Álvaro Tato, que firma la versión de El perro del hortelano en la Comedia, habla de Billy Wilder. A mí
me hizo pensar en Preston Sturges, en la rueda enloquecida y cínica de Un marido rico, desde el caos
nocturno del comienzo, cuando Teodoro y Tristán soliviantan la casa de Diana. Y
pensé también en aquella Fausse
suivante que montó Chéreau en 1985, con Jane Birkin, Didier Sandre y Michel
Piccoli, agitándose en un caldero de engaños y desdenes. ¿Lope anticipa a
Marivaux? No es la primera vez que lo pienso ni soy el primero que lo dice.
Elegancia formal, turbiedad moral. El amor que teme mostrarse, las
maquinaciones que genera. Las barreras sociales y el anhelo de saltarlas. La
condesa Diana (Marta Poveda) desea a su secretario Teodoro (Rafa Castejón) al
verle deseado por la criada Marcela (Natalia Huarte). Teodoro planta a Marcela
tan pronto olfatea el deseo de Diana (y la posibilidad de trepar: “O morir en
la porfía o ser conde de Belflor”). Marcela promete amores al criado Fabio
(Álvaro de Juan) para vengarse de Teodoro, al que sigue amando. Y el conde
Federico (Pedro Almagro) y el marqués Ricardo (Paco Rojas), aspirantes al
corazón de la condesa, encargan la muerte de Teodoro, su rival. La cosa no
acaba en tragedia porque Lope no lo quiere. Las sirvientas Dorotea (Alba
Enríquez) y Anarda (Paula Iwasaki, en alternancia con Nuria Gallardo) parecen
las únicas sensatas, pero no les dan mucho papel.
¿Cómo
conseguimos interesarnos por esta detestable peña? Por la
fuerza de sus pasiones, que les sobrepasan. Por la distancia entre lo que dicen
y lo que sienten. Y por el modo en que se percatan de sus sentimientos. Todo ello
tiene una enorme potencia teatral y permite una fenomenal gama interpretativa.
Mi escena favorita, ultrasofisticada, es un bombón francés con una doble
almendra shakesperiana en el centro: Diana y Teodoro se narran mutuamente sus
deseos ocultos bajo el intercambio epistolar de una amiga a su amado. Dos
sonetos: el envoi de la
condesa y el retorno del secretario. Los sonetos cumplen aquí (y, en general,
en la comedia palatina) la función de apartes reflexivos, como las canciones en
un musical bifronte: libreto frívolo, cantables amargos. Sonetos como perlas en
un generoso collar de redondillas, romances, octavas: pura fiesta del lenguaje.
Fiesta con fiesta se viste. La escenografía de Sánchez Cuerda, cercana a la
de La vida es sueño que
también montó Pimenta: un palacio desnudo, con múltiples puertas que rozan el
vodevil; el lujoso vestuario de Moreno y Garrigós; las luces de Gómez Cornejo.
Todo delicadísimo, detenido a un paso del exceso. Y es buena idea llevarlo al
Nápoles dieciochesco: vale, quizás no sea imprescindible, pero realza la
anticipación de Lope y traza puentes con la atribulada comedia de boudoir (y de bulevar) que vendrá.
La puesta del clásico exhala ritmo,
donaire, complejidad, alegría. Las escenas se encadenan, pisándose los talones,
trazando sucesivos torbellinos, cuerpos y voces sacudidos por el vendaval de la
pasión. A veces, para mi gusto, la velocidad es un poco mareante, pero los actores
echan el freno a tiempo, con el virtuosismo de unos funámbulos verbales. Dan
ganas de ver una y otra vez la función (o de atesorarla filmada) para apurar
todos los matices de decir y encarnar el verso.
Muy bien y muy conjuntado todo el reparto, en el que destaca el
cuarteto protagonista. Poveda y Castejón sirven aquí, para mi gusto, sus
mejores trabajos. Marta Poveda está volcánica, enorme. Su gran reto y su gran
logro es hacer próxima y vulnerable a un ave rapaz. La miraba y veía un juego
de espejos, cambiando a cada giro. Veía a Lizzy Caplan en Masters of sex, adulta feroz y niña
desarmándose ante sus propios tropiezos. La escuchaba, con esa voz divinamente
oscura, y pensaba en la donna della
voce rauca que inflamó a Pavese. Si no es gitana merecería serlo:
cuánto poderío y cuánto arte.
Rafa Castejón es un actor al que
siempre cuesta reconocer, de puro transparente. Rostro neutro, cambiante,
enigmático, en el que se pintan todos los colores de la pasión. Un orfebre
disfrazado de artesano. Nunca ensucia el trazo, nunca revela demasiado:
naturalidad, limpieza y misterio son sus principales bazas. Natalia Huarte es
una Marcela luminosa y clara: me gusta verla desde que la “descubrí” en La noche toledana. Joaquín Notario es
Tristán, un Trivelin napolitano, pícaro fabulador y falso matasiete. Consigue
hacer simpática la escena en la que engaña a un pobre viejo, el conde Ludovico
(Fernando Conde, de la mejor vieja escuela), persuadiéndole de que ha
encontrado a su hijo perdido. Una pega, con todo mi respeto a Alberto Ferrero,
que encarna al amor ciego: creo que le han encomendado un rol innecesario.
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