jueves, 16 de junio de 2022

XXI. La biógrafa del rey emérito

Cuando me llamó el director de la editorial, sabía que algo grande me iba a proponer. No sé por qué, pero intuí el éxito. El encargo -el instinto me falla pocas veces- era realmente importante, un reto para una periodista de pedigrí, tal y como me he considerado siempre. Porque, aunque no haya pasado por la facultad, llevo más de treinta años hablando en los platós de televisión, en los estudios de radio y escribiendo para las revistas del corazón. El encargo suponía un reconocimiento a mi carrera profesional, una oportunidad para acallar a los maldicientes que nos tachan, a las periodistas autodidactas, de intrusismo y de atender solo a las vísceras. Después de tantos años en las televisiones hablando de unos y otros, comentando vidas nada interesantes y sacando los trapos sucios de gentes que ni fu ni fa, diseccionar a una persona tan relevante me provocó -y esto es literal- un orgasmo bajo palio. Justo cuando acababa de operarme los pómulos y los labios: un rostro nuevo para un espíritu nuevo, pensé. Un cambio revolucionario en mi estética y en mi vida profesional. El espejo, ahora sí, entonaba a la perfección con mis impulsos internos, con la ambición de conseguir algo importante, algo histórico. Verme con la piel estirada y los morros neumáticos me aupó a una altura moral que no conocía. Ya estaba bien de despertar el interés del público escarbando en vidas sin sentido, aireando episodios truculentos de gente sin carisma, sin clase. Ahora se trata de ilustrar, de recrear en un mínimo de quinientas páginas, los hechos y milagros del personaje más importante de este país, nuestro rey emérito. Una vida nueva me espera y quizás, con suerte, un gran premio literario. Nunca había abordado un trabajo de investigación semejante, sin embargo, la editorial sabe perfectamente a quién se lo pide. Han sido muchas horas alternando con la alta sociedad, compartiendo copas, saraos exclusivos, paseos en yate, bronceados, noches de verano en Mallorca y Marbella, hasta bodas, divorcios, bautizos, comuniones y bacanales. Siempre le he caído bien a Juanito, me tiene en mucha estima y he visitado los momentos más importantes de su vida. A pesar de las trabas de Sofía, el material que yo he acumulado en mi memoria es tan amplio y variado que podría escribir no una biografía, sino una saga de varias temporadas. Solo con mis álbumes de fotos podría recorrer la vida íntima de este hombre sin acudir a otra documentación, y esa es una de las perlas que perseguía mi editor, la exclusiva colección de imágenes de la alta sociedad que guardo como oro en paño; también es consciente de mi afilada pluma, eso por supuesto. La negociación sobre estas fotografías no fue muy complicada. Se mostraron dispuestos a darme lo que fuera en cuanto las vieron. Son diamantes íntimos que reservaba solo para mí; pero claro, cualquiera, por muy decente que se tenga, caería en una tentación tan jugosa como la que me propuso el heredero de Planeta. La carne es débil, sí, y aún más si te ponen delante el caramelo del mejor premio literario de este país. Nunca, ni en mis mejores sueños de periodista intrépida, habría imaginado que me caería semejante galardón. Mi editor, antes de escribir la biografía, ya me lo aseguraba: la gloria literaria y una lluvia de euros, un festín al que es imposible renunciar. Tengo muy claro que no pienso verme abrumada por la bibliografía, eso no. Con la documentación de mi cosecha me sobra y basta. Trataré de descubrir al mito, al personaje que se esconde tras el burka de las pantallas y del papel cuché, al superhombre que ha regido los destinos de este país durante los últimos lustros; un príncipe, tengo que confesarlo, del que estuve profundamente enamorada. Sí, yo me deshice por ese emperador pecoso, de rizos rubios y ojos azules, tan angelical como diabólico, mi querubín de los bajos fondos. La primera fotografía que voy a usar, con cuyo fruto me he pagado mis nuevos pómulos, es bastante escandalosa, hay que decirlo, aunque mi príncipe no sale mal parado del todo -todos hemos sido jóvenes-. Por muy mal que penséis de mí, a él nunca le haría daño. Sé que no le va a doler verse así, ya está de vuelta de todo. En los años setenta del siglo pasado, al príncipe se le veía muy bien -la juventud es muy agradecida- y, pese al pantalón de cuero, que deja las nalgas al aire; y a la bola de billar en la boca, se le adivina jovial y musculoso. Mis intimidades con Su Majestad fueron algo escabrosas al comienzo de nuestra relación, tanto como las que mantuvo con esa actriz vulgar y despampanante, esa Raquel Welch, a quien odié como una adolescente despechada. Cuando la veía aparecer por palacio, yo escupía en el suelo, igual que una gitana maldiciendo a los muertos de quien rechaza una ramita de romero. Cómo me pone esa tía. Las otras no, solo ella, porque por entonces estaba convencida de que una servidora era la favorita del príncipe, hasta que aparecía la americana, con sus piernas de escándalo, su sonrisa de fulana latina y dispuesta para cualquier tipo de perversión. Me sacaba de mis casillas porque me hacía quedar como una mojigata de misa diaria, y eso no. Corría el año 74, mi príncipe pronto sería rey y se le notaba en el porte y en sus ritos de lujuria, cada vez más arriesgados. Los lacrimales le revientan por la presión de la bola de billar. Las nalgas y el rostro, colorados, como los de un inglés en Benidorm. No le quedaba ni un año para ser coronado y