miércoles, 13 de julio de 2022

"Dreno" de Matías Miguel Clemente

Desordenar el mundo a través de las metáforas para crear un nuevo orden. "Dreno" es el nuevo "orden" en el que Matías intenta reinventar sus pálpitos, sus preocupaciones más allá de lo cotidiano. El poeta renuncia a la claridad de lo conocido para ahondar en el sentimiento con combinaciones sorprendentes. Indaga en los orígenes del predolor, con palabras nuevas, cargadas de misterio. Sí, se rinde a aprovechar la mano de los otros para ser guiado, siempre y cuando esta guía sirva para moderar el deslumbramiento de quien despierta de la ceguera. Todo se llena de historias casi oníricas, telúricas, con sintagmas sorprendentes, donde las piedras hablan como un oráculo. Un mundo desconocido que nos avisa con olores y ruidos de que vivimos de forma paralela en otro cosmos. En este nuevo orbe simbólico, los sellos de correos son aleteos de ballena que nos advierten sobre quien ha surcado caminos semejantes a los que nosotros emprendemos. Siempre conducimos coches prestados. Y como nuevo orbe, necesita de sentencias y letanías, llenas de deseos. Palabras casi bíblicas de agua y tierra que nos riegan de incertidumbres y nos modelan a su albedrío. 

En "Dreno" se escuchan ecos de Miguel Hernández, dolores, instrumentos, que nos apartan de lo cotidiano para instalarnos en la "sedición de los cajones del cuarto", en el "rumor de uno mismo". Una intensa voz lírica, interna, anima a no confundir la vida con una carrera de obstáculos, solo hay que salivar, salivar lo suficiente para no secarse. Todo cae derramado en el caos, en el "dreno", en otro "orden" alejado de la razón. Vivir en la extrañeza del otro, que siempre soy yo, ese sueño constante durante la vigilia. Desaparecen, en ocasiones, los rigores de la puntuación, las leyes, y vuelven, renovadas. Piezas que se caen y no existen, y vuelven a caer y no existen. Piezas que duelen. Un continuo movimiento que, cuando cesa, da paso a la soledad. Por eso hay que luchar por parar y volver a germinar, aunque sea desde el miembro mutilado. 

El poemario avanza con relatos densos, ahogados casi por las metáforas, que desordenan el mundo y lo ordenan en un nuevo orden: "desoírse de una vez por todas". Porque la realidad está agujereada, llena de pozos insondables, desconocidos, con un punto de luz al fondo. La luz del riesgo que percibíamos en la infancia, cuando íbamos sin manos sobre la bici y que, después, a fuerza de repetir lo que otros hacen, olvidamos hasta convertirnos en muesca, en herida. En "Dreno" se pretende hacer temblar la tierra con palabras, provocar seísmos, alejarse de las poéticas, de las medidas y los cánones. Ser un caribú, ver la estepa disfrazado de armonías, porque "el héroe examina su culpa cada día". Y cuando la mirada del otro atemoriza hay que huir volando, como pájaros. Son ecos de Valente, del Anábasis de Saint-John Perse, de Rimbaud, el paso del tiempo entre los dientes, los agujeros del camino son poemas y los poemas palabras que pueden ser reducidas a símbolos; y estos, a la nada. Las revelaciones en este nuevo mundo no parten de los profetas, sino de los saltamontes: el trabajo mata a los hombres, la grandeza solo puede ser drenada a través de la soledad.        

martes, 12 de julio de 2022

"Chéjov on the beach" por Marta Rebón




Frente marítimo de Yalta, última primavera del siglo XIX: dos hombres pasean por la mañana. No están solos, pues la costa sur de Crimea es el destino preferido de la élite de turistas rusos y de los enfermos que buscan alivio a orillas del mar Negro. Es la «zona de especialistas del pulmón», como definió esa ciudad-balneario Nabokov en sus memorias. Quedan algunos años de calma —no muchos— previos a la gran tormenta, cuando los cañones retumben y el padre del futuro autor de Lolita anote en su diario, antes de partir con su familia al inevitable exilio: «Inquietud. Miedo. Infinito sentimiento de opresión…».

Los paseantes de la escena inicial son escritores y, entre otras cosas, les une su pasión por ese océano de tierra que es la estepa. Un lugar idóneo, como la alta mar, para leer el cielo nocturno. Esto lo afirma el de mayor edad, Antón Chéjov, a quien la tuberculosis ha desterrado al sur. Le habría gustado instalarse en su Taganrog natal, en lo alto de la escalinata inspirada en la de la Acrópolis que desciende hasta las aguas poco profundas del mar de Azov, pero se ha acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades. En la «Dacha blanca», la casa que se ha hecho construir en Yalta después del éxito de La gaviota, escribe los que sabe que serán sus últimos relatos y obras de teatro, fiel a la idea de que hay que trabajar toda la vida sin escatimar esfuerzos. Escribir, siempre escribir. Creía que eso era lo que a uno podía salvarlo de la estupidez y el tedio. Su acompañante, Iván Bunin, todavía no había dado el salto definitivo al relato y se lo conocía por su poesía. «¿Escribe mucho?», le preguntó una vez. «Muy poco», le confesó Bunin. Y con voz profunda y algo de sequedad en el tono, le recordó que el único secreto era trabajar, trabajar duro… «Un escritor debe saber que, si no escribe, si se entrega a la pereza, puede morir de hambre».

Aunque Chéjov recibía constantes visitas —no siempre deseadas—, sentía por Bunin un cariño genuino. Podían pasarse largas horas callados en su escritorio. Y cuando este se ausentaba de Yalta, añoraba su compañía, aunque no se lo dijera. A lo sumo le soltaba: «¡Asegúrese de llegar temprano mañana!». Juntos parecían los dos tipos de personajes de El jardín de los cerezos: Bunin era hijo de una familia de nobles venidos a menos; Chéjov descendía de un linaje de siervos que había prosperado. Uno era petulante y supersticioso, el otro odiaba ser el centro de atención y aceptaba el destino con estoicismo. Una vez que estaban sentados en un banco, Bunin le preguntó:

—¿Le gusta el mar?

—Sí, pero lo encuentro demasiado vacío.

—Esa es su belleza.

—(…) Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe lo que leí en un cuaderno escolar? «El mar es grande». Solo eso. Maravilloso.

A principios de ese mismo año, Chéjov había escrito a Gorki algo parecido sobre la necesidad de describir la naturaleza de la forma más sencilla posible. Le elogió que no cayera en la trampa de recargarla con expresiones del tipo «el mar susurra», «el mar habla», «el mar está desconsolado» y cosas por el estilo. ¿Qué es más efectivo que «el sol se puso», «empezó a oscurecer» y «llovía»?

Más tarde, en sus últimos días, Bunin rescataría este y otros recuerdos de la amistad compartida frente al mar con el autor de Tío Vania. Lo hizo casi medio siglo después de que muriese su referente absoluto en las letras, a quien acudió para pedirle consejo cuando era un principiante con una carta en la que se definía como uno de esos aspirantes a literato que acosaban a editores, poetas y escritores para que le dieran su opinión. ¿Por qué el primer nobel ruso de literatura dedicó su último texto, que dictó ya enfermo, como un testamento, al escritor de quien se sentía discípulo? Después de recibir una edición soviética de la correspondencia de Chéjov, descubrió, por cartas a terceros, la consideración y el gran afecto con los que hablaba de él. La gratitud y la emoción avivaron sus recuerdos. En las horas insomnes de su último año de vida, se pasaba el tiempo garabateando en trozos de papel y cajetillas de cigarrillos los detalles que le venían a la cabeza.

Entre las instantáneas que Bunin hizo aflorar de su memoria estaba la de una noche en que Chéjov lo llamó de improviso para proponerle un paseo en coche de punto. «Es tarde, puede pescar un catarro», objetó Bunin, que no dudó en preguntarle qué le pasaba. «Me he enamorado… No discuta, joven, y obedezca», oyó por teléfono. Al cabo de poco, ambos iban en dirección a Oreanda, a unos cinco kilómetros de Yalta. Bunin describió esa noche de cielo azul profundo y luna llena, el bosque con el encaje de sombras, las siluetas de los cipreses trepando por el cielo, las ruinas de un palacio neogriego. De fondo, el rugido sordo del mar Negro:

—¿Sabe cuántos años más me leerán? Siete —auguró Chéjov.

—¿Por qué siete? —le preguntó Bunin.

—Que sean siete y medio…

—Hoy parece triste, Antón Pávlovich…

—Aunque me leerán otros siete años, me quedan menos por vivir, solo seis.

Se equivocó en ambas cosas, apuntó Bunin, cuyas notas —incompletas, espontáneas— se publicaron póstumamente tal como las dejó. Son especiales por su carácter fragmentario y porque en ellas recupera al Chéjov meridional, el de los baños de sol y las caminatas tempranas junto al mar. Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad en su correspondencia, Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chéjov empeoró: «Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida». Al fin y al cabo, Chéjov había crecido entre gente del mar y comerciantes griegos, italianos, ingleses y otomanos. En la tienda de ultramarinos de su déspota padre, abierta día y noche, atendía a personajes de lo más variopintos llegados de Monte Athos, Venecia, Alejandría. Taganrog, antes que San Petersburgo, fue el primer experimento de sede de la nueva flota rusa de Pedro I. Cuando Chéjov nació, en 1860, todavía era el principal puerto comercial del Imperio, tan cercano a Teherán como a la entonces capital, pero su declive era imparable, a favor de otras ciudades cercanas, a las que sí llegó el tendido del tren.

Desde una de las alas de la planta superior de la casa, justo encima de la tienda, los hermanos Chéjov pasaban largas horas observando las velas de los pesqueros y los barcos de vapor. Sus lecturas de expediciones y de las aventuras de importantes exploradores alimentaron su pulsión por el viaje y la aventura. Tal vez fuera la férrea e implacable disciplina paterna lo que alentara esas escapadas imaginarias que fue postergando hasta la edad adulta, debido a la suerte que corrió su familia, propia de una novela de Dickens, y cuyo peso tuvo que cargarse a la espalda ya de adolescente.

* * *

La temporada que más tiempo pasó fuera de Rusia fue en la costa Azul. De esos días es también la historia del retrato que le hicieron seis años antes de morir, aunque el cuadro se empezó a pintar en su casa de Mélijovo, al sur de Moscú. «En él parece como si acabara de oler un rábano picante», le escribió desde Niza a una amiga acerca de su expresión en el lienzo de un metro por ochenta, en el que aparece sentado en una butaca Voltaire verde esmeralda, el rictus serio, incluso adusto. La mirada, entre esquiva e intensa, se escuda detrás de su célebre pince-nez, como si posara apático y dominado por la toská, esa emoción específicamente rusa en la que confluyen inquietudes anímicas como el miedo, la nostalgia, el tedio o la aversión. El proyecto del cuadro arrancó a principios de 1897, cuando el arquitecto Fiódor Shéjtel le comunicó a su amigo, por entonces ya en la cima literaria y reconocido en el extranjero, que el filántropo Pável Tretiakov quería incluirlo en su particular iconostasio de intelectuales, en el que pocos son los que sonríen: rostros severos, concentrados, sobrios, como si hubieran tenido el presentimiento de la revolución futura que nacionalizaría aquella y otras colecciones de arte privadas, así como el fatal destino de muchos de los de su clase social. El encargo recayó en el joven pintor odesita Ósip Braz, que residía en San Petersburgo.

