domingo, 13 de julio de 2014

Menosprecio de playa y alabanza del finlandés


¿Qué locura nos asalta a los pueblos mediterráneos para acudir en masa a la playa durante el verano? ¿Cuál es el atractivo de pasar los días de ocio en una ciudad costera?: ¿rebozarnos en arena?, ¿no poder acercarnos al mar sin pisar a alguno de los cadáveres que ya a las 9 de la mañana descansan en el suelo?, ¿asarnos bajo un sol de justicia?, ¿derretirnos en sudor con esos climas húmedos que no te dejan ni respirar?, ¿mezclarnos con la masa de guiris o de indígenas entregada al trikini y a la borrachera fácil?, ¿disfrutar de las hermosísimas vistas de los rascacielos a pie de mar?...
No sé, es todo un gran misterio. Comprendo que alemanes, ingleses y hasta finlandeses se mueran por recoger unas horas de sol de nuestros veranos cuando han estado sepultados durante el año entre nieves, nubes y frío esterilizador, pero no consigo entender por qué nosotros, que hemos almacenado suficiente radiación solar durante el año como para iluminar varios bares con entusiasmo, cantos y bailes, nos empeñamos en tostarnos todavía más, con el peligro de que se nos se seque el cerebro, se nos amojame el deseo y se nos fundan las córneas. Por qué, repito, nos empeñamos en empotrar nuestro verano entre sombrillas, cuerpos calcinados, arena y el bullicio de todo el año multiplicado por cien.
Nuestros adolescentes, por ejemplo, no imitan a los finlandeses el resto del año. No se dedican a estudiar sin descanso para superar nuestra valoración en el informe PISA. Algo muy natural, por otra parte. Los impulsos que ofrece el clima mediterráneo no son los de Escandinavia. ¿Qué puede hacer un chico finlandés cuando fuera de casa ni siquiera hay luz y el pavimento está helado? ¿Qué puede hacer un chico español sino salir a disfrutar del clima templado de los inviernos y de la suavidad de la primavera y el otoño? Es un comportamiento natural. No así el que nos lleva a imitarlos en su diáspora veraniega.
A una actriz porno (y conste que no conozco a ninguna, hablo por intuición) cuando llega a casa en su tiempo de reposo, lo último que se le ocurriría sería llamar al vecino para tener una sesión de sexo que le aliviara el día. Su entrepierna escaldada y el desgaste físico la empujará a perseguir placeres espirituales como acariciar a su perro, leer un libro o ver una película francesa de la Nouvelle Vague.  ¿Por qué entonces a nosotros, hombres y mujeres del Mediterráneo, con la piel curtida por el sol y la cabeza llena de ruidos, no se nos ocurre otra cosa en nuestro tiempo de ocio que perseguir el calor y el escándalo? ¿No sería mucho más natural buscar un sitio fresco, verde, lluvioso incluso, silencioso y tranquilo donde reposar nuestra trepidante vida mediterránea, como la actriz busca sin duda las lanas del perrito y la paz de un libro para escaparse del tráfago de los penes y los mordiscos? Es una pregunta retórica, no respondáis.
Y dicho todo esto, expuesta mi postura con analogías y lógica aplastante (faltan las citas de autoridad), mañana mismo me voy a la playa. Así somos los de estos lares, morenos, inconsecuentes, irreflexivos y un poco idiotas. Si fuera finlandés, como primer cambio sería rubio, luego me comportaría con mayor rectitud y racionalidad, aunque es posible que todo fuera un poco más aburrido.

"De Escocia y de escotos" por Andrés Trapiello

HACE unos meses se recogía aquí este artículo, publicado en El País. Los nacionalistas, se recordaba en él, han convencido a los pobres de que éstos son, antes que pobres, nacionalistas padanos, catalanes, vascos o escoceses. Si un día llegan a independizarse, los pobres padanos, catalanes, vascos o escoceses dejarán de ser padanos, catalanes, vascos o escoceses para volver a ser lo que siempre fueron: pobres a secas. "Seremos más ricos porque el petróleo del mar del Norte pasará a nuestras manos y podremos forjar una sociedad más justa y solidaria”, se lee en esta información, a propósito de Escocia, confirmando, una vez más, por si no estaba claro, que quienes se quieren independizar no quieren hacerlo en tanto que nación, aunque se sirvan de toda su panoplia sentimental como pantalla de representación, sino en tanto que ricos. Y el primer paso será separarse de sus vecinos pobres, y acto seguido de los pobres de su propia familia (nunca es a la inversa, no se conoce a pobres, a menos que sean idiotas, que de todo hay, que busquen ser más pobres por razones de mitología nacionalista), confirmando igualmente que lo propio de los ricos es la insolidaridad ("El problema no es que se quieran ir, sino que se quieran ir con algo más que lo puesto", acabo de leer en Arcadi Espada). Lo que resulta extraño es que este proceso de ricos de una nación contra los pobres de las otras, primero, y de los suyos propios después, esté bendecido por partidos políticos de izquierda que dicen defender a los pobres. A los nacionalistas puede cegarles la codicia, pero qué duda cabe que a los partidos de izquierda, "compañeros de viaje" y partidarios de la "asimetría", les ciega la fantasía, que es, como se sabe, una excreción de la ficción: sueñan con ser ricos, vivir como los ricos, pensar como ellos, comer lo que ellos comen, ser admitidos en sus clubes exclusivos, oler a lo que ellos huelen, esa pestilencia del dinero, la pestilencia del "non olet" a la que se refirió Sánchez Ferlosio recordando las palabras de Vespasiano a su hijo, remiso a servirse del dinero obtenido de los impuestos sobre las letrinas públicas. 

De lo que se deduce que la solidaridad y la libertad únicamente pueden ser simétricas e igualitarias.

sábado, 12 de julio de 2014

"La pareja perpetua" de Luis Alemany




  • Cuando Gustave Flaubert 'fue' Madame Bovary inventó el molde que recoge todas las insatisfacciones de la vida burguesa, desde su época hasta nuestros días: la distorsión entre ilusiones y realidad, el tedio, la depresión, la soledad en el tumulto... Mauro Armiño presenta una nueva traducción de la novela.



Llega un correo: Siruela publica por fin su nuevo 'Madame Bovary', escrito en español por Mauro Armiño. Y lo primero que viene a la cabeza es que el mismo traductor (Premio Nacional en su oficio de 2010 por las memorias de Casanova) también tiene en su currículo un 'A la busca del tiempo perdido', que fue llegando como por goteo, de 2000 a 2005. Claro, es casi lógico: ¿qué se puede hacer después de traducir a Proust? Traducir a Flaubert, el gran hito de la novela francesa del siglo XIX. Cualquiera intuye una línea de causas y consecuencias que lleva de la depresión de Emma a las obsesiones de Marcel.
Armiño, sin embargo, no está tan interesado en explicar a Emma Bovary a partir de sus descendientes, de Odette o de Albertine o de Gilbert, de las chicas de Proust, Armiño prefiere hablar de Miguel de Cervantes.
«Recuerdo haber leído en algún escritor francés que Flaubert sólo había escrito un libro: 'Don Quijote'», explica el traductor. «Antes de aprender a leer, se sabía de memoria un 'Quijote' infantil con estampas que su madre le leía y él coloreaba; lo confiesa él mismo. En el fondo, es el juego entre imaginación y realidad: Emma se ha calentado los cascos leyendo novelas románticas, como Don Quijote los libros de caballerías. Frédéric Moreau [el personaje de 'La educación sentimental'] es un Don Quijote inactivo, imagina pero es incapaz de dar un paso. Con diferencias inmensas: a Don Quijote el fracaso lo convierte en un personaje de referencia universal como el triunfo de la imaginación; Emma es el fracaso de una imaginación tonta, pobre, nada creadora».
¿Y Proust? ¿No escribió un ensayito sobre Flaubert? «Sí, A propósito del estilo de Flaubert. Lo que Proust descubre allí son las rarezas estilísticas, su apartamiento de la norma del lenguaje, desde el empleo nada gramatical de la conjunción y hasta su utilización de la puntuación y una sintaxis deformante», explica Armiño, que el pasado mes de diciembre vio llegar su versión de 'La educación sentimental' a las librerías (edición de Valdemar).
«Para mí, lo más interesante en esas dos novelas eran esas cuestiones estilísticas que permiten al texto respirar de una forma distinta al simple hecho de contar una historia. Y en el caso de 'La educación sentimental', aliviar las dificultades de la lectura, porque, en el personaje de Moreau, inscribe la crónica de toda una generación que ha perdido su esperanza en los ideales que la revolución de 1840 había traído. A partir de cierto momento, historia y vida personal de Moreau se mezclan, con el consiguiente reflejo de nombres y hechos históricos que ya ni siquiera el lector francés recuerda. Era obligatorio ofrecer unas referencias mínimas de ellos para que el lector sepa siempre dónde está y de qué y quién están hablando los personajes».
En realidad, Armiño le da más valor a 'La educación sentimental' que a 'Madame Bovary', pero sabe que la historia de Emma significa algo distinto, casi un monumento en nuestra manera de ver la vida, 160 años después: «Creo que de 'La educación sentimental' arranca la novela del siglo XX, por esa forma de enclavar la historia en los personajes. 'Madame Bovary' es un caso, un ejemplo que hay que leer como una burla flaubertiana de los ideales del romanticismo: Emma maneja libros, ansias, deseos e ilusiones viejos, románticos, pero 30 o más años después de que surgiera el romanticismo: todos los valores que este había proclamado, desde el obligado viaje de novios a Italia o los amores que surgen en su cabeza, ahora son tópicos manidos. Si 'La educación sentimental' es la tumba de las ilusiones políticas de una generación, 'Madame Bovary' es la sepultura de un romanticismo trasnochado, y en algunas notas he querido subrayar la sorna de Flaubert por debajo de sus descripciones realistas».
Eso, y la historia que envuelve a 'Madame Bovary'. El escándalo, el juicio, el jarrón chino de la viemoral que se rompió en mil pedazos.«Ultraje a la moral pública pública y religiosa y a las buenas costumbres», fue la acusación que cayó sobre Flaubert y sus editores cuando la 'Revue du Paris' publicó la novela por entregas entre octubre y diciembre de 1856. Antes, desde 1851, el novelista había escrito 4.500 folios que había cribado hasta dejar una versión final de 500. Maxime du Camp y Louis Bouilhet, sus editores, lo presionaron para que prescindiera de 30 páginas para evitar a la censura.
Flaubert aceptó, hizo los cortes, les tendió la mano... y los editores le cogieron el brazo y decidieron en la imprenta ja suprimir 70 escenas más. Tres de esos cortes se perdieron para siempre hasta que La Pleiade las recuperó en la última edición francesa (y, ahora, Siruela en español).
Tanta precaución para que, el 27 de diciembre, llegara la denuncia. La causa se vio durante los meses de enero y febrero y tuvo un villano sobresaliente, Ernest Pinard, el fiscal imperial, que, según Armiño, compuso un «brillante alegato». Flaubert y sus editores salieron absueltos con una amonestación oficial. Poco después, Pinard tuvo su desquite: en verano llevó al mismo tribunal a Charles Baudelaire por 'Las flores del mal' y con los mismos cargos. A Baudelaire le cayó una multa de 300 francos (después, hubo una gracia y se quedaron en 50 francos) y la orden de retirar seis poemas. No fue para tanto, en realidad. Peor le fue a la 'Revue du Paris', cerrada en 1858.
Y todo ese lío, por una novela sobre una mujer adúltera a la que nunca vimos retozar. La vida sexual de Emma Bovary se resumía en la escena del coche de caballos que daba vueltas por Yonville, vueltas y vueltas con la protagonista de la novela y su pretendiente dentro.¿Se besaron, se acariciaron, se leyeron poemas? Nunca lo sabremos.
¿No será que lo verdaderamente indecente de Madame Bovary era su aburrimiento? ¿Lo mucho que le aburría Charles? ¿Lo mucho que le aburrían sus amantes, Rodolphe y Leon? ¿Lo mucho que se aburría a sí misma?
Madame Bovary, en realidad, retrata el mismo mundo hastiado que denunciaba, cuatro años antes de su publicación, 'El 18 de Brumario de Luis Bonaparte'. O sea, el ensayo en el que Karl Marx escribió aquello de «Hegel dice que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa». No es difícil pensar en la vida de Emma, que primero lleva camino de tragedia y luego tiende a broma pesada, con todos esos mercaderes idiotas a su alrededor.
Armiño, sin embargo, cree que hay algo que separa a Flaubert de Marx y que está en el núcleo duro de su obra. «Esa angustia de los personajes de Flaubert, el hundimiento de las ilusiones y esperanzas de toda una generación, era demasiado íntima para que Marx pudiera verla; pero lo que sí vio, y fue el primero en hacerlo, fue que Balzac, un escritor monárquico y conservador, describía, mejor que cualquier economista y mejor que cualquier escritor progresista, el mecanismo de los cambios sociales y económicos de las cuatro primeras décadas del siglo XIX desde la Revolución».
A Flaubert, por cierto, no le interesaba Balzac. Tampoco Marx simpatizaba con Flaubert, ya que el francés había desdeñado la Comuna de 1848. Pero su hija Eleonor Marx-Aveling, su preferida, su gran proyecto, fue la autora de la primera traducción de la novela de Flaubert al inglés, cuando aún era adolescente. Eleonor, por cierto, fue el negativo perfecto de Emma Bovary: precoz, luchadora, independiente... Todo, para terminar igual: se suicidó por desamor.
«Traduje 'Tres cuentos' hace más de 20 años», dice Armiño. «Pero estas novelas ['Madame Bovary' y 'La educación sentimental'] me han ayudado a ver mejor su talento para la construcción narrativa, para el acabado de los cuadros que describe, su fascinación por los personajes mediocres y la estupidez, que su época había convertido en diosas, y que culminará en la inconclusa 'Bouvard y Pécuchet'».
Diosas, no dioses. No es sencillo hablar de 'Madame Bovary' y no abordar la cuestión de la mujer. Hace un año y medio, apareció un ensayo llamado 'Las buenas chicas no leen novelas', de la italiana Francesca Serra (editado por Península) que hablaba de Emma Bovary como problema. Como una musa prerrafaelita, molde de miles de chicas soñadoras y contemplativas, a su manera atractivas pero que, en realidad, son unas bobas infelices.
¿Cómo sentirnos hacia Emma Bovary? ¿Hay que simpatizar con ella porque nos reconocemos en sus insatisfacciones? ¿O hay que odiarla un poco por no luchar? Es fácil comparar a la heroína de Flaubert con su hermana rusa, Anna Karenina que, por lo menos, ponía un poco de furia y apetito en su vida. «Son figuras completamente distintas», explica Mauro Armiño, «Emma encarna a una mujer débil que moldea su cabeza a través de las novelas románticas -ya viejas- y tiene sueños de color rosa cuando la realidad de los hombres de los que se enamora es otra, puramente material por parte de éstos». Al final, Anna también se suicidaba.

Una velada goliarda


Cuando el gato se comió el sol, gozaron los goliardos de la efervescencia que ofrece la creación comunal y gustaron la dicha que mana de la conjunción espirituosa de almas en perdición.
La taberna bullía de vida cuando entramos para sofocar la sed de un julio no demasiado abrasador. La posadera se acercó hasta nosotros golpeándonos con su turgencia. El descaro que da el trato con el vulgo nos animó a mirarla como objeto de deseo a pesar de que sujetaba sus pechos con un arnés de cuatro cierres que mitigaba el babeo de los goliardos. Reynaldo, empalmado y sudoroso, se relamía con los contoneos de todas las taberneras, incluida el de la espalda engañosa de un abisinio que él confundió con otra hembra. Llenamos las jarras hasta el borde y abrevamos el ansia del encuentro en una cerveza floja que caía en el estómago con aviesas intenciones. Se animó la conversación de los goliardos: se pasaba del Antiguo Testamento a las aventuras libidinosas del Visionario, de los misterios de la creación a la fascinación del LSD, para terminar siempre en la esencia del rock progresivo. Volvía de nuevo la posadera y arrancaba a Steve Wilson de la boca del Sarraceno, enmudecía a Reynaldo y tumbaba la lista de los discos de Yes que acababa de engarzar el Impermanente. El rock progresivo se ahogaba en el manantial de la cebada. Faltaban los instrumentos para amenizar la velada.
Con nuevos jubones donde se plasmaban estampados los retratos de los goliardos, salimos al mundo para comerlo, mejor, para beberlo. Las viandas suficientes y los galillos regados, la conciencia pulida por el alcohol y la camaradería, las calzas bien apretadas para retener el ímpetu que hervía cuando la posadera nos servía el postre. Todo confluía para gozar de una velada con riego de licores más poderosos, traídos de la Escocia o directamente del grifo. Las escenas de la tarde había que rememorarlas de esta guisa porque ver a Reynaldo con la pose de un sodomita esperando su refrigerio no se digiere a palo seco.
Larga vida goliardesca, repitamos a nuestros abuelos que así cantaban a esta vida:
 Ibi sonant dulces symphonie,   Allí dulces sinfonías se oyen,
 inflantur et altius tibie;            y del caramillo, agudos sones;  
ibi puer et docta puella           allí el niño y la niña sabia
pangunt tibi carmina bella.      bellos versos nos cantan.
Hic cum plectro citharam tangit, Él, con el plectro, toca la cítara,
illa melos cum lyra pangit ;        ella, con la lira, sus bellas melodías;
portantque ministri pateras        y nos traen bandejas las posaderas
pigmentatis poculis plenas.        de bebidas especiosas llenas.
 Non me iuvat tantum convivium  No me alegra tanto el banquete
quantum post dulce colloquium,  como la dulce conversación siguiente
nec rerum tantarum ubertas        ni la abundancia de manjares
 ut dilecta familiaritas.                como las confidencias suaves.

martes, 8 de julio de 2014

Misticismo de lencería (de Los placeres y otros fluidos)


Amo los escaparates
de lencería barroca
el tacto suave del raso
y el veneno de las lobas.
Se me deshacen los ojos
con el roce de amapola
de unas bragas, de una faja,
de una liga, de una blonda,
de unas medias, de un corsé,
de un sujetador de cobra.
El fetichismo es un arte
que somete al alma toda,
un misticismo preciso
de procesión y aureola.
Santificaré las fiestas
con desnudos de señoras,
me azotaré con ligueros,
me extasiaré con la moda
y si la caza no alcanzo
y si la seda no asoma
rogaré por darme gusto
con anuncios de colonia. 

lunes, 7 de julio de 2014

Shakespeare no ha muerto


Shakespeare no ha muerto. Y no estoy empleando el tópico con que se define a los clásicos, no. Shakespeare no ha muerto, literalmente.
Disfruté de Otelo (versión de Eduardo Vasco, interpretada por la compañía "Noviembre") en el Festival de Almagro, lo sentí vivo, salvaje, terrible, sajando las miserias del alma humana con un cuchillo mellado que iba destrozando todos los nervios del cuerpo. Sentí los escupitajos de Yago y de Otelo como si sus diatribas fueran contra mí, como si yo fuera el interlocutor único de sus parlamentos. La complicidad de los dos protagonistas nos ofreció un Otelo espléndido que se aprovechó de un texto sin afectaciones arqueológicas, natural, excelente.
"Los hombres son estómagos y nosotras su alimento. Disfrutan cuando nos digieren y cuando se cansan de nosotras, nos vomitan", así define a los hombres la esposa de Yago. "Nuestra voluntad depende de con quién hablemos, de quién nos trate. No existe la virtud... Llena tu bolsa de dinero", dice Yago a Rodrigo para convencerlo de la traición. Al ver el retrato de la miserable condición humana, al comprobar con qué maestría es capaz Shakespeare de mostrarla, el público sentía que todo lo que se decía sobre el escenario se decía contra él o contra su vecino, no solo contra los personajes que aparecían en escena.
Alguien que es capaz de denunciar así la estulticia del hombre no ha muerto, conmueve más que cualquiera de las palabras inanes que oímos a lo largo del día, provoca más convulsiones que muchas de las pasiones que vivimos.
He visto muchas representaciones (inmejorables) de Lope, de Calderón, de Tirso, de Rojas Zorrilla, de Moreto. En algunas de ellas me he emocionado, he gozado del teatro como si fuera verdadera vida, pero nada comparable a los textos de Shakespeare. Con el inglés no son necesarias las referencias históricas, ni el conocimiento del mundo barroco, ni siquiera las básicas concepciones de la representación teatral. Para disfrutar de Shakespeare, para sufrir con Shakespeare, solo es necesario estar vivo y haber sido hombre o mujer, nada más y nada menos.
Existe el peligro de asistir a un Shakespeare desnaturalizado por traductores o directores iluminados y aborrecerlo para siempre (por desgracia es muy frecuente), pero cuando se tiene la suerte de ver a Shakespeare desnudo uno se ve a sí mismo desnudo y siente vergüenza de su condición.

domingo, 6 de julio de 2014

CELOS DERRIBAN MUNDOS (al modo gongorino)


De Céfiro cruel sus dulces nietos
los brazos de Dafne acariciaban
en el claustro escondido de los sueños.
Le besaban los dedos vegetales,
susurros procaces ponían llamas
en el tronco carnal de su detalle.
No viera Apolo hermoso todo aquello
si las nubes el cielo le cerraran,
pero, ¡ay!, despejó Faetón el paso
y a Dafne oyó gemir
herida por los vientos y los labios,
acunada por invisibles brazos.
El verde animal vertió su elixir
en el ánimo voluble de Apolo.
Tomó las riendas del dorado carro
y desapareció
Para desahogar en sentidos lloros
la traición de su inconstante amada
y fueron tinieblas, silencio, nada.
Así el mundo sucumbió al desamor.

sábado, 5 de julio de 2014

De Almagro al cielo, pasando por Teresa de Ávila (Julia Gutiérrez Caba)



Al llegar al antiguo convento de Almagro escucho una conferencia sobre el misoneísmo en la Edad Media. El temor a lo nuevo que sentía el hombre medieval se presiente al contemplar los patios inmóviles del convento. Dos torreones de laureles defienden la insignificancia del pozo que ocupa el centro del claustro. Desde la celda restaurada se respira un sosiego sin movimiento que parece recoger ese sentido de que nada ha de moverse, de que todo debe permanecer incólume para no conturbarnos. Solo el gañido de un mirlo rompe el cuadro estático que contemplo desde la ventana. La celda se conserva con un gusto por lo antiguo ya extraño. Me parece sentir en la cerámica del suelo las huellas de un monje atribulado por los deseos carnales, percibo en la comba de los sillones recios la gravedad de un hábito que reposa su pasar mecánico de horas y rezos. Tras el vano del ventanuco unas palomas zurean para arrullar la lentitud del verano. Puedo oler el misoneísmo de los clásicos, puedo percibir el pánico de que un cambio trastorne la esencia de lo inmóvil, aunque sigo escuchando a través de mis auriculares de última generación la conferencia de un poeta moderno que habla de la revolución que van a provocar sus teorías.

La modernidad que nos empuja al  “filoneísmo” choca de frente contra esa otra sociedad que perseguía lo inmutable. Si ayer mismo no hubiera escuchado a Julia Gutiérrez Caba transformada en Teresa de Jesús, no me asaltarían estas debilidades mentales. “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero…” decía la santa Julia, animada por la voz de Teresa Caba confundidas en una. La emoción contenida del éxtasis de una mujer conturbada por el cambio la supo transmitir la vieja actriz con una sensibilidad que no daba lugar a la duda: era ella la que había entrado en éxtasis, la que se estaba uniendo con otra esencia distinta a la suya, la que levitaba como nube por encima de la superficie terrestre. Ahora, en esta celda del convento remozado, las moradas de la santa Julia huelen a rosa y a laurel, a sosiego y a eternidad, a escritorio de pino gastado y a sillas remachadas, a paredes encaladas y a rosales trepando por la piedra. El misoneísmo, el miedo a lo nuevo, el que sentía la santa cuando se enfrentaba a todas esas experiencias dolorosas y placenteras que la elevaban y la herían como a un heroinómano  en pleno viaje. Comprendo que no se quisiera salir de esta paz sin ruido, de este vivir sin ser notado, de este pasar sin conciencia, comprendo que no se quisiera cambiar el mundo si se conseguía esa paz y adivino la experiencia fabulosa y conturbadora (porque la ha sabido transmitir doña Julia con maestría de demiurgo) del alma partiendo hacia territorios desconocidos. 

jueves, 3 de julio de 2014

Placer de dioses ("El trovador sin párpados")


Termino una nueva novela, la cuarta. Irá a parar al mismo cajón que la tercera, su destino es la polilla y la carcoma. De todas formas, la aventura que he vivido con ella durante un año me ha resultado más apasionante que cualquiera de los acontecimientos que van apareciendo tras los días.
He amado, llorado, sangrado y vivido en los siglos XI y XII. He vivido en el corazón de Aquitania y he recorrido los lugares del Oriente más deseado (Constantinopla, Edesa, Trípoli, Antioquía, Jerusalén...), incluso he parado durante unos meses en la Sevilla de principios del siglo XII para recrearme con sus príncipes muertos y sus poetas decadentes. Me he fundido con el primer trovador, con Guillermo de Aquitania, he hecho míos sus versos, he hecho suyos los míos y he vivido con él la pasión y la muerte.
De vuelta a casa, queda el intenso sabor de haber vivido otra vida, de que este último año he estado más tiempo vestido con jubón, cota de malla y zaragüelles que con camisa y pantalones vaqueros. He comido hasis, he devorado venados, he amado duquesas muertas y villanas esculpidas en el capitel de una catedral, he palpado cuerpos acribillados por el paso del tiempo, he atravesado con la espada pechos de hombres desconocidos, he escuchado el árabe antiguo de boca de un sultán sabio, me he bañado hasta las rodillas en sangre de infieles, he gozado y padecido cabalgando por caminos de Aquitania, de Aragón, de Castilla, de al-Ándalus, de Germania, de Bizancio... Todo esto he hecho y aunque he vuelto sin heridas, veo la sangre correr tras la última corrección, la rebaño y me sabe a ambrosía. El acto de la creación, por muy mediocre que sea, es siempre un placer de dioses.    

viernes, 27 de junio de 2014

Días como abismos


Hay días tan sencillos
como un sobre en blanco.
Se deshacen las horas
sin letras en las solapas
y el papel desnudo 
dice más que todas las palabras.
Son días de leve viento,
de murmullo de cipreses,
de polvo de cementerio.
No ocurre nada,
no hay remitente
ni dirección,
te mueves por la decisión
de la física
y no ocurre nada.
Los abrecartas rasgan la piel
y no mana la sangre
solo se ve el rasguño
de la cuchilla,
sin dolor,
sin venas,
sin alma.
Hay días tan sencillos
que uno se pierde en la ruina
de las ramas tronzadas
y nadie percibe tu derrumbe,
nadie se agacha
a recoger las astillas.
Sin palabras,
sin tormentas,
sin cartero
que lleve tu desidia
a la boca de la sangre.

jueves, 19 de junio de 2014

"Fascinados por los depredadores"


La pompa, el oropel, los fastos, el boato, los rituales del poder producen un escalofrío angustioso, desprenden un olor a sarcófago y un sabor a carroña descompuesta. Los discursos grandilocuentes y vacuos, las alfombras, los tapices, las plumas, las fanfarrias, los desfiles de soldados, las cornetas,  los coches descapotables, los doseles, los escudos, las banderas, excitan y confunden a la multitud enajenada que aúlla de satisfacción. Los voceros del poder se llenan los carrillos con la palabra "histórico" y las gentes caen desarmadas ante el pecho descubierto de un legionario sudoroso. Es difícil no rendirse al hipnotismo de lo convencional.
Mientras tanto, en otra cadena de televisión, las hienas devoran a una pobre gacela entre risas macabras. Un tumulto de depredadores menos dotados observan atentos con la esperanza de tener la ocasión de meter el hocico en el vientre abierto del rumiante. Los buitres y otros carroñeros esperan su turno abriéndose paso con una voz rugosa que suena a vísceras desgarradas. Los cuervos se colocan tras ellos para participar del expolio. Y lo más desagradable, lo que provoca más desazón es que no solo los poderosos se relamen quebrando huesos y sorbiendo sangre, sino que también las posibles víctimas de su voracidad contemplan con agrado, fascinados por la podredumbre y el ritual, el espectáculo de la muerte. Se unen al griterío, a la algarabía de la muestra de poder. Hasta los insectos se agolpan entre el cuero del venado para caer sobre sus restos en cuanto termine el festín de las bestias.Todas las especies menores intentarán más tarde repetir los ritos de depredación que tanto los han deslumbrado, el zorrillo imitará a la hiena, la comadreja al zorrillo, la rata a la comadreja y hasta la araña tejerá su tapiz para atrapar con boato a la mosca.
Es mucho más desagradable contemplar en vivo estos espectáculos. Asistí una vez en los Pirineos a la fiesta de unos buitres devorando el cuerpo de un caballo. Las rapaces rompían el silencio de la montaña con gritos voraces. Su mirada fanática les tiznaba el pico de sangre y vísceras. Mostraban su porte majestuoso y se disponían en escuadras de estamentos, bien disciplinados según su categoría dentro de su sociedad depredadora.
Siempre que contemplo  "Saturno devorando a su hijo" tanto el de Goya como el de Rubens, no sé por qué me vienen a la cabeza las imágenes de una y otra cadena de televisión, me llegan a los oídos los sonidos de las cornetas, de los tambores y salgo con paso marcial a la busca de una alfombra roja para rasgarla y así desprenderme del sabor desagradable del poder en exhibición obscena y complaciente.