erigirse en el hombre más respetado de España y ahí está, atrapado a todo color, con el culo al aire y a punto de estallar de placer, en una imagen digna de esos años de psicodelia y LSD. Le pirraba que lo inmortalizara así, en plena efervescencia, espontáneo, saturnal, impredecible; y gozaba aún más al sentirse dominado por dos o más mujeres, para luego acurrucarse en nuestro seno, cual fiera recién alimentada. Rijoso y cándido, imperial y humano, soberbio y humillado. Lástima que a mí no se me vea, porque era dinamita en esos años: restallando el látigo y con el traje de cuero ceñido al cuerpo, como si me lo hubieran fundido a fuego. No me extraña nada que el rubito del trono se fijara en mí, que me cortejara y que me tirara mano a las nalgas un dos por tres, tan firmes y tersas que le resultaba difícil pellizcármelas. Fue la primera muestra de nuestra intimidad. Ese primer pellizco medio frustrado supuso para mí la entrada en la vida de la realeza, “las carnes prietas son difíciles de masticar, por eso son las más caras y las que más fuego precisan”, me espetó, riendo, lo recuerdo con toda claridad. A partir de ese día no falté a ninguna de las recepciones ni de los saraos que organizaba. Yo no sé si él tenía ideas políticas o no en aquel tiempo, pero lo que sí puedo asegurar es su rapidez de manos. Por muy escandalosa que sea esta fotografía del 74, solo me vienen a la cabeza el pellizco, sus mofletes amoratados y pecosos, sus ojos de lujuria y el piropo. Cómo iba a pensar en política un muchacho de algo más de treinta años cuando tenía al alcance de la mano a lo mejor y más granado de las oligarquías, del artisteo y del famoseo español. Él dedicaba su pensamiento a lo único: al sexo en todas sus dimensiones. La política se la traía floja, seguro, porque no recuerdo yo que me hablara de Suárez ni siquiera de Carrillo cuando nos quedábamos a solas. La verdad es que a mí los líos del nuevo régimen también me la traían al pairo. Yo era una muchachita recién llegada al periodismo del corazón y las costumbres sexuales de quien regía aquel mundo de palacio me pillaron de pipi. No las dominé del todo hasta que pasó un tiempo, por eso se aprovechó de mi bisoñez esa depravada actriz de Hollywood, versada en mil perrerías. En la segunda foto que incluiré en la biografía, Juanito y yo posamos casi desnudos, en taparrabos, dentro de palacio, rodeados de un montón de gente importante de la época, sobre todo políticos -el pixelado en rostro y genitales va a ser aquí muy necesario para evitar querellas y sospechas de Photoshop-. Sin embargo, de esa atrevida escena nudista, yo solo recuerdo lo que me dijo Juanito al oído, “espérame en el baño”. Una frase lapidaria, que expresa bien a las claras la fogosidad de nuestro rey. Él no prestaba atención a ninguno de esos pesados. Estaba siempre pendiente de agradarnos a nosotras, porque es un galán de los que ya no quedan. En cuanto nos veía en lontananza, dejaba de lado lo que estuviera haciendo -incluida Sofía- y nos agasajaba con guiños y carantoñas de lo más tierno. No ha habido nadie como él, con ese encanto y ese gracejo aristocrático. Sus pellizcos eran una delicadeza mayor que unos versos o unas flores. Él, por mucho gerifalte en taparrabos que hubiera alrededor, siempre tenía los dedos dispuestos para el magreo, para satisfacer nuestra gula real. Con esos gestos exclusivos venía a decirnos, “sí, tranquilas, estoy con vosotras y no con estos muermos”. Es un rasgo genético de los Borbones que, según tengo entendido, también fue muy propio de su abuelo, Alfonso XIII, aficionado a recibir a sus invitadas con piropos barrocos y amasado de nalgas. Su problema no ha sido ser un ladrón o un vividor -no hagáis caso a la pringosa izquierda republicana-, sino su exagerada galantería. Le pueden las mujeres bellas y por ellas se exprime. De hecho, casi lo da todo -literal- tanto física como materialmente. Pero, ¿desde cuándo ser pródigo, dadivoso, liberal, es un defecto? Sí, es manirroto, pero por causa mayor: por agradar a las mujeres, su pasión, su debilidad, la dedicación de su vida. Es un príncipe en toda la extensión de la palabra, y seguro que todavía lo sigue siendo en esos países donde la plebe no come jamón ni ve la boca de las mujeres. Me he enfrentado más de una vez contra quienes quieren despojarnos de la realeza, del único glamur que le queda a nuestro pueblo. Nunca han sabido contestar a mis argumentos: ¿quién está más formado que un rey para representar a un país?, ¿quién?, ¿un abogado?, ¿un licenciado en Relaciones Internacionales?, ¿un economista? No, hijos, no. Un rey se tiene que moldear entre palacios y laureles, debe formarse como Juanito lo hizo desde bien chico, entre caudillos y hombres de estado. Solo así se consigue forjar el carácter y el porte necesario para armarse como representante de un pueblo. Un rey es un semidiós. Se le instruye para ser el símbolo vivo de un país, una criatura que cabalga por encima de nuestras cabezas. Al politiquillo que llega a presidente de la República, como pasa por ejemplo en Francia, se le ve siempre, o bien asustado o bien empeñado en su propio enriquecimiento personal. Un rey arrincona su personalidad desde que es bien pequeño, no actúa ni vive como niño ni como adolescente ni como individuo; es el pueblo mismo quien habla por su boca, como si se tratara del muñeco de un ventrílocuo. Imaginad que el pueblo es José Luis Moreno y Juanito, Rockefeller, pues eso. Se le despoja de su personalidad para inferirle los