Fue el curso de los caracoles. Se concentraba tanta humedad en el pasillo de bachillerato que había que andar con pies de eunuco si no se quería resbalar o hacer crujir la concha espiral de los moluscos bajo la suela de los zapatos.
Todo comenzó cuando ella cogió la mano de él por debajo del pupitre. Él se ruborizó. Tenía las palmas húmedas y los dedos derretidos. Era la primera vez que se sentaban juntos y ella no desaprovechó la ocasión.
Les dijeron que ese año sí tendrían que estudiar, que era una etapa nueva en la que se esperaba de ellos una madurez que no habían mostrado en años anteriores. Comenzaron el curso con la intención de moldear las muñecas con fibra de vidrio y sangrarse los ojos para no tener que dormir. En eso consistía la madurez: en un martirio de páginas indigestas y en perseguir la obsesión de taquígrafas diligentes. Sí, estaban por fin en bachillerato y la madurez les abría el sagrado ritual de la sumisión y la monotonía.
No esperaba él que en la primera semana de clase ella se sentara a su lado y destrozara todas sus honestas intenciones de acabar con la adolescencia. Ella le cogió la mano y jugaba con sus dedos con una sonrisa en la boca que le acuchilló los apuntes. Sonaba de lejos Garcilaso y se derrumbaban las revoluciones francesas, se anegaron los sofistas en su propio jugo y se eclipsaron las estadísticas bajo un cielo de labios deseados y manos boquiabiertas.
Y lo mejor fue el contagio. Aquel gesto de ella agarrando la mano de él con la suavidad del que acaricia el agua del mar para arrancar la sal, se contagió por todo bachillerato, sin que nadie pudiera poner freno. Ni siquiera la rigidez de los exámenes de la primera evaluación. En los huecos que los armarios huidos habían dejado en los pasillos de bachillerato, se escuchaba un hervor de ostras sorbidas con inexperiencia y un aroma a deseo que destrozaba la severidad de la Física y la mecánica de la Historia. La madurez se había derrumbado bajo un temblor de manos de mar.
Y el contagio llegó a los mayores, a los que alardeaban de madurez y distribuían la severidad. Los chicos se dieron cuenta, adoptaron a una de sus profesoras, la Perdiz, como uno de los suyos, animales de mar que habían sustituido los cuadernos por valvas de fuego. Mostraba la Perdiz, a primera hora, el cuello magullado por las encarnaduras pasionales de un profesor de Inglés y los alumnos aplaudían su rebeldía. En el fragor de la insumisión propuso cambiar las calificaciones numéricas de la evaluación por indicadores de humedad. El profesor de Lengua le hacía ojitos al conserje. Fue en Carnaval: el profesor, "Ricitos de Oro" y el conserje, "Brave Heart". Su amor no pudo aguantar la perdición de los aseos. El propio inspector flirteaba con la Jefa de Estudios y con otras profesoras, aunque su estatura de taburete, su cabeza de buitre y, sobre todo, sus palabras de piedra (que escupían las asediadas como peladillas no comestibles) solo provocaron la risa. No era un animal de mar, sino de desierto rocoso.
En los análisis sintácticos apareció un nuevo complemento: "Juan y Luisa van al parque a divertirse"; "a divertirse" es un complemento circunstancial de amor.
Fue el curso de los caracoles y nadie pudo enjugar la cantidad de humedad que se filtraba por las paredes, nadie pudo evitar que se olvidaran los puntos cardinales.
Secciones
Degollación de la rosa
(636)
Artículos
(447)
Crónicas desde la "indocencia"
(159)
Literatura Universal
(153)
Bachillerato
(130)
Eva
(84)
Libros
(63)
El Gambitero
(32)
Criaturas del Piripao
(27)
Torrente maldito
(27)
Te negarán la luz
(22)
Bilis
(19)
Fotomatón
(19)
La muerte en bermudas
(18)
Las mil y una noches
(15)
Sintaxis
(13)
El teatro
(12)
XXI
(6)
Reliquias paganas
(3)
Farsa y salvas del Rey Campechano
(2)
Caballero Reynaldo
(1)
domingo, 1 de diciembre de 2013
Crónicas desde la "indocencia" VIII: "El curso de los caracoles".
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario