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jueves, 4 de julio de 2013
Sin palabras
Se encontró con la ruina,
con la sola esposa de la mañana
y volvíó con ella a su noche
y labró con ella surcos de angustia.
Se hace pronto la tarde
y nadie nos recoge de la mano,
partimos hacia el crepúsculo
como abejas ebrias de polen
y ya no hay nada,
ni siquiera remos en la montaña,
ni siquiera labios en el horizonte.
Despídete sin palabras,
sin doblegar la voluntad de la lluvia,
despídete sin lágrimas,
diluyéndote en la espesura de las sombras.
No hables, despídete sin palabras.
domingo, 23 de junio de 2013
Final de "La conciencia de Zeno" de Italo Svevo
El final de la novela de Italo Svevo, "La conciencia de Zeno", publicada en 1926, ofrece una especie de profecía irónica con una clarividencia de visionario que asusta por su acierto:
"Tal vez gracias a una catástrofe inaudita, producida por los instrumentos, volvamos a la salud. Cuando no basten los gases venenosos, un hombre hecho como los demás, en el secreto de una habitación de este mundo, inventará un explosivo inigualable, en comparación con el cual los explosivos existentes en la actualidad serán considerados juguetes inofensivos. Y otro hombre hecho también como todos los demás, pero un poco más enfermo que ellos, robará dicho explosivo y se situará en el centro de la Tierra para colocarlo en el punto en que su efecto pueda ser máximo. Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la Tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades."
martes, 18 de junio de 2013
"Fábula de la génesis de una novela" (Bilis, historia para un solo lector)
Soñé durante varias noches que yo era mi padre, que mi padre era mi abuelo, que mi abuelo era mi
bisabuelo, que mi bisabuelo era mi tatarabuelo, que todos éramos el mismo. Nos encontrábamos en medio de un páramo yermo, solo se oía el sonido del viento y me asomaba a un
precipicio en cuyo fondo se alojaban las carcasas de mi familia, las camisas de
serpiente de las que se habían despojado mis antepasados para introducirse en
el cuerpo nuevo de sus hijos. Mi abuelo tiraba esa cáscara de piel arrugada al
fondo del abismo y se metía dentro del cuerpo de mi padre, mi padre hacía lo
mismo y se metía dentro de mí. Formábamos una cola interminable que acababa en
el borde del precipicio. Al abrirse el plano del sueño (siempre sueño con más
de una cámara), comprobé que no era solo la fila de nuestra familia la que
estaba allí, todo el páramo estaba lleno de columnas de hombres que esperaban
su turno para ser poseídos por sus antecesores y así asomarse al borde del precipicio.
Una vez que mi
padre entró en mí, un enano con cascabeles me estampó un sello de tinta en la
frente: la cédula necesaria para identificarme como miembro terminado. Ejercían de empleados del sueño, se movían por el páramo como
ratas nerviosas que presienten el fuego. Dos de ellos me arrastraron hasta una
habitación estrecha, oscura, en la que tuve que agacharme para entrar. Me
sentaron en una silla metálica y a modo de interrogatorio de serie policíaca
comenzaron no a sacarme información sino a darme instrucciones: me ordenaron que olvidara todo lo que mi padre había sido, que abandonara la idea que se
impone cuando uno madura (que la vida tiene poco sentido). Yo ya era mi padre, yo ya era el viejo que mi
padre era (me lo confirmaba el espejo) pero no debía mostrarlo. Había que dotar
de sentido a lo que me quedaba por vivir (así me lo ordenaban los enanos). Los putos enanos daban vueltas a mi
alrededor, se subían a la mesa, me abofeteaban con saña, sonaban los cascabeles
cada vez que me clavaban su mano abierta sobre la cara y me instaban una y otra
vez a que odiara todo lo que mi padre me había inoculado. Utilizaron medios
mecánicos de persuasión, al modo de La naranja mecánica (mis sueños son muy cinematográficos). Me obligaban a ver
proyecciones de la vida de mi padre, de mi vida, para que las odiara, para que
las olvidara, para que no formaran parte de toda esa absurda montaña de
herencias transmitidas a través de la suplantación física.
Desperté, me
había caído de la cama, sudaba mucho, abrí los ojos y comprobé que estaba en mi
habitación. Oí unos cascabeles que se perdían por la escalera, bajé tras ellos.
Me guio su sonido hasta el despacho y comencé a escribir “Bilis”.
Mi padre ya
estaba en mí, solo hay que leer el primer capítulo de la novela para comprobarlo. La primera
frase es, con poquísimas variaciones, la que diría mi padre poco antes de morir
un año después: “El día que murió mi padre me cagué en Dios hasta que se me
rajó el paladar”. Escribía yo, pero era realmente mi padre el que lo hacía recordando a su vez la muerte del suyo.
Continué en ese
trance durante meses, inventando los recuerdos de mi padre o quizá no. Es posible que las amenazas de los duendes no surtieran efecto y las historias se atuvieran a una realidad de la que ni siquiera yo era consciente. Que escribiera al dictado del que me suplantaba creyendo que escribía ficción cuando no eran sino recuerdos de alguien que no era yo.
Los malditos enanos me visitaban todas las tardes, me exigían coherencia en el relato y me apartaban de la desorganizada realidad. No los veía, oía sus cascabeles alrededor
de la mesa del despacho. Notaba cómo me estiraban las orejas, cómo me metían
los dedos en los ojos, cómo me apretaban las sienes con sus puños de muñecas de
feria. Y me confundían el relato, me sacaban de mi padre para que no fuera él,
para que se convirtiera en Marcelo Atienza, el protagonista final de mi novela.
El orden narrativo fue dejando poco a poco
la vida de mi padre de lado. O era él mismo poseído por su padre quien se había adueñado del relato. Todo se confundía en un juego de perspectivas que interponía un espejo a otro. Los puñeteros enanos se exasperaban, se ofendían, me dañaban. Veían cómo Marcelo Atienza (la imagen de mi padre) se apropiaba del relato y volcaba la memoria de mi abuelo hasta provocar su desgarro: lo rememora, lo idealiza, lo vuelve personaje legendario, lo convierte en
alguien que tampoco era él.
"Veo a mi padre hablando de la admiración de los parisienses ante el
esplendor de Naná en el hipódromo del Bois de Boulogne, mientras sorbo absenta
de un medio cráneo desportillado. Se desliza el discurso de su admiración con
una parsimonia densa, mastica las palabras, se atusa el pelo y, en el cuento de
la carrera final (…), unas gotas de brillantina perlan sus sienes morenas.
Ladea la cabeza para mirarme, pero no parece verme. Mi transparencia me pone
nervioso. Intento agarrarlo de la manga, quiero tirar de las solapas de su
chaqueta, pero no consigo alcanzarlo (…) El aceite sigue chorreando, cada vez
con mayor caudal, por el rostro de mi padre. Detiene el discurso para enjugarse
la brillantina con un pañuelo blanquísimo. Nos encontramos solos, él y yo. No
se oye ningún ruido, ni siquiera hay nadie tras la barra. Su voz reverbera en
la botillería empolvada y vuelve a mis oídos envuelta en un timbre cristalino
que no recordaba. Tengo la sensación de haberme trasladado a los días en que yo
no lo conocí, a aquellos momentos sobre los que tantas leyendas había forjado.
Leo sus labios con el placer de verle narrar el triunfo de Naná (…). Tantas
veces había pasado sobre ese pasaje que casi lo recito a coro con la voz
empastada de Melquiades. Transfigurado por la copiosidad del ungüento que le rezuma
de la cabeza, sigo su letanía narrativa hasta que el uniforme de lona de un
guardiacivil se interpone entre nosotros. No puedo ver su rostro, las cinchas
acharoladas que le ciñen la guerrera chirrían hasta dañarme los oídos. Lo
prende por los sobacos y lo saca a rastras de aquella sala luminosa que poco a
poco se va apagando como una lámpara de gas agotada".
La narración
se convierte en una lucha a muerte entre el recuerdo del pasado y los putos
enanos que no paran de incordiar y agitar sus cascabeles encima del teclado
del ordenador. Es un duelo parricida de hijos en rememoración imposible de la vida de sus padres, es la historia sempiterna del miedo al olvido. El almacén de ultramarinos, escenario de la memoria, se desmorona sin remedio en los rincones del recuerdo, herido por los bocados voraces de las ratas.
Todo se disloca en detrimento de la memoria. No hay manera de recuperar el pasado , como no hay forma de reconstruir las paredes de tierra asoladas por los roedores. La ficción y la realidad se revuelcan en la misma
cama, se aman, se odian, se escupen, se lamen, se hacen de todo.
No tenía
especial interés en contar una historia de posguerra, es más, me repelía esa
época para enmarcar una historia. Pero seguía el mandato del sueño: una especie de encargo
sentimental que no podía eludir. La realidad se me escurría entre los dedos, se
me deshacía, me la machacaban esos putos enanos saltarines que no me permitían
hablar con fidelidad del pasado. La ficción iba ganando terreno, se adueñaba del relato. Quedaban como testimonios de la memoria los
escenarios, las descripciones del almacén, del baile, de las calles, de las
fiestas, del sórdido ambiente de la época, de los personajes amputados por el
silencio de posguerra, pero la narración seguía el dictado de los cascabeles de
los enanos. No había manera de que los recuerdos
engarzaran una historia coherente. Los puñeteros enanos me obligaron a echar
mano de la ficción, del sueño, del imaginario descabellado para construir la
historia.
Desde
luego, el intento de “Bilis” no ha sido reconstruir una anécdota del pasado, ni
por supuesto reclamar ninguna deuda que yo tuviera con él (quizás sí mi padre y
los que vivieron la maldición del silencio). El mismo relato me llevó sobre su
propia tesis: el pasado no se puede recobrar en el recuerdo, se nos deshace
como esas paredes de arena de la trastienda. Es nuestra imaginación la que
inventa el pasado y lo convierte a su antojo en lo que ella quiere.
martes, 11 de junio de 2013
"La dolce vita" : quarto giorno, "Un vía crucis con Emmanuelle". Crónicas romanas.
Último día en Roma. Los cielos se han calmado y luce un sol espléndido dispuesto a despedirnos con todos los honores. La libertad que hemos dado a los chicos renueva nuestras fuerzas, aunque sean ya muchos los kilómetros que entorpecen nuestras piernas. Al llegar a la explanada en donde se yergue San Juan de Letrán, la luz ruge tan furiosa que nos parece oír ritmos caribeños mezclados con las letanías de las misas del Corpus. Pero no es un espejismo, realmente en las puertas del templo se dispone un escenario de donde sale la alegría contagiosa de los ritmos salseros. Chicos y chicas de una escuela de baile le dan vida a la imponente fachada de la primera basílica católica. Las esculturas que coronan el atrio neoclásico parecen bailar también sobre sus peanas de granito. Al penetrar en la frescura del templo, se amortiguan los ritmos cubanos para ser sustituidos por coros mortuorios de eunucos encarnados que empapan las bóvedas con rancias melodías. El contraste de la alegría del sol y de los bailes con la angustia de las imágenes y de los cánticos corales es una fiel metáfora de la muerte y de la vida. Impresionan las dimensiones de la nave y la magnificencia de las esculturas que representan a los fundadores de la Iglesia. Una sensación parecida sentimos al penetrar en Santa Mª la Mayor. Vaya peregrinación, nunca había tenido un domingo tan santo desde que mi madre me llevara a la iglesia de mi pueblo para tomar la comunión. Incluso nos topamos con los fastos finales de la misa del Corpus en la que la púrpura y el dorado de los casullones es tan obscena como el trono en el que Emmanuelle presentaba su película más escandalosa en los años 70. Los obispos muestran sus mitras, sus báculos, se levantan y comienzan la procesión dentro del templo, seguidos de una comitiva de militares con tricornio antiguo. Me parece haber entrado en una pelíicula tan rancia que apenas puedo dar crédito de lo que estamos viviendo. En cualquier momento, por cualquier rincón de la iglesia pueden cobrar vida todas las momias de papas, santones y curas enterrados en ese antro y levantarse para llevarnos con ellos. La luz de nuevo nos da un respiro, pero corto. Para terminar el vía crucis volvemos al Vaticano. Allí ríos y ríos de masa vuelven de una nueva sesión papal. Me siento realmente extraño, como en aquella película (y vuelvo al cine de los 70) en que una chica comienza a descubrir su sexualidad y todo se le vuelve sucio, hasta las tabletas de su falda. No buscamos los templos, sino el lugar en donde comimos unos tagliagolo que nos deleitaron con más fuerza que los museos vaticanos. Pero el domingo en los alrededores de la Plaza de San Pedro nada es lo mismo. Nos han cambiado el menú, la masa no permite cocinar con el sosiego que merecen esas comidas elaboradas, y nos defrauda la comida que los domingos reservan para los fieles fervorosos de las hostias y los sudores.