rasgos propios de un héroe e inyectarle el tuétano de la tradición en vena. Una infanta de diez años sabe más del funcionamiento institucional que cualquier político recién llegado al poder. Y no quiero seguir, porque me hago mala sangre. Juanito es un paradigma de hombre preparado y destinado a gobernar un pueblo. Su incontinencia con la mujer hermosa es una debilidad propia de su cargo, como la del mismo Zeus. Las criaturas del Olimpo desean poseer todo lo que reluce, desean rodearse de lo mejor y más esplendoroso de la humanidad, tanto en su dormitorio como en su palacio, y por supuesto también en sus dominios. Si a nuestro rey emérito le hubieran permitido actuar con más autoridad, nos estaríamos codeando ahora con lo mejor de la sociedad europea y no perteneceríamos a ese grupo de PIGS de segunda en la que nos tienen hundidos los politiquillos de turno. Juanito, igual que ha poseído a las mujeres más bellas, rubias, altas, esbeltas y prietas; y se ha dejado azotar por las valkirias más despampanantes, nos habría relacionado con las potencias europeas y mundiales de primer orden y no con muchachas con bigote, ni con chicas regordetas avergonzadas de sus malos olores. No, el poder no es tan complicado como nos lo quieren pintar si lo mamas desde pequeño. “Si no tienes gusto para elegir a una mujer, tampoco lo tienes para dirigir un país. Si no sabes recibir un latigazo en las nalgas con compostura, no mereces ni el gobierno de una comunidad de vecinos”, esta máxima me la recitó más de una vez mi príncipe. Así me habla él del poder, con acertijos. Se intuye que las perversiones sexuales, su inclinación hacia las nórdicas, hacia las chicas bien construidas y hacia el sadomasoquismo, son desahogos mentales y físicos muy necesarios para descargar la mente de presiones insoportables. Son puros mecanismos de supervivencia que solo la realeza ha sabido desarrollar sin que interfieran en su conciencia. Sí, él está casado con una griega, y bien que lo lamenta, aunque lo importante no es con quién contrae matrimonio un estadista -así me lo confesó más de una vez-, sino no renunciar a ninguna de las conquistas que se presentan diariamente en palacio. Es la adrenalina necesaria para una vida de descargas eléctricas continuas. Juanito conoce el equilibrio clásico imprescindible para el gobierno: a más ambición, a más poder, a más tensión, es necesaria una sexualidad salvaje que depure los canales, enfangados por los intereses de unos y otros. Él prefiere liberarse con la hermosura aria, por lo de la perfección clásica. No es que sea racista, ni mucho menos, pero en asuntos de Estado y de mujeres se le ha educado para identificar la clase y las proporciones ideales de la belleza, y esas solo las poseemos algunas mujeres de tronío y de estirpe centroeuropea. Cuando viaja a África o a Asia, lo hace con la humildad del que ha aprendido a respetar otras culturas. Se adapta tanto a las cacerías de Botswana como a los lujos extravagantes de Abu Dabi, y no se le cae la corona, ni mucho menos. Ahí es donde podemos detectar a un hombre de mundo, a un aristócrata, criado para desenvolverse en cualquiera de los ambientes en que las circunstancias lo arrumben. Juanito es Juanito en cualquier parte del universo, porque no es un individuo, sino el representante de la corona española y del buen gusto hispano, mal que les pese a algunos. El equilibrio clásico, esa es la clave. Las negras lo llevaron de cabeza durante un tiempo. Solo se trataba de un experimento, nada más. Cuando comprobó que no tenían la elegancia de las europeas del Norte ni su languidez, acabó el ensayo. Me lo dijo una vez en privado: “Me atraía la catinga de estas mozas, pero tanta mugre cansa. Uno está acostumbrado a pieles mejor curtidas.” La noche que entró en el dormitorio de invitados -allí estaba yo, en una de las primeras fiestas de la democracia- no pude decirle que no. Al rey no se le niega nada, es una máxima que me inculcaron desde pequeña. La buena educación se debe llevar al último extremo; además, en los setenta, Juanito estaba muy apetecible. Esa primera vez, me molestó un poco compartirlo con Raquelita, qué angustia de mujer. Que si Charlitos para acá, Charlitos para allá. Era y es insoportable. No ha perdido ni uno solo de sus rasgos de imbecilidad con los años y, os lo voy a confesar, su cuerpo desnudo, que no muchos han visto, es impresionante, pero le huelen a melaza el aliento y las axilas. Sus marcas de cosméticos no han podido con esa podredumbre. De verdad, os imagináis que yo titulara su biografía “Charlitos” -así lo llamaba ella-, en vez de “Juanito, ese hombre”. Solo con este apunte podréis calibrar el nivel de esta actriz de tres al cuarto. Lo he acompañado a muchos de sus viajes como corresponsal autorizada y lo he visto camelar españolas, escandinavas, rusas, checas, danesas y hasta húngaras -no me tiréis de la lengua, no quiero decir sus nombres-. Es un dandi, un maestro de la conquista. Cómo relucen los genes de los Borbones en semejantes proezas. Habríamos ensanchado nuestro imperio hasta fronteras nunca imaginadas si le hubieran permitido manejar más asuntos que los del mero protocolo. No puedo enumerar todas sus amantes: es insaciable, infatigable, terriblemente ambicioso. Un Zeus lascivo, como corresponde. No hay más que hablar. Bueno, sí hay más que hablar porque tengo que completar unas 500 páginas, así me lo exige la editorial. En este análisis espiritual del personaje, para alejarme de la biografía al uso de un