Cada uno de nosotros tiene una lista de libros pendientes,
del mismo modo que cada uno tiene su lista de libros que
desearía no haber
leído. Sobre todo una a la que podríamos llamar Libros Clásicos Que De Algún Modo No
Consciente Sabes Que Deberías Haber Leído Pero Te Resistes A Ello Porque
No Tienes Muy Claro Por Dónde Empezar. ¿Acaso no tenemos todos nuestra
lista de clásicos por leer? Algunos no los hemos leído por pereza, otros
porque ya sabemos cómo acaban, y otros, sencillamente, porque hemos
tenido cosas mejores que hacer. No es que debamos avergonzarnos
por ello, pues tres mil años de tradición literaria (solo en Occidente)
hacen que sea bastante lógico el tener algún libro pendiente. En este tema, de todos modos, es
necesario tener cuidado con la semántica: ¿acaso clásico es
sinónimo de antiguo cuando hablamos de literatura? Sí, pero no.
Todos los libros clásicos son antiguos; pero
el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española), en su
tercera acepción, nos ayuda a comprender por qué no todos los libros
antiguos son clásicos:
Dicho de un autor o de
una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o
ciencia.
Lo que no aclara el DRAE es quién decide lo que es digno
de imitación. O lo que es lo mismo: ¿quién decide lo que es bueno y
lo que no? ¿Usted? ¿Yo? ¿Mi tía María la que vive en Leganés? ¿En
quién podemos confiar para tener un criterio objetivo sobre un
libro? Buena pregunta, ¿verdad? Dense un tiempo para buscar una posible
respuesta.
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
¿Qué juez es lo suficientemente sincero e imparcial como
para sentenciar si un texto literario es modelo digno de imitación?
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
En efecto. La respuesta es el tiempo. Un clásico es una obra
a la que el tiempo no solo no ha olvidado sino que le ha dado una
suerte de denominación de origen. Un texto que siglos después de su
creación sigue vivo porque su contenido sigue vigente. Su mensaje.
Su discurso. Quizás un poco oxidado si algunos aspectos tan
importantes como el lenguaje o el estilo no se corresponden del todo con
los que usamos hoy, pero vivo a fin de cuentas. O, si lo prefieren, que
aún no ha muerto. Es decir, un libro inmortal.
Esto no tiene nada que ver con el éxito comercial. To have and to hold, de Mary
Johnston, fue el libro más vendido en Estados Unidos en 1900. No les suena
demasiado, ¿verdad? Claro que no. Es un libro antiguo, otro más, que el
tiempo ha decidido olvidar. Tanto la Celestina como
el Quijote fueron también
grandes éxitos desde el primer día de su publicación. Pero no han pasado a la
posteridad por ello, sino por ser buenas obras. ¿Pero qué significa
«bueno» cuando hablamos de literatura? ¿O, más concretamente, «ser bueno»?
Estamos tan acostumbrados a pontificar sobre lo bueno y lo malo desde
nuestros minúsculos púlpitos unipersonales que solemos olvidar la
diferencia entre que algo sea bueno (o malo) y que ese algo nos
parezca bueno (o malo). Quizás deberíamos, en nombre de nuestro amor
a la lectura, desarrollar un doble criterio: el de saber si ese libro es
bueno o no, y el de si nos lo parece. A fin de cuentas, tenemos todo
el derecho a que algo bueno no nos guste. Otra cosa es ser conscientes de
que esa opinión subjetiva no merma su calidad, por muy subjetiva que
también sea la calidad literaria. A mí, por
ejemplo, Azorín y Kerouac me aburren soberanamente, aunque
jamás podría decir de ellos que son malos autores.