La historia de aquel retrato estuvo marcada por los obstáculos que aparecieron desde el principio. En vísperas del viaje a la capital para posar ante Braz, los pulmones de Chéjov —aquejados de una tuberculosis no diagnosticada, aunque con síntomas intermitentes desde hacía años— manifestaron la enfermedad que los estaba devorando. Ocurrió mientras cenaba con Alekséi Suvorin, editor y amigo, en su restaurante favorito de Moscú. «Empezó a escupir sangre. Pidió hielo, trató de chupar algunos trozos, pero la sangre no dejaba de manar, esa sangre roja y amenazadora como una llama». Así describió la escena Irène Némirovsky en la biografía novelada sobre su autor ruso preferido que escribió en Issy-l’Évêque —el último lugar donde vivió antes de ser deportada y asesinada en Auschwitz— y que se publicó póstumamente. El médico que atendió a Chéjov no logró contener la hemorragia, aunque trató de reconfortarlo asegurándole que no era grave. Cuando este se marchó, Chéjov comentó: «Para tranquilizar a los pacientes cuando tienen tos, les decimos que se trata de algo estomacal…, pero no existe la tos derivada de un problema gástrico. Si hay hemorragia siempre tiene que ver con los pulmones».

Poco dado a preocupar a su entorno, accedió a los ruegos de su amigo y acudió a una clínica, donde estuvo ingresado más de dos semanas. En su cuaderno anotó: «Hemorragia. Tengo encharcados los dos pulmones, congestión en el lóbulo superior derecho. El 28 de marzo Lev Tolstói vino a verme. Hablamos de la inmortalidad». Durante la convalecencia se le prescribió guardar silencio, pero tras la visita del autor de Guerra y paz, si bien este llevó el peso de la conversación, Chéjov sufrió una recaída. Por mucho que quisiera quitarle hierro a su estado de salud, su ánimo empeoró cuando alguien aludió al deshielo del río Moscova. «Haga lo que haga será inútil. Me iré en primavera, con la crecida del río», recordó que le decían los campesinos a los que trataba de la plaga blanca.

Fue Ósip Braz, por tanto, quien tuvo que desplazarse a Mélijovo. El encargo progresó mal. Chéjov no estaba por la labor, se sentía débil y, además, no confiaba en el talento del pintor de veintitantos años. Trabajaba despacio con el pincel, se exasperaba e inquietaba al retratado. Después de diecisiete días, el cuadro seguía inacabado. Acordaron dejarlo para más adelante. Braz se había topado con un modelo que era, a su vez, un fino observador. Pintar un retrato, escribir una biografía y dar con el diagnóstico de una enfermedad son actividades que requieren esfuerzo de imaginación y de empatía. Los dos amores de Chéjov, la medicina y el arte, se espoleaban mutuamente. William Carlos Williams describió ese diálogo entre disciplinas en el relato autobiográfico «La práctica médica»:


El hecho de visitar a la gente, a cualquier hora y en cualquier circunstancia, de enfrentarse con lo más íntimo de su vida, al nacer y al morir, de presenciar el instante de su muerte, de verlos recuperarse de la enfermedad, siempre me ha absorbido. Me he abstraído en lo más recóndito de su mente: al menos durante un rato me convertía realmente en ellos. (…) Por eso, como escritor nunca he sentido que la medicina me fuera un estorbo, sino que más bien ha sido un alimento, un acicate que verdaderamente ha hecho posible que yo escribiera. ¿Acaso no era el ser humano lo que me interesaba? Allí estaba la cosa, justo delante de mí. Podía tocarla, olerla. Era yo mismo, desnudo, tal cual, sin aderezos.

Los médicos le recomendaron un cambio de vida radical: reposo, comidas copiosas, silencio. Se dio cuenta de que debía evitar otro invierno en Moscú. A principios de septiembre se dirigió en tren a París. Siete días después llegó a Biarritz, donde pasó dos semanas leyendo periódicos junto al paseo marítimo y disfrutando de la gastronomía. «Todos los rusos de Biarritz se quejan de que aquí hay muchos rusos», escribió. Hastiado del tiempo desapacible, abandonó el tempestuoso Atlántico para trasladarse a la plácida Niza, a la sazón una especie de pequeña Rusia mediterránea y capital europea de los tuberculosos. Aunque la vida en Francia no fuera excesivamente cara y estuviera rodeado de compatriotas, a Chéjov le resultaba difícil crear en el extranjero. Escribir en una mesa ajena era tan extraño para él como si tuviera que hacerlo colgado boca abajo de una pierna, le confesó a su hermana. Niza, a su modo de ver, era la ciudad perfecta para leer, no para escribir. Aun así, redactó cartas, más de doscientas, para matar el aburrimiento. Las historias que nacieron allí tratan de personajes atrapados en provincias remotas de Rusia. Llegó a la conclusión de que los rusos no eran capaces de trabajar si no hacía mal tiempo. Como a Tsvietáieva, tal vez esa belleza mediterránea le acababa pesando porque lo obligaba a estar en «un estado de admiración permanente».

Braz llegó con sus pinceles a Niza para acabar el retrato. Esta vez Chéjov solo posó para él, en un taller de la ciudad, diez mañanas, en traje negro. Coincidieron con las últimas semanas, un tanto apagadas, de la estancia del escritor en Francia. «Braz continúa pintando mi retrato. Lleva tiempo con ello, ¿no? La cabeza ya casi la ha terminado; dicen que el parecido conmigo es enorme, pero a mí el retrato no me parece interesante. Hay algo en él que no es mío y falta algo de mí». Pero en el fondo aquella falta no se la achacaba al pintor, pues, si se había vuelto pesimista y lúgubre, eso tenía que transmitirse de algún modo. Al menos nadie le negará un mérito al cuadro de Braz, y es que aclaró un dato que las fotografías en blanco y negro no habían resuelto: la creencia de que Chéjov tenía los ojos azules era infundada.

Ya en Crimea, Chéjov puso el punto final a La dama del perrito. Aunque la acción se desarrolla en Yalta, algo de Niza trasluce en aquella historia de amor adúltero, tal vez imaginada al ver a alguna de las paseantes en el paseo de los Ingleses, pues decía que escribía a partir de la memoria, cuando esta había hecho su trabajo de filtrado y se decantaba el argumento. Dos personajes también van en coche de punto a Oreanda:


Se sentaron en un banco, no lejos de la iglesia, y se quedaron mirando el mar en silencio. (…) Se oía el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba del sosiego, del sueño eterno que nos espera. Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era ahora y así seguirá siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y la muerte de cada ser humano reside, quizá, la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento ininterrumpido de la vida sobre la tierra. (…) Gúrov reflexionaba que, en realidad, si uno se para a pensarlo, todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana.

Cuando leo este pasaje, recuerdo su paseo nocturno con Bunin en Oreanda y que Chéjov le aconsejaba a su hermano que al escribir no incluyera paisajes que no hubiera visto, ni inventara sufrimientos que no hubiera experimentado, «ya que en el cuento la mentira resulta más molesta que en una conversación».

"La buena muerte" por Mar Gómez



En los últimos años la muerte penetra en nuestra vida con una frecuencia y un volumen insoportables. La muerte es el destino ineludible de cada nacido, y el momento de morir, quizá, el más importante de nuestra existencia.

Hace unas semanas, el escritor Luis Mateo Díez visitó mi clase. Una de mis alumnas le preguntó por la muerte. Él contestó que en sí no era un problema, que podía ser algo feliz, ¿acaso no lo demostró Tolstói en su genial novela La muerte de Ivan Illich? Lo complejo es cómo morir. Las muertes repentinas y violentas, fuera de tiempo, nos trastornan ferozmente, nos enfrentan a un azar terrible y engañoso. La filosofía ha reflexionado mucho sobre el tema: “El que aprende a morir, aprende a no servir”, decía Montaigne. Julia Kristeva hablaba del cadáver como un límite que lo invalida todo, que nos expulsa y no nos permite ser. Frente a la muerte, los seres humanos somos un poquito menos. Muchos otros nombres podrían sumarse a estas reflexiones, pero hablar públicamente de la muerte continúa siendo un tema espinoso. No siempre fue así.

Durante los siglos XVI y XVII, la muerte era tan real como la vida. Los poetas advertían sobre su llegada: “No labres sin fundamento / máquinas de vanidad, / pues la mayor majestad / en un sepulcro se encierra”, decía Calderón. Había que prepararse para morir y ayudar en este proceso era parte de las obligaciones de las amistades y la familia. En los manuales de muerte, o ars morendi, de la tradición católica se describen las tentaciones que se experimentaban en la agonía como las más terribles. El demonio atacaba fieramente y los devocionarios y consejos del alma trataban de enseñar el camino a Dios, mientras ofrecían el cuerpo a la tierra. Este doble entendimiento del ser humano no era una abstracción teórica, sino un principio organizador de las costumbres funerarias. En otras tradiciones, como en el budismo tántrico, encontramos el mal traducido Libro tibetano de los muertos, o Bardo thodol, que podemos interpretar como: Liberación mediante audición en el estado intermedio. Este texto del siglo VIII ayuda al alma a avanzar en el ciclo del samsara y buscar una buena reencarnación en la próxima vida. Al recitarlo, durante 49 días junto al moribundo y el cadáver, también se ayuda a los familiares del difunto a despedirse y pasar el duelo.

La sociedad secular necesita encontrar formas para encarar la muerte. Pensar en el fin no supone una actitud derrotista. Aunque nadie quiere morir, reflexionar sobre ello de vez en cuando, es quizá la forma más coherente que tenemos de afirmar la vida. Hasta Steve Jobs alabó la muerte como la mejor invención de la vida. Después de trabajar trece años con personas con padecimientos incurables, la enfermera Tenzin Kiyosaki recogió en un libro reciente los arrepentimientos más comunes de los moribundos. Estos eran: haber pospuesto los sueños, no haber expresado suficiente los sentimientos a los seres queridos y no haber perdonado. En la misma línea, otros trabajos anteriores mencionan también la pesadumbre por haber trabajado demasiado. Afirmación que vendría corroborada por el fenómeno de “la gran renuncia” en Estados Unidos que detonó la pandemia y que en nuestro país podría explicar porqué hay más de 100.000 demandas de empleo sin cubrir, a pesar de las cifras de paro. La sociedad es más inteligente de lo que asumen los poderosos. Si el trabajo es una herramienta para la vida, hay que desecharlo cuando sus condiciones no permiten el desarrollo digno de la misma.