martes, 17 de junio de 2014

La PAEG y el amor (Crónicas desde la "indocencia")


¡Cuánta pasión había puesto en ese examen!, ¡cuánto amor!, seguro que los correctores se lo reconocerían.
Cuando leyó los temas del examen de Lengua se quedó igual que cuando su madre le preguntó por las vueltas del dinero que le había dado para la cena de Graduación. No se acordaba de nada, no es exacto, no sabía nada, porque nunca había leído ese tema, o eso creía. Ni siquiera durante el curso. Era el primer examen y se empeñó en sacarlo adelante, a pesar de su ignorancia. El texto del comentario parecía estar escrito en suajili y a la oración no se le veían los verbos. Se resolvió a solucionar el problema con una iluminación divina, esperó el fogonazo, y llegó. Diez minutos después de recoger el examen, comenzó a escribir sin pausa, como si conociera a Alberti, a Lorca y a Cernuda de toda la vida. Solo se acordaba de estos nombres, aunque también le sonaba Garcilaso, al que citaría en último extremo. Si no había escuchado mal, el amor era un tema que recorría cualquier época poética. Se centró en él y contó la obsesión que lo idiotizaba, su aventura con la muchacha que lo había rechazado cinco veces ese mismo año y que la noche de la Graduación lo había besado como quien descorcha una botella. Su impresión había sido tan traumática que desde entonces solo veía la lengua retorcida de la chica enredándose con la suya. No la había vuelto a ver desde esa noche. Le dijo que tenía que estudiar, no quería distracciones y después de diez largos días la vio aparecer entre los que esperaban la llamada del presidente del tribunal como un espectro salido del fondo de los libros. Quiso decirle algo, pedirle reclamaciones por las noches perdidas, por las noches en vela, por haber arrasado con su memoria y con cualquier otra idea que no fuera la de su boca absorbiéndolo como una bellísima aspiradora.
No podía hablar de otra cosa, cuando llegó la iluminación comenzó a escribir en los tres folios por las dos caras un poema sin rima en el que se desbocaba toda la pasión amordazada desde el día de la Graduación. Derramó tantas imágenes visionarias, tantas metáforas irracionales, tantas sinestesias, tanto verso libre que se sintió inmensamente satisfecho al ver los folios en blanco tintados con una pasión que lo llevaba acongojando más de diez días. Solo quedaba atinar con el autor: la iluminación parecía haber huido, agitó el bolígrafo con el azogue de un enajenado, golpeó el pupitre con él hasta que le llamaron la atención y se decidió por fin. Firmó el poema, el que le daría la nota necesaria para cursar la carrera..., ¿qué carrera?..., cualquiera que lo llevara junto a ella. Lo firmó, sin dudar, intentando imitar la rúbrica de un gran escritor: Alberti, no; Cernuda, tampoco, Lorca, menos; Garcilaso de la Vega, epígono (le sonaba bien esta palabra) del 27. Colocó una tilde de lujuria sobre la esdrújula mientras contemplaba la nuca de hielo de quien le había descorchado la desesperación.

viernes, 13 de junio de 2014

"Cuando los escritores destruyen a sus colegas" de Claudio Magris

“El odio y la envidia encuentran su expresión más abyecta en la pluma de quienes construyen con palabras el sentido del mundo”, dice el autor de esta nota imperdible sobre las bajas pasiones de los que empuñan la pluma.”
Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido recicladas; mientras que para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; la Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.
Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos, desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo este— muestra el escenario literario (y en general el artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político.
Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya, metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle nada a Beethoven y que se pueden y se deben amar a la vez a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett.
Como en la casa del Padre, según el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?
Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas que al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres dedicados a las Musas.
La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían citar.
Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.
El arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras, que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.
El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas —también en las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace Nabokov, es un craso tropezón.