Por la tarde en el Palacio Borghese y en sus jardines disfrutamos de una jornada de puro arte. Aquí sí podemos gozar con la placidez de la contemplación. En las salas del palacio se dispone una colección de muy buen gusto, sin masificaciones, preparada para que un esteta se deleite con las delicias del arte sin prisa. En El rapto de Proserpina los dedos del fauno hollan los muslos de la ninfa para hacernos creer que el mármol es tan maleable y vivo como la carne deseada. Dafne se transforma en laurel de piedra ante la vista aterrada de un Apolo desconcertado. Los sátiros aparecen por todos los rincones con sus orejas afiladas de duendes pícaros, así como las ninfas desnudas, para contrarrestar el empacho de sotanas e incienso que habíamos recibido por la mañana. Seguro que en una de estas habitaciones, escondido, está uno de los Borghese esperando a que nos vayamos para seguir disfrutando de su palacio con el brillo de la lujuria tensando sus ojos repletos de sexo. A la salida, de nuevo el señor Peronni nos solaza del calor y nos relaja sobre un banco desde el que vemos correr a los muchachos por la hierba y rodar a los triciclos sobre el pavimento.
La última cena, cerca de la Vía Veneto. Los chicos vuelven a alardear de su capacidad para el alboroto y la alegría. Volvemos hasta la Plaza de España y la Fontana de Trevi para completar un final circular, agotador y espléndido con una grappa ardiente que nos deja el regusto de un viaje extenuante, sin términos medios, con primeros y segundos planos.
viernes, 7 de junio de 2013
"La dolce vita": Crónicas romanas (terze giorno), "Bermudas empapadas"
La tercera mañana en Roma nos amenaza con hacernos caer el cielo sobre nuestras cabezas. Las nubes oscuras se ciernen con aspecto amenazante en la puerta del hotel. Los adolescentes son ajenos a los signos de las tempestades externas. En cuanto la mayoría ve que las dos cabecillas visten pantalones cortos y blusas de gasa, los demás suben a las habitaciones para embutirse en sus mejores galas. Jupiter disfruta de lo lindo con ellos, descarga toda su furia sobre las piernas desnudas de las muchachas y sobre los hombros ateridos de ellos. Se ríe, como lo hacen los dioses cachondos cuando contemplan la ignorancia de los atrevidos. En la boca del Coliseo, las muchachas y muchachos se azoran por agenciarse paraguas y chubasqueros que hacen de ellos figuras patéticas, envases de plástico vulgar ocultan sus mejores galas y el rey de los pantalones cortos y las camisetas de 300 euros tiene que recurrir a la textura de la bolsa de basura.
Andrea, un guía barbado y joven, de fácil verbo, nos deleita con historias bajo la lluvia torrencial que nos sustraen de la modernidad de los paraguas indios y nos trasladan al mundo de Augusto. Historias humanas de gladiadores que desafían a las del del cine de Hollywood, emperadores revividos, la arena del Coliseo convertida en selva africana para ocultar a los condenados que se defienden del león con una lanza temblona, la piedra mojada nos avisa de que nada es lo que parece, los 55.000 espectadores vociferan para salvar al gladiador que se ha comportado con fiereza en el ruedo, el Coliseo es una antigua plaza de toros donde no solo se juega la vida de un animal, todo se vuelve vivo, a pesar de la puñetera cruz que muestra postiza el imperio de la Iglesia incluso en ese escenario antiguo de paganos. Revivimos bajo la lluvia el salvaje ritmo de la vida primitiva, el pálpito de un ritmo distinto al de la vida moderna, tan sosegada, tan moderada. Ascendemos hasta una colina y el cielo descarga contra nosotros toda su furia y a pesar de todo, no es capaz de limpiar la masa de turistas que ensucia las calles de Roma, ni siquiera puede con los jóvenes que desean desprenderse del yugo de la visita guiada. En San Pietro in Víncoli nos esperan las cadenas de San Pedro, las cadenas que enganchan a toda ese rebaño sumiso que atesta el Vaticano para comprar todos los rosarios de plástico que puedan ofrecerse en las tiendas de la banalidad espiritual. Y escondida en un rincón (aparece cuando una moneda de un feligrés la ilumina) de repente se muestra el Moisés de Miguel Ángel, una nueva maravilla ante la que se nos cae la baba de incautos mortales. Andrea nos dice que la escultura estaba destinada para la tumba de un Papa, pero uno no se acostumbra a ver las obras de este genio con objetividad. Se derrumban todas las nociones de experto y adoramos la pericia inefable del hombre que no era hombre. Las imágenes de Miguel Ángel nos trasladan a otro mundo, es un impacto que nos saca de nuestra miseria cotidiana y nos eleva a la esencia de la BELLEZA, así con mayúsculas, porque no sé explicarlo con metáforas. Mientras tanto, Mariola sigue embutida en plástico transparente y muestra frustrada su rostro de gala a través del óvalo de la vulgaridad hindú.
En los foros las historias de Andrea repican sobre los paraguas junto con las gotas de lluvia: orgías, bacanales, vestales que entregan su virginidad de treinta años por una vida muelle, los chicos se despistan entre las nubes. Las lápidas de las calles nos van marcando un camino de cabras que lamemos con el delirio del que desea recuperar el pasado. La columnas en soledad nos avisan del maltrato de los tiempos. Despedimos a Andrea entre lluvia, nostalgia y frustración.
En los museos capitolinos vuelve la intensidad del pasado a hostigar a algunos. Los muchachos se han hartado de tanta nostalgia.
En el Trastévere vuelven las controversias acerca de las fachadas romanas que podrían convertirse en edificios de Albacete. Un bar humilde ofrece humilde refugio y cerveza consoladora a nuestros cansados pasos.
De vuelta al hotel, derrengados y ahogados por la lluvia y por las ruinas, subimos a las habitaciones para encontrar el descanso necesario. En la habitación donde se nos aparece todas las mañanas Ronaldo en calzoncillos, los duendes han hurtado mi cama y la han convertido en un catre de servicio militar. Me siento sobre él para comprobar su consistencia y se hunden dos costillas. Me echan de la habitación de Ronaldo, no podré ver el amanecer con la imagen del ángel en calzoncillos, como si un diablo embaucador hubiera preparado los acontecimientos para tener el privilegio de quedarse a solas con el Mesías. Maldita parada del destino.
miércoles, 5 de junio de 2013
"La dolce vita" (Crónicas romanas-secondo giorno): "El arcángel Ronaldo y Roma podría ser Albacete"
El segundo día en Roma nos confirma la revelación: nada más levantarnos, se abre la puerta del baño y aparece un ángel para anunciarnos la buena nueva, no se trata del arcángel Gabriel, sino de un émulo vestido con la camiseta de Ronaldo y en calzoncillos. Su impoluta blancura nos avisa de su confraternidad papal, y de que ha llegado el Mesías de nuestra nueva religión.