La muerte se ha conceptualizado como un error de la naturaleza. Hay científicos que trabajan —subvencionados por individuos con nombres propios como Jeff Bezos con miles de millones de dólares— en la eliminación de la muerte. La consideran una enfermedad que tiene que ser tratada. La idea de inmortalidad nunca ha estado tan presente. Morir solo tiene sentido si se relaciona con la comunidad. La inmortalidad, sin embargo, es algo individual. Se relaciona con la preservación del propio ego.

En su lado más perverso la comunidad justificaría la guerra o el terrorismo y alentaría el sacrificio individual. Me pregunto si el ejercicio de pensar un poco más en la muerte propia y menos en la de los demás no podría acercarnos a la reflexión que reclama Hannah Arendt para no actuar por órdenes sin cuestionamiento, vengan estas del ejército o del mercado. Me pregunto si entender la importancia del momento de la muerte no podría ayudarnos a frenar, al menos en parte, la violencia.

La agonía es un instante de alta sensibilidad, incluso meditar sobre ello remueve los sentimientos. Al escribir estas líneas me recorren muchas emociones, como no me sucede con otros temas, pero es que son precisamente las emociones, nos recuerda la filósofa Ana Carrasco-Conde en su libro Decir el mal: La destrucción del nosotros, “lo que nos pone en contacto con los demás y con nosotros mismos”, y nos libera de la apatía, que es un poco, si me permiten, la peor muerte de todas: la muerte en vida.

XXI. Mosaico de extravagancias: "I. Personal fish trainer" de José Urbano Hortelano



XXI. Mosaico de extravagancias es el título de mi nueva colección de relatos. Un ovillejo narrativo en el que los protagonistas de sus veintiún cuentos saltan, se revuelcan y se cruzan hasta confundir unas historias con otras. Las tramas se ven salpicadas por anécdotas anteriores; los disparates, extravagancias y miserias de sus peripecias se enredan en un juego narrativo sin solución. El humor, la imposibilidad de conseguir sexo y santa Teresa de Jesús son los factores comunes. ¿Qué puede relacionar a un exorcista con un actor porno chino o a un arzobispo con un teniente alcalde corrupto o a un narco gaditano con un pescador de Gandía o a un personal fish trainer con una abuelita que obtiene el permiso de conducir a los 84 o a un policía nacional impotente con Raquel Welch o al rey emérito con un lobocoach? Es la bacanal del siglo XXI. Lee aquí el primer cuento completo: 