miércoles, 11 de junio de 2014

Necedad


No dudéis de la necedad,
existe.
Girad la cabeza 45 grados
en un sitio público,
sin duda localizaréis
a cinco o seis víctimas
de su expansión.
No lo dudéis,
existe
y es invasiva,
contagiosa,
voraz.
Se apodera de las piezas
más tiernas,
y las infecta silenciosamente,
sin ruido,
hasta transformarlas en
cecina indigesta.
Nadie lo duda,
existe,
pero nadie cree estar contagiado,
todos nos imaginamos a salvo de ella,
todos hablamos de los que la sufren,
de los tontos de baba
que nos asolan,
sin percibir que podemos ser uno de ellos.
No dudéis de la necedad,
está junto a nosotros,
sobre nosotros,
dentro de nosotros,
existe, 
nos ama,
nos posee,
nos envuelve.
Mirad hacia el espejo,
está ahí,
invisible tras nuestra mirada
de ovino imbécil.

lunes, 9 de junio de 2014

"Las cartas sucias de James Joyce a Nora"

Hay quienes encuentran en su pareja el mejor compañero de faenas entre sábanas. Parejas que se entregan sin temor ni tapujos, quienes encuentran su perdición sexual en su compañero de vida.
Uno de ellos fue el afamado irlandés James Joyce, uno de los escritores más influyentes del siglo XX; su obra literaria suele ser un referente obligado cuando se habla del llamado modernismo anglosajón. Más allá de las obras mundialmente conocidas como Ulysses, también mantuvo una relación epistolar con su esposa Nora Barnacle. En esas cartas el autor muestra su lado erótico con palabras altamente explícitas, llenas de complicidad con su amada, con una fuerte carga de lujuria y perversión que hizo que sus descendientes las mantuvieran ocultas hasta hace pocos años. 

james-joyce

Poco después de la muerte de su madre, James Joyce conoció a Nora Barnacle, quien trabajaba en un hotel de Dublín y de quien el también poeta se enamoró ferozmente. Fue a ella, a su dulce y pícara Nora, a quien envió correspondencia sucia en la que describía sus más oscuros deseos:

6 de diciembre de 1909

44 Fontenoy Street, Dublín
¡Noretta mía! Esta tarde recibí la conmovedora carta en la que me cuentas que andabas sin ropa interior. El día veinticinco no conseguí las doscientas coronas sino sólo cincuenta, y otras cincuenta el día primero. Esto es todo en lo que al dinero se refiere. Te envío un pequeño billete de banco y espero que al menos puedas comprarte un lindo par de bragas,  te mandaré más cuando me paguen de nuevo. Me gustaría que usaras bragas con tres o cuatro adornos, uno sobre el otro, desde las rodillas hasta los muslos, con grandes lazos escarlata, es decir, no bragas de colegiala con un pobre ribete de lazo angosto, apretado alrededor de las piernas y tan delgado que se ve la piel entre ellos, sino bragas de mujer (o, si prefieres la palabra) de señora, con los bajos completamente sueltos y perneras anchas, llenos de lazos y cintas, y con abundante perfume de modo que las enseñes, ya sea cuando alces la ropa rápidamente o cuando te abrace bellamente, lista para ser amada, pueda ver solamente la ondulación de una masa de telas y así, cuando me recueste encima de ti para abrirlos y darte un beso ardiente de deseo en tu indecente trasero desnudo, pueda oler el perfume de tus bragas tanto como el caliente olor de tu sexo y el pesado aroma de tu trasero.
Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo. Quizás pienses que mi amor es una cosa sucia. Lo es, querida, en algunos momentos. Te sueño a veces en posiciones obscenas. Imagino cosas muy sucias, que no escribiré hasta que vea qué es lo que tú me escribes. Los más insignificantes detalles me producen una gran erección. Un movimiento lascivo de tu boca, una manchita color castaño en la parte de atrás de tus bragas, una palabra obscena pronunciada en un murmullo de tus labios húmedos, un ruido sin recato, repentino, de tu trasero y entonces asciende un feo olor por tus espaldas. En algunos momentos me siento loco, con ganas de hacerlo de alguna forma sucia, sentir tus lujuriosos labios ardientes chupándome, follar entre tus dos senos coronados de rosa, en tu cara, y derramarme en tus mejillas ardientes y en tus ojos, conseguir la erección frotándome contra tus nalgas y poseerte sodomíticamente.
¡Basta per stasera!
Espero que te haya llegado mi telegrama y lo hayas comprendido.
Adiós, querida mía a quien trato de degradar y pervertir.
¿Cómo sobre esta tierra de Dios es posible que ames una cosa como yo?
¡Oh, estoy tan ansioso de recibir tu respuesta, querida!


JJ_nora
8 de diciembre de 1909