La masa es una hidra informe que se mueve con pesadez por los lugares turísticos, provista de todo tipo de artefactos con luces estira sus tentáculos en el vacío, engulle al viajero y lo abduce en su actitud de autómata sin voluntad. Las salas de los Museos Vaticanos esconden maravillas del arte que son despreciadas y vulgarizadas por los flashes de la masa. Avanza sin razón, como una marabunta de insectos poseídos por la voracidad de aniquilación del arte. Ni siquiera los frescos de Rafael son capaces de elevar el espíritu del monstruo informe. Tampoco la Capilla Sixtina. La maravilla de Miguel Ángel, colgada en la bóveda como un deseo lujurioso que nunca podremos colmar, no se puede tocar, ni siquiera somos capaces de saborear tanta genialidad, se aparta de nuestra vista y de nuestro tacto. Recorremos la capilla como terneros en busca del matarife, conducidos por un guardia que nos empuja al matadero con la cara agria de la insustancialidad. Alguien que convive entre semejante belleza debería haberse contaminado por ella, pero no. Conseguimos salir del laberinto, apresados por la frustación de quien ha tenido a su alcance un manjar y no ha podido saborearlo. En la basílica de San Pedro la enfervorizada sigue con sus aparatos en ristre levantando muros frente a las obras de arte. La Piedad está tomada por el monstruo, es imposible acceder a ella. No hay momento para el goce artístico, solo para extender el certificado gráfico de que uno ha estado allí, empotrado contra un japonés liviano y un alemán con calcetines blancos. No hay nadie que venda mejor sus productos que la Iglesia, el mercadeo del espíritu se percibe en su centro con mayor claridad que en ninguna otra parte, y la grey acepta la imposición con sumisa obediencia.
Resulta chocante que la hora de la comida, en el refugio de la conversación, de la salsa de bogavante y de la grappa uno encuentre el placer frustado que no ha conseguido desatar en la contemplación de la obra de los genios.
Por la noche, el Trastévere, barrio bullicioso, con calles que prestan a la imaginación todo lo que la noche esconde, toda la decadencia viva de las fachadas que nos abrazan con el calor de las desconchaduras. Discutimos sobre la necesidad de restaurarlas hasta que un mercachifle hindú comienza a lanzar pelotas de silicona al aire y a iluminar con linternas fluorescentes las paredes de la discordia para evitar una cara y dolorosa restauración. Lo afirman los más grandes historiadores del arte: si se diera una mano de enjalbiegue a las fachadas romanas, podrían ser tan esplendorosas como las de Albacete.
Los pies arden, prendidos por los adoquines de la ciudad eterna. Todo es fuego en los paseos interminables con la cola interminable de chicos renqueando, cantando y saltando. Arde el arte y arde la imaginación envuelta en las llamas del monstruo informe. Nosotros nos refugiamos bajo el manto de nuestro guía Ronaldo que aparece de nuevo en la habitación del hotel vestido de blanco impoluto con calzoncillos de lana.
La masa es una hidra informe que se mueve con pesadez por los lugares turísticos, provista de todo tipo de artefactos con luces estira sus tentáculos en el vacío, engulle al viajero y lo abduce en su actitud de autómata sin voluntad. Las salas de los Museos Vaticanos esconden maravillas del arte que son despreciadas y vulgarizadas por los flashes de la masa. Avanza sin razón, como una marabunta de insectos poseídos por la voracidad de aniquilación del arte. Ni siquiera los frescos de Rafael son capaces de elevar el espíritu del monstruo informe. Tampoco la Capilla Sixtina. La maravilla de Miguel Ángel, colgada en la bóveda como un deseo lujurioso que nunca podremos colmar, no se puede tocar, ni siquiera somos capaces de saborear tanta genialidad, se aparta de nuestra vista y de nuestro tacto. Recorremos la capilla como terneros en busca del matarife, conducidos por un guardia que nos empuja al matadero con la cara agria de la insustancialidad. Alguien que convive entre semejante belleza debería haberse contaminado por ella, pero no. Conseguimos salir del laberinto, apresados por la frustación de quien ha tenido a su alcance un manjar y no ha podido saborearlo. En la basílica de San Pedro la enfervorizada sigue con sus aparatos en ristre levantando muros frente a las obras de arte. La Piedad está tomada por el monstruo, es imposible acceder a ella. No hay momento para el goce artístico, solo para extender el certificado gráfico de que uno ha estado allí, empotrado contra un japonés liviano y un alemán con calcetines blancos. No hay nadie que venda mejor sus productos que la Iglesia, el mercadeo del espíritu se percibe en su centro con mayor claridad que en ninguna otra parte, y la grey acepta la imposición con sumisa obediencia.
Resulta chocante que la hora de la comida, en el refugio de la conversación, de la salsa de bogavante y de la grappa uno encuentre el placer frustado que no ha conseguido desatar en la contemplación de la obra de los genios.
Por la noche, el Trastévere, barrio bullicioso, con calles que prestan a la imaginación todo lo que la noche esconde, toda la decadencia viva de las fachadas que nos abrazan con el calor de las desconchaduras. Discutimos sobre la necesidad de restaurarlas hasta que un mercachifle hindú comienza a lanzar pelotas de silicona al aire y a iluminar con linternas fluorescentes las paredes de la discordia para evitar una cara y dolorosa restauración. Lo afirman los más grandes historiadores del arte: si se diera una mano de enjalbiegue a las fachadas romanas, podrían ser tan esplendorosas como las de Albacete.
Los pies arden, prendidos por los adoquines de la ciudad eterna. Todo es fuego en los paseos interminables con la cola interminable de chicos renqueando, cantando y saltando. Arde el arte y arde la imaginación envuelta en las llamas del monstruo informe. Nosotros nos refugiamos bajo el manto de nuestro guía Ronaldo que aparece de nuevo en la habitación del hotel vestido de blanco impoluto con calzoncillos de lana.
lunes, 3 de junio de 2013
"La dolce vita" (Crónicas romanas- primo giorno): "Los fastos del PAPArdelle"
Las densas esperas de los viajes los hacen interminables. Las salas de embalsamamiento de los aeropuertos y los vestíbulos de los hoteles se han inventado para destruir la ilusión del viajero. En nuestro caso, solo la presencia de Peronni, un señor rubio con la hospitalidad de los antiguos anfitriones, nos permitió disimular los sinsabores de la llegada a Roma. El señor Peronni, humilde y fresco, nos acaricia y nos consuela de nuestro desgaste turístico.
