viernes, 18 de diciembre de 2020

Gente sin barbilla

Cuando entré en la primera clase, los vi así, sin barbilla. Todos éramos gente sin barbilla, sin gesto, sin sonrisa, sin muecas de desaires, sin babas, sin caries, sin barba de dos días, sin comisuras de labios, sin la mitad de nuestra alma. El misterio ronda cada uno de nuestros encuentros, un misterio provocado por la ausencia de barbillas. En el aula, con alumnos a los que vemos todos los días parcialmente es todavía más intrigante. Porque cuando descubrimos el rostro completo de esa gente, ya no parece esa gente. A todos los imaginábamos con un mentón más prominente, a todas se les ha afilado la barbilla. Nuestra imaginación nos domina y cuando no vemos algo, es ella la que se adueña de nuestra percepción y nos dibuja perfiles que luego, al contrastarlos con la realidad, son falsos o, como poco, inexactos. 

La constatación de que la imaginación burla a nuestros sentidos se presta a todo tipo de elucubraciones. Por ejemplo, cuando hace mucho tiempo que no vemos a un "allegado" o cuando muere alguien próximo tendemos a fijar un daguerrotipo que se va difuminando poco a poco, conforme pasa el tiempo, hasta convertirse en un esfumado que en absoluto corresponde a la realidad, como en esas pesadillas donde tu madre tiene el cuerpo de un hombre o tú mismo el de un elfo. Así ocurre también con los libros que hemos leído hace tiempo o con las películas o con las obras de teatro o con cualquier tipo de recuerdo. Nuestra imaginación es capaz de inventar las impresiones más perversas, desde una ventana que no existe, hasta la habilidad de un amigo que en realidad era la torpeza en persona. La imaginación está ahí, al acecho, siempre pendiente del fallo de nuestros sentidos para colocar su propio engendro. Cuando ves al chico de la primera fila quitarse la mascarilla en el patio, aparece, no él, sino la versión sensorial de sí mismo. A veces, la imagen que habíamos construido de su barbilla era mucho más atractiva y tendemos incluso a no creer a nuestros ojos. 

La imaginación, a menudo, nos salva de la grosera realidad.    

domingo, 13 de diciembre de 2020

"Mank" y "Aquitania", el arte y la filfa



Veo Mank y leo Aquitania

Disfruto, me divierto con los diálogos de Mank, la película de David Fincher; con Herman Mankiewicz resucitado, y de qué manera, por Gary Oldman; con el sustrato de Ciudadano Kane, siempre presente y abrumador. 

Me avergüenzo de que libros como Aquitania (esto no es literatura) ganen premios de relumbrón. Conozco al personaje histórico, conozco muchos de los acontecimientos que se narran en la novela y aun así todo me parece falso, sin pizca de originalidad ni interés. Las voces narrativas suenan tan huecas como las de una voz en off de telefilme de sobremesa. Es escritura de sobaquillo: se mastica con dificultad, pasa por el estómago sin pena ni gloria y no deja ninguna vitamina necesaria. 

Vuelvo al blanco y negro de Mank. Me encojo en el sofá ante el magistral montaje, ante la vitalidad y progresión de una historia redonda, compleja, bien urdida. Me relamo con la chispa inteligente de los discursos de Herman. Un personaje al que reconoces a los diez minutos de metraje y que te arrastra, sin remisión, a su mundo privado de alcohol y creatividad. 

Me hundo en la cama, abochornado por una literatura de wikipedia; irritado al ver deambular a los personajes a través de sucesos presuntamente históricos, deslavazados y triturados por una redacción sin pulso. Todo está muerto aquí. Nada es verosímil, ni siquiera lo que se supone que es cierto según las crónicas. La escritora ha conseguido idiotizar al personaje histórico en una caricatura simple y desmedrada que recuerda a los retratos de personajes que hacen los chicos de ESO cuando les pido el resumen de una novela. Pobre Leonor y pobre Guillermo. 

Mank es un clásico en los primeros veinte minutos de cinta y crece y crece hasta el final. Aquitania es un bodrio en sus primera veinte páginas y no levanta el vuelo ni una sola vez, todo lo contrario, se hunde cada vez más en una escritura de sobaquillo que huele a pastiche y a culebrón turco en cada uno de sus rincones. Mank es la obra maestra de un buen artesano. Aquitania es la historieta de cartón piedra que puede usted encontrar, mejorada, en las novelas de Corín Tellado o en los tebeos del Capitán Trueno. Mank es arte, Aquitania es una redacción de principio de curso con amplia documentación.

