Habrá tal vez quien recuerde Heimat. Lo suyo sería no recordar esa película-serie, uno de los
productos más celebrados de la industria audiovisual alemana, porque versaba
sobre la memoria de un país y su director, Edgar Reitz, sostenía que lo
más importante de la memoria son los olvidos. La serie, estrenada en 1984 y
emitida por Televisión Española en 1988 y 1989, contaba la historia de un
pueblecito del Rhin entre 1919 y 1982. En esa historia de la Heimat (un término alemán que
abarca desde «patria» a «terruño») filtrada por la memoria, el auge del nazismo
aparecía como una época vibrante y próspera y se reflejaba en la construcción
de una autopista cerca de Schabbach, el imaginario e idílico pueblecito. De
esos tiempos felices (1938) se pasaba a tiempos dolorosos (1943) en los que
miles de jóvenes alemanes eran víctimas de la crueldad comunista en el frente
ruso.
La tesis explícita, reiterada por Edgar Reitz, consistía más o
menos en que los alemanes tenían buenos recuerdos (pasajes en color), malos
recuerdos (pasajes en sepia) y unas cuantas cosas que se negaban a recordar.
Cosas como Auschwitz. La tesis implícita podría resumirse con la palabra
«impotencia». Las cosas pasaron sin que los alemanes pudieran resistirse. Los
alemanes siguieron trabajando y se dejaron llevar. Los alemanes, en resumen,
fueron inocentes, y no tienen otra opción que borrar de su memoria colectiva
unos horrores que les son ajenos.
Los episodios de Heimat saltaron
por encima de 1942, el año en que murió Stefan Zweig, muy lejos de la heimat pangermánica. Ahora
cuesta hacerse una idea de la celebridad de Zweig, que en los años
veinte y treinta del siglo XX era uno de los escritores más
populares de Europa. Si en una casa había un libro, era de Zweig. Y, sin
embargo, Zweig se suicidó junto a su esposa en Petrópolis (Brasil) abrumado por
la impotencia. Las fotos de los dos cadáveres abrazados, él con el nudo de la
corbata escrupulosamente ceñido, siguen siendo conmovedoras.
El escritor dejó una carta en la que citaba la reciente caída de
Singapur en manos japonesas como señal de que el mundo estaba condenado a la
tiranía y él, una de las cabezas más cultas de su época, no podía ya hacer
nada. Su última obra, más o menos autobiográfica, llevaba precisamente el
título El mundo de ayer. Una
reciente biografía (Las tres vidas de
Stefan Zweig, de Oliver Matuschek) sugiere que Zweig temía que
afloraran episodios de su pasado que le avergonzaban (nada terrible:
actividades masoquistas y algún flirteo homosexual) y que, tras una vida
sexualmente muy activa, soportaba mal su impotencia física.
Lo esencial, sin embargo, tuvo que ser la sensación de fracaso histórico.
Nacido en plena edad de oro de Viena (1881), millonario y con raíces judías,
intelectual y cosmopolita, enemigo de los nacionalismos y de las pasiones
irracionales de las masas, convivió con el nazismo (fue libretista de Richard
Strauss) hasta que en 1936 sus obras fueron prohibidas en Alemania. Entonces
comenzó su exilio. Pero cualquiera que lea sus Momentos estelares de la humanidad entenderá que Zweig llevaba
muchos años obsesionado con la pasividad, y la impotencia, del hombre decente.
En el capítulo dedicado a las jornadas posteriores al asesinato de Julio
César(44 a. C.), quizá los días más cruciales en la historia occidental,
condena a Cicerón: justo, sabio, inteligente y dispuesto a morir para
salvar la República, pero en último extremo incapaz de asumir su
responsabilidad cívica y enfrentarse a los tiranos. En el capítulo dedicado a
Waterloo, la impotencia se encarna en un hombre leal, eficaz y sin duda
valiente, el mariscal Emmanuel de Grouchy: enviado por Napoleón a
perseguir a los prusianos, se escuda en las órdenes recibidas para no acudir al
campo de batalla, donde la presencia de sus tropas habría sido decisiva.
Para abundar en las obsesiones de Zweig resulta también
recomendable su Castellio contra
Calvino, conciencia contra violencia. Como es de esperar, vence el fanático Calvino.
Nuestros tiempos no son demasiado estelares, pero el material
humano es el de siempre. Muchos se sienten impotentes ante lo que ocurre. Sobre
la gran mayoría se podrá hacer, en algún momento del futuro, una serie como Heimat:
no sabemos, no podemos, y ocurra lo que ocurra nos sentiremos inocentes.
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