El primer contacto con la ciudad fue gastronómico. Emulamos la frugalidad de los pajaritos que, por las aceras, picoteaban pan empapado en los charcos. La culminación de nuestro banquete se nos sirvió en un dedal de plástico, un sorbete ridículo que nos dejó las tripas tan claras como las habíamos llevado. El Guzmán de Alfarache, cuando pasó por estas tierras (ya en el siglo XVII) no salió mejor alimentado y, como él, aprendimos pronto de la experiencia (no se debe confiar en los falsos consejos de los posaderos).
Por la tarde, en la escalinata de la imponente iglesia de Santa Mª la Mayor se preparan los fastos para recibir al Papa Francisco. Un cordón de carabinieri presume de sus uniformes rancios, con aire soviético. Los guardias de seguridad rodean cardenales ensotanados que entrelazan a la altura del pecho sus manos aguanosas. Los fieles se atropellan en el redil de vallas, cuatro horas antes de que comience la misa. La parafernalia se prepara con esmero, engrasada con el lujo del poder. En la fachada opuesta de Sta. Mª la Mayor, los inmigrantes africanos se pasan las botellas de la pobreza de mano en mano que sirven para tragar las miserias del día. Nada se mueve aquí, todo es como siempre. Alguien con malos instintos ha encarbonado los rostros de los africanos para arrojarlos sobre la escalinata de la pobreza y disponerlos así, sin error posible, en la contrafachada del oropel. Desde los cielos, el Espíritu Santo baja, ya no en forma de paloma, sino transformado en gaviota. Muestra su vuelo amenazador de ave de rapiña y se cierne sobre las cabezas ensortijadas de los pobres que se esconden en la fachada falsa de la Iglesia.
Todo penitente tiene su recompensa y lo que habíamos penado durante la comida, lo cobramos en la cena. El hambre aguza el ingenio y el instinto. Tras sufrir el tumulto que enjuga las bellezas de la Fontana de Trevi y las absorbe en los objetivos de las cámaras, decidimos tomarnos la revancha y sustituimos el fervor espiritual de la fachada principal de Santa Mª la Mayor por un manjar divino que nos convierte en devotos de una nueva religiosidad, cuyo objeto es el placer: fundamos la secta del "Papardell
e de marisco". Levantamos cálices de vidrio tan pesados que se nos quiebran las muñecas, sorbemos el líquido divino y ofrecemos los manjares a los japoneses que nos miran con gesto de admiración por nuestro fervor sincero. Una fuente deliciosa de bogavante y pasta nos libra del mal y nos hace caer en la tentación, amén. Las gaviotas sobrevuelan las callejuelas convertidas en turistas asiáticos y olvidamos pronto la escena de los inmigrantes entregados a su indolencia.
Los muchachos, entretanto, han ocupado los rediles de la feligresía papal. Son materia inocente y maleable, deslumbrada por los rayos de la fama y de la masa. Se mezclan sus fotografías, cofundidos en el tumulto de la Fontana de Trevi y apretujados por los fieles del Papa. La noche cae, envuelta en el sopor de una primera jornada agotadora, aunque esperanzados por la venida próxima de nuestro mesías.
El primer contacto con la ciudad fue gastronómico. Emulamos la frugalidad de los pajaritos que, por las aceras, picoteaban pan empapado en los charcos. La culminación de nuestro banquete se nos sirvió en un dedal de plástico, un sorbete ridículo que nos dejó las tripas tan claras como las habíamos llevado. El Guzmán de Alfarache, cuando pasó por estas tierras (ya en el siglo XVII) no salió mejor alimentado y, como él, aprendimos pronto de la experiencia (no se debe confiar en los falsos consejos de los posaderos).
Por la tarde, en la escalinata de la imponente iglesia de Santa Mª la Mayor se preparan los fastos para recibir al Papa Francisco. Un cordón de carabinieri presume de sus uniformes rancios, con aire soviético. Los guardias de seguridad rodean cardenales ensotanados que entrelazan a la altura del pecho sus manos aguanosas. Los fieles se atropellan en el redil de vallas, cuatro horas antes de que comience la misa. La parafernalia se prepara con esmero, engrasada con el lujo del poder. En la fachada opuesta de Sta. Mª la Mayor, los inmigrantes africanos se pasan las botellas de la pobreza de mano en mano que sirven para tragar las miserias del día. Nada se mueve aquí, todo es como siempre. Alguien con malos instintos ha encarbonado los rostros de los africanos para arrojarlos sobre la escalinata de la pobreza y disponerlos así, sin error posible, en la contrafachada del oropel. Desde los cielos, el Espíritu Santo baja, ya no en forma de paloma, sino transformado en gaviota. Muestra su vuelo amenazador de ave de rapiña y se cierne sobre las cabezas ensortijadas de los pobres que se esconden en la fachada falsa de la Iglesia.
Todo penitente tiene su recompensa y lo que habíamos penado durante la comida, lo cobramos en la cena. El hambre aguza el ingenio y el instinto. Tras sufrir el tumulto que enjuga las bellezas de la Fontana de Trevi y las absorbe en los objetivos de las cámaras, decidimos tomarnos la revancha y sustituimos el fervor espiritual de la fachada principal de Santa Mª la Mayor por un manjar divino que nos convierte en devotos de una nueva religiosidad, cuyo objeto es el placer: fundamos la secta del "Papardell
e de marisco". Levantamos cálices de vidrio tan pesados que se nos quiebran las muñecas, sorbemos el líquido divino y ofrecemos los manjares a los japoneses que nos miran con gesto de admiración por nuestro fervor sincero. Una fuente deliciosa de bogavante y pasta nos libra del mal y nos hace caer en la tentación, amén. Las gaviotas sobrevuelan las callejuelas convertidas en turistas asiáticos y olvidamos pronto la escena de los inmigrantes entregados a su indolencia.
Los muchachos, entretanto, han ocupado los rediles de la feligresía papal. Son materia inocente y maleable, deslumbrada por los rayos de la fama y de la masa. Se mezclan sus fotografías, cofundidos en el tumulto de la Fontana de Trevi y apretujados por los fieles del Papa. La noche cae, envuelta en el sopor de una primera jornada agotadora, aunque esperanzados por la venida próxima de nuestro mesías.
martes, 28 de mayo de 2013
"La dolce vita" (Crónicas de Roma. Previo)
Cualquiera que tenga la perspectiva de viajar al extranjero con más de 40 adolescentes a punto de reventar de impaciencia no debería estar emocionado por el viaje, sino todo lo contrario. Compartir 4 días con muchachos y muchachas de 16 años para reprimir sus instintos de procreación y desenfreno no es ninguna atracción agradable para nadie, ni siquiera para quien está habituado a compartir horas de clase con ellos. Sin embargo, y, a pesar de todo, el destino de este viaje lo cambia todo o no, aún no lo sé. Solo he estado en Roma en una ocasión, cuatro días tan intensos que incluso a alguien habituado a viajar le emocionaron de tal manera que no daba crédito a las sensaciones que se removían por debajo de la piel cuando deambulábamos por el Trastévere o por el Foro romano o por los adoquines de las calles más desconocidas de la capital italiana.