I. El Personal fish trainer
Soy personal fish trainer. Sí, boys, personal fish trainer. Con clientela de lujo y con más futuro que el coche eléctrico. Para estar allá arriba, en el Olimpo moderno, solo me falta pasar una pantalla: dejar esta shit. La última. Ninguna más. Acabo con esto. De esta tarde no pasa. Ayer me lo notó Mary, seguro. Me miraba raro, con esos eyes de panther que le diseñaron en el paritorio. ¡Qué hembra, Mary! Que si “el rodaballo tiene mucha grasa”, que si “las cocochas no le convienen a mi body”… Todo son melindres, aunque lo cierto es que está como un cheese. No es de la misma raza que la Mairena, seguro –la llamamos así por unos morros de bótox que espantan-. Relaxing, Mary, relaxing. Yo soy tu personal fish trainer. Experto en licuar bodys. Embajador del mar y del equilibrio mental en la Castellana. 
Vale, estamos de acuerdo. No se puede ir por ahí aireando vicios, y menos  delante de Mary, la más slut de mis clientas. Estoy in side. En lo más alto. Debo cuidar mi currículum. Nadie debe notar mis debilidades y menos que nadie, Mary. Prometo que es la última. Una más y me pongo a dieta full. A mí no me van a pillar en off side como a Luisfer, nuestro antiguo coach emocional. Bueno, tampoco es lo mismo. Tirarse a la Fani tiene mucho más delito. ¡Joder!, es retrasada y lo sabemos todos, Luisfer también. No tiene escrúpulos ni vergüenza. Es sorda, gangosa y tuerce la boca cuando habla. Cualquiera se daría cuenta, incluso Luisfer, y para más inri era su coach emocional. Esas tías no se tocan. El puto Luisfer es un desaprensivo. A quién se le ocurre, morreársela en la dorsalera, en mitad del gimnasio. Que apenas acertaba con los labios, que se le escapaba la lengua de la boca y le lamía la barbilla. ¡Vaya espectáculo! Y no se había bebido ni dos chupitos. Ni esa excusa tiene. Vale, bien, no es comparable a lo mío, pero no hay que flaquear. Debo disciplinarme. Soy de los espartanos. Y a mí esta mierda no me domina. ¡Que no! 
Pero es que el porno tira lo suyo. Me lo he propuesto tan en serio que ya me estoy arrepintiendo. Y dicen de la farlopa, del tabaco, de la play, del Instagram… ¡Una cock! Esto sí que es droga dura. A ver quién coño se resiste a abrir el computer, que está ahí, con la internet siempre abierta de piernas. Y yo, recién llegado de marcarme un training fish con Mary y sus amiguitas. “Que queremos perder unas libras”, me dicen, “que nos sobran cartucheras y piel de naranja”, me dicen. Yo les sigo el juego, aunque esas girls no necesitan más que un polvo sin colorantes. Están que se parten. Ni fish ni pollas, me debo a mi condición y a mi oficio: soy personal fish trainer. Un tío con pedigrí, todo un profesional que sabe cómo tratar a una clienta y a su daughter. No necesitan perder ni un gramo, es verdad, aunque eso a mí me la suda. Vivo de sus neuras y de su aburrimiento. Si ellas se encontraran bien, no me comería una thread. 
¡Joder!, pero es que llego a casa como un tiburón a la playa de Mundaka. Solo llevo en la cabeza el computer. El computer es la tabla que yo confundo con la foca. Me ducho. Intento apartarme de la tentación. ¡Coño!, no aguanto ni diez minutos. Ya estoy ahí, encima del portátil, con los pantalones por las corvas. Y tecleando la dirección de la página guarra. Si no lo tuviera tan a mano. Si la wifi fallara o si al vecino, de una vez, le diera por cambiar la password, saltaría por encima de mi mal pussing y me retiraría. Unas dumbbells para abrasar neuras, unas flexiones, un poco de running y a la pista. Pero ¡no, boys!, no cumplo. ¡No, boys! Si estamos por el fish y por Esparta, estamos por Esparta, y nos dejamos de hostias. Off side, otra vez. Si es que ni siquiera llevo calzoncillos: el windsurfista herido sigue nadando en la superficie, cerca del tiburón. El fucking pijama de raso me acaricia los muslos y me pone a cien. La sangre. Huelo el chorreo de la sangre y me abalanzo sobre la tabla. En fin, me la saco y mañana empiezo la abstinencia. Lo juro por Marwan. 
Que en este business tan de ahora no haya fair play entre competidores, pues bueno, bien, se lo espera uno. Pero que el amigo del alma, con quien uno ha compartido escúter, porro y cubata; el que me ha copiado hasta la posición de mear, me clave esta puñalada trapera… Ni en la pesadilla más negra lo hubiera imaginado. Nunca. Llego al gimnasio y lo suelta: “¡Vaya ojeras, nen! ¿Qué?, que no paras”, y el codito, venga con el codito, “no te la machaques tanto, Willy, que te la vas a destripar”. La madre que lo parió. Y con Mary a mi lado. Ella se ríe en sordina, con disimulo. Es muy larga mi Mary. Y seguro que se pone cachonda, y seguro también que no es buena idea que lo oiga. No voy a aguantar estas gracietas de un amateur, de un moron como Brando. Es la última. A mí tú no me jodes. Se cree que soy gilipollas, que no me doy cuenta de lo que intenta. ¡Fuck you! Lo conozco desde que jugábamos a los Pokèmon en la calle Hortaleza, y se me destapa ahora. ¡Falso, malnacido! No sabe lo que es el honor ni la hombría. Esto a un colega no se le hace. Se la guardo. Te lo juro que se la guardo. “Te vas a quedar, ciego, Willy”. Y vuelta, y sabe que Mary lo escucha todo. Lo sabe, claro que lo sabe, el muy dumbass. Lo dice para que ella me vea como un vicious man. Y no. Eso sí que no. Que yo te he metido en esto, boy, que no me vas a pisar. ¡Fuck you! No le contesto porque lo suelta como un chascarrillo. No debo entrar en su juego, Mary se pondría de su parte y pensaría de veras que soy un vicious man. ¡Que en la adolescencia compartimos novia, coño! Que hemos sido más que “uña y carne”, ¡mucho más!, “mancuerna y bíceps”. Así, como os lo digo. Con las veces que he sacado la cara por él, con lo que hemos trapicheado juntos: la nuclear, el matadero de pollos, el bar del Yoni, la funeraria…, y ahora, después de quince años de amistad y dos meses en mi holding, ahora se le sueltan las costuras. ¿A quién, con sangre limpia, se le ocurre ridiculizar al colega del alma delante de las girls que a uno le gustan? A un malnacido, ya os lo digo yo. A un malnacido. No sé cómo no me he dado cuenta antes. “Pelos en las palmas de las manos te van a crecer”. Y se descojona. Y otra vez el codito. Aquí, delante de Mary y sus amigas, las fanáticas del rape. Te van a dar mucho por el ass, tío. Te he calado. Después de quince años, que se dice pronto, te he calado. Así ha ligado siempre. Ahora caigo. Me deja como un alga seca delante de las tías. Como un perverted al que solo le van las citas con páginas porno. Y me aparta del mostrador como a un berberecho abierto. “Menudo bíceps estás criando en el brazo derecho, nen. Frena un poco, que te vas a sacar el tuétano”. No tiene fin. Dale y dale, todo el tiempo. Mary sonríe otra vez, a escondidas. Las demás disimulan menos. ¡Joder, qué cabrón! Va a por ella. Y me sale con que tiene ojos de besugo. “¿No te das cuenta, nen? Si nos mira como un besugo. ¿No ves cómo gira el cuello?, si no lo hace, no nos ve”. Y yo me lo trago, y la observo, y la veo volver la cara para mirar a izquierda y derecha. Todo lo que dice Brando me saca de quicio, lo digiero mal y me da vueltas en las tripas horas y horas. Hay que reconocerlo, tiene un don: embauca a todo dios. Por eso lo contraté como coach emocional en el puesto de Luisfer. ¿Pues no le hizo comer jurel a Sophy? Y se fue tan contenta. Con el sarpullido en las palmas de las manos. Me ganó la apuesta el muy cabrón. La convenció de que los picores y las ronchas eran “la salida natural de la toxina que albergamos en los ganglios y que solo así se expulsa para conseguir un correcto proceso de defecación”. Salió Sophy de la kitchen training despellejada de tanto rascarse y tan contenta, porque esa noche “cagaría como una tortuga de agua”. He metido en mi madriguera al fox. Pero hasta aquí hemos llegado. Ni Mary tiene ojos de besugo, por mucho que gire el cuello; ni yo soy un alevín que le aguante más a esta piraña. Y me jode, me jode mucho, pero a mí nadie me toma el pelo más de quince años. ¡Coño!, que nos contábamos los pelos recién estrenados de los underarms y siempre íbamos a una. ¿Cómo no me va a joder? Ya está bien. Hasta aquí. No le aguanto ni una más. 
 Todos nos la pelamos, está claro, y sabemos que no queda bien decirlo delante de las girls. Eso lo sabe cualquiera que haya alternado en dos parties y Brando no es un rookie de primer año. Hay que respetar el código deontológico de los varones que andamos en el mercado. No estamos colegiados como los médicos y los abogados, pero los tíos debemos respaldarnos; si no, qué nos queda. Le podría responder cualquier mierda cuando suelta esas shit; pero no me sale, coño, no me sale. Vamos a reconocerlo, soy un poco lento; bueno, de digestión tranquila. Sí. Cuando pasan unos días, a veces unas horas, se me ocurren jokes que revolcarían sus pullas y lo dejarían mal a él; pero nunca a tiempo. Nunca me salen cuando las necesito. Y que no hace falta, coño, que soy el jefe. Su boss fish trainer. Yo lo he metido en esto, me lo debe casi todo y ¿me lo paga así?…
He revolucionado el mundo de la nutrition naturist. Soy un pionero. Algo así como un Steve Jobs de la alimentación sana, de las dietas saludables y de las mentes equilibradas. Eso sí, yo sigo vivo, muy vivo, no como Steve; y con una tersura de piel envidiable. No, no somos vulgares pescaderos ni trainers de gimnasio. Eso que se os quite de la cabeza. Lo nuestro es mucho más cool. Cualquiera que nos conozca os podrá informar. Nada que ver con un tendero de mercado ni con un amateur de las mancuernas. Tenemos sección propia en el gym, eso sí, con personal fish trainer, coach emocional y social instructor indoor. De lo más in de Madrid. Después de la rutina de los aparatos, los test y los juegos de estrés yoga, llevamos a la pescadería a nuestras clientas y las acompañamos a casa para asesorarlas en el cooking fish. Les preparamos un buen meal planning y, con el paquete completo, un medical research. Sí, es cierto, la gente se aburre mucho, esto no es de ahora. La mayoría no necesita una dieta saludable, sino entretenimiento de calidad; emociones con label security. Que les va la marcha, vamos, siempre controlada. Mis workers y yo les damos lo que piden: ocupar las horas muertas, perfect bodys, chequeos semanales, depuración del aparato digestivo, drenaje renal y todo tipo de tips food que enviamos a nuestros clientes a través de whatsap, Twitter, Instagram, email o con voice messages personalizados. Esculpimos nalgas, vientres, caderas… A capricho del cliente. Extirpamos neuras y vendemos salud de primera. Estiramos la juventud y le ponemos una zancadilla a la muerte –sí, boys, una zancadilla a la muerte, ¿a que suena bien?-. No veas cómo ha crecido el negocio en poco tiempo: una mancha de petróleo, una carrera en la media de Paris Hilton en noche loca. En cinco años me río yo de Bill Gates y Amancio Ortega. 
Los callos que pasan por el gym son muchos, eso sí. A ver si os vais a creer que solo atraemos a los tocinitos de La Moraleja. No, tíos, no. Aquí también se sufre: abuelas que no se quieren morir, adolescentes grasientos, banqueros que asesinarían por volver a los veinte años, la Fani, la Mairena… Eso sí, en el pódium, Mary y algunas de sus amigas. El polvo de oro es su laca de uñas de diario. Sin nada que hacer en todo el día, con montones de traumas renales y neuronales y con ganas de alternar a cualquier hora. Ayer fui con Mary a la pescadería a comprar un fresquísimo rape de anzuelo. Tenía los ojos más brillantes que el coche de Miss Daisy. Sí, coño, el de la peli, el del chófer negro. Más brillantes que los de la diosa Atenea –Google no tiene precio-. Se lo cociné en su mansión de La Moraleja para ella y para su perrita. Laika se llama. Sí, como la astronauta, la que murió desintegrada en mitad del universo. Tiene mucha clase mi Mary. Mucha clase y muchos cuartos de baño. La perrita es más de albóndigas de buey. Ni probó el pescado. Ojos de besugo, dice ese cabrón malnacido. Mucha clase y un porrón de cuartos de baño, eso es lo que tiene Mary. A su marido lo ve poco y, aunque frecuentara la casa, sería difícil encontrarse. Tiene una house de estrella de cine, con chacha rumana diez horas al día. 
Nunca había compartido tanto tiempo con una tía sin tirármela. Tenedlo claro, no es una meapilas ni una calientapollas. Soy yo, que no termino de lanzarme. Con ella he vuelto al instituto: me sube el pavo, me atasco cuando hablamos de cualquier cosa que no sea el fish o el tránsito renal y me jode que la perrita se gane todos los arrumacos. Solo me faltaban Brando y sus pullas sobre la masturbación para estresarme todavía más. La próxima que me suelte se la devuelvo. 
Porque he jurado no hacerme ni una más. Lo que me propongo lo cumplo sí o sí: me saqué el B1 en el Cambridge Institute, me deshice de veinte quilos en medio año, he dejado de fumar, he fundado un negocio de escándalo y no me he quitado de la farlopa porque no me ha salido de las balls. Me pone a tope y no afecta a mi trabajo. ¿No voy a poder yo con esto del onanismo? Ya lo creo que sí. Por mucho que la mulata de Torrelodones me espere a todas horas abierta de piernas dentro del computer. Se acabó. Lo tengo muy claro. Aunque estuve a punto de llamarla la semana pasada, a la mulata digo. Se acabaron las bitch. Nada puede ser más duro que la “Dieta Feliz”: seis meses engullendo brócoli, remolachas, coliflores, canónigos, té y yogures desnatados. Sin catar la beef. Y vaya si lo hice. Como un marine americano. A mí a espartano me ganan pocos. Los anuncios de comida y los programas de cocina me exprimían la paciencia: se me caía la baba, me temblaba el píloro y me sudaban las uñas. Veía los steaks chorreando sangre, las costillas con miel torrándose en la brasa, los pollos ensartados en los espetos, las burger cheese en la plancha, y me entraban ganas de asesinar a todos los matarifes y cocineros de Madrid y alrededores. El gimnasio era mi penitencia. Allí le rezaba a las dumbbells, le pedía de rodillas al caballo de abdominales, entraba en éxtasis en el spinning y caía muerto en el zumba. Al cuerpo hay que darle oleaje, ya lo decían santa Teresa y Arnold Schwarzenneger –lo he escrito bien por san Google, si no de qué-. No caí en la tentación ni una sola vez en seis meses, que se dice pronto. Y para culminar, el ayuno con sirope de arce. Una semana para los bosses, para los más fuertes. El cuerpo me olía como si me estuviera corrompiendo en vida y de mi aliento salía más pescado podrido que de los pubs de London. Como una anchoa me quedé. Y luego a trabajarme en el gym. Me he hecho a mí mismo un cuerpo de revista. Y si hay que hacerse un cuerpo a gusto de Mary, pues se lo vuelve a trabajar uno. ¿No me tatué el “Vivo sin vivir en mí” en la paletilla? Pues eso, lo que haga falta. Aunque hay poco que mejorar.