Cuando abro un libro o me siento a ver una película espero que me rapten, que me trasladen en el espacio, en el tiempo, en el ánimo. Con Mank he viajado al Hollywood de los años 30 y 40, con Aquitania ni siquiera he sentido que nadie me agarrara la mano   

viernes, 11 de diciembre de 2020

"Cuentos de niños" por Antonio Muñoz Molina




El cuento que más miedo me ha hecho pasar en mi vida era tan austero en sus elementos narrativos que casi no era un cuento, sino más bien una letanía, una de esas cantinelas infantiles en las que se preserva la unidad arcaica que debió de haber entre las historias y la música, igual que la hubo entre la poesía y el canto. Era un relato o más bien un diálogo a tres voces, una madre, una hija, una presencia innominada y amenazadora que se iba acercando. Decía la niña: “Ay mama mía mía mía, ¿quién será?”, y la madre contestaba: “Cállate hija mía mía mía, que ya se irá”. Pero entonces aparecía la tercera voz, y el narrador o la narradora volvía más grave la suya: “Que ya estoy entrando por la puerta…”. El cuento consistía, musicalmente, en la repetición de las dos primeras voces y en la variación gradualmente aterradora de la tercera, que cada vez anunciaba una mayor cercanía hacia la madre y la hija amenazadas. La niña preguntaba una y otra vez quién sería aquella presencia, y la madre repetía palabra por palabra la misma respuesta cada vez menos tranquilizadora, porque después de cada “cállate hija mía mía mía, que ya se irá”, aquella criatura hecha de oscuridad y amenaza indicaba el lugar cada vez más próximo en el que ya se encontraba. Un refinamiento improvisado del narrador era adaptar los pasos de esa aproximación a la topografía de la vivienda donde la historia se contara: el portal, la escalera, el rellano, por fin la misma puerta que el niño estaba viendo, abierta sin defensa contra el enemigo, o bien cerrada y sin embargo fácilmente vulnerable, o entornada, dejando paso a una penumbra doméstica que las palabras llenaban de misterio y hasta de terror. El cuento no sucedía en un castillo, en un país fabuloso, sino allí mismo, en nuestra propia casa, en los espacios más familiares, el portal, la escalera por la que subíamos y bajábamos a diario, los pasillos que llevaban a los dormitorios, en los que más de una vez, si tardábamos en llegar al conmutador de la luz, ya empezábamos a sentir la sospecha del miedo.

Es ahora, al cabo de tantos años, cuando caigo en la cuenta de la eficacia de aquella despojada economía narrativa. No había introducción, no había nombres, no se describía nada. Eran las tres voces sucediéndose, manejadas por el mismo narrador, con una parte de reiteración y otra de novedad, y con un margen para la improvisación dentro de la forma invariable que también es muy propio de las artes orales. El “Ay mama mía mía mía” y el equivalente “Cállate hija mía mía mía” marcaban un ritmo obsesivo y monótono, como un impulso de fatalidad hacia lo inevitable. El narrador, niño o adulto, podía multiplicar según su albedrío los pasos intermedios, retardando o acelerando el ataque final, que no se llegaba a saber en qué consistía, igual que no se sabía nada sobre esa presencia, esa criatura invasora, más temible aún por ese motivo. La palabra ya es en sí misma un medio de máxima sobriedad: que tenga tanta fuerza de sugestión sin el adorno de los detalles, ni de las imágenes, ni de más efectos especiales que sus propios dones de sonido y sentido es uno de tantos prodigios usuales en los que casi nunca se repara.

En aquellos tiempos muy anteriores a la psicopedagogía, los adultos disfrutaban sin remordimiento asustando a los niños con cuentos espeluznantes. Éramos niños antiguos que ni siquiera habíamos visto la televisión, y que, aunque íbamos mucho al cine, habíamos nacido mucho antes de que llegaran las películas de vísceras y asesinos con motosierras. En los cuentos que nos contaban los mayores había lobos feroces, gigantes caníbales y brujas que engordaban a los niños en jaulas antes de cocinarlos y comérselos. Pero también había niños valientes e ingeniosos que acababan prevaleciendo sobre los enemigos más temibles, y casi siempre esos héroes inesperados eran el hijo pequeño, la hija abandonada, el personaje astuto y mañoso que en todas las mitologías vence al gigantón ensoberbecido por su fuerza bruta. Pulgarcito pertenece al linaje de Ulises y al del Lazarillo. El bravucón y el temerario acaban recibiendo su merecido a manos de ese esmirriado al que despreciaron. El arrogante Juan Sin Miedo aprende que sentir temor no es una bajeza, sino una estrategia de supervivencia, y también puede ser una actitud de razonable humildad. A los niños nos daban mucho miedo aquellas historias que nos contaban los adultos, y como teníamos más agudeza de la que ellos pensaban, nos irritaba que se divirtieran a nuestra costa. Pero éramos nosotros mismos quienes las pedíamos, y quienes exigíamos que se repitieran exactamente cada vez: saber de antemano el desenlace no anulaba el misterio, sino que lo enriquecía, tal vez con la intuición de lo inevitable, con la incorregible esperanza humana de que por una vez pueda ser evitado.

Los niños empiezan a disfrutar de verdad de los cuentos hacia la misma edad en la que empiezan a recordar sueños y a despertarse por las noches con pesadillas terroríficas. En los cuentos orales y en las nanas está la evidencia de que la narración y la música son hechos culturales arraigados en un instinto humano que es universal. Las personas que fabricaron flautas con fémures de buitre hace 50.000 años sin la menor duda contarían también historias y dormirían con cantos a los niños. Lo que empezó en las culturas humanas más antiguas empieza también en cada vida infantil. Lo que llamamos literatura coincide demasiado exactamente con los registros escritos y, por tanto, no se remonta mucho más allá de unos 3.000 años, desde que la epopeya de Gilgamesh se copió en tablillas de barro. Pero antes de la invención de la escritura, y después de ella y al margen, existieron y en parte siguen existiendo todavía universos formidables de historias, igual que han existido músicas de las que no sabemos nada porque no hubo sistemas de notación que las recogieran y desaparecieron antes de que se inventara la grabación del sonido.

A algunos de nosotros el entusiasmo por la literatura se nos tiñe de desaliento cuando la vemos convertida en un espectáculo más bien sórdido de pedantería, de mezquindad, de arrogancia de presuntos expertos, de impostura consentida, de tráfico de influencias. Un antídoto de esa tristeza es recordar su origen como proveedora de historias asombrosas, de lecciones tan profundas que ya se transmitían hace muchos milenios y siguen vivas ahora en los cuentos que les contamos a los niños.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Historias de la televisión II

Desde bien pequeño (dos o tres años), mi madre me ponía delante de la televisión para que no molestara. Fui un prototipo de los niños actuales a los que les dan una tableta en cuanto pueden sujetarla. No sé si me traumatizó más "Bonanza" o "La Familia Monster" y recuerdo todas esas series en blanco y negro mejor que "Mad Men", que la he visto dos veces. "El Virginiano", "Embrujada", "Súper Agente 86", "Manix"... Todas las mierdas de la televisión americana me las tragaba yo sin filtro, sin medida y con el estómago vacío. En mi fuero interno soy un protovotante de Trump: me crie entre cómicos ridículos, vaqueros, pistolas y olor a bosta de caballo.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Sinceridad en las redes

Las redes sociales son muy peligrosas, se hacen con nuestros datos y los emplean con fines perversos. Lo acabo de leer en varios artículos de prensa. Yo esto ya lo intuía y, por eso, desde que empecé a utilizar Facebook, Guásap y otras redes sociales, miento tanto como puedo. No, hermosos, no. No me gusta leer. No me acuerdo del último libro que abrí, ni siquiera sé cómo se hace. Por supuesto, no soy profesor de literatura, ni he escrito nunca otra cosa que no sea la nota para ir a la compra. Tampoco tengo 104 años, como se dice en Facebook, ni siquiera soy hombre. 

Y por qué me sincero ahora, pues porque tengo a la policía a la puerta de casa y voy a ir a la cárcel sin remisión. He robado varios bancos, he secuestrado mascotas y me gusta la necrofilia (con muy poco éxito, tengo que decir). Ya no me importa nada revelar mi verdadera identidad, además, estaba harta de fingirme una persona distinta a la que muestran mis redes sociales (seguro que a vosotros también os pasa). En cuanto podáis, sinceraos, sienta muy bien. Es una liberación tremenda.   

sábado, 5 de diciembre de 2020

"La envidia y el síndrome de Solomon" por Borja Villaseca

En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.

El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos. Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.

Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas. Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

La relectura, tumba del falso literato

La relectura es un índice infalible para determinar si una obra literaria lo es o no. Acabo de releer La Regenta de Clarín y un poco antes otra novela cuyo titulo me reservo por no hacer sangre. La segunda relectura estuvo impuesta por las exigencias profesionales. Era una de las elegidas como obligatoria (mal asunto) para un curso de ESO. Al releer la novela que no voy a nombrar, se terminó de