Otro problema al abordar la lectura de los clásicos es que a
muchos les entra el canguelo recordando aquellas terribles clases de
Literatura en las que se tenía que memorizar la fecha de nacimiento
de Jorge Manrique, las características de la épica medieval y eso tan
arcaico de contar sílabas con los dedos, amén de esa palabreja tan
graciosa que es la sinalefa. ¿Cómo no vamos a tener miedo a los clásicos
si, en muchos casos, sus principales defensores han sido siempre filólogos
armados con sesudos ensayos y profesores parapetados tras comentarios de
texto con miles de apartados donde analizar la estructura externa, la
estructura interna y el uso de las herramientas literarias? Filólogos y
maestros que suelen olvidar que, además del estudioso de la forma y el contenido,
hay un tipo de lector claramente mayoritario: el que lee por el simple
placer de leer. No podemos acercarnos a los clásicos como si estuvieran en una
mesa de taxidermista: los clásicos están vivos, y merecen ser tratados
como tal. Hay que sacarlos de paseo, tomar un café con ellos, escuchar lo
que tienen que contarnos, contarles nuestras cosas y quedar de vez en
cuando para ponerse al día. «No es verdad», dirán algunos, «los clásicos
son aburridos. No se entienden. Hablan raro». Bueno, unos sí y otros no.
Pero lo mismo pensarán, yo qué sé, los gallegos de los de Badajoz o los
mexicanos de los españoles, y no por eso vamos a dejar de hablarnos unos
con otros si nos apetece entablar amistad. En el caso de la literatura,
contamos además con la inestimable ayuda de las notas a pie de página, que
vienen a ser algo así como ver algo en versión original subtitulada.
Anímense. Saquen un rato para abordar su lista personal de
clásicos por leer. Argumentos a favor hay mil, como estos, este, este o
incluso este. Pero
ninguno es tan poderoso como que los clásicos son, por definición, buenos
libros. No lo digo yo: lo dice el tiempo, no se me ha de tachar. Y si no
saben por dónde empezar, qué más da. Cojan uno y comiencen a leer. Háganlo
por orden alfabético, por el color de la portada, por el que más rabia les
dé. Y si aun así siguen sin decidirse, quizás les pueda ayudar esta
nueva serie de artículos de Jot
Down que comienza hoy con una de las mejores colecciones de
cuentos de la literatura universal.
1348. La epidemia de peste que recorre Europa se está
cebando con la orgullosa ciudad de Florencia. Nadie sabía qué hacer
ante una enfermedad «que en su comienzo nacían a los varones y a las
hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas
hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de
un huevo». Así que un grupo de mozos (siete chicas y tres chicos) deciden
marcharse a una quinta a las afueras de la ciudad para evitar el contagio
y esperar a que este Apocalipsis en forma de plaga acabe cuanto antes. Qué
planteamiento, ¿verdad? Si cambiásemos la fecha por una de dentro de
unas décadas y la palabra peste por ataque nuclear, epidemia zombi o invasión alienígena nos
encontraríamos con un blockbuster distópico próximamente en todas sus
pantallas. Solo que el Decamerón no
es un thriller ni sus personajes viven aterrorizados, pues es
más una exaltación luminosa del beatus
ille y del collige, virgo,
rosas. O lo que es lo mismo, un canto a la esperanza del que huye del
mundanal ruido. ¿A quién no le apetecería, por ejemplo, marcharse a una
villa en la Toscana con unos amigos hasta que se acabe la crisis de una
vez? A eso se dedican estos jóvenes: a disfrutar de la belleza de la vida.
Que parece que no, pero existir existe. Oigo
desde aquí los comentarios jocosos de algún lector más jocoso aún: «Si son
jóvenes, lo que harán es retozar todo el día entre ellos». Muy gracioso
esto, sí. Pero todos sabemos que esa no es la verdad. A lo que dedican —y
no todos— la mayor parte del tiempo es a intentar retozar. Que es lo que
les pasa a estos florentinos veinteañeros. Sobre todo, cómo no, a los
varones. Sería más fácil emplear un verbo más directo en lugar
de retozar, sí, pero estaríamos traicionando la delicadeza con la que
Bocaccio describe el despertar a la sensualidad de estos muchachos y
muchachas. «¿Me está usted diciendo
que el Decamerón, esa joya del
Renacimiento escrita por Giovanni Bocaccio, que está considerada como
la primera obra en prosa escrita en lengua italiana, es un libro de
jóvenes en celo?». Pues sí, caballero, es justamente eso lo que estoy
diciendo. Me alegro de que usted tenga más comprensión lectora de lo que
dice el informe PISA. Lo que no estoy diciendo en absoluto es que el Decamerón sea un libro que merezca
la pena leer porque trate de jóvenes en celo. Pero vayamos a lo
importante: ¿qué es lo que hacen estos jovencitos para intentar retozar?