Claro que voy a poder con la mulata. Tampoco me quitaba de la cabeza los nuggets, ni las burger, ni las pizzas, ni los noodles durante la “Dieta Feliz” y ni los olí en seis meses. ¿Será por disciplina? La que haga falta. A mí no me jode más esa piraña traidora de Brando. Si continúo pajeándome, no voy a estar a full para plantarle cara. Por mucho que me prepare, si no acabo con esta mierda, no voy a soltarle nada gracioso que lo calle. Lo sé. Me conozco. Hay que aguantar, contenerse. Tampoco es tan grave. Así, cuando me tire a Mary, le voy a quitar la piel de naranja de un pollazo. Le voy a tensar el pellejo como si soplara por el pitorro de una bota de vino. Me relamo solo de pensarlo. Todo serán emoticonos sonrientes: refuerzo las neuronas, tumbo a Brando, me doy seguridad y me ligo a Mary. Después, la cirugía natural. ¡Fuera la piel de naranja! Del primer soplido. ¡Menudo subidón! Aunque solo de pensar que voy a estar más de dos meses sin tocármela, se me eriza el vello de la tableta. Y eso que me depilo con láser. Ese es el tiempo que me doy para conquistar a Mary, dos meses. En cuanto me saque a la mulata del capullo y me deshaga de Brando, no va a haber baby que se me resista. Yo soy tío de una sola. Y si me he empeñado en Mary es por algo. ¡Joder!, su marido no asoma la jeta por casa, tiene cama de agua, sauna, siete cuartos de baño y sala de fitness. No sé para qué coño viene al gym. Y que me pone meloso, no vamos a engañarnos ahora. Meloso y empalmado. Apolo y Dionisos –los charcos del instituto y de la academia a distancia los seca la Wikipedia- me tienen pillado con esta tía. Me la voy a tirar en todos los aparatos. Hasta en la elíptica. Sí, soy más de Dionisos. 
Que lo dejo y ya está. Ha sido la última. Hasta nunca, Venus. Ese es el nombre artístico de mi mulata en la red: Venus. No sé nada más de ella. Se llama Venus y vive en Torrelodones. Ni siquiera en mis días off tuve la tentación de verla en persona. Eso fue antes de la “Dieta Feliz”. No sé cuánto pesaba yo, ni quiero acordarme. He eliminado todas las fotos de esa etapa –tampoco me hice muchas-. Lo mío con Venus era un amor platónico, ya os lo digo yo. Me enamoré de ella el primer día que la vi: se lo hacía con un muchacho asiático que no sabía aguantarse la corrida. El vídeo porno más cachondo y más true que se puede ver en la red. Ella se queda a dos velas siempre que lo intenta con ese tío. Justo antes de metérsela, se corre y se le baja. Y Venus tuerce el morro. Actúa como una verdadera profesional –no del sexo, sino del culebrón- o a lo mejor es que se cabrea de veras con ese oriental que dispara antes de desenfundar. Era lo único que animaba mis tardes de depresión obesa. Tienen una sección propia en la web: “Los nueve polvos orientales de Venus”. Han probado ya por toda la casa: en el little cuarto de la plancha, en el banco de la little cocina, sobre la mesa camilla del no muy amplio living room, en la little ducha de plato, encima de la cómoda del little pasillo, hasta en la little cama del bedroom. El chino nunca ha sido capaz de follársela. Venus es la primera actriz virgen de porno casero que conozco. Además, os puedo describir las habitaciones como si me hubiera invitado a tomar Jägermeister en su casa. El piso es un poco cutre, de alquiler barato, cierto; pero, también hay que decirlo, muy limpio y ordenado. Nada que ver con el chalé de Mary –al tamaño me refiero-. En el de Venus hay un solo cuarto de baño con plato de ducha y el sitio justo para cepillarse los dientes delante del espejo de los chinos. La sala de fitness de Mary tiene los mismos metros cuadrados que la casa de Venus. Y la mulata no se lamenta de ningún problema neuronal por vivir en un sitio así. Bueno, no sé, eso es lo que imagino: que no se agobia con neuras ni problemas renales como mis clientas del gym. Cuando me enamoré de Venus, todavía no conocía a Mary, ni la habría conocido nunca si no hubiera sido por la “Dieta Feliz”, por el sirope de arce y por mi puesta en on. Os lo repito: soy hombre de una sola mujer. Por eso voy a acabar con esto del onanismo. Solo me las hago en honor a Venus y por eso precisamente tengo que dejarlo. Es una etapa caducada de mi vida que voy a sellar. Hay que ir cerrando escotillas. Solo me falta borrar a Venus, porque de mis grasas y de mis depres ya no queda ni la espuma. 
No os he dicho toda la verdad. Y he prometido ser sincero. Oí una vez la voz de la mulata a través del móvil. La oí, pero no me atreví a contestar. Sí, llegué a llamarla. Casi os he mentido. Bueno, también me he mentido a mí mismo. Y ya está. Rectifico. Soy un tío nuevo. No voy a esconder nada. Ni Brando va a poder conmigo, ese coach emocional malnacido. Lo hice en mi momento más off. Estaba en lo más bajo: con las ratas de las alcantarillas, con los mineros de Chile, con la bola de fuego del centro de la Tierra. ¿Eso dicen, no?, ¿que en el centro de la Tierra hay una bola de fuego? Se me olvidaba: con el can Cerbero, el perro que guarda el Hades –sin Google no sería lo mismo-. Bueno, pues Venus me habló. Con el mismo acento que la operadora de Vodafone. Me dijo poca cosa. Suficiente. Como a las empleadas de esta compañía telefónica, también se le notaba el cabreo a través de la línea.
-¿Aló? Al habla la señorita Venus. Si desea que nos veamos, pulse uno. Si desea que le cuente una historia bien cochina, pulse dos. Si desea que platiquemos no más, pulse tres.
Sonó una música de sanatorio. Yo sabía que la voz y el cuerpo de ella estaban en la little sala donde tiene el teléfono, junto a la mesa camilla. Que no era una grabación, vamos. Se le notaba el mismo bajón que cuando el chino se corre antes de tiempo. Estuve a punto de pulsar el número uno, esperé callado y colgué. No me atreví a permanecer más tiempo al aparato. Oía su resuello tan apagado como excitado estaba el mío. A punto estuve de repetir la llamada. No lo hice. Me contenté con pelármela en su honor viendo la escena que más me gusta. Venus, en el little plato de ducha. De medio lado. La cámara sobre el lavabo. Siempre en plano fijo. En esa house no hay más gente, y ni al chino ni a ella les da tiempo a mover la cámara. No hay necesidad. Venus se desnuda con torpeza. Cada grabación más rápido, tengo que decir -ha ido perdiendo el entusiasmo con el paso del tiempo-. En el último vídeo no tarda ni un minuto en quitarse el tanga –siempre la última prenda-. La del plato de ducha es su ópera prima, lo sé y se nota. Nadie se desnuda en un sitio así, es incómodo y hay mucho vaho. Por eso me sorprendió. A Venus se la ve más entregada que en las otras grabaciones. Con menos experiencia, eso sí, pero más entregada, con mayor ilusión. Se arranca poco a poco un vestido blanco de látex que apenas le cubre las ingles. Se lamenta cuando se le rompe un tirante. La cámara no recoge el cuerpo completo de Venus. Está colocada demasiado cerca y no hay zoom. Por eso me gusta esa filmación, porque parece un robado. Porque uno se hace la ilusión de que está allí, espiando detrás del lavabo. Solo se ve la cara entera de la mulata cuando se agacha a quitarse las bragas –en el primer vídeo no usaba tanga-. Su labios de salmonete, su dentadura de tiburona, sus branquias de canon girl…, una Marilyn de bronce, resucitada. El chino aparece de repente, con una bolsa en la que lleva arroz tres delicias y pollo con almendras. Lo dice todo a media lengua: “Su comida, señolita. ¡Oooooh!”. Deja con precipitación la carga en el suelo. Se quita los pantalones, se baja los calzoncillos y entra en la ducha con los calcetines subidos hasta las rodillas. Está empalmado desde el principio. Golpea con el glande el objetivo y lo empaña. La mulata se contonea. Hay banda sonora: primero reguetón y, cuando el ambiente se calienta, una melodía de Richard Clayderman. Con las primeras notas del piano, el chino se corre encima del arroz tres delicias o del pollo con almendras, tampoco se distingue bien. Venus se agacha y se echa las manos a la cabeza. Acerca sus eyes de panther a la cámara, con pinta de estar bien jodida –es un decir-, y termina la película. Venus no se depila hasta la tercera filmación. En la primera, el monte que le da nombre deslumbra lleno de espuma. Se lo enjuaga antes de que llegue el chino y ella se estremece de gusto cuando los dedos se pierden en la efervescencia de la espesura, a pesar del contratiempo del tirante. No me sienta bien hablar de todo esto. Lo estoy contando y me estoy encendiendo como las luces de la Gran Vía el primer día de Navidad. Así que vamos a dejarlo. 
Habré visto el capítulo piloto, el del plato de ducha, más de cien veces. Los otros, unas cuantas también. Venus, como yo, es mujer de un solo hombre y casi de ninguno. No sé qué tiene esa mulata. Bueno sí, es un crush, un amor platónico, ya os lo he dicho. Desde que la descubrí, pocas veces he entrado a otra página porno. Siempre la busco a ella. Cuando la llamé por teléfono, no sé qué habría pasado si me hubiera atrevido a marcar la opción uno. No lo sé. Ella ha cambiado poco; sin embargo, yo no soy el mismo. Quien me conoció entonces y me ve ahora, alucina. Si me presentara a uno de esos anuncios que comparan el antes y el después, seguro que me contratarían, pero no queda ni una sola imagen de mi pasado de gordo inútil. Lo único bueno que saqué de esa época es que leí mucho. Tengo mi culturilla. No soy solo músculo, qué va. Me he cultivado como los buenos espartanos: mens and corpore. En tres años, my mind engulló cerca de diez libros. Y todos de cultureta, nada de mierdas de autoayuda. El mejor, Mejide, qué tío, qué intelectual, qué wise man. Cualquier día de estos me leo su última genialidad. Ahora no tengo tiempo, pero Risto está conmigo, siempre presente. De todas formas, con internet tampoco hace falta mucho más. En la red conocí el genio literario de Risto y el de otros que algún día leeré a full: Coelho, Máximo Huerta, Benedetti, Marwan, Shakespeare… Es lo que yo digo: si la ventresca de sus obras está en las web, ¿para qué leerse el libro entero? Internet es como el alumno empollón que teníamos en 4º de ESO, el que nos hacía los resúmenes de las lecturas obligatorias. Suficiente para aprobar. Menudo invento internet. Un filón. 
Brando, por supuesto, sí que me trató en mi etapa weak. De aquella época, no tengo nada que reprocharle. Yo creo que ahora se lo come la envidia. Estoy más cachas que él. Un gorderas que parecía sacado de una prueba de aguante en el McDonald´s se ha convertido en un serio competidor, en un espartano que no se rinde ante nadie. No tengo su labia, pero tiempo al tiempo, porque a emprendedor no me gana ni Luis Bárcenas. Yo he contratado a ese moron, no al contrario. Desde que despedimos a Luisfer, está trabajando en el negocio que yo he fundado, en mi empresa. El puesto le va al pelo: coach emocional. Al pelo. Con esa labia de vendedor murciano con la que te convence hasta de comer ortigas o fugu preparado por un cocinero primerizo –y el nombre de este pez japonés no lo he sacado de la Wikipedia, tengo mi formación de nutricionista-. Soy bueno para los fichajes, una especie de Monchi –sí, coño, el director deportivo del Sevilla, ese con cara de jurel- del mundo emprendedor. Se va a cagar el desagradecido de Brando. No lo voy a echar, sería demasiado fácil y perjudicaría a la empresa. Atrae clientas como una sardina podrida a los cangrejos de río. Lo venceré en el campo de batalla y lo humillaré arrastrándolo por la grava sintética del jardín de Mary, como lo haría un espartano: con la audacia y el valor de un guerrero. Los tengo bien puestos, ya os lo he dicho. Soy un producto que se ha hecho a sí mismo a base de tozudez y disciplina, como diría el brutal Risto. Un espartano como un trasatlántico. El Juan Sebastián Elcano de los gyms innovadores.
Esta mañana he salido de casa hecho un tiburón. Una hora y media de running y para el gym. Me esperan allí Mary y sus chicas, las fanáticas del rape. Aprovecharé para marcarnos unas dumbbells, así voy haciendo camino: que admire mis bíceps, que disfrute con mi tableta, que se relama con mi bronceado de caña de azúcar –lo último del mercado-. Que vea Mary lo que puede llevarse a la cama de agua: un auténtico atún rojo de primera calidad. Luego nos toca fish market y un cooking fish: lomo de rape al vapor con guarnición rica en fibra y cien gramos de hidratos de carbono. Nada de salsas, por supuesto. Zumo de pomelo y ciruelas para culminar. En casa de Mary, por si hay problemas de vientres sueltos. Brando es ahora el coach emocional de Sushy. Lo tiene en mucha estima desde que va al servicio con regularidad. Lo espero. Estoy como una morena al acecho del despistado pez payaso. No me he pajeado ni una vez en tres días. Lo mío me ha costado, porque no me saco a Venus de la cabeza. Como me pasaba en el instituto con esa girl de la primera fila a la que no me atreví ni a pedirle el típex. Que va a ser esto peor que la “Dieta Feliz” y el sirope de arce. Lo veo venir. ¡Hay que echarle huevos! Soy un espartano. Cuanto antes caiga Mary, antes salgo de este bunker. Seguro. Con el running y el fitness conseguía olvidarme de las burger con cheese, pero, por mucho que me desfondo, no me quito a Venus de my mind. Cuanto más fartlek hago, más mulatas me rondan por la cabeza, más coños peludos y efervescentes me distraen. Da igual que me ponga la música de Rocky o los audios de inglés o los pod cast de Melendi. Ahí la llevo, enganchada a las neuronas, pegada a su chino. No me la saco de la memoria ram. En cuanto vea desnuda a Mary, se me pasa este bad roll, seguro. Sí, es cierto que ella y sus amigas van todas recauchutadas. Que los pechos de Venus, naturales, jugosos, desiguales, de chupón sonrosado y respingones, no son como los de Mary. Eso es evidente. Pero con tanta pasta, seguro que mi clienta preferida ha conseguido unos air bags apetitosos –se le adivinan-. Un poco más rígidos, pero nutritivos, seguro. Después de la cooking fish en su palacete, tengo que echarle huevos e insinuarme de una vez. Tiene un luxury yacht en el puerto de Gandía. Nos ha prometido que cualquier fin de semana nos invita a los vips del gym. Qué mejor momento que ese para tensar su piel de naranja. Ninguno, ya os lo digo yo. Hay que preparar el terreno. De hoy no pasa. La jornada va a ser larga y voy a tener tiempo de mostrarle mi castidad espartana, mi voluntad de fuego, mi preparación a full para la batalla. A ella y al dumbass de Brando.
Otra vez en blanco. “Venga, Willy, que de esas ojeras podemos sacar un buen forro para el tambor. No paras, nen. Con lo que cuidas el resto del cuerpo y lo que maltratas a tu pequeño amigo”. Esto nada más llegar a casa de Mary. Y yo, otra vez sin palabras. Otra vez en off. Y es que, aunque no me la toque, sigo llevando a Venus aquí injertada, entre el parietal y el occipital. Sushy, Mary y Piluca ríen la pulla. Aparentan no darle importancia, pero yo sé que sí. Este cabrón me está hundiendo. No respeta al boss. No respeta al amigo. No respeta ni al san Pancracio con mancuernas que nos protege en el gym. Mientras preparo el rape y explico la receta, se me ocurre una buena réplica, pero es tarde. No tiene sentido que le responda después de media hora. Ellas están con el vino azul y nosotros, cortando la cabeza de un rape que también se ríe de mí. Sushy está por Brando. Desde que caga como una tortuga de agua, la tiene sin habla. Es muy bueno en lo suyo, el malnacido. Por eso lo contraté. ¡Joder!, pero es que Mary también le ríe las gracias, se le desmayan los párpados –y no de besugo precisamente- y le resbala el tanga. Me quiere endilgar a Piluca, el dumbass. La hija del capitán del ejército de tierra, jefe de los zapadores y héroe en Afganistán. Lo mato. ¡Qué cabrón! Pilu se araña la barbilla con los dientes de arriba y su padre la acompaña al gym para que no hagamos guarradas con ella. Ya nos lo ha avisado más de una vez: “A mí estas mierdas modernas no me la dan. Aquí vais a lo que vais, a reventar a mi niña, que está muy tierna para vosotros, alimañas de río. Que no sabéis cómo se las gasta un zapador del desierto. Que os meto un pepino por el ojete a las primeras de cambio”. Nos amenaza siempre que se pasa por allí. ¡Qué plasta! Que su niña está tierna, dice, y ya no cumple los treinta y siete, seguro. El tío nos viene siempre con el uniforme de gala y la pechera llena de medallas. Y se queda aquí hasta que su hija termina los ejercicios. Babea viendo subir y bajar los leggings de las chicas en los aparatos del gimnasio. Está jubilado y se le fundió el disco duro hace tiempo. Eso dice su tierna niña. Las brasas del desierto y esos moros locos lo dejaron tocado. Ahora, es posible que el zapador tenga razón: Pilu no ha catado varón desde hace siglos. Se le nota en el blanco de los ojos, como la frescura a las merluzas. No le brillan. Los tiene apagados y con venillas rojas, como las pescadillas que pasan más de dos semanas entre el hielo del mostrador. Pilu para ti, Brando. A mí no me jodes tú. Que soy tío de una sola y ya la tengo escogida. Que me he librado con mucho sacrificio del pajeo y en cualquier momento te reviento tus chistes. Te voy a tumbar, boy, ¿lo tienes? 
