Fotografía de Juan Luis López Palacios
No iba a dejar nada a la improvisación, todo lo tenía secuenciado y pensado para que no hubiera sobresaltos, para que quedáramos satisfechos y la frustración no impidiera una segunda oportunidad. Los preámbulos habían sido estudiados al milímetro; los ejercicios, planteados a partir de una buena bibliografía. Eché mano también de la videoteca y de las experiencias que otros me habían descrito y de las que yo tomé buena nota.
Y a pesar de todo, la angustia me atrapaba con su garfio implacable y me impedía respirar con normalidad. Si tanta gente lo hacía, no podía ser tan difícil. Si tantos le dedicaban tantas horas, no podía ser tan traumático como a mí me lo estaba pareciendo.
Llegó el día y la hora. No había dormido la noche anterior, atrapado por las sábanas que no me dejaban en paz, envuelto en un haz de inseguridades que me exprimían hasta dejar empapada la almohada. Llegó la hora. Un momento antes di un paso atrás y rehuí la cita, pero allí estaba frente a mi angustia y mi deseo.
De todo lo que planeé, poco pude aprovechar, las palabras se atropellaban en la frontera de los dientes, los movimientos eran torpes y no respondían a ninguna de las enseñanzas recibidas, el corazón se disparó en su cabalgada y el ritmo pautado se precipitó en una acción sin ramales. A tal grado de excitación llegué que caí de espaldas sobre el suelo y llegué a oír un murmullo de risas que me atolondró aún más.
Se resolvió el apuro con demasiada rapidez, no quise conversar sobre la experiencia. Salí de allí acongojado, reclamado por el ansia de la vergüenza. Y a pesar de todo, a pesar del amargor de la precipitación y de no haber cumplido con lo planeado, salí con la sensación de que la próxima vez sería mucho mejor.
Un regusto dulce quedó impregnado entre la sal de la insatisfacción que me anunciaba un placer tan solo intuido. Al día siguiente, pude, sin espasmos y sin caídas cómicas, gozar de impartir una clase sobre Bécquer.
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