Pues lo que hemos hecho todos: hacernos los simpáticos, tontear
compulsivamente y, sobre todo, contar historias. Da igual que nosotros comiéramos pipas y echáramos nuestros
primeros cigarros en un banco del parque o que los protagonistas
del Decamerón canten y rían en ese lugar paradisíaco (locus amoenus para los
puristas) en el que están confinados: tanto ellos como nosotros
nos desenvolvemos en sociedad contando y escuchando historias; el
mayor descubrimiento del ser humano desde la época de las cavernas,
cuando hombres y mujeres se sentaban en torno a la hoguera para
compartir
sus experiencias, sus temores y sus fantasías.
Dicho y hecho: cada uno de ellos contará una historia al día
durante el tiempo que durará su estancia en la finca. Pero como
en este reality show florentino
son todos muy renacentistas (y por tanto amantes del orden y la simetría),
los jovencitos deciden amablemente entre ellos que tanto cachondeo tiene
que estar regido por unas normas. Así que cada noche uno de ellos será
nombrado rey o reina para que, entre otras responsabilidades, decida el
tema sobre el que tratarán las historias que se narren el día siguiente.
Tan solo a Dioneo, el más ingenioso de todos, se le permite salirse del tema propuesto cada día. Hasta
aquí el contexto en el que se sitúa el Decamerón.
Muchos lectores prefieren saltarse esta introducción para ir directamente
a los cuentos. Puede hacerse, pues estos son completamente independientes.
Desde aquí recomendamos que no lo hagan, pues, aunque sutil, la relación
que se establece entre los jóvenes es un bello estudio de usos
amorosos del Trecento,
por no hablar del moderno componente metaliterario: las reacciones, halagos
y críticas a cada uno de los relatos por parte de los otros nueve
narradores. Pero aún hay algo más: una de las características de la
literatura es que nos enseña que otros mundos son posibles. Mundos
ficticios como Utopía, Lilliput o Macondo, pero también
versiones mejoradas del nuestro. Si releen el párrafo anterior verán que
tras esa pátina de happy hippy love,
Bocaccio nos plantea la posibilidad real de que en nuestro mundo hombres y
mujeres sean iguales y felices por ello; que el poderoso sea elegido en
armonía, que este comprenda que su labor es promover la felicidad de sus
súbditos para que esa armonía no se rompa. Y, de paso, recordarnos que la
libertad individual (incluso rozando la anarquía) debe ser un
elemento sine qua non para alcanzar la estabilidad social. Aún
así, esto no deja de ser un marco para el desarrollo de los cuentos. Aquí
cabría decir aquello de marco incomparable, pero como esto no es un lugar
común sino un locus amoenus,
diremos que es un marco literario que potencia la unidad de la historia
(Florencia, la peste, jóvenes en celo) frente a las obras de arte
individuales que son cada uno de los cien relatos (diez días, diez
narradores). Bocaccio, siguiendo el gusto medieval por las colecciones de
cuentos como el Sendebar, el Calila e Dimna y otros tantos,
recopila aquí un microcosmos en el que todos los lectores u oyentes
puedan quedar satisfechos ante el despliegue de cuentos trágicos, cómicos, satíricos,
religiosos, sensuales, de aventuras, exóticos, dramáticos, reflexivos, heroicos… Algunos
son simples chistes populares y otros, novelas cortas. Muchos están
anclados irremisiblemente en la época en que fueron escritos, pero otros
nos aportan un punto de vista que incluso hoy nos parece, digamos, no
mainstream. La claridad de su estructura, la multiplicidad de temas, la
brevedad de la mayoría de los relatos y la sencillez del lenguaje
convierten al Decamerón en
una lectura muy recomendable para todos aquellos que todavía sienten por
los clásicos ese respeto reverencial de se-mira-pero-no-se-toca. Sería
impensable hablar aquí de todos y cada uno de los relatos. Ni siquiera
en Jot Down nos atrevemos a
escribir algo tan largo. Así que nos conformaremos con detenernos en un
relato que resume las principales características del libro. Se trata
del cuento 32, en boca de Pampinea.
El rey Agilulfo vive feliz en Pavía sin saber que uno de
los palafreneros está enamorado de la reina Teudelinga. El
palafrenero piensa que eso de la fidelidad está muy bien para los demás; y
que si la reina quiere serlo, por él no hay problema siempre que él
también pueda conseguir lo que pretende. Así que el buen mozo
aprovecha que los reyes duermen en habitaciones separadas para colarse
por la noche en la de ella, que, debido a la oscuridad y al
silencio del palafrenero, piensa que es su marido y pasa su buen rato
con él. Poco después, cuando el supuesto marido ya se ha marchado, al
auténtico rey le apetece darse un revolcón con su esposa. Al llegar a la
habitación y comenzar a hacerle arrumacos, la reina, juguetona, le
pregunta el motivo de tanto fervor. Que si lo de antes le ha sabido a
poco.
Llegados a este punto, los contemporáneos de Bocaccio
habrían asesinado sin piedad a la adúltera y al vil
palafrenero. Garcilaso hubiera compuesto una dolorosísima égloga en
la que el rey, años después, seguiría lamentando su dolor. En manos
de Shakespeare, el rey decidiría desterrarse tras un extenso
monólogo en el que examinaría profundamente el comportamiento
del alma humana. Calderón también le daría al
monólogo, aunque lo llenaría de antítesis y paralelismos complejos
antes de enviar a la reina al convento o, en última instancia, rebanarle
el cuello con dolorosísimo pesar. Cualquier autor ilustrado aprovecharía
la situación para valorar la necesidad de educar a los criados y
así infundir en ellos el deseo de manifestar una actitud ejemplar. En
un drama romántico vendría ahora una escena en la que, por este orden, el
rey se habría tirado de los pelos, de los cabellos, exclamado «¡oh, ah!»
una docena de veces, puesto los ojos en blanco, proferido juramentos
espantosos en los que poder incluir aleatoriamente los
términos horror, pavor y justo cielo, habría saltado por la
ventana, caído encima del criado matándolo por accidente y salido de
escena tras soltar una carcajada diabólica con los ojos otra vez en
blanco. Galdós habría situado la escena en Madrid y se escucharían a
lo lejos los buhoneros del Rastro. La Pardo Bazán argumentaría
que nada de esto habría pasado si la mujer tuviera permitido socialmente
iniciar ella el acercamiento sexual. Chéjov susurraría algo
sobre la lentitud con la que cae la lluvia esta tarde mientras se calienta
el samovar, Unamuno haría que el rey se replanteara la
existencia de un dios tan inmisericorde, Lorca lo llenaría todo de
lunas verdes con hormigas y Juan Ramón Jiménez hablaría de lo
maravilloso que es ser Juan Ramón Jiménez. Pero Bocaccio no hace nada de
esto. El rey Agilulfo es el más humano, el más cabal y, paradójicamente,
el que más nos hace sonreír por lo inesperado de su reacción. Tan solo Cervantes, admirador del
florentino, habría podido escribir un final tan redondo. Final
que, por supuesto, no vamos a desvelar ya que pueden leer el relato
completo aquí y
así solo les quedarán noventa y nueve cuentos para terminar esta joya de la
literatura universal.
Ayuda para vagos y maleantes: Si, a pesar de todo, la idea
de leer cien cuentos escritos en el siglo XIV se hace un poco cuesta
arriba, existen varias opciones para acercarse a este clásico: el Decamerón ha sido llevado al cine
varias veces, aunque nunca de forma completa. Dado el alto componente erótico
de muchos de los cuentos, casi todas las adaptaciones cinematográficas son
de la época del destape. La mejor de todas es sin duda la dirigida por Pasolini en
1971. Al igual que Bocaccio crea un marco para unificar los cien
cuentos, el director italiano lleva a la pantalla nueve cuentos engarzados
gracias a una pequeña trama en la que un alumno de Giotto, interpretado
por el propio Pasolini, pinta un fresco en el que incluye a personajes de
diversos cuentos. El lirismo de algunas escenas se mezcla con el marcado
erotismo de otras, difuminando un tanto la delicadeza característica de
Bocaccio. Porque, a pesar de ser un libro de jóvenes en celo, no hay que
entrar en el Decamerón con
la idea de que vamos a encontrarnos cien cuentos picantes. Es mucho más
que eso, igual que los clásicos son mucho más que libros antiguos que
hablan raro: ¿por qué no pensar en ellos como en un locus amoenus donde disfrutar de
todo tipo de historias mientras esperamos a que la peste pase de largo?
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