La primera intención era titular este
artículo «Alegato a favor de la dilatación de los textos literarios, la
sentencia larga y el discurso elaborado. Compatibilidad de la longitud del
escrito con la amenidad del mismo», pero resultaría demasiado extenso, ahora
que la brevedad se ha convertido en sinónimo de virtud y que parecemos estar
seguros de que la concisión nos abrirá de par en par las puertas del cielo.
Bendita concisión, siempre que sea fruto de la conveniencia o la necesidad y,
sobre todo, de la libertad de elección. Lógico es huir del charlatán y
necesaria la censura de la perorata tediosa. Pero tan criticable puede resultar
el extender por extender el discurso como el reducirlo porque sí. Me irrita
este entusiasmo por la síntesis, esta entrega incondicional a la reducción,
este frenesí por lo corto. En definitiva, este dámelo ya.
Y me encrespa especialmente que esta cláusula
de la brevedad se imponga en el lenguaje literario. Conocidos son los ejemplos
con los que Machado criticó el retoricismo y la palabrería hueca del
barroco. Claro que resulta ridícula, en casi todos los contextos imaginables,
la construcción «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» para
referirse a lo que pasa en la calle; u ofrecer a alguien una pera con un
«Darete el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa». Pero
postularse a favor de simplificar semejantes cachivaches gramaticales no puede
servirnos de coartada para buscar la proclamación del Estado Universal del
Laconismo en cualquier forma de comunicación.
Cuando escribimos disponemos de unos segundos
adicionales, respecto a cuando hablamos, para elaborar el discurso. ¿Por qué
molesta tanto que el emisor aproveche esta ventaja para permitirse mimar su
modo de expresarse? ¿A qué viene ese empeño por menoscabar el esfuerzo dedicado
a embellecer las palabras para convertirlas en algo más que meros códigos de
comunicación? ¿Por qué no puede sacar partido el lector a ese plus temporal
para recrearse en la comprensión, aunque sean más complejas las frases que ojea
que las que percibe acústicamente? Esta incondicional exigencia de brevedad y
sencillez al escritor podría llevarnos a inferir que el que lee pretende
dedicarle poco tiempo a tan noble actividad haciendo el mínimo esfuerzo de
comprensión; y yo quisiera pensar que la lectura es la mayoría de las veces un
placer y no un trámite o una pose autoimpuesta.
Demos gracias a que Cervantes vivió
hace cinco siglos, porque hoy se le hubiera presionado para que empezara el
Quijote con algo parecido a «Ocurrió en la Mancha. No tengo un buen recuerdo de
aquel lugar. Allí vivía un hidalgo». Y es que necesitamos abarcar con la mirada
fragmentos cuya longitud nos permita columbrar signos de puntuación
(preferiblemente los redonditos) en lo escrito. Son nuestro balón de oxígeno.
Inconscientemente miramos de reojo para cerciorarnos de que un punto y seguido
alentador está cerca. Amigos de la frase corta, treinta y tres palabras tardó
Miguel de Cervantes en escribir el primer punto y seguido en su novela de
novelas. El núcleo del sujeto de su primera frase —«hidalgo»— no aparece hasta
después de la mitad de la oración, cuando la mayoría de los lectores actuales
ya se han desorientado por no disponer de una palabra que le sirva como báculo
y brújula para peregrinar por ese laberinto literario, un verdadero entuerto a
desfacer. «Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y
yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la
gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está
loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con
ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares
comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual
que arañas entre las estrellas». ¿Quién osaría recriminar a Kerouac la
utilización de casi un centenar de términos sin que haya un solo punto entre
ellos? Y, próceres utilitaristas, hostiles a la anáfora y a otros recursos literarios
con fines estéticos, decidme: ¿tan inoportuna os resulta la continua repetición
de palabras como «loca» o «gente» en este texto? ¡Ah, la repetición, esa
villana del estilismo, que tiene en la redundancia su máxima expresión de la
mediocridad literaria! Especialmente desde que hemos aprendido la palabra
«pleonasmo» nos dedicamos a señalar de manera acusadora toda agrupación de
vocablos con indicios de reiteración. Yo nunca me enamoraría de una
redundancia, pero la compadezco por la condición injusta de paria a la que la
hemos abocado.
Por supuesto que lo conciso puede ser bello.
Pero algo es bello por ser bello, no por el simple hecho de ser conciso, y
algunas veces lo hermoso armonizará con lo breve y otras con lo extenso.
Aludíamos a la archiconocida primera frase de el Quijote, pero hay también comienzos escuetos dignos de ser gozados,
como el que nos regala Rafael Sabatini en Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que
el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio». ¿Qué más se puede
añadir a esto o al sublime principio de Lolita, un monumento a la sucesión de frases cortas bien
hilvanadas? Qué efecto tan maravilloso producen los sucintos versos de Salinas «Tus
besos son ofrecerme los labios para que los bese yo», pero también qué
placenteramente larga resulta la definición de «tu boca» de Cortázar en
su Rayuela. Qué inspirador es El Principito y con qué amargura
puede uno darse cuenta de que ha llegado a la última de las más de mil páginas
de Fortunata y Jacinta, el otro
gran «Quijote» de nuestra literatura, porque querría que le quedasen todavía
otras mil para seguir entre los Arnaiz-Santa Cruz.