rey, tengo que resaltar su enorme conciencia de estadista. La complejidad de su moral es insondable, sí, no me miréis así, de su moral. No es igual que nosotros, no. Un semidiós es diferente, ha vivido una vida distinta y se comporta como una criatura de otra raza. Los límites de su conciencia no tienen nada que ver con los de un mortal cualquiera, ni mucho menos. Cuando juzgamos a un ser de esta naturaleza con nuestros parámetros, nos equivocamos de parte a parte. Y la prensa y los políticos lo hacen sin ningún rubor. Un rey es un ente olímpico, criado en el Parnaso. Los libros de historia no nos educan en estas cuestiones y se han cebado con la mala prensa de los Borbones, todo porque no se tiene en cuenta ese mundo paralelo en el que ellos viven y desde el que hay que contemplarlos. No voy a caer en el error de contar de él lo que todo el mundo espera, no. Si fuera una biógrafa al uso, ahora mismo estaría revisando libros de historia de España o buscando el teléfono de los antiguos presidentes o intentando contactar con los secretarios de la Casa Real o hablando con Sofía. Me enredaría en asuntos políticos que no interesan al pueblo: en plúmbeas intrigas de palacio; en conversaciones interminables con estadistas extranjeros, con historiadores; en su participación en el golpe de Tejero…, y tantas y tantas nimiedades más, como los supuestos chanchullos de sus hijas y yernos o las cacerías de elefantes o los tejemanejes con SU dinero, porque sí, no os equivoquéis, un rey tiene potestad para usar las tarjetas negras que desee y para amasar la fortuna que le haga falta a su familia. Un rey debe vivir entre algodones, aislado de nuestras miserias y del prosaísmo de nuestras vidas, porque de otra forma es imposible soportar la carga de la Patria. La corona y el cetro han impulsado negocios por todo el mundo. El brillo de la realeza ha proporcionado tanto oro a las arcas estatales que tiene derecho absoluto a manejar el erario como le venga en gana y no hablaré más de economía, porque lo que a mí me interesa de Juanito es su lado mitológico y su comportamiento como ser supremo, criado en la órbita de un mundo totalmente ajeno al del resto de los mortales. Hay que verle surcar el mar manejando la vela y el timón de su embarcación. Ese es Juanito, un marino experimentado que sabe dónde conducir a su tripulación a pesar de los obstáculos que el mar inhóspito le pone delante, un Ulises. De esa guisa se le ve en la tercera fotografía: vestido con su camiseta del comandante Cousteau, con la mano derecha desaparecida tras mi espalda, el burbon -su ambrosía- rebosándole por los carrillos enrojecidos y por los ojos, con el pene al aire, enhiesto por el deseo que yo le despertaba. Estábamos solos en el barco. Sofía nos puso muy mala cara cuando Juanito le dijo que iba a enseñarle a la periodista cómo se gobierna un cabestrante. “Así os ahoguéis los dos”, le oí a ella por lo bajini. Tiene muy mala baba esta mujer, no es merecedora de su marido, os lo confieso de corazón. Él, risueño, espontáneo, jovial, empalmado; ella, cetrina, severa, malhablada y áspera, siempre, hasta en las cenas oficiales, cuando Juanito muestra su cara más lúbrica. Le gusta a Sofía afearle sus aficiones: los barcos, la comida, la bebida y las mujeres. No, tampoco tiene derecho a criticar su comportamiento de mujeriego, porque esa es la idiosincrasia de un Borbón y de un ser mitológico. Si Sofía se lo recrimina, es o porque no se entera de nada o por su malicia congénita. Ella sabía que se casaba con un Borbón y, si no era consciente de las tradiciones familiares, mucho peor, porque una no se une con un heredero al trono sin conocer su saga al dedillo. Yo, por ejemplo, no sentía celos, en absoluto. Lo de Raquelita era más bien asco, porque no os podéis imaginar el nivel de su halitosis, de su idiocia y de sus hábitos perversos. Me fastidiaba -por no decir algo más gordo- que una mujer como esa gozara de las gracias de nuestro guía espiritual. Lo habría comprendido como capricho pasajero, pero es que la sigue viendo todavía, y cada vez huele peor. Es mucho más difícil trazar el perfil de un mito que contar sus anécdotas, eso es innegable. Y aun así lo voy a intentar. Quiero enfrentarme al reto máximo, a la dificultad mayor, porque la ocasión lo requiere. “Juanito, ese mito”, podría ser un título alternativo, a ver qué dice mi negro. En la cuarta fotografía, mucho más discreta y decente, estamos en una recepción de la corona inglesa. Hasta la imagen huele a rancio. No soporto esos palacios británicos, con tanta moqueta y tanto olor a col o a jengibre o qué sé yo. Nos escolta el príncipe eterno, ese Eduardo que parece el duende jubilado de un cuento nórdico. La gente de la aristocracia me puede, es mi debilidad. Codearme con ellos ha supuesto para mí el más elevado premio de la vida. También está en la foto Lady Di, una pelandusca como la Raquelita, sin pizca de clase ni gracia. La estirpe real no se contagia a través de los fluidos corporales, es evidente. Esa chica desentona en la foto y de qué manera. Es un no sé qué que no sé definir, pero que está ahí, incluso en el aroma de las fotografías y aún era más evidente su insulsez en el trato directo. Recordáis aquel “Caudillo por la gracia de Dios”, pues eso. Es una gracia natural la que tenemos nosotros, los privilegiados, los que pertenecemos a las oligarquías. Sí, no me duelen prendas, es así, y la evidencia no la puede negar nadie si se es un poco sincera. Por eso, esa Lady Di andaba siempre