11 de octubre de 2022
A veces los días son negros como la pez, como la oscuridad, como el fango, como el meconio, como la sangre coagulada. Son negros y te destrozan los intentos de recuperación. Son negros, como el vómito del apestado, como el repicar lento de las campanas, como las noches de luna nueva. Son negros esos días en que todo parece ir hacia el fondo: se rompe el tendedero, te lesionas un gemelo, pillas la tormenta en plena conducción, se abre la fosa de los malditos. Son insignificantes desgracias que te abocan a un porvenir sin sentido. Es verdad, antes la vida tampoco era nada, pero la tenía ordenada: los libros en posición alfabética, la silla para sentarse, el sofá para repantigarse, la cama para tumbarse, el hombro para suspirar sobre él. Todo era una murria inane que te mecía y abrazaba, te vendaba los ojos, para evitar percibir el argumento de la obra. Hoy, uno de esos días negros, ves con nitidez el primer y segundo acto y no muy lejos, el tercero, lúgubre, inevitable, apocalíptico. La soledad, esta soledad impuesta, te abre los ojos para que descubras, sin aliento, qué poco hay de sólido en tu andadura, qué leve es tu pasar, qué frágil. Y ella no está, y ella era mi hombro; y sin ella veo el mundo ingrávido, descarnado, sin apoyo para mi cabeza .
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