Es una gloria ver el teatro "Adolfo Marsillach" de Almagro a rebosar para oír (los contemporáneos de Lope iban a "oír" teatro) una obra del siglo XVII. Y más gloria todavía cuando finaliza el espectáculo y se ven las caras de satisfacción de los espectadores. Que tanta gente se interese y quede encantada por el teatro clásico es esperanzador. Eso sí, la mayoría lucimos canas y calveros, aunque también hay jóvenes.
Y es una gloria asistir a las obras representadas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La CNTC habla con palabras mayores. Helena Pimienta se despedía de la compañía con El castigo sin venganza de Lope de Vega y de qué manera. La representación del 14 de julio (la última en Almagro) la señalo entre los placeres más intensos que le regala a uno la vida de contemplador.
Un Lope maduro, grave, poderoso, sublime, próximo a Shakespeare en la estructuración dinámica de la obra y en la gravedad de los contenidos. Un Lope que pule el verso hasta conseguir revitalizar algo que parecía ya muerto en el XVI: el lenguaje amoroso petrarquista. Lope resucita muertos (el amor cortés) y aniquila con crueldad a sus protagonistas, como le gustaba al bardo de Stratford. Nunca he visto tan alto a Lope en la creación de conflictos ni en el engarce de los acontecimientos. La plantilla con la que elabora sus comedias deslumbra aquí gracias a su mecanismo preciso.
La puesta en escena es sobria, para oír más que ver, para degustar la palabra de esta obra, verdadero manjar sangriento. Las botas militares de caña alta, los tronos (sillones de barbero) y los contrapuntos encarnados nos advierten de un final truculento, del triunfo de la violencia sobre la pasión.
Casandra no tiene suerte con los hombres. Por un lado, se casa con el duque de Ferrara, tirano mujeriego, falto de delicadeza. Por otro, se enamora apasionadamente de su hijastro Federico, quien le da lo que su marido no le ofrece, pero se muestra esquivo una vez obtenido su deseo. Como Calisto en Melibea, Federico muere por el favor de Casandra hasta que lo consigue, luego quiere casarse con su prima Aurora para no enredarse demasiado. Casandra es constante y firme en su pasión, Federico no tanto, a pesar de pergeñar uno de los más afinados parlamentos del desamor (casi herético) que se pueden encontrar en castellano:
"En fin, señora, me veo
sin mí, sin vos y sin Dios:
sin Dios, por lo que os deseo;
sin mí, porque estoy sin vos;
sin vos, porque no os poseo."
La respuesta de Casandra, ante tal acometida retórica, no puede ser otra: se rinde a la desesperación amorosa de su hijastro. La venganza del duque de Ferrara va a ser terrible, y eso después de redimirse como crápula y farandulero, pero no como tirano. Joaquín Notario (el duque) despliega en este final un derroche de ferocidad que espanta y angustia, como antes Rafa Castejón (Federico) nos había apabullado en el diálogo que mantiene con la sobria y elegante Beatriz Argüello (Casandra). Entre tanto, descuella la figura de Nuria Gallardo (Aurora), afrentada, despechada y negra mano del castigo sin venganza; y la del gracioso Carlos Chamarro (Batrín), más cercano al bufón de Lear que al criado de la comedia nueva.
El espejo de la deshonra, voces cascadas por el sinfín de representaciones, desfiles de embozados, abrigos largos, botas negras, tronos de barbería, sillas que esperan en la oscuridad su turno para delatar, hombres caprichosos y tiránicos, mujeres firmes y apasionadas..., de todo esto se cubrió el escenario del teatro de Almagro: un Lope espectacular, bravo y angustioso que da realce a las copas que uno se toma luego en la plaza verde, rodeado de brasas y belleza, aturdido aún por la crueldad y el runrún de los versos.
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