medio acogotada, porque estaba fuera de sitio, como le pasa a nuestra Letizia. La consunción, la delgadez extrema, la ansiedad, las provocan el estar en un lugar que no nos corresponde. Quien ha nacido entre establos debe alternar con “les vaques” y no con la corona, es obvio. No le espera nada bueno a nuestra reina y no estoy siendo agorera, es ley de alcurnia. Ella no la tiene, ni la tendrá nunca, porque la nobleza no se adquiere en ningún hipermercado. Yo no puedo ver a Sofía, pero comprendo que la griega sí tiene ese halo misterioso que nos invita a relacionarnos solo con los de nuestra ralea. Cuando estoy en la redacción de la revista, no me encuentro fuera de sitio, pero no estoy tan cómoda como cuando piso moqueta y me rodeo de los herederos al trono. Hasta en la cama se nota este vínculo especial. ¿Por qué si no creéis que la aristocracia lleva a sus niños a colegios de élite, apartados del tufo a bocadillo de salami y mugre migrante? No, no es racismo, es, otra vez, espíritu de supervivencia y de responsabilidad. Los dioses no pueden respirar todo el tiempo el mismo aire que los mortales. Ellos se deben a otras causas y es necesario formarse en un ambiente esnob y exclusivo, para gobernar con mano firme países, comunidades, empresas y compañías eléctricas. La recepción de Eduardo fue muy inglesa y extravagante, sin embargo, Juanito supo estar a la altura como ninguno. Vi cómo le pellizcaba los huesos a la nueva, a Lady Di. No desaprovecha ninguna ocasión, él es así. Ella se alteró mucho y dio parte del incidente a su marido, quien, actuando como un príncipe debe hacerlo, no le hizo ni puto caso, siguió a lo suyo, tragando canapés de caviar y explicando a Sofía sus planes sobre el nuevo pura sangre que acababan de comprar en Marruecos. Juanito, animado por la indiferencia de Eduardo, volvió a magrear a la advenediza y esta, fuera de sí y sin ningún tacto aristocrático, le soltó un bofetón estrepitoso que a mi príncipe le hizo desembuchar un sándwich recién engullido y casi correrse en público -nada sabía Lady Dy de las aficiones masoquistas de nuestro emérito-. Todos nos volvimos hacia la escena y mi rubito, haciendo gala de su savoir faire, se rio y pellizcó con cariño el moflete de Lady Di ante la estupefacción de todos. Bueno, de todos no, Sofía ni miraba. Los príncipes de Gales se retiraron a otra sala y, por suerte, ya no volvimos a ver a la advenediza. Estos episodios son los que pienso recrear en mi libro, porque muestran la verdadera madera de Juanito, su prosapia y su entereza a la hora de encarar situaciones conflictivas. No, no voy a investigar sobre su actuación en los discursos de fin de año -bastante se ha rascado ya sin interés alguno-, sino en estas escenas cotidianas donde se descubre el verdadero nivel de un mito. Cuando llegó la reina de Inglaterra, por supuesto, no se hizo mención del incidente y tanto Juanito como Eduardo y los demás, seguimos comportándonos con total naturalidad. Es más, nuestro rey, falto de nalgas que pellizcar, volvió sobre las mías porque lo que le ofrecía el ganado inglés no tenía ningún interés cinegético. Esa era la afición de Juanito cuando visitaba otros países: oteaba el horizonte, como el cazador en busca de presas, y, cuando no había faisanes ni ciervos de grandes cornamentas a los que abatir, se volvía sobre las perdices de su terruño. No vale la pena desperdiciar cartuchos con esa fauna estrafalaria que deambula por los palacios ingleses. Por eso a Juanito no le agrada ir por allí. Le llamó la atención la nueva, pero enseguida percibió su falta de pedigrí. En la quinta foto estamos en una discoteca muy famosa de Madrid. Juanito asistía a estas fiestas de incógnito o casi. Se le adivina debajo de una gorra americana de béisbol y tras unas gafas negras, de sport -como él las llamaba-, dispuesto a ganarse los favores de las chicas más espectaculares de la corte. Sabía muy bien que no podía faltar a la tradición y era consciente de que alternar con el pueblo y llevarse una o dos noches a la semana a alguna cortesana rubia y espigada era una obligación impuesta por los usos y costumbres de los dioses y de los Borbones. Le he servido muchas veces de cicerone y, como os vengo diciendo, nunca sentí celos ni envidia. Sé con quién estoy y a quién sirvo, porque al rey le debemos todos y todas, pleitesía. En esas noches de los ochenta, recuerdo que estrenamos el reservado que había preparado el dueño de la boîte para la intelectualidad y las oligarquías. A Juanito le gustaba la presencia femenina mucho más que a cualquier otro hombre, también oír procacidades ingeniosas. Para eso estaban allí Paco Umbral y Fernando Sánchez Dragó. Eran dos asiduos a las francachelas discotequeras de Juanito. A nuestro rey le gustaba escuchar las experiencias de sexo tántrico de Fernando y se descojonaba con las ocurrencias y la mala leche de Umbral. No sé cuánto les pagaba por noche, además de las copas -todas gratis- y las chicas que, atraídas por la curiosidad, se calzaban en los reservados. Cada noche, las elegidas subíamos al espacio exclusivo que reservaban para Juanito y acompañantes. Y detrás, Umbral y Dragó. Era el tiempo de la movida. Nosotros la vivimos de una manera peculiar. A Juanito no le interesaba nada la música. Cuando tenían que asistir por obligación a alguna ópera en el Teatro Real se solía poner enfermo. Tampoco estaba interesado en el pop, ni en el rock, ni en el punk, ni en la copla ni, por supuesto, en el heavy metal. Él solo tenía una dedicación