Más allá de los debates sobre el número de
páginas de los libros o de la exaltación de la frase corta en la literatura,
esta tendencia tiene una mayor repercusión en la «otra literatura»: los
artículos periodísticos, los blogs, los correos electrónicos o las respuestas
de los exámenes. No tengo nada que objetar a los límites establecidos, y
justificados, en función del tiempo o del ahorro económico, por ejemplo cuando
hablamos del gasto de papel. Pero no se me negará que subyace la idea de que el
lector prejuzga un texto por su extensión antes de empezar a leerlo y, aunque
disponga de todo el tiempo del mundo y el coste monetario derivado de la
impresión le sea indiferente, su predisposición será mejor cuanto menos espacio
ocupe.
La exagerada buena reputación de lo breve en
lo escrito es el reflejo de esta ansia universal por palparlo todo aunque sea a
costa de no pararse a acariciar nada. Ocurre cuando viajamos, como bien expuso Gila en
una de sus más famosas disertaciones sobre esos tours frenéticos por diferentes
lugares del mundo. Hoy el objetivo es hacerse el selfi —una especie de ritual
equiparable al de poner la bandera— en todos los lugares posibles. Es la filosofía
del picoteo de las experiencias. Recuerdo una conversación con un amigo en la
que contabilizábamos los países que habíamos visitado e intentábamos poner un
requisito restrictivo: ¿se tenía en cuenta una simple escala en un aeropuerto;
atravesar un país por carretera cuando vas rumbo a otro; valía con hacer noche
aunque apenas vieras el lugar a la luz del día…? Él decía que solo se podían
contar los sitios en los que hubieras hecho de vientre. Lo consideré un
argumento ridículo, pero ahora me apropio de su razonamiento para darle un
sentido metafórico: los lugares hay que digerirlos. Las cosas no se han de
hacer siempre para conseguir cuanto antes el resultado previsto. ¿Por qué las
pipas peladas no han llegado a desplazar a las que vienen con cáscara? Este es
el mejor ejemplo de que recrearnos en los procesos, aunque se retrase el
resultado, puede también proporcionar satisfacción.
Y aunque, como hemos apuntado, la concisión
tiene más razón de ser en la comunicación oral que en la escrita, digo yo que tampoco
hay por qué fomentar esa especie de apremio para que el que está hablando
termine de hacerlo cuanto antes. Cada vez lo paso peor cuando veo en la
televisión o escucho en la radio una entrevista. Me pone nervioso la actitud de
urgencia que el entrevistador muestra hacia el entrevistado, que ha de tener la
sensación tan pronto como abre la boca de que está molestando. Ya puede ser una
señora con un cáncer terminal la que esté comentando su angustiosa situación,
que habrá un periodista interrumpiéndola y azuzándola para que acabe las frases
cuanto antes. Pareciera que el riesgo de tedio resultara un asunto más delicado
que el desahogo de una persona enferma y que hubiera que ser especialmente
cuidadoso con lo que se va a decir para que el que escucha (verbo
optimistamente empleado) no se aburra.
Si buscamos la forma precisa, exacta y
concreta de expresarnos acabaremos todos diciendo lo mismo. Y cuando hablamos
no solo enviamos un mensaje con lo que decimos; el cómo lo decimos es otro
mensaje, que muchas veces habla de nosotros mismos, de nuestro estado de ánimo,
de nuestra forma de ver la vida y de nuestra actitud hacia los demás. En
resumen, hablando nos definimos y nos realizamos, y podemos hacer ostentación
de la capacidad que mejor nos singulariza como seres humanos, como homo loquens que somos. ¿Sabéis
quiénes practican una perfecta concisión en su forma de comunicarse? Las
abejas. Unos cuantos bailes para guiar a sus congéneres hacia la fuente de
alimento es todo lo que necesitan, en materia de transmisión de información,
para sobrevivir: la danza en círculo y la danza de la cola es todo lo que
tienen que «contarse». Otros que también se muestran poco amigos de los ripios
y van al grano son los cercopitecos, primates que emiten unas precisas señales
de alarma especializadas en función del grado de peligro por el que se ven
amenazados. Y como los cercopitecos no pueden estar equivocados en este
ejercicio de la concisión, en este hermetismo de la sencillez, yo os pido que,
en caso de incendio, evitéis oraciones como «hay flamígero elemento que pone en
riesgo la existencia de los presentes, por ello se hace menester huir» y os
concentréis en ser precisos para alertar. Poned toda la atención en que la
única palabra que tenéis que gritar, «¡fuego!», sea entendida, sin adornos.
Pero si os pregunto «¿qué tal te va la vida?» sabed que, al menos en lo que a
mí respecta, sois muy libres para responder tanto con un «bien», «mal», «sin
novedad» o para, si el ánimo ese día os incita a ello y yo no tengo nada
urgente que hacer, contarme todos y cada uno de ingredientes con los que habéis
cocinado el pato laqueado.
Hablemos sin tantas restricciones y relajemos
los corsés a los que nos somete el imperio de la brevedad, cuando este deriva
de la dictadura de la prisa y no de la del buen gusto; no excluyamos deliberadamente
nada, ni aceptemos deliberadamente nada, como decía Neruda en su
defensa de una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de
nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia,
profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios,
creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos. En definitiva,
no coartemos la libertad de expresión, expresión (valga la repudiada
redundancia) que utilizamos de manera poco precisa.
(1) Y tanto que necesita un alegato la
explayación. Para empezar, la RAE —que sí contempla «concisión», «brevedad» o
«concreción»— no reconoce este sustantivo, aunque sí el verbo explayar.
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