Mary nos invita el fin de semana a su luxury yacht de Gandía. Iremos todos en un coche. Somos cinco: Pilu, Mary, Sushy, Brando y yo. Si no lo tuviera entre ojo, le habría dicho a Brando la verdad: que estoy por Mary, que me pirro por ella, que se eche a un lado como haría un amigo fetén. Pero no le voy a descubrir mis cartas a este malnacido. Debo preparar la estrategia. “¿Qué, nen, nos las repartimos?”, me suelta, en cuanto abandonamos la casa de Mary. “Tocamos a más de una por cabeza.” No quiero darle pistas. Si le digo que voy por Mary, me la quita el muy cabrón, se lo pongo fácil. Ella babea con Brando como con su perrita Laika cuando hace una gracia. Le faltaba esto -y esto es la yema de mi dedo meñique- para que Mary se le desnudara allí mismo. No lo hice bien en su casa, no. El malnacido ha ganado la baza, pero no la mano. Esto diría Risto. Me preparo para el encuentro final. Partido a partido hasta ganar a la girl, como Simeone. Como los feroces espartanos. No puedo fallarle a mis ídolos: Risto, Simeone, Marwan, Clint, santa Teresa, Melendi, Schwarzenegger –cada vez que lo escribo tengo que consultar Google-. Ellos me dan la fuerza, como los dioses griegos. Para mí son eso, dioses. Mis ídolos estarán conmigo en Gandía y yo les voy a ofrendar el cuerpo de Mary, sus tetas recauchutadas, sus eyes de panther –no de besugo- y sus extensiones de platino, para que me protejan sobre la cubierta del luxury yacht y así tensarle la piel de naranja de un pollazo. Y eso que el mar no me da muy buen rollo, pero un espartano se crece en los escenarios más difíciles. ¿No lo hace Clint Eastwood en el salvaje Oeste o santa Teresa en las celdas húmedas del convento o Simeone en el Nou Camp o el propio Risto en los agresivos platós de televisión o Melendi en los aviones? Pues eso. Y me diréis, ¿y qué pinta aquí santa Teresa? Es devoción lo que yo tengo por esta monja, desde el instituto. Mi profesora de Lengua tiene la culpa. Solo tenéis que asomaros a mi paletilla: acariciarme el “vivo sin vivir en mí” me pone a cien. 
“Que no, boy, no me gusta eso de repartirnos a las tías.” “No me jodas, ¿ahora vas de feminazi por la vida? No le des tanto a la matraca que te está pudriendo las neuronas, nen.” Y otra vez en blanco, y eso que ahora no nos oye ninguna de ellas. Me lo tengo que hacer mirar. De aquí al week end me preparo unas réplicas. Siempre está con lo mismo, tampoco será tan difícil pillarlo, digo yo. “Nos vemos el sábado.” 
¡Qué pasada de buga tiene Mary! Un Jaguar deportivo de los que no se ven por la autovía. Solo por “La Moraleja”. ¡Qué chulada! Si nos vieran los colegas de la nuclear o los del matadero de pollos o los de la funeraria…, a mí y a Brando, digo. Con dos tías cañón y una que tampoco está del todo mal, si no fuera por esa dentadura de ardilla y por su sonado padre... Si nos vieran, les reventaría la bilis. He estrenado las gafas de sol de Risto y la camiseta elástica Nike. La que se pega al torso como el plástico de un envase al vacío. La que realza mis bíceps, mi moreno de caña de azúcar y deja a la vista mi tatuaje de la suerte. Y ni un mal pelo en todo el cuerpo. No, boys, en los huevos tampoco. Cuesta, pero es posible. Maña y espuma depiladora. Escuece lo suyo, pero todo sea por Esparta y por Mary. A Brando lo he visto un poco pasado de moda, un poco vintage. Se nota que para él han corrido peor los años, pero el cabrón no para de soltar por su boca. ¡Qué habilidad tiene el tío! 
La batalla va a ser de fuego, boys. Será un partido duro y lo voy a ganar yo. Porque lo primero es la fe en uno mismo, el autoconvencimiento de que con esfuerzo y voluntad emprendedora se puede conseguir lo que uno se proponga, por mucho que me rasque la tapicería en los bajos. Sigo a Risto a full. Me veo cañón, top. No me falta ni un detalle. El pelo, al uno en los parietales, con raya recortada a la izquierda y bien engominado. Modelo alemán, años treinta. Además, he buscado en Google algunas frases de Risto con las que plancharle los morros a Brando cuando se ponga pesado con mi vicio. Bueno, con el de todos, boys. Le va a rebotar la labia en la jeta, en la pura jeta. 
La excursión ha empezado torcida en el coche. Mary ha colocado a Brando de copiloto, junto a ella. Y yo entre Pilu y Sushy. Sushy, jodida, como yo, por no tener a su lado al que tanto riego le ha dado a sus esfínteres. Y Pilu, con la falda por las ingles, como Venus, pero sin su poderío de muslos –si la viera su padre-. Y siempre royéndose el labio inferior, que lo tiene en carne viva. El mierda de Brando ha traído una play list en su pen drive. Ahora me entero de que le gusta ese tipo de música: Katy Perry, Beyoncé, Lady Gaga… Vamos, que se ha empapado de los gustos de Mary y se la está camelando. ¿Por qué no se me ha ocurrido a mí? Siempre tarde las ideas, coño, siempre chupando rueda. Mary canta y mira a Brando como a su perrita Laika. Otra vez. Y yo creo que le ha llegado a pasar la mano por el muslo desnudo. Y tanto, ¡otra vez!, ¡ahí está! Su manicura de polvo de oro malgastándose en las piernas sin depilar del malnacido. Ella está que no caga con las mierdas de Brando. Hasta Pilu lo ha visto y me pone su manicura de cien euros sobre mis cuádriceps de exposición. “No te preocupes, nen, en el barco pones tú la música. Pero cuidado con las manos de este, chicas, que las tiene muy largas y despellejadas de tanto sobe”. Solo le faltaba la coletilla catalana. Desde que la oyó en la lonja de Barcelona, no para de usarla. Le parece de lo más cool. Y a Mary por lo visto también. No hay una gracia que no le rían a este tío. Hasta Pilu ha quitado la mano de mi pierna. Hasta la hija del capitán sonado. Si no fuera por mi voluntad férrea, por mi espíritu de ganador, por mi fe incuestionable, porque debo creer en mí, podría haberme hundido en el Jaguar. Se han puesto de acuerdo, como cuando tienen la regla. No me respeta ni Pilu. Ella y Sushy se pegan a los reposacabezas delanteros y cantan, con Mary y Brando, “El Perdedor” de Enrique Iglesias. Ni adrede. Pero aquí empieza mi remontada. He tocado fondo. Me sumo a la canción y abrazo a las dos por los hombros y nos marcamos una bachata, restregándonos las caderas en cuclillas. Mary me sonríe por primera vez en el viaje. Sushy no pone mucho entusiasmo; pero Pilu, del subidón, me enseña hasta las encías. Aquí empieza la remontada, boys. Preparaos para el espectáculo. 
El día está pocho. Es una lástima. En Gandía no hay sol y las nubes tienen un color lomo de merluza que no presagia nada bueno. ¡Qué poco vengo a la costa, boys! Tengo que viajar más, ahora que me lo permite el negocio. Os queréis creer que no había estado nunca en Gandía hasta hoy. Un fish trainer que apenas conoce su hábitat natural -más mérito para mi habilidad de emprendedor-. Que he visto el mar de milagro, porque fuimos a Barcelona en viaje fin de curso. En 4º de ESO. Como os lo cuento. 
En el puerto se ve la mar picada, pero no hay problema, el capitán del barco de Mary es un tío con galones. A mí me impresionan esas olas. ¡Joder!, no soy de la marina, coño, y la mili la quitaron antes de que yo cumpliera 19. Una prueba más para demostrar mi preparación, mi psicologist force, mi espíritu Risto. Es buena señal: cuantos más hándicaps, más gusto le sacaré a la victoria. Más me lucirá el pollazo que Mary está esperando. ¡Joder, cómo viene! Un short rosa bien pegado al culete y un top amarillo que deja al aire la mitad del trabajo del cirujano. Solo he subido una vez en barco, en el ferry de Mallorca. No fue una travesía agradable, no, boys. Nuestras tripas se empeñaron en tomar el aire. Inundamos de vomitonas los servicios en los que nos habíamos fumado el primer porro del viaje. También me mareaba de pequeño en el coche cuando pesaba el doble que ahora. Los tiempos han cambiado mucho y yo he cambiado más que los tiempos. 
¡Fuera neuras y obsesiones! Aquí estoy, en el muelle de Gandía, con un cuerpo que me lo alquilaría Brad Pit. El yate es de teleserie americana, de CSI Miami. Sí, boys, de esos que surcan el golfo de Florida a reventar de girls y farlopa. Así es, no os exagero ni un poco. Solo falta el sol y sobra el viento. “Venga, nen. Tenemos que organizarnos. O hacemos una orgía, lo que prefieras”. Otra vez Brando con sus mierdas. Ahora irá de buenas, el malnacido. Como si nunca me hubiera humillado delante de ellas. Como si fuéramos todavía mancuerna y bíceps. Fuckyou. “A mí lo de las orgías no me va. Ya saldrá el sol por donde quiera”. “¿El sol, nen, qué sol? No  me jodas, que te quedas a dos velas. Te lo digo. Que no veo claro tu panorama.” “Hace tiempo que me defiendo solo, Brando, no me hacen falta ya los perros guía.” “Tú verás, nen.”
La travesía pinta bien. Me toco la paletilla. “Vivo sin vivir en mí”. El malnacido no me va a hundir por mucho que diga. Ya le he puesto el pie, solo falta que tropiece y se reviente las narices. Ni una me creo, ni una. De orgía, nada, boy. Yo soy tío de una sola y la tengo ahí, delante de mí. Con el tanga dorado asomando por encima del short. Es mía, Brando. No juegues. Ya me has jodido bastante. “Cuidado con la mar, nen. No te la toques mucho en el barco que la marina es muy casta”. Bien alto, para que ellas lo oigan. Mi respuesta, boy, mi respuesta, la de Risto: “Tiempos de amor pasteurizado, besos que ni rozan las mejillas y afectos de todo a cien”. Las tías se descojonan y me miran como si me patinara el disco duro. A lo mejor no venía muy a cuento, es verdad. Y Brando se sonríe como una merluza de pincho. Como si fuera yo el que tiene ojos de besugo. Me está jodiendo ya de más. Se está pasando un huevo. Por cierto, el escozor no se calma así como así. Los llevo en carne viva -tengo que darle una vuelta al método depilatorio-. Pero el plan va a funcionar. Mary se pone un cardigan de lana virgen. Está nublado y sopla un viento molesto. Pilu se me agarra fuerte. Busca que la arrope. Y la “erre” le chirría y le rompe el carmín del labio. Sushy y Mary se cuelgan cada una de un brazo de Brando. No, boy, ese no es el reparto. Ya te lo digo yo. Así no. El yate es también de estrella de cine: madera de ébano en la cubierta, remates dorados y la farlopa sobre cristalitos Swarovsky. Me meto un tiro para olvidarme del escozor de huevos. Al principio me funciona. Me pongo gracioso con la coca, pero el barco se mueve como el culete de Mary cuando trabaja la elíptica, como las tetas de Venus cuando se acercan a la cámara. Esto no va bien. Las tripas se rebelan. Brando sigue a lo suyo. Yo bastante tengo con aguantar de pie y ellas ríen sin parar. Pilu se ha despegado de mi brazo. Ya ni ella busca el refugio de mi depilación láser. Se meten bajo cubierto. No aguanto ni dos minutos ahí adentro. 
“¿Qué pasa, nen? Estás blanco como vientre de rape. ¿Te mareas? ¿Te sientan mal los tiros?”. No puedo responder. Finge, el malnacido. Finge. Se cree que no me doy cuenta. Solo quiere quedar bien delante de ellas. Se pavonea como el capitán del barco atendiendo al pánfilo grumete que surca el mar por primera vez. No, boy. Tú a mí no me la cuelas. Que sé de qué vas. “No, boy. Salgo un momento a cubierta. A mí me gusta el olor a fish. Hay que aprovechar el mar, la mar. ¿Me acompañas, Mary?”. “Espera, Willy. Prueba este Aperol que me traen de Italia”. No puedo rechazar lo que me ofrece mi girl. Me alarga la copa. Brilla el polvo de oro en sus uñas y a mí me vuelan las pupilas. Lo último que me apetece es beberme el brebaje italiano, pero veo la mirada de falsa preocupación de Brando, del malnacido, y me lo cuelo de un trago. Tengo que salir de allí o les vomito encima. Corro a la cubierta. Brando me sigue. Le digo que se vaya a la mierda, que me deje en paz. Echo por la borda hasta el primer muesli de la mañana. Se me sale el píloro por la boca. Nunca me he encontrado tan mal. Ni durante el ayuno del sirope de arce. Ni cuando de pequeño me mareaba en el coche. Nunca. Las gafas de Risto se las llevan las olas. Y veo a Brando a mi lado. No puedo con él. “Déjame, coño, vete con las girls. No necesito niñera. Esto es un momento”. Se va. Por fin solo. No mejoro. Otra vez las tripas en los dientes. Tiemblo, me hielo. ¡Me cago en la marina, en el Aperol y en todas las olas del océano! Recuerdo otra frase de Risto. Me doy ánimos con ella: “A reír solo se aprende habiendo llorado mucho”. Y vuelvo a vomitar. Ya no puede quedarme nada en el estómago. La última bocanada, seguro. El mar en la Castellana, y ya. Me encuentro fatal. “Vivo sin vivir en mí”. La sal y el amargo recuelo del muesli me han empastado de porquería la dentadura. La cabeza se me va. Brando está ahí de nuevo, con ellas, con las chicas. Me llevan en volandas a la cama. ¡Esto no, boys, esto no! No centro la mirada. Las piernas no me sostienen. No soy capaz de decirles que estoy de puta madre. No lo estoy, pero ¡esto no, boys!
Al despertarme me noto el cuerpo casi nuevo y vacío. Voy a cubierta: nadie. El capitán, en su pecera de metacrilato, saluda y sonríe como el rape al que le cortamos la cabeza. Un yate junto al nuestro hace cabriolas sobre la espuma. ¿Dónde coño está todo el mundo? La tormenta ha arreciado. ¿Qué hostias hacemos en medio del mar con este oleaje? Esto es muy chungo. Lo más chungo que he vivido nunca. Entro para no ver las olas ni el vaivén del barco de al lado, arriba y abajo como un cacharro de tiovivo. En el casco se lee su nombre, “De categoría”. Hay alguien asomado en la cubierta, ¿un viejo? Me suena su jeta. No quiero arrojar otra vez las tripas por la borda. No me queda ni bilis en el hígado, parece imposible, pero me vienen nuevas arcadas. ¿Cuántas habitaciones tiene este puto yate? Parece un crucero. Veo un atún rojo tirado sobre las tablas de ébano, con el anzuelo aún clavado en el paladar. Mal presagio. El atún atravesado, final del partido. Risas detrás de una puerta. Risas y jadeos. Esto no pinta bien, boys. Esto se ha torcido del todo. Dos semanas sin pajearme. Y con los huevos en carne viva. Y el cuerpo más estropeado que cuando me cenaba tres burger con queso y una costilla con miel. Y tengo que abrir la puerta, boys. Y sé lo que me voy a encontrar. Y no me va a gustar. Cojo el arpón. Que solo soy de una tía, boys, de una. La vamos a joder, seguro. Me toco la paletilla, “vivo sin vivir en mí”. Y entro en el camarote.          

