viernes, 12 de abril de 2013

"En la ciudad de Ursus" (crónicas de un viaje por Rumanía): IV jornada, "Descenso a los infiernos o Una temporada en el infierno o En el corazón de las tinieblas"

Cuando amaneció todo parecía apuntar a una excursión turística sin mayor trascendencia, luego pudimos comprobar que aquella mañana descenderíamos a los infiernos de Rumanía. El viaje en autobús hasta la ciudad de Turda fue sosegado y no demasiado largo. A través de las ventanillas asomaba un paisaje tan ceniciento como el rostro de algún profesor italiano. El cielo plomizo descargaba con fuerza su mal humor sobre una tierra negra ondulada por colinas suaves y desnudas. Era una premonición, la tristeza del ambiente hablaba de una peregrinación al infierno aunque sin el acompañamiento de Virgilio, solo un guía humildemente acreditado al que se le oía con debilidad. Llegamos a las minas de sal con el cielo aún furioso arrojando la humedad sobre nosotros, avisando de la que podría haber sido negra jornada. En las puertas se agolpaban los niños de primaria, avisando con una seriedad extraña del periplo que nos esperaba. Nos introdujeron por un laberinto de galerías, las paredes rezumaban sal y el ambiente claustrofóbico se llenó con el hedor del bacalao podrido. El guía nos advirtió de que los trabajadores de la mina, cuando funcionaba (antes de 1932) eran contados a la salida por dos veces porque muchos desaparecían sin dejar rastro. Si aquellos pasillos agrios y oscuros no auguraban nada bueno, en el pasado tampoco habían dejado nada mejor. Descendimos por unas escalinatas de madera, por pasillos angostos, por pasarelas colgadas en unos abismos de salitre. Alguno de los apóstoles se angustió por una extraña patología que le lleva a ser atraído por el vacío y a punto estuvo de abandonar el descenso a los infiernos. Desde la altura ya habíamos advertido el camino que nos llevaba casi al centro de la tierra. Abajo, una especie de laguna (la Estigia, con seguridad) mecía unas barcas amarillas lanzadas por Caronte al albur de su negrura. Descendimos por las pasarelas, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis..., hasta 17 pisos, hasta alcanzar una explanada convertida en un parque recreativo lúgubre con noria y atracciones diversas en las que los chicos se afanaban por dotar de alegría al corazón de los infiernos. Nos dirigimos directamente a la laguna Estigia, algún designio fatal nos conducía hasta allí. En la barandilla de un puente de madera esperamos a que las intrépidas alumnas se lanzaran a las barcas que navegaban sobre el agua negra: Irene, Susana y Míriam ocuparon una de ellas; en la otra, Alicia, Irene y Pilar. No dábamos crédito, ni tampoco un euro por sacarlas de allí sin que se mojaran. Pilar e Irene se hicieron con los remos de las barcazas. Criadas en las profundidades de La Mancha, se veía que lo más parecido al mar que habían visto era el río Rus. Encallaron nada más salir, las embarcaciones bogaban sin ninguna dirección, hasta que Pilar perdió uno de los remos, parecía que se lo iba a tragar la laguna y las tres se lanzaron a por él. La barca osciló a uno y otro lado peligrosamente, todo parecía perdido y veíamos a las tres flotando en la laguna salina. Por suerte se recuperó el remo y milagrosamente el descenso a los infiernos acabó en risas nerviosas y Caronte tendría que esperar mejor ocasión para alojarlas en su seno. Ascendimos buscando la superficie con avidez. La "apostolina" (hay que ver lo difícil que nos lo pone la Iglesia con los femeninos cuando hay que nombrar cargos eclesiásticos) Joaquina había hecho voto de caminante y se dirigió a los ascensores para no caer en pecado y no ascender los 17 pisos de madera de salitre que a los demás nos esperaban. Ella quería subir a pie, pero no se debe ir contra los votos impuestos por nuestro santo patrón. Los presagios cenicientos, plomizos, de los cielos y de alguno de los profesores italianos no se cumplieron. Salimos del centro de la tierra, del corazón de las tinieblas, no nos convertimos (menos mal) en personajes de Conrad, ni de Dante, ni siquiera de Rimbaud. Una comida ligera en un precioso paraje llamado, impostadamente, "Dracula Castle", dio fin a la aventura también impostada, no nos convertimos en personajes de tragedia, más bien en Sancho y don Quijote cuando intentaron atravesar el Ebro y cayeron al río por su impericia como navegantes.

3 comentarios:

  1. Divina. ¡Cada vez que recuerdo la imagen de las barcas, me muero de risa!

    Lo de "apostolina" ha estado bien.

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  2. Acojonante la referencia a fachaconu. Has descrito tan bien mis sensaciones que casi entro en taquicardia.

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  3. En la última entrega haré una recopilación de los hechos de los apóstoles y apostolinas, así como de los desvanecimientos casi santos.

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