cuando estaba rodeado de chicas: el magreo. Se le caía la baba, disfrutaba como un bobalicón. Eran dignas de ver estas reuniones, porque parecíamos quinceañeras o ninfas huyendo entre risas de la persecución a que nos sometía el sátiro más poderoso de España. Sí, una de esas noches fue la del golpe de estado de Tejero. Nos pilló en una boîte y tendríais que haber visto lo mal que le sentó a Juanito el cierre intempestivo del local. “Por mis huevos que estos gilipollas me las pagan”, eso dijo y todos sabéis que lo cumplió. A Juanito había algo que no se le podía quitar de entre los dedos: una nalga prieta de rubia nórdica. Y sin duda, ese fue el detonante del desarrollo posterior de los acontecimientos políticos. Solucionar un golpe de estado en una noche no lo ha hecho nadie, solo Juanito. Sus razones eran de peso: la venganza por haberle frustrado una de las veladas de juerga que más prometían; la ira desbordada por haberse visto privado de su mayor afición: el magreo de las ninfas. Así es Juanito. Su humanidad es tan poderosa que no tiene límites. Ningún estadista, por muy versado que hubiera estado en pronunciamientos, podría haber resuelto el golpe con la facilidad y el dominio de la escena que lo hizo mi príncipe. Volvimos a oír música de Alaska y a ver cine de Almodóvar gracias a él. Esto parece que lo hemos olvidado y debería estar muy presente en la memoria histórica de los españoles. Juanito salvó la movida, salvó Madrid y salvó a Nacha Pop, a pesar de no gustarle la música. Y ahora, los niñatos que se derriten escuchando a los grupos de los ochenta no comprenden que si él no hubiera actuado como lo hizo, estarían oyendo todavía pasodobles y música militar. Nuestro rey se acercó, encalabrinado, al Congreso de los Diputados, con su disfraz de jarana. Se plantó allí, en el bar, se quitó la gorra y las gafas, pidió un burbon y se cagó en la madre de los guardiaciviles que habían montado ese follón sin avisar. ¿Quién era aquella chusma para privarle a él de una noche de desenfreno? No sé con certeza lo que les dijo, pero cuando a Juanito le quitaban su caramelo de la boca, cuando se ponía de malas, era un vendaval. Los licores corrieron sin medida por la barra del bar del Congreso y el coñac Fundador se agotó. Al día siguiente, cuando todo volvió a la normalidad, a Juanito nunca lo vi alardear de su intervención majestuosa, todo lo contrario. Siguió persiguiéndonos alrededor de las mesas bajas y de los divanes de terciopelo como si nada hubiera ocurrido. Esa es la humildad de una leyenda. Umbral y Dragó fueron durante muchas noches de esos años ochenta los bufones de la corte. Solo que la corte madrileña se trasladó en ese tiempo a las boîtes y a las discotecas. A ellos, sobre todo a Dragó, les privaba salir con el rey, no solo por lo que les caía de gratis, sino porque estaban haciendo historia. Siempre me ha parecido raro que a Umbral no se le ocurriera narrar alguna de estas salidas o retratar al monarca en sus libros o en sus artículos. Yo creo que llegaron a un acuerdo con Juanito para que aquello no saliera de las salas de fiesta. Él es muy convincente para estos asuntos. Nunca se quitaba la gorra ni las gafas. Estaba convencido de que solo los íntimos sabíamos quién era. Se hacía pasar a menudo por un pinchadiscos de moda, el problema venía cuando comenzaban a preguntarle por los grupos que estaban entonces en el candelero. La música no le interesaba en absoluto si no era para bailar lentas y magrear nalgas aprovechando el acercamiento. Una obsesión real que todas aceptábamos de buen grado. Aparecíamos en los locales a lomos de su moto de gran cilindrada, después de despistar a la escolta y a la guardia civil de tráfico. Todas las chicas, por supuesto, sabían quién era el que pagaba tan rumbosamente las copas y algunas llegaban a las manos por bailar bien apretadas con él. Una noche conoció a una famosa actriz que lo llevó de cabeza durante un tiempo. A mí me caía bien esa chica, pese a su tono de voz y a su desfachatez. La entrevisté para mi revista y la catapultamos al estrellato en una época difícil, por la gran competencia de rubias despampanantes y tetas al aire. Esa niña consiguió domar a Juanito, aunque el romance le duró lo de siempre, unos meses. Su inclinación al encaprichamiento y la volatilidad de sus amoríos le ayudaban a no descuidar sus labores profesionales y, a la vez, le servían para mantener la cabeza despejada ante embajadores, presidentes y empresarios del IBEX 35. El apodo de “campechano” no se lo pusimos porque sí, detrás había una compleja construcción que consistía en liberarlo de tensiones en boîtes y saraos: desbravar su rijosidad para conseguir el equilibrio clásico. Un método infalible para poder contemporizar, con la formalidad y el rigor necesarios, en las recepciones reales. La frialdad de un estadista no es algo baladí, supone muchas horas de esfuerzo, de placeres mundanos, de alcoholes, de drogas incluso y, por supuesto, de sexo desenfrenado. La última foto que voy a utilizar en la biografía es muy actual y la hizo el mismo Juanito, ya apartado de las cargas estatales. Es un selfi que se tomó en el yate de unos amigos, el “De Categoría”. No es agradable ver a un hombre que ha salvado al país, que ha sido para nosotros un semidiós, tan estropeado como se le ve en esa imagen. A mí me da mucha pena, mucha. Muestra con crueldad lo desgraciados y desagradecidos que somos. Si hubiéramos tenido como defensor de nuestra patria al mismo Aquiles, nosotros mismos