lunes, 11 de julio de 2022

"Spinoza, el filósofo invisible" por Rafael Narbona




Spinoza soñó con ser invisible. En su filosofía y en su vida ordinaria. Su única pasión fue el conocimiento racional. Nunca transigió con el sentimentalismo. Jamás se preocupó de seducir al lector con artificios. Su estilo intentó copiar el rigor de la geometría, despojándose de cualquier adorno o filigrana. Spinoza nunca habría aprobado el proceder de pensadores como Unamuno, Sartre o Nietzsche, aficionados a la nota autobiográfica, la anécdota colorida y la pirueta verbal. Lejos de los filósofos que flirtean con lo literario, imitó la sobriedad y desnudez del lenguaje matemático, siguiendo el ejemplo del cartesianismo.

Su propósito no era describir o valorar el mundo, sino hacerlo inteligible. El sentimiento no es clarificador. No ayuda a conocer la verdad. Las certezas solo se obtienen mediante el razonamiento lógico. Lo personal estorba a la hora de buscar la verdad. Spinoza no suscribió todas las hipótesis de Descartes. De hecho, repudió la idea de un Dios trascendente o la existencia de dos sustancias misteriosamente coordinadas, pero es evidente que su pensamiento habría sido muy diferente sin la exaltación cartesiana de la razón y la identificación de la verdad con certezas tan indubitables como un axioma matemático.

La única referencia autobiográfica que Spinoza deslizó en su obra se halla al inicio de su inacabado Tratado de la reforma del entendimiento. Ahí refiere que la experiencia le enseñó la vanidad de la gloria, las riquezas y el placer. Dado que su principal anhelo era "gozar eternamente de una alegría continua y suprema", concentró sus energías en la filosofía, verdadero bien y auténtica fuente de felicidad duradera. Este planteamiento no constituye una novedad. Se inscribe en las enseñanzas de la tradición estoica. Séneca, Marco Aurelio y Montaigne ya habían expresado la misma idea, desdeñando las fútiles ambiciones que esclavizan a la mayoría de los hombres, condenándolos a una insatisfacción perpetua.
Para Spinoza, la filosofía no es algo abstracto o meramente teórico, sino un saber eminentemente práctico, pues su fin último es averiguar en qué consiste la felicidad. Aunque hizo de la impersonalidad un signo de identidad, su vocación filosófica nace de un legítimo deseo de dicha, lo cual revela que no era un frío geómetra, obsesionado con los planos, los ángulos y las curvas, sino un hombre acechado por la misma fragilidad que el resto de sus semejantes.

¿Cómo era ese hombre, que el mito representa inclinado, tallando lentes mientras el polvo de cristal invadía sus pulmones? En el prefacio que escribió para su Opera Posthuma, Jarig Jelles, uno de sus amigos y mecenas, nos cuenta que Spinoza manifestó el deseo de que su Ética se publicara omitiendo su nombre. ¿Se trataba de una petición sincera? Todo indica que sí.

Hijo de padres judíos de origen portugués, Spinoza nació en Ámsterdam en 1632. Algunos le consideran el "último medieval" por su estilo escolástico. Otros opinan que fue el "primer ilustrado". Su padre, Miguel, fue propietario de un próspero comercio de importación de frutos secos y un miembro destacado de la comunidad judía holandesa. Se casó tres veces y engendró cinco hijos, todos durante su segundo matrimonio. A los cinco años, Baruch fue inscrito por su padre en la escuela "Ets Haim" (Árbol de la vida), que enseñaba hebreo bíblico y su traducción al español. Formado por los rabinos Saúl Leví Morteira y Menasseh ben Israel, estudió el Antiguo Testamento y el Talmud.