El mito es un elemento trascendental a la hora de experimentar sensaciones desconocidas. A cierta edad aparentemente uno lo ha vivido todo y se le ha endurecido la piel de tal manera que nada es capaz de perforar su indolencia, pero no, Roma consiguió conmoverme y apasionarme y desatarme como ningún otro lugar lo había conseguido. Quizás en La Habana tuve una sensación similar, pero era mucho más joven, no sé si se puede comparar.
Ahora, a punto de viajar de nuevo a la ciudad italiana por segunda vez, el ansia por revivir esa ilusión del viaje que te despierta, que te revive, que te renueva, se ve atenuado por el estrangulamiento de la vida policíaca. Sí, tendré que convertirme en guardián de las costumbres, en vigía de la moral, y, a pesar de todo, no me resigno a respirar el aire fresco de aquella Roma que tan solo hace tres años me purificó los pulmones y me entregó a la oxigenante experiencia de la sorpresa: descubrir el Panteón tras atravesar una pequeña calleja de vinos, desembocar como un torrente desesperado en la Plaza Navona y fundir el cauce dulce con la belleza espontánea y salada de las fuentes intemporales, respirar el aire de vida del Trastévere, oír la furia de voces de los autos sobre los adoquines, el muslo muerto de los dioses palpitando en las ruinas del teatro Marcelo y las ninfas del Tíber lanzar helados de estrachatela sobre los extranjeros idiotizados por la belleza de los puentes. Roma no es una ciudad, es una caverna con fuego en la que se reflejan las más desatinadas impresiones sobre sus paredes, es la idea precisa de la belleza en la que uno hubiera querido estamparse de querer ser sombra de lumbre. Ya he olvidado a los adolescentes, seguro que Roma me ofrece de nuevo la imagen temblona de la idea intemporal de la belleza, en la que comprobar cómo la vida se renueva constantemente a través del arte.
domingo, 28 de abril de 2013
"No soy responsable de mis palabras"
No me siento responsable
de mis palabras.
Veo esos cuerpos muertos,
hundiéndose en las aguas
de un pozo inmenso,
decantándose hasta el fondo
como el indiferente limo.
Y el experimento del tiempo,
hincha las vísceras
de gases químicos,
hace ascender los cuerpos
lentamente,
infestando el agua estancada.
Ya en la superficie,
recojo los cuerpos hinchados
y los vuelco sobre el papel,
con cuidado de que no revienten,
de que su veneno
no deje perdida la hoja.
Los limpio con oficio
de relojero,
los embadurno de tinta
y, como un disecador
minucioso,
los convierto en versos
que no son míos,
en imágenes sin vida
que solo alentarán
en los ojos de un demiurgo
avezado.
No soy responsable
de mis palabras,
aunque advierto una familiar
fijeza
en sus ojos de vidrio.
viernes, 26 de abril de 2013
"En la ciudad de Ursus" (crónica de un viaje por Rumanía): Última jornada, "Me duelen las entrañas"
En Cluj-Napoca, la ciudad rumana-romana, no existe el sol ni el viento. Los cielos se tejen con cables de teléfonos y las iglesias se han adueñado de las calles. En Cluj-Napoca, en Rumanía, la apostolina Mª Luisa tejió también con bolsas de basura y cartulinas los trajes de pingüino para disfrazar a nuestros chicos en la representación de un autor rumano de difícil interpretación. Alejandro, Alicia, Susana, Leticia, Pilar, Míriam, Irene y Luismi se atropellaban en el vestíbulo del teatro que a nosotros nos sirvió de camerinos y de sala de ensayos (así es el teatro de urgencia). Los nervios eran evidentes, el teatro mudo que iban a representar era incomprensible y fallaron también los medios técnicos (cómo no). Aún así, ataviados con picos y patas de papel y vestidos con el plástico de los desperdicios no dudaron nuestros chicos en saltar al escenario y salir airosos del embolado en el que nos habíamos metido con ese Apollodor que viajaba por todo el mundo y que saludaba a toda la familia y que acudía al médico y otras tantas acciones sin sentido.. El teatro del absurdo se unió a nuestro teatro de la urgencia y se formó un conglomerado extraño. Después de las representaciones asistimos a una película rumana muy curiosa en la que se trataba el problema de la transición a la democracia de un pueblo sometido a un dictador y la impudicia de los buitres occidentales (en este caso franceses). Todo en tono de comedia social a la manera de Loach, no sé dónde vio el profesor italiano las referencias a Joyce ni el parecido que le encontró la profesora rumana con Volver. Lo mejor de la película fue sin duda el paseo de Alejandro entre la primera butaca y la pantalla quejándose de que le dolían mucho las entrañas, posiblemente previó los discursos posteriores que pretendían comentar la película.
Se curó milagrosamente con unos tragos de agua.
Por la noche, la fiesta de despedida: un baile de máscaras intercultural con cena frugal y mucha diversión (hasta mi hija bailaba). Un camarero rumano que había trabajado en la costa española nos sirvió con mucha dedicación, a nosotros y a las dos profesoras rumanas que se sentaron a nuestra mesa y que se parecían misteriosamente a dos personajes muy famosos de la prensa rosa. En los bailes, de nuevo emergió la figura de Lusmi, deslumbrando con su ritmo latino insuperable, aunque una de las chicas turcas le hizo la competencia seriamente. Todo olía a adioses y a despedidas eternas. Así lo vieron los turcos quienes volvieron a chocar sus cabezas contra las nuestras con la tristeza de no volvernos a ver. En las repisas de las ventanas descansaban las máscaras de pasta lanzando muecas de melancolía que dejaron en penumbra la sala. La aventura había concluido, las jornadas en el país en donde no sopla el viento y el sol se esconde por miedo a las arañas tocaban a su fin. El lamento turco fue el más intenso. No compartimos con ellos muchas palabras, pero sí muchos sentidos cabezazos.
Se curó milagrosamente con unos tragos de agua.
Por la noche, la fiesta de despedida: un baile de máscaras intercultural con cena frugal y mucha diversión (hasta mi hija bailaba). Un camarero rumano que había trabajado en la costa española nos sirvió con mucha dedicación, a nosotros y a las dos profesoras rumanas que se sentaron a nuestra mesa y que se parecían misteriosamente a dos personajes muy famosos de la prensa rosa. En los bailes, de nuevo emergió la figura de Lusmi, deslumbrando con su ritmo latino insuperable, aunque una de las chicas turcas le hizo la competencia seriamente. Todo olía a adioses y a despedidas eternas. Así lo vieron los turcos quienes volvieron a chocar sus cabezas contra las nuestras con la tristeza de no volvernos a ver. En las repisas de las ventanas descansaban las máscaras de pasta lanzando muecas de melancolía que dejaron en penumbra la sala. La aventura había concluido, las jornadas en el país en donde no sopla el viento y el sol se esconde por miedo a las arañas tocaban a su fin. El lamento turco fue el más intenso. No compartimos con ellos muchas palabras, pero sí muchos sentidos cabezazos.
viernes, 19 de abril de 2013
Fotomatón IX: "La muerte con sombrero"
En esta ocasión les corresponde a José Nohales y a Andrea Nieves elaborar sus textos para una nueva entrega de esta serie. Aquí os dejo mi poema. Suerte.
Siempre la muerte se presenta con sombrero,
siempre es necesaria la etiqueta en los cócteles,
beber gintónic en conos invertidos
a pequeños sorbos
para no manchar con sangre
la orilla de los vidrios.
Siempre los epílogos son más solemnes que los prólogos,
por eso la comedia no se entiende,
porque no se muere;
solo los niños y los adolescentes
ríen enganchados a sus consolas
y a sus besos de tornillo.
Con capa y con sombrero se presenta la muerte,
con un aroma rancio de jofaina y de orinal
nos ofrece suspiros de almendra
y una máscara inapropiada de histrión.
lunes, 15 de abril de 2013
"En la ciudad de Ursus" (crónica de un viaje por Rumanía): V jornada "Ínsula y el arte eterno"
Las nubes seguían allí, enladrillando el cielo de Cluj-Napoca, la ciudad romana-rumana que no permitía al sol alumbrar sus calles. De nuevo en la escuela de arte Romulus Ladea, pero esta vez con nuevos roles: participaríamos como alumnos en los talleres de arte que allí se imparten. Pintura artística, pintura de máscaras, escultura, pintura de manos, cerámica, fotografía, taller textil..., el día prometía sumergirnos en una nueva dimensión. Situarnos en el lugar de los alumnos y experimentar la ilusión de que se nos mostraran enseñanzas que algunos abandonamos en la primitiva EGB, nos dibujó una cara adolescente que ya no recordábamos. Pintamos en acuarela la plaza de San Clemente, decoramos máscaras de carnaval con las trazas expresionistas de un artista de vanguardia, nos untamos las manos en pintura para estampar nuestra personalidad y la "apostolina" (otra vez estos femeninos forzados a los que nos conduce la Iglesia) Mª Luisa elabora un tapiz de lana virgen que podría pasar por un posavasos para gigantes delicados. La experiencia artística nos anima, saca de nosotros monstruos escondidos y nos lleva a la próxima estación: el Casino y la exposición de pintura en la que alumnos rumanos han mostrado sus impresiones sobre los paisajes de España, Italia y Turquía. El jardín que rodea al Casino impresiona por su soledad y su cuidado. En el interior del edificio unas chicas ligeras de ropa (¡qué frío!) posan para los fotógrafos. Alejandro confunde los términos y se fotografía con ellas deslumbrado por su desnudez y arrinconando las pinturas. Descubrimos la primavera de los almendros de la Torre Vieja en uno de los cuadros que contrasta con el invierno prolongado que se vive en las calles de la ciudad rumana.
Por la tarde una representación teatral en el "Teatrul" de la ciudad. El edificio es una joya por fuera y por dentro. Su interior nos traslada a los mejores tiempos del teatro del siglo XIX, cuando el público iba más a contemplar al vecino de localidad que al propio espectáculo. Desde nuestro palco, antes de que comience la representación, podemos hacer un barrido de los asistentes. No queda un asiento libre, las butacas de terciopelo rojo y madera vieja nos muestran a nuestros compañeros de viaje y a mucha más gente a la que podemos revisar de arriba abajo como hacían con sus prismáticos los espectadores de otro tiempo. La situación en cualquiera de los palcos es estratégica, permite la supervisión completa de nuestros compañeros de viaje, porque se muestra el teatro como un tren de vagones abiertos en los que los viajeros nos embarcaremos en la aventura de la palabra y el chisme. Antes de partir unas palabra gruesas del apóstol Pedro con una aposentadora recién salida de la mejor tradición de las institutrices alemanas de pura cepa.
La obra, "Ínsula", una especie de ópera bufa en la que el absurdo se nutre de las buenas voces de los actores y la incoherencia cómica de la trama.
Por la noche, de nuevo a la Biblioteca, la avidez insana por la cultura nos está matando.
"La primavera y sus peligros"
Los insectos que se aplastan
contra el cristal delantero
de mi automóvil
anuncian la primavera.
Esa sangre verde y amarilla,
esa lluvia sucia que empaña la conducción,
esas insignificantes muertes que a nadie importan
podrían provocar un accidente
en la mejor época del año,
cuando la vida se abre paso entre alergias
y paseos de viejas.
Nunca he tenido en mi automóvil
un paño con que limpiar
los cuerpos estampados
de los insectos.
Se fosilizan hasta el verano
en el cristal delantero
con el consecuente peligro
y la sensación
de que la primavera
puede arruinarme la vida
en cualquier momento.
Sí, la primavera,
cuando los trigos encañan
y se muestra la calor;
sí, la primavera,
cuando las abejas mueren
y se nubla mi visión;
sí, la primavera,
cuando resplandece la desidia
de un servidor.
