martes, 22 de noviembre de 2022

"William Shakespeare, poeta del caos" por Rafael Narbona



Al leer a Shakespeare se experimentan las mismas sensaciones que al adentrarse en un texto sagrado: temor, perplejidad, asombro, espanto. Parece que todo aconteciera por primera vez, que cada historia fuera el principio de una cadena infinita, que la locura, lejos de ser una desgracia humana, constituyera una de las fuerzas del universo. Las historias de Shakespeare no están sujetas a las servidumbres del tiempo y el espacio. Ostentan la extraña perennidad de los mitos, capaces de conmover indistintamente a todos los hombres. La gloria de los clásicos depende de su capacidad de estar asociados a una imagen.

Cervantes es inseparable del hidalgo enloquecido que embiste a los molinos. No podemos pensar en Dante sin evocar los nueve círculos del Infierno. Homero nos trae a la mente la cólera de Aquiles y la ira del cíclope. Shakespeare ha creado una imagen que abarca toda la aventura de la conciencia humana. Somos el único animal que piensa en su muerte y se plantea si la vida es un don o una horrible condena.
Hamlet, daga en mano, preguntándose si merece la pena existir o no, si es razonable aguantar el infortunio o ponerle fin con un gesto letal, simboliza la anomalía de nuestra especie. Hace tiempo que dejamos de obrar solo por instinto, pero no estamos seguros de que ese salto haya constituido un progreso o una maldición. ¿Estamos más cerca del cielo o del infierno que un gato dormido al sol?

El ser humano actúa presuntamente impulsado por la razón, pero Shakespeare nos muestra que a menudo las pasiones eclipsan nuestro juicio. Otelo mata a Desdémona sin pruebas inequívocas de su deslealtad. El rey Lear reparte su reino entre sus hijas, a pesar de que eso significa quedar expuesto a las aristas de la ingratitud filial. Romeo y Julieta se enamoran, sin ignorar que su idilio puede desembocar en una orgía de sangre, pues sus familias están mortalmente enemistadas.

Shakespeare nos enseña que hay una violencia desatada por las pasiones, turbia y brutal, pero hay otra violencia peor, la violencia inspirada por la ambición. Lucifer se rebeló contra Dios porque anhelaba usurpar su poder. Destruyó la armonía del Paraíso Celestial, corrompiendo a otros ángeles, que se aliaron con él para asaltar el trono del Padre. Ese lejano intento de parricidio –Lucifer intentó matar a Dios, su creador– es el arquetipo de otras acciones similares: Edipo matando a su padre en un cruce de caminos, el bastardo Smerdiakov acabando con la vida de Fiódor Karamázov, Lord Macbeth asesinando al rey Duncan mientras duerme.

En Macbeth, Shakespeare nos revela que matar al padre –un rey lo era hasta que Luis XVI fue ejecutado como un vulgar criminal– altera el equilibrio del cosmos. El cielo se oscurece, los campos fértiles se convierten en yermos, la primavera se ausenta, la razón zozobra como un barco que se estrella contra los arrecifes. El caldero de las brujas que encienden la hybris de Lord Macbeth, presagiándole que será rey, desprende una niebla espesa que sepulta el reino de Escocia y que no retrocederá hasta que el bosque de Birnan comienza a reptar por los montes de Dunsinane.

Lady Macbeth instiga a su marido a traicionar a Duncan, sin sospechar que el crimen abrirá las puertas de la locura. Lord Macbeth no podrá dormir ni descansar. Al matar a Duncan, ha matado al sueño, a la paz, a la serenidad. Su mujer descubrirá que sus propias manos se han teñido de sangre y que nada puede limpiarlas. Shakespeare es el poeta del caos, el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención.


Hasta la aparición de Dostoievski, ningún escritor se aventurará en un territorio tan sombrío. Sus tragedias son auténticos descensos a los infiernos, con tramas salpicadas de asesinatos, traiciones, suicidios y arrebatos de locura. Shakespeare se interesa por la historia y la política. Dostoievski prefiere circunscribirse a las cuestiones morales y religiosas. Ambos estudian la psicología humana, pero con una importante diferencia: Dostoievski nunca priva a sus personajes del hilo de la esperanza, por tenue que sea. En cambio, Shakespeare deja al hombre a la intemperie.

Los dioses no son benévolos, sino crueles y despectivos. Disfrutan con nuestro sufrimiento. Incluso lo provocan para aliviar su tedio. No les preocupa la justicia ni la equidad. Shakespeare no es un autor cristiano. Su perspectiva coincide con la de los trágicos griegos. No hay que esperar nada del cielo. Es absurdo presentar a los dioses como los padres de la humanidad. Shakespeare es despiadado con sus criaturas. Ni siquiera recurre al "Deus ex machina" para salvarlos de su amargo destino.

Eurípides se compadece hasta de Medea, invocando a Helios para que le envíe su carro y poder huir de la ira de Creonte y Jasón. Podría castigarla, pues ha matado a sus hijos y se lo merece, pero elige la clemencia. Shakespeare obra de otra manera. No ahorra al rey Lear el horrible sufrimiento de perder a Cordelia, ahorcada en un calabozo cuando estaba a punto de recuperar el poder y resarcir la injusticia que había cometido con ella, acusándola de mala hija por aconsejarle que no se despojara de su reino y lo dividiera entre sus herederos.

¿Quién era realmente Shakespeare? ¿El humilde palafrenero con escasos conocimientos de latín que acabó siendo actor, autor y propietario de una compañía de teatro? ¿Fue tan deficiente la formación de Shakespeare y tan humildes sus orígenes? Hoy sabemos que Shakespeare fue hijo de un próspero comerciante de lana que ocupó un alto cargo del gobierno local. Gracias a eso, adquirió el derecho de estudiar en el Stratford Grammar School, un centro bastante riguroso que instruía a sus alumnos en gramática y literatura latinas. No hay ningún documento que acredite la asistencia de Shakespeare a esta escuela, pero su conocimiento de las obras de Esopo, Ovidio y Virgilio, algo que puede apreciarse en sus dramas, avala esta hipótesis.


Los escépticos han apuntado que el verdadero autor del corpus shakesperiano fue un grupo de pensadores dirigidos por Francis Bacon, Walter Raleigh y Edmund Spenser. Otros han señalado como posibles autores a Christopher Marlowe, Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, o incluso a lady Mary Sidney, condesa de Pembroke. Todas estas teorías no parecen muy creíbles. Al margen de esta polémica, sabemos algo con seguridad sobre la pluma que alumbró Hamlet, Macbeth, El rey Lear o La tempestad. Dudaba de la existencia del Dios cristiano, pero había algo que le aterraba más: la posibilidad de que no existiera y el mundo solo fuera el cuento de un idiota, una historia sin significado llena de ruido y furia.

Shakespeare fue un hombre atormentado. Sus comedias evidencian que no carecía de sentido del humor, pero su interpretación del universo se parece a la de Pascal: vivimos suspendidos sobre un abismo, amenazados por el frío, el silencio y la oscuridad. Pascal halló consuelo en la fe; Shakespeare, incapaz de creer en la misericordia de un Dios bueno, se limitó a deambular por un páramo umbrío y lluvioso, acompañando al rey Lear y su bufón, abrumado por la sospecha de ser la pesadilla de un aciago demiurgo.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Reivindicación del páramo

Reivindico el páramo, el campo amarillo, seco, agostado por la falta de lluvias, el rastrojo, el paisaje sin horizonte, sin árboles, plagado de aerogeneradores, la intemperie asolanada, la Mancha esteparia, sin montañas, con horizontes eternos y caminos rectos como Bernarda. Reivindico el secarral, el llano en llamas, el vientre yermo de la paramera. Me abruma la belleza verde de los paisajes del norte, me intimida el fragor de la naturaleza, me ahoga la humedad permanente de esas praderas rozagantes. No, reniego de la fertilidad de las selvas, reniego de los arroyos, de las cascadas, del mar embravecido golpeando el acantilado espectacular. Quiero morir en el páramo, tumbado sobre un pedregal o sobre los restos del trigo recién segado, descoyuntado por el peso del sol, aturdido por la inmensidad de lo inabarcable. 

Cuando viajo al norte, todo es tan feraz, tan deslumbrante, que asfixia tanta sorpresa; en cambio, cuando en el páramo, después de quilómetros y quilómetros, descubres un olivo, una acacia, un almendro, la rareza aquilata su belleza, se realza, como una metáfora solitaria en mitad de una poesía desnuda. Reivindico la encina sola, el techo derruido de una casa de barro, la tierra agrietada, el polvo de la mies recién recogida. No más parques naturales, ni montañas nevadas, ni frondosos bosques de hayas. Prefiero extasiarme con la inconsistencia de la nada.  

No hagáis mucho caso de lo que digo. Ahora mismo estoy bajo cubierto, no veo ningún paisaje, salvo el de las paredes del salón, la calefacción funciona a toda tralla y oigo a Etta James. Ni praderas verdes, ni páramos somnolientos. Lo mismo me daría estar en Cantabria que en Albacete. La intemperie es para los intrépidos. 

domingo, 20 de noviembre de 2022

Yo soy todavía un nosotros

Yo soy todavía un nosotros. Hablo de música brasileña, "a Astrud Gilberto la vimos nosotros..."; viajo a lugares ya visitados, "en Bilbao teníamos nosotros el hotel..."; como en restaurantes de Asturias, "aquí nosotros pedimos un cachopo enorme..."; veo Ser o no ser, "esa la vimos nosotros en La Latina..."; visito el Museo del Prado, "el Jardín de las Delicias lo descubrimos nosotros cuando..."; saboreo un vino del Terrerazo, "ese lo bebíamos nosotros..." Yo soy todavía un nosotros y no me duele, todo lo contrario. Me acompaña a los lugares más insospechados, hasta donde nunca estuvimos. Yo soy todavía un nosotros, y no me empacha, porque no recuerdo cuándo yo era un yo. Quizás siempre fui un nosotros, quizás nunca yo fui un yo hasta que no estuvo ella, quizás. Por eso se me hace imprescindible llevarla de viaje, sentarla a mi mesa, señalarle un paisaje, comentarle la escena de una película o de una obra de teatro, invitarla a un vino... Porque sin su compañía, sin mi nosotros, no sé si sabría hablar, no sé si sabría apreciar el sabor de la realidad. Yo soy todavía un nosotros, pese al tiempo transcurrido, pese a los hospitales, pese a los sueños macabros, pese al espejo vacío, pese al silencio. Soy un nosotros, y no deliro. 

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Cae la noche

Cae la noche. Me he propuesto superar la murria de la tarde. No quiero desgarrarme, ni abroncarme, ni compadecerme de mí mismo. Sí, cae la noche, y saldré a saborearla, a sentir el aire de noviembre en el rostro, a deambular por las calles iluminadas de la pequeña ciudad. Visitaré bares y tomaré cervezas. Cae, cae la noche, y yo no caeré con ella, porque estoy cansado de andar como alma en pena por los rincones de la memoria. Cae la noche, se adueña de los descampados y devora a los perros y a sus dueños, y me anima a envolverme en ella, a arroparme en su aliento de loba implacable. Ando y ando sin rumbo. Observo el pasar cotidiano de la vida junto a mí, la niña que oye reguetón en el bus, el abuelo que se tambalea sobre el bastón, la señora que acaba de salir de la peluquería, el adolescente que besa a su pareja con los ojos cerrados. Cae la noche y salgo de casa, con la esperanza de que suene jazz en el próximo antro o que baje el precio de los licores. Porque no sé si os habéis fijado, pero los vicios son cada vez más caros y peor vistos. El poder del bizcocho de zanahoria está pudiendo con los torreznos y la leche de soja se impone al güisqui de malta. Cae la noche y, con ella, la bohemia. Que caiga la noche es un proceso natural, pero que se sirvan en los bares tés negros, no.   

domingo, 13 de noviembre de 2022

Ruta verdadera de "Luces de bohemia"

Este fin de semana, con dos compañeras de departamento y un maestro, hemos inaugurado la verdadera ruta madrileña de Luces de bohemia. La de Umbral tiene fallos de bulto que nosotros hemos corregido. Comenzamos (para despistar) siendo fieles al itinerario tradicional, en Casa Ciriaco, cerca del Pretil de los Consejos. Desde la atalaya de las primeras cañas y a través de una cortina de lluvia, quisimos adivinar la cueva de Zaratustra, convertida en un contenedor metálico de aspecto tan intrigante como el propio dueño de la librería. 

La segunda posta la hicimos en el Reino de los Vinos Antiguos. Rezan los evangelios apócrifos de Valle que allí, Max Estrella se echó al coleto lo que luego sería el veneno que acabaría con su vida, un vino de Madrid con aromas a amoníaco y bostas de la estepa. También entre esas mismas paredes se encontraron don Latino y Sancho Panza, se besaron en las mejillas y se espetaron insultos impronunciables, que sus acompañantes no quisieron oír, uno por ciego y falto de malicia; el otro, por estar fuera de sus cabales. 

Tras saludar a Larra, que contemplaba lloroso los muros del Palacio Real, caímos en un palacio de cristal, en el templo del modernismo y las croquetas. Asustados por el lujo de sus vidrieras y deslumbrados por las luminarias, descubrimos que fue allí donde Max Estrella se veía de joven con el que luego sería gobernador, donde conquistó a  madame Collet, donde vivió mejores tiempos que los que se cuentan en el libro de Valle. Embriagados por la claridad, el modernismo y la cerveza, salimos de otro talante. 

La lluvia había cesado y nos encaminamos hacia la buñolería modernista, pero igual que Cervantes desvió el camino de sus héroes hacia Barcelona para llevar la contraria a los amigos de Lope, nosotros hicimos un quiebro y paramos en un antro oscuro, este sí en el callejón de Álvarez Gato. Después de reírnos de nuestros cuerpos descompuestos en los espejos del esperpento, asaltamos la Pompeyana. Allí, Max Estrella abrazó la lúbrica religión de los antiguos dioses, se hizo fiel a Atenea y nombró sacerdote de los sátiros a su infame compañero. Comimos y bebimos arrinconados por los turistas y reconfortados por las herejías de las paredes. 

Quedaba la última posta, el fin de nuestro camino literario y no pudimos elegir mejor destino, animados por los vapores etílicos y el desgobierno de nuestras entendederas: un bar de copas inspirado en Lewis Carroll, aunque pasado por el tamiz de Telecinco. Tuvimos que esperar en la entrada porque tenían prioridad las rubias de más de uno setenta. Nos sirvieron licores en tazas con el rostro de Valle (su lengua, atravesada por un piercing y su dignidad arrastrada por la decoración del local). Allí fue donde don Latino fornicó con la Lunares, donde Max Estrella sufrió el síncope que acabó con su vida. A pesar de su ceguera, no pudo aguantar el efecto del vino de Madrid y el mal gusto de la decoración. Cuando palpó la taza en la que le sirvieron el aguardiente y notó que la nariz, la barba, la lengua y las lentes eran las de su creador torció el gesto y espichó. Nosotros salimos más contentos de lo que habíamos entrado. Al fin y al cabo, las muertes literarias apenas duelen.     

lunes, 7 de noviembre de 2022

El comensal solitario

Es curioso el proceder de algunos restaurantes cuando reservas solo para una persona. Ya me ha sucedido en varias ocasiones: te colocan en un rincón de la barra o en un tonel apartado o en una esquina de espaldas al jolgorio, como para que no estorbemos. Tampoco me extraña. Ocurre como con los feos y los gordos en los platós de televisión, los suelen situar fuera del campo de la cámara, porque no dan juego, porque al espectador le gusta ver caras agradables y cuerpos bien formados; y a la clientela de un bar no le da buena espina un solitario. Lo más normal es que sea un borracho, un raro o una mala persona, con la que no quiere cuentas nadie. En el caso de los llaneros solitarios, para el cine daban juego, pero para ambientar un salón comedor como que no. Es difícil ir de restaurantes sin compañía y no precisamente por la falta de conversación (ahora, a través del guásap, se pueden organizar tertulias virtuales con mucha facilidad y variada riqueza), sino por la sensación de ser un marginado, un paria. La última vez, a mí y a dos chicos árabes nos situaron en una zona aislada del bullicio, donde nuestra condición de solitarios y extranjeros del sur no molestara demasiado. No pasa nada. Ahora, lo que resulta más complicado es pedir arroces ("mínimo dos px") y raciones para compartir (ayer por poco reviento con un plato de mejillones). Por desgracia, a través del móvil, aún no podemos saborear unas vieiras. Todo se andará.   

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Diarios de la pena negra XV

2 de noviembre de 2022

PALABRAS NEGRAS

Solo brotan de mis entrañas palabras negras.

Un espíritu machadiano me ha invadido:

los paisajes se cubren de tardes melancólicas,

de álamos polvorientos,

de tierras de ceniza.

Llego al refugio solo,

como solos estamos al nacer,

como solos moriremos.

Y quiero reencontrarme,

reconocerme,

despertarme,

pero me falta el aire.

Una rueda pinchada,

un tropiezo, 

una bolsa que se rasga,

son suficientes para entrar

en una profunda sima de tristeza.

Las polvorientas encinas,

los ramajes yertos,

las grúas vacías

el esqueleto de los edificios,

todo ofrece un aspecto abrumador

de desdicha.

Solo brotan palabras negras,

por suerte son solo palabras:

el meconio de los desgraciados,

el lodo de las soledades,

la grasa de las cocinas descuidadas.

Palabras, palabras negras,

sucias palabras negras

de soledad correosa.  

lunes, 31 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra XIV

31 de octubre de 2022 

A raíz de un artículo de Irene Vallejo, recuerdo un mito de la tradición clásica. Y me desmorono. Los sueños me llevan siempre a ella. Hoy, por ejemplo, Eva no estaba muerta, resucitaba, los médicos se habían equivocado por completo y ella se había despertado en la morgue, plena de alegría y de vitalidad. Nadie sabía cuál había sido la equivocación, pero estaba claro que no estaba muerta, que volvía a casa y volvíamos a planear nuestra jubilación. 

Al despertar, tuve que cambiar la hora y, luego, amoldarme a la nueva realidad. Por suerte estaba en Bilbao y nada es como parece. Leo el texto de Irene Vallejo y, a pesar de rememorar un mito que a mí, cuando lo conocí me pareció demasiado efectista y melodramático, se me agarra al paladar como el cruasán que acabo de engullir en el desayuno. Jupiter y Mercurio bajan al mundo de los mortales y solo una pareja de mortales los acoge, humildes, hospitalarios. Ellos cobijan a los dioses y les dan lumbre, comida y vino (qué más puede pedir un viajero). Baucis y Filemón avivan el fuego, les ofrecen carne y unas jarras bien condimentadas, para que los extranjeros no pasen calamidades. Los dioses, agradecidos, al ver que esa pareja les entregaba todo lo que tenían para agasajarlos, se apiadan de ellos y quieren premiarlos. Les dan a elegir, les ofrecen la vida eterna, el colmo de los placeres y ellos no dudan: "Quiero morir el mismo día que Filemón" -dice Baucis. "Yo quiero lo mismo"-dice Filemón. "No quiero ver la tumba de mi compañera". Jupiter y Mercurio se sorprenden, no comprenden cómo alguien que puede elegir libremente sobre su destino, elige la muerte. A mí me resulta tan razonable que me da miedo.      

martes, 25 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra XIII

25 de octubre de 2022

Beber y beber hasta perder el norte, hasta abandonar la realidad, hasta el punto de que a las nueve sacas el móvil y estás a pique de llamarla, para decirle que mañana volverás a casa, que no se preocupe, que no has bebido mucho (mentira), que al llegar harás la comida, que sacarás a la perra, que tenderás la ropa...; pero no, en seguida, a pesar de la embriaguez, la realidad te abofetea, recuerdas que no vas a volver a ningún sitio, que nadie te espera, que ella no estará para recoger tus despojos, que ya nadie te recriminará ser tan crápula. Y oyes los versos de Cernuda, tan vivos, tan hirientes como nunca, "libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin sentir un escalofrío..." Beber y beber hasta no ser uno mismo. "Embriagaos", sigo a Baudelaire, "de vino, de belleza, de cualquier cosa, pero embriagaos". Y luego, durante la resaca, el día es más gris; la noche, más oscura; el viento, más frío; las habitaciones, más estrechas; el abismo, más insondable. Y octubre, más grave.

lunes, 17 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra XII

17 de octubre de 2022

Ella tiene dieciséis años y ha sufrido más que yo. Mucho más que yo. Sí, aunque parezca mentira, hay gente que puede sufrir más que uno. Llega a clase con la sonrisa puesta, con el amor por la literatura entre los dientes y con una motivación que no es propia de una joven. Porque ha sufrido más que yo, mucho más que yo. Y no es habitual que la gente sufra más que uno. Menos todavía los adolescentes. Se sienta y espera a que comience la clase, con avidez, con hambre de letras, de palabras. Me acongoja tanta pasión. Y la envidio. No porque haya sufrido más que yo, sino por estar más entera, más firme, con dieciséis años que yo con casi sesenta. Hoy me he quemado la lengua con el guisado de costilla y pensaba en ella, en su sufrimiento y en mi falta de ánimo. En mi apresuramiento, en mi indecisión, en mi incoherencia, en mi despiste continuo. Ayer, tan necesitado de gente, de conversación, como estoy, me equivoqué de sala al ir al cine y vi la película equivocada, sin compañeras a mi lado, porque mi subconsciente parece perseguir la soledad. Y ella me mira, alegre, avispada, con los ojos llenos de horizonte, y yo tengo que imitarla. Ella ha sufrido más que yo, mucho más, y ahí está, sentada, con la barbilla apoyada en la mano, a la espera del argumento de la Odisea, a la espera de Ulises. Me he clavado un vidrio en el pie, en el talón para ser más exactos. Sabía que se había roto una copa en la cocina y no he dejado de ir descalzo. Noto el dolor del vidrio hiriendo la carne, y aun así, ella ha sufrido más que yo, mucho más que yo, y conserva la mirada limpia, transparente como el aire de octubre.     

miércoles, 12 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra XI

12 de octubre de 2022

Desde el abismo en el que me precipito, tengo la falsa sensación de que la caída es transitoria, de que todo esto es reversible. Imagino que Eva me reclama para que vuelva a casa, la veo abrazando amorosamente a mi hija, escribiendo en su diario de viajes el último episodio de nuestras peripecias, entra en el bar donde estoy comiendo solo y se sienta a mi lado y pide una ensalada, lee y me da su opinión sobre mis engendros, riega las plantas, paseamos a la perra, revisa las clases del día siguiente, prepara su cartera, se acuesta a mi lado, la beso y me despido de ella. Porque no, porque no volveré a pisar tierra firme, porque este abismo es para siempre, esta caída no tiene remisión. Y ya es tarde para aprender a volar, es demasiado tarde. Por muchas alas que se empeñen en fabricarme quienes me aprecian, creo que no voy a ser capaz de manejarlas. 

Solo se detienen el vértigo y la angustia cuando ella aparece como en sueños, con esa mirada verde de las sirenas, con la piel tan fina y blanca como el sudario de Penélope, tejiendo y destejiendo su presencia fantasmagórica. Vivo con la esperanza de Telémaco, a pesar de conocer la sentencia de los dioses, a pesar de saber que ella naufragó y yo mismo fui quien la arrulló en su último aliento. A pesar de la certeza, lo único que me consuela es imaginarla una y otra vez aparecer en la orilla, en el borde del precipicio, con el brazo extendido para salvarme, para detener la caída irreversible.   

martes, 11 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra X

11 de octubre de 2022

A veces los días son negros como la pez, como la oscuridad, como el fango, como el meconio, como la sangre coagulada. Son negros y te destrozan los intentos de recuperación. Son negros, como el vómito del apestado, como el repicar lento de las campanas, como las noches de luna nueva. Son negros esos días en que todo parece ir hacia el fondo: se rompe el tendedero, te lesionas un gemelo, pillas la tormenta en plena conducción, se abre la fosa de los malditos. Son insignificantes desgracias que te abocan a un porvenir sin sentido. Es verdad, antes la vida tampoco era nada, pero la tenía ordenada: los libros en posición alfabética, la silla para sentarse, el sofá para repantigarse, la cama para tumbarse, el hombro para suspirar sobre él. Todo era una murria inane que te mecía y abrazaba, te vendaba los ojos, para evitar percibir el argumento de la obra. Hoy, uno de esos días negros, ves con nitidez el primer y segundo acto y no muy lejos, el tercero, lúgubre, inevitable, apocalíptico. La soledad, esta soledad impuesta, te abre los ojos para que descubras, sin aliento, qué poco hay de sólido en tu andadura, qué leve es tu pasar, qué frágil. Y ella no está, y ella era mi hombro; y sin ella veo el mundo ingrávido, descarnado, sin apoyo para mi cabeza .     

sábado, 8 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra IX

7 de octubre de 2022

Hoy he vuelto a Sevilla. Ya es otoño, la canícula no te desbarata y una tarde de cobre bruñido me ha recibido con la boca entreabierta. He vuelto a Sevilla, al Callejón del Agua, a la Puerta de la Carne, al abrigo de mi hija, que me da refugio, alegría, candor y un vigor de juventud que necesito más que la comida. Las callejas del barrio de Santa Cruz, por la noche, silenciosas, limpias, amorosas, me acogen como si hubiéramos nacido aquí, como si las conociéramos desde la niñez. Abrazo por el hombro a Alma y caminamos juntos, felices, endulzados por una noche de temperatura deliciosa, sin brisa, sin el acogotamiento del sol, con la intensidad y la sencillez de la compañía necesaria. Sevilla es un huerto donde madura el limonero, un panal de turistas que pugnan por encontrar la cola más larga, un barandal de mármol desde donde se contempla un esponjoso anochecer, con manjares en sazón y flores y licor de dioses en las vitrinas. Sevilla es azulejo y piedra, soleá y romance, silencio y rompimiento de cantaor desgarrado. Sevilla es Alma y Cernuda y un poco el burlador. En Sevilla tengo ahora más aire del que puedo respirar.    

lunes, 3 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra VIII

3 de octubre de 2022

Antes de la desgracia era un gilipollas con pretensiones, ahora solo soy un triste gilipollas. He avanzado, aunque no lo parezca. Estar triste o ser un triste siempre es mejor que ser un pretencioso. Sí, para lo único que me ha valido sufrir esta tragedia ha sido para bajarme los humos, para ascender a la altura de los gilipollas sin ínfulas. No lo digo como boutade, sino como constancia de mi actual naturaleza. 

Hoy, en clase, he constatado con mis alumnos esta condición. Les había colgado en Classroom, para reforzar la sintaxis, las mismas oraciones que habíamos analizado en clase, un lapsus habitual, sin importancia. Ellos me lo han advertido sin ninguna acritud, con el gesto del que comprende a quien no está centrado. Aceptan, comprenden mi nueva naturaleza (la de triste gilipollas) y la asumen como algo que tienen que sufrir necesariamente. El gilipollas pretencioso habría argüido que lo había hecho adrede, para comprobar si estaban atentos a lo que colgaba (he estado a punto de decírselo); pero no, he preferido la verdad, que mi atención se ve disminuida por la murria que me acompaña día y noche. No han protestado, solo han esbozado un gesto de resignación e incluso alguno me ha compadecido. No quiero dar pena, pero la doy. Preparo las clases con el mismo esmero que antes, incluso con más interés, porque el contacto con los alumnos es uno de los pocos impulsos que remueven mi ánimo; sin embargo no puedo evitar estos fallos de raccord. En la siguiente clase, un alumno me ha preguntado "¿qué tal el finde?", y me ha respondido, al ver mi cara de circunstancias, "el mío tampoco ha sido nada del otro mundo". Nadie sabe manejar la solidaridad espontánea como ellos. Nadie tan comprensivo con la gilipollez deprimida como un adolescente.   

domingo, 2 de octubre de 2022

Diarios de la pena negra VII

2 de octubre de 2022

La soledad impuesta por la muerte es muy distinta a la soledad buscada por voluntad propia. Antes de que Eva desapareciera, perseguía a menudo esa soledad que me ofrecía paz, tranquilidad, ensimismamiento, un rincón confortable desde donde leer, escribir, amodorrarse. Esa soledad dulce era un refugio para mí, un prado ameno donde relajarme. Nada que ver con esta soledad impuesta que vivo ahora, desgarrada, agria, con colmillos. La temo, me ha quitado el sosiego, apenas me permite escribir, me aparta de los argumentos de las novelas, me hiere cuando me acerco a la lírica o a la música. Temo lo que antes perseguía, temo el fuego que antes me calentaba y ahora me abrasa, temo quedarme conmigo a solas porque ya no disfruto de mí mismo y esto me desasosiega. Con la soledad deseada, las horas se deslizaban sin obstáculos, fluían mansamente, eran devoradas con deleite por el hambre estético. 

"Me da miedo quedarme con mi dolor a solas", se lamentaba Soledad Montoya. Nunca como ahora he entendido estos versos, nunca los había sentido tan hondos. Porque el dolor de la pena negra hurga en tus tripas en cuanto te sorprende mirando a las estrellas o leyendo un libro o escribiendo otro. Y te impide seguir, te limita, te engulle. Espero mitigarla en algún momento, hacerla coincidir con el dulce ensimismarse y volver a disfrutar del húmedo lametón del solipsismo. El recuerdo de la enfermedad y de la muerte es un molesto compañero de viaje.