La muerte de su hermano Isaac le obligará a compatibilizar los estudios con el trabajo en el negocio familiar. En 1654, perderá a su padre y renunciará a su herencia para abandonar la actividad comercial. Solo reclamará una cama con su lino para poder descansar, no sin antes litigar con sus hermanos, que intentan despojarle de todo. Dos años después será excomulgado por sus ideas heréticas, lo cual significará el ostracismo, el desarraigo y el menosprecio. La sinagoga emitirá un anatema particularmente despiadado: "Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone".


¿Cómo llegó Spinoza a convertirse en un hereje? Durante sus años de formación, lee a Maimónides, Crescas y Gersónidas. Aunque recibe clases para ser rabino, frecuenta los círculos cristianos. Allí encuentra maestros que le enseñan latín y le inician en la geometría, la física y la filosofía de Descartes. Sus lecturas e investigaciones le hacen rechazar la ley de Moisés, la idea de un Dios personal y la inmortalidad del alma, acercándose a las tesis del deísmo, el materialismo y el saduceísmo.

Son las mismas convicciones por las que quince años atrás fue excomulgado Uriel da Costa, que incapaz de soportar la expulsión se suicidó, disparándose dos balas. La primera falló; la segunda, acabó con su vida. A diferencia de Spinoza, Uriel se retractó y aceptó ser azotado y pisoteado en la sinagoga para ser exonerado y readmitido en la comunidad, pero la humillación desbordó su resistencia psicológica. En su autobiografía, Exemplar humanae vitae, narró que su arrepentimiento fue fingido, pues nunca cambió de ideas.

Spinoza nunca manifestó el deseo de ser perdonado por los rabinos, cuya influencia en las autoridades civiles logró que a la pena de excomunión se añadiera la de destierro por blasfemo. Se estableció en Voorburg, a media legua de La Haya, y se relacionó con los círculos de menonitas y colegiantes (protestantes liberales de convicciones pacifistas). Su temperamento cordial y discreto, su inteligencia y su desinterés por los bienes materiales le granjearon muchas amistades. Admirador de Jan de Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, que habían promovido la libertad de pensamiento y la tolerancia religiosa, escribió una nota de repulsa cuando una multitud los asesinó cumpliendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. No está claro si la dejó en el lugar de los hechos o si el hospedero impidió que saliera a la calle para proteger su vida.

Enfermo de tuberculosis, Spinoza murió en 1677 con cuarenta y cuatro años. Su vida ordenada le permitió escribir seis obras –algunas inacabadas– y una nutrida correspondencia. Su Ética demostrada según el orden geométrico es una de las obras más importantes del siglo XVII y uno de los grandes clásicos de la filosofía. Para muchos es un auténtica "consolación de la filosofía" compuesta por un santo laico. Conviene aclarar que la santidad de Spinoza no tiene nada que ver con la ética cristiana, pues el filósofo judío considera que la compasión es indeseable por su efecto perturbador. Obrar éticamente no significa afligirse con la desgracia ajena, sino combatir las injusticias que la provocan. No por humanidad, sino por un imperativo racional.

El Dios de Spinoza es un Dios sin un rostro humano. No es padre ni se encarnó y, por supuesto, no creó al hombre a su imagen y semejanza. Toda imagen o representación de Dios solo es una proyección de nuestra imaginación. Dios es irrepresentable, pues está más allá de nuestra experiencia. Solo podemos conocerlo mediante un esfuerzo del pensamiento puro. El escaso interés de Spinoza por el arte –solo lo menciona una vez en la Ética– muestra que su filosofía creció al margen de la influencia griega y mediterránea. Con dominio de distintos idiomas (holandés, latín, español, hebreo), nunca se adscribió a ningún grupo o capilla. Su relativo aislamiento siempre le pareció una garantía de libertad.

Gracias a esa posición periférica, no le costó romper con la imagen tradicional de Dios, pero no lo hizo con un lenguaje nuevo, sino reinventando el que ya había empleado la escolástica. Para Spinoza, Dios es causa de sí, lo cual significa que su esencia implica la existencia, "o lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente". Dios es "un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita". Es libre, pues "existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza" y obra exclusivamente por sí mismo, sin que nada determine su despliegue. Es eterno porque su existir no se corresponde con la duración, que posee comienzo y fin.


Hasta aquí, Spinoza parece mantenerse dentro del canon de la teología judía y cristiana, pero no tarda en aclarar que Dios es material e indistinguible de la Naturaleza. De hecho, utiliza la expresión "Dios sive Natura". "El ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en virtud de la misma necesidad por la que existe –escribe en la Ética–. Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa". Dios es la única sustancia, es decir, lo único que "es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto puede formarse independientemente del concepto de otra cosa".

Dios es simultáneamente principio creador (Natura naturans) y realidad creada (Natura naturata). No crea por un acto de voluntad, sino por necesidad. Crear está en su naturaleza. Si no fuera así, no sería Dios. La asimilación de Dios y la Naturaleza acarreó a Spinoza la acusación de panteísmo, lo cual no es cierto en el sentido tradicional, y ateísmo, algo también infundado. El filósofo holandés nunca creyó que todo estuviera lleno de dioses y su materialismo no careció de una dimensión espiritual. Eso sí, su espiritualismo fue de carácter puramente intelectual.

Spinoza considera un acto de ignorancia distinguir entre creador y creación. Dios no es un artífice y la Naturaleza, el artefacto que ha creado. Esa distinción solo es una ficción. Si Dios se distinguiera de la Naturaleza, se hallaría limitado por algo externo con atributos propios y diferentes. No hay causas sobrenaturales o trascendentes. Solo hay un sistema único y omnicomprensivo al que llamamos Dios o la Naturaleza. Carece de sentido imaginar algo fuera de ese sistema. Se trata de un sistema eterno, pues carece de fin o principio, algo que algunos científicos ya han apuntado para explicar el universo.

El panteísmo de Spinoza está más cerca del programa de una ciencia unificada que de concepciones místicas, mágicas o animistas. Su argumento central es que todo cambio natural es un efecto determinado por un sistema de causas. Spinoza es ateo si eso significa no creer en un Dios personal. Sin embargo, no es ateo si esa expresión conlleva negar la existencia de lo infinito y la posibilidad de participar en él.

La fuerza creadora de Dios está presente en todas las cosas. Es el conatus que incita a la vida y que experimentamos como una urgencia, pero que también podemos conocer por medio de la reflexión. Al percibirlo, descubrimos nuestra conexión con la totalidad de la Naturaleza o, lo que es lo mismo, con Dios. Lo místico no es una alteración de conciencia, sino un ejercicio de comprensión.

Spinoza llama "amor intelectual de Dios" a ese estado de conocimiento donde comprendemos el orden de la Naturaleza. No es un mero conocimiento teórico, sino beatitud, perfección espiritual. La religión filosófica de Spinoza consiste en ser consciente de que la diversidad no es simple proliferación, sino abundancia vinculada a la potencia creadora de la Naturaleza. Descubrir ese hecho constituye es la mayor forma de alegría y no conlleva ninguna forma de penitencia ni arrepentimiento. El Dios de Spinoza no vela por nosotros ni garantiza la perennidad de nuestro ser, pero nos hace más libres, dignos y sabios.

Spinoza deseó ser invisible. No escribió para la gloria de su nombre, sino para ayudar a sus semejantes a comprender mejor la realidad y a gozar de mayor libertad. Aunque era determinista, creía que conocer las causas de nuestros actos nos ayuda a incrementar nuestra capacidad de autodeterminación. Su Dios carecía de rostro, pero se hallaba en todas partes: en los astros, en las lentes que pulía, en los canales de la dulce Holanda, en las palabras que enlazaba con rigor geométrico. Spinoza no logró ser invisible. Su obra no ha dejado de leerse y estudiarse desde su muerte. No alcanzó esa inmortalidad personal en la que no creía, pero sí la eternidad reservada a las ideas que mejor han desentrañado la realidad. Imagino que se sentiría satisfecho.

Doña Emilia Pardo Bazán frente a los calzoncillos

Anteayer visité en la Biblioteca Nacional la exposición sobre doña Emilia Pardo Bazán. Siempre que en clase tratamos a esta escritora, trasciende una profunda admiración por su labor intelectual, enfrentada al establo masculino de finales del XIX y principios del XX. Al ver las fotos, las cartas, los artículos de periódico y algunos episodios de su biografía en la Biblioteca Nacional, mi admiración por doña Emilia ha alcanzado el clímax. Qué bemoles debía tener esta señora para enfrentarse ella sola a la rancia escena literaria, intelectual y social de esa época. Los ataques hacia su persona eran constantes, tanto en la prensa como en los libros. Se la intentó linchar mediáticamente. Una turba de eximios personajes, desde su marido y Menéndez Pelayo hasta Clarín, pasando por Juan Valera, arremetía contra ella sin piedad, como los más violentos hackers tuiteros. Se la ridiculizó por mar y por aire, con caricaturas, con chascarrillos, con chistes de mal gusto, con lo peor de la envidia española: "¿En qué se parece la Pardo Bazán al tranvía de Madrid?, en que pasa por Lista, pero no llega a Hermosilla." Y eran los supuestamente avanzados de la nación, los cabezas pensantes quienes llevaban a cabo este acoso y derribo. Patético y desgarrador. Y doña Emilia ni siquiera perdía el humor. Como hubiera dicho Rubén Darío, ¡admirable! 

No pudo entrar en la Academia de la Lengua, pero sí en el Ateneo, donde era vista con muy malos ojos. Debía tener un carácter a prueba de maza y martillo porque no me veo yo capaz de aguantar ni el más pequeño de los retos a los que se vio sometida esta señora por el mero hecho de ser mujer. Y algo en lo que caí al salir de la exposición: en ese ambiente viciado por la rebaba de los bigotes y el escroto, había otra condición casi inexcusable para entrar en el establo, la de pertenecer a la oligarquía. Si los cuentos de doña Emilia eran recogidos en los periódicos, si tenían en cuenta sus escritos -aunque solo fuera para insultarla- era porque pertenecía a esa casta de elegidos: era condesa, era noble. Gracias al dinero de la familia pudo publicar algunas de sus novelas y ensayos. Su condición de clase salvó, junto con sus arrestos, la dedicación literaria. En ese círculo del puro, el braguero y el crucifijo era requisito no imprescindible, pero sí muy recomendable, pertenecer a una familia de posibles y a poder ser de catolicismo acendrado. La turba clerical y la alta sociedad arremetió contra Clarín por La Regenta, la turba masculina y el propio Clarín arremetieron contra doña Emilia por su condición femenina. Producir semen, tener pazo y asistir a misa te aseguraban todos los privilegios. Si no cumplías el tercero, mal; si faltaba el segundo, muy mal; pero si no se daba el tercero, estabas bien jodida.