lo habríamos ahogado en un barreño o lo habríamos lapidado. No, los españoles no nos merecemos a Juanito. Somos gente miserable y de tiro corto. Le deseamos lo peor a los que han estado arriba y, cuando se trata de un hombre como él, criado en el Olimpo, estamos haciendo lo indecible para arrojarlo barranco abajo, para despellejarlo sin piedad. La cara de mi príncipe en esta última foto es la viva imagen de este deterioro al que lo hemos sometido, de cómo somos capaces de destruir la belleza y hasta la divinidad más alta. No os confundáis, os hablo todo el rato de mitología clásica, pero yo soy católica, muy católica. Igual podría haber hecho el símil con un san Sebastián o con cualquiera de los santos mártires que tenemos a millón en nuestras iglesias. He elegido a los griegos a instancias de mi negro, que es muy de Hércules y Zeus. Si por mí hubiera sido, a mi Juanito lo habría equiparado con el que está a la derecha del padre, sin exagerar ni un milímetro. ¿No lo crucificaron como a mi príncipe lo estamos crucificando nosotros? Pues eso. Nadie que tenga un mínimo de decencia puede estar de acuerdo con lo que estamos haciendo con nuestro rey, con nuestro Cristo Redentor; pero así somos, indignos y viles, como los fariseos que traicionaron al Santísimo. La cara descompuesta, descolgada, manchada, fofa, sin ánimo, que muestra Juanito en la última foto, es tan dramática como la de una imagen de Salzillo adulterada con clembuterol. Solo sus ojos azules, esos vidrios divinos, reflejan un resto de vitalidad. Se le ve muy aturdido por los estupefacientes. ¿Qué otra cosa podría hacer si no recurrir a las drogas para calmar tanto vilipendio y tanto dolor? Como en un cuadro barroco, lo más importante es el retrato del monarca, acabado y roto por nuestra falta de dignidad, aunque también el fondo de la imagen nos dice muchas cosas. Si nos fijamos bien en la foto, se ve un barco en un segundo plano. Sobre él, dos mujeres más o menos jóvenes están arrojando por la borda el cuerpo de un hombre. Le pregunté a Juanito y recordaba poca cosa. Me nombraba a las chicas que habían alternado con él, me describía con detalle las mullidas nalgas de una de ellas, pero todo lo demás era niebla y confusión. El selfi no tiene desperdicio por lo que significa, por ese primer plano de la decadencia absoluta; y por el segundo, que parece narrar simbólicamente el declive, el deseo de nuestro pueblo de hundir el cuerpo de quien salvó la movida y nos entregó vivos a los Hombres G. A las dos chicas no se les distingue la cara, pero se aprecia su esfuerzo al levantar el cuerpo para arrojarlo por la borda. Cuando Juanito me enseñó la foto, no era consciente de lo que escondía. Le pregunté y me dijo que sí, que había visto algo extraño, pero no era capaz de concretar. Con lo que ha sufrido mi príncipe y que se vea en la vejez en estos trances…, ni a los héroes clásicos se lo pusieron tan negro los dioses. Mi Juanito, ahora, se desespera cuando se afeita. Dice que no es él, que alguien le manipula los espejos, que esa cara de sapo no es la suya, que no tiene esas erupciones ni esa papada. Es un poema verlo en paños menores, bamboleándose como un tentetieso y haciendo pucheros mientras busca al sinvergüenza que le manipula los espejos. Quiero terminar la biografía con esta imagen, para ver si de una vez nos damos cuenta de que hemos sido nosotros, los españoles -sobre todo los progresistas-, quienes hemos asesinado al estadista más excelso que han dado los tiempos. Nosotros y, en particular, la única que falta en este relato, esa danesa recauchutada que durante tanto tiempo trajo de cabeza a mi príncipe. Sí, su ruptura con ella fue uno de los detonantes de su declive. Todos los astros se unieron contra él. Estaba dispuesto a abandonar por fin a la griega, a instalarse fuera de España para vivir sus últimos años con esa mujer, convencido de que lo quería de verdad, que aceptaba sus pellizcos sin malas caras ni intereses espúreos. Corina -tengo que soltar su nombre, si no reviento- desgració a nuestro príncipe. Ella es la causante de ese rostro marchito y abotargado que podemos ver en la última fotografía. Ha tenido el arte de convertir a un semidiós en un personaje de Tolkien. Porque Juanito, hoy, se parece más a un trol que a sí mismo. Él, siempre dadivoso, puso toda su fortuna en manos de la nórdica y cómo le pagó ella, abandonándolo y robándole el dinero. El fruto de los padecimientos que los españoles hemos hecho pasar a nuestro rey están ahora en manos de una harpía mercantilista y desalmada. Juanito, en el fondo, siempre ha sido sentimental e inocente. Esa necesidad desmedida de amor lo ha conducido a la ruina, sí, a la ruina absoluta. No sé si me creeréis, pero nuestra gloria viva más laureada está viviendo de la beneficencia. Esto solo pasa en España, aunque ya ocurrió con Cervantes y con muchos otros. Juanito se arrastra entre los yates y los palacios de sus amistades mendigando un sitio donde dormir o donde reposar su vejez. Coincidiréis conmigo en que nuestro pueblo es el más miserable del universo. La desfachatez de Corina, encima, intenta culparlo de delitos fiscales que a ojos de cualquier otro ciudadano extranjero resultarían ridículos. Esa harpía no solo se ha quedado con los ahorros del pobre Juanito, sino que reclama cárcel para él y nosotros la coreamos. Sí, aquí somos especialistas en promocionar la delincuencia y la bellaquería. Juanito, además de buscar su verdadera imagen detrás de los espejos, está perdiendo la