2 de octubre de 2022
La soledad impuesta por la muerte es muy distinta a la soledad buscada por voluntad propia. Antes de que Eva desapareciera, perseguía a menudo esa soledad que me ofrecía paz, tranquilidad, ensimismamiento, un rincón confortable desde donde leer, escribir, amodorrarse. Esa soledad dulce era un refugio para mí, un prado ameno donde relajarme. Nada que ver con esta soledad impuesta que vivo ahora, desgarrada, agria, con colmillos. La temo, me ha quitado el sosiego, apenas me permite escribir, me aparta de los argumentos de las novelas, me hiere cuando me acerco a la lírica o a la música. Temo lo que antes perseguía, temo el fuego que antes me calentaba y ahora me abrasa, temo quedarme conmigo a solas porque ya no disfruto de mí mismo y esto me desasosiega. Con la soledad deseada, las horas se deslizaban sin obstáculos, fluían mansamente, eran devoradas con deleite por el hambre estético.
"Me da miedo quedarme con mi dolor a solas", se lamentaba Soledad Montoya. Nunca como ahora he entendido estos versos, nunca los había sentido tan hondos. Porque el dolor de la pena negra hurga en tus tripas en cuanto te sorprende mirando a las estrellas o leyendo un libro o escribiendo otro. Y te impide seguir, te limita, te engulle. Espero mitigarla en algún momento, hacerla coincidir con el dulce ensimismarse y volver a disfrutar del húmedo lametón del solipsismo. El recuerdo de la enfermedad y de la muerte es un molesto compañero de viaje.
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