo un accidente de automóvil, el coche se incendió y murieron tanto él como el chófer”.
Entre copas
y llamas
Cuenta la leyenda que Malcolm Lowry perdió
entre copas el manuscrito de su primera novela, Ultramarina, aunque el amigo que había pasado a máquina la última
versión de la novela le devolvió la copia al carbón que había recuperado de la
basura de casa del escritor. Peor fortuna corrió la única copia existente de In ballast to the White Sea, novela en
la que Lowry había trabajado durante nueve años y que ardió en el incendio
de la cabaña en la que vivía desde 1940, sin luz ni agua corriente.
Incapaz de comenzar de nuevo tras casi una década de trabajo, se conservan algunos fragmentos, custodiados como “santas reliquias”, según Von Straten, en la Universidad de la British Columbia: pequeños pedazos de papel con los bordes quemados, como los mapas de un tesoro.
Sylvia
Plath, la poeta de cristal
La suerte de los inéditos de Sylvia Plath,
mitificada tras su suicidio, quedó en manos de su marido Ted Hughes, del que se
estaba separando. Abrumado por la culpa, Hughes se encontró con los Diarios de la poeta y decidió destruir
sus últimos meses, para no hacer sufrir a sus hijos. No resolvió, en cambio, el
misterio de la novela Double exposure,
perdida, según Hughes, “en algún lugar en los años setenta”, pero sí preparó la
edición de Ariel, el libro que asentó
la fama póstuma de la poeta.
Su caso confirma algo que también apunta Van Straten: los libros perdidos tienen algo único, “nos dejan a nosotros, los lectores, la posibilidad de imaginarlos, de contarlos, de reinventarlos”.
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