viernes, 12 de abril de 2013
"En la ciudad de Ursus" (crónicas de un viaje por Rumanía): IV jornada, "Descenso a los infiernos o Una temporada en el infierno o En el corazón de las tinieblas"
Cuando amaneció todo parecía apuntar a una excursión turística sin mayor trascendencia, luego pudimos comprobar que aquella mañana descenderíamos a los infiernos de Rumanía. El viaje en autobús hasta la ciudad de Turda fue sosegado y no demasiado largo. A través de las ventanillas asomaba un paisaje tan ceniciento como el rostro de algún profesor italiano. El cielo plomizo descargaba con fuerza su mal humor sobre una tierra negra ondulada por colinas suaves y desnudas. Era una premonición, la tristeza del ambiente hablaba de una peregrinación al infierno aunque sin el acompañamiento de Virgilio, solo un guía humildemente acreditado al que se le oía con debilidad. Llegamos a las minas de sal con el cielo aún furioso arrojando la humedad sobre nosotros, avisando de la que podría haber sido negra jornada. En las puertas se agolpaban los niños de primaria, avisando con una seriedad extraña del periplo que nos esperaba. Nos introdujeron por un laberinto de galerías, las paredes rezumaban sal y el ambiente claustrofóbico se llenó con el hedor del bacalao podrido. El guía nos advirtió de que los trabajadores de la mina, cuando funcionaba (antes de 1932) eran contados a la salida por dos veces porque muchos desaparecían sin dejar rastro. Si aquellos pasillos agrios y oscuros no auguraban nada bueno, en el pasado tampoco habían dejado nada mejor. Descendimos por unas escalinatas de madera, por pasillos angostos, por pasarelas colgadas en unos abismos de salitre. Alguno de los apóstoles se angustió por una extraña patología que le lleva a ser atraído por el vacío y a punto estuvo de abandonar el descenso a los infiernos. Desde la altura ya habíamos advertido el camino que nos llevaba casi al centro de la tierra. Abajo, una especie de laguna (la Estigia, con seguridad) mecía unas barcas amarillas lanzadas por Caronte al albur de su negrura. Descendimos por las pasarelas, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis..., hasta 17 pisos, hasta alcanzar una explanada convertida en un parque recreativo lúgubre con noria y atracciones diversas en las que los chicos se afanaban por dotar de alegría al corazón de los infiernos. Nos dirigimos directamente a la laguna Estigia, algún designio fatal nos conducía hasta allí. En la barandilla de un puente de madera esperamos a que las intrépidas alumnas se lanzaran a las barcas que navegaban sobre el agua negra: Irene, Susana y Míriam ocuparon una de ellas; en la otra, Alicia, Irene y Pilar. No dábamos crédito, ni tampoco un euro por sacarlas de allí sin que se mojaran. Pilar e Irene se hicieron con los remos de las barcazas. Criadas en las profundidades de La Mancha, se veía que lo más parecido al mar que habían visto era el río Rus. Encallaron nada más salir, las embarcaciones bogaban sin ninguna dirección, hasta que Pilar perdió uno de los remos, parecía que se lo iba a tragar la laguna y las tres se lanzaron a por él. La barca osciló a uno y otro lado peligrosamente, todo parecía perdido y veíamos a las tres flotando en la laguna salina. Por suerte se recuperó el remo y milagrosamente el descenso a los infiernos acabó en risas nerviosas y Caronte tendría que esperar mejor ocasión para alojarlas en su seno. Ascendimos buscando la superficie con avidez. La "apostolina" (hay que ver lo difícil que nos lo pone la Iglesia con los femeninos cuando hay que nombrar cargos eclesiásticos) Joaquina había hecho voto de caminante y se dirigió a los ascensores para no caer en pecado y no ascender los 17 pisos de madera de salitre que a los demás nos esperaban. Ella quería subir a pie, pero no se debe ir contra los votos impuestos por nuestro santo patrón. Los presagios cenicientos, plomizos, de los cielos y de alguno de los profesores italianos no se cumplieron. Salimos del centro de la tierra, del corazón de las tinieblas, no nos convertimos (menos mal) en personajes de Conrad, ni de Dante, ni siquiera de Rimbaud. Una comida ligera en un precioso paraje llamado, impostadamente, "Dracula Castle", dio fin a la aventura también impostada, no nos convertimos en personajes de tragedia, más bien en Sancho y don Quijote cuando intentaron atravesar el Ebro y cayeron al río por su impericia como navegantes.
miércoles, 10 de abril de 2013
"En la ciudad de Ursus" (crónicas de un viaje por Rumanía): II y III jornadas "De la decadencia y de las costillas de Teatinos"
La mayoría de los edificios tiemblan ante el miedo de caer derrengados por la falta de atención. También la escuela de arte "Romulus Ladea". Desde la entrada todo es ruina y madera carcomida por la humedad. La práctica viva del alumnado salva el moribundo estertor de sus instalaciones: por los corredores y las aulas se exponen retratos poco precisos, grabados de filigrana, torsos esculpidos en barro, cerámica primitiva de arcilla negra y una sensación de que todo nace de un solar a punto de ser arrasado por las excavadoras, de que el arte sobrevive a la hecatombe, a pesar de todo.
En el auditorio una recepción de bienvenida ciertamente curiosa: comenzamos con la solemnidad de los himnos (el nuestro con la rancia letra de José María Pemán, fue lo que encontró Raúl en Internet, ajeno a las miserias franquistas de nuestro pasado). Un desconcertante pase de modelos abrió y cerró el acto con trajes recién sacados del mercadillo o de las manos de una moda que a nosotros nos resultaba un tanto chusca. En medio, una loable actuación de alumnos de la escuela de cine, representando escenas de célebres películas: Chaplin, Fellini, Billi Wilder..., buen gusto.
La noche siguiente, cena internacional. Un grupo del mejor folklore rumano lució en sus bailes el clásico cortejo de los rituales primitivos, donde los machos exhiben su hombría con saltos y elevaciones de piernas que para sí las hubiera querido Nadia Comaneci. Se golpean los muslos y los talones para atraer a las hembras que, sumisas, emiten gritos agudos tras ellos y aceptan sus brazos con agrado. El blanco impoluto viste sus cuerpos, símbolo de inocencia y rito de iniciación. Las falditas cortas de los chicos y sus leotardos los convierten en bailarinas hombrunas de caja de música. Los cantos graves de ellos son respondidos con agradables voces de flauta dulce, todo se envuelve en un ambiente de erotismo dinámico y rítmico.
Durante la cena, los platos se exhiben en una larga mesa, mezcladas las comidas italianas, rumanas, turcas y españolas. De entre todos los platos destaca uno por su exotismo y por el proceso misterioso de su elaboración: las famosas "Costillas de Teatinos", que si no aparecen en el Quijote deberían haberlo hecho. Su color sonrosado habla de una exquisitez propia de los manjares que Sancho degustó en las bodas de Camacho, aunque esconden su adobo y su secreta receta (según las malas lenguas se orearon en un yakuzi). Las chicas de Teatinos saborean entusiasmadas las delicias traídas de allende los mares. La fiesta culmina con bailes de enredo en donde los turcos llevan la voz cantante hasta que aparece la figura andina de Luismi, nuestro peruano danzón. El licor de ciruela (la "tuica") engrasa las articulaciones de algunos bailarines. Seguimos rindiendo tributo a nuestro santo patrón y el apóstol Javi se deshoja en la pista de baile ofrendando su deshidratación al patrón que nos guía y nos conduce por la senda de los inescrutables caminos del Señor.
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