chaveta. La última vez que lo vi me habló del hombre que arrojaban por la borda desde el yate de la foto. Está convencido de que el cuerpo que esas mujeres lanzaban al mar es el suyo, el verdadero, no el que luce con vergüenza actualmente. Tiene intención de rastrear la costa de Gandía para recuperar lo que le han robado. Esas piernas desmedradas y ese vientre de botillo, de abuelo hidrópico, no son suyos; esa cara de sobrasada no es la suya; ese temblor de manos no es el suyo; y, lo que es peor, ese pito flácido, que nunca se activa, por supuesto, tampoco es suyo. Juanito me ruega que haga los trámites necesarios para que una brigada de buceo de la guardia civil vaya a buscar su verdadero cuerpo joven y musculoso en el fondo del mar. “Lo lanzaron allí dos chicas muy guapas a las que me habría gustado pellizcarles el trasero si hubieran estado a mi alcance. Anda, perlita, hazlo por mí, recupérame, para que podamos pasarlo como antes”. Me conmueve mi rey con estas locuras. Cuando se pone así, rompo a llorar como una huerfanita. No puedo aguantar que un hombre tan jovial, tan pleno de vida, esté desvariando de esta manera, como un loco de atar. Solo me alivia que, a otros grandes personajes, equiparables a mi príncipe, les ocurrió algo parecido al final de su vida. Juanito es un rey Lear al que no han vendido sus hijas, sino su propio pueblo; o un Johnny Weismuller, añorando su pasado de Tarzán. No sé qué es peor. La única salida que ha encontrado al comprobar este desprecio nuestro ha sido la del desvarío. Fuera de su Patria, sin familia, sin dinero, asilado por los antiguos amigos que aún le deben favores, por jeques y príncipes árabes que aún conservan el sentido de la decencia en un grado bastante más alto que nosotros. “¡Busca mi cuerpo, perlita, búscalo, si no, me mato!”. Esta es la letanía que tengo que oírle cada vez que lo veo. Me enseña una y otra vez el selfi, la imagen con la que voy a concluir la biografía del Planeta. Y me señala con el dedo, insistiendo, a las dos chicas y al cadáver musculoso: “Ese soy yo, perlita, ese, y no esta piltrafa que me han prestado. Tienes que reclamarlo. A un rey no le pueden quitar su busto, sus extremidades y su cara, eso no es legal, perlita, debes exigir que me los devuelvan. Habla con la UCO, con la guardia civil, con el ministro del Interior. Diles, diles que vas de mi parte. No pueden negártelo. Yo sé cosas de ellos, amenázalos, no hagas como la rubia, no me abandones”. Es patético oírlo. Pero, ¡coño!, es que, si te fijas bien, el cuerpo de la foto es igual que el de mi Juanito cuando tenía treinta años. No me extraña su obsesión. Busqué a las chicas del yate. No me fue difícil encontrarlas, una de ellas tenía un magacín en televisión que no duró mucho en pantalla. Me enseñaron fotos del ahogado, bueno, más bien del asesinado, porque se lo cargaron de un arponazo. Era un fiel trasunto de Juanito, su viva imagen. Una de ellas, Mary, creo que se llama, lloró sin consuelo mientras me mostraba las fotografías que se tomaron el día que murió. Me reveló que nadie las había visto, que me las enseñaba a mí porque me seguía en televisión desde que era niña y porque me admiraba muchísimo, más que a los astronautas. Tiene una perrita preciosa, que se llama Laika. Mi curiosidad de periodista me llevó a preguntarle por lo que pasó en el barco. No supo contestarme. Me contó que, cuando se dieron cuenta, el cuerpo de Brando -así se llamaba el muerto- ya estaba en el agua. Eso no coincidía con lo que yo vi en el selfi de Juanito. Por suerte, no les mencioné la foto en ningún momento. Les expliqué que quería informarme para elaborar un reportaje sobre las tragedias en el mar. El verdadero cuerpo del rey no podría recuperarlo, no era posible hacer el trueque; pero se abría una veta en la investigación de ese suceso truculento, que, según supe, ya casi había sido abandonado por la policía. Una tiene alma de reportera y también de novelista. No pude ignorar el descubrimiento que mi Juanito me había revelado sin pretenderlo. Ese hombre era especial hasta cuando actuaba inconscientemente. Su empeño de loco por que le buscara su verdadero cuerpo me condujo al descubrimiento de una prueba fundamental en la investigación de un asesinato, abandonada por la policía hacía un tiempo. No sé cómo acabaré la biografía. Es posible que el propio Juanito me dé la exclusiva mundial que necesito, sí es muy cruel, pero él me valora muchísimo y me da miedo que cometa una locura. Él sabe que si muere antes de que yo acabe su biografía, la que me va a conseguir el Planeta, el éxito va a ser tremendo y la oportunidad de mi libro no tendrá comparación con ninguna otra. Cuando hablé con él, el otro día, se lo dejé caer en tono de broma y me arrepentí mucho, porque él se quedó como ido, como pensando en la mejor forma de suicidarse para completar mejor su historia. Le mostré las fotos que van a aparecer en el libro y se emocionó mucho, sobre todo con la del atuendo sadomasoquista. La tableta que muestra en esa imagen es igual, exactamente igual que la del chico del barco y a mi rey se le agolparon muchos recuerdos. Me pellizcó la nalga y con su voz de siempre me dijo, “prepárate para ser la autora del best seller más importante que se haya vendido nunca en este país. Te voy a dar justo lo que necesitas”. Y se fue hacia el mar. Y me quedé muy preocupada, a la vez que agradecida. No siempre tiene una la ocasión de que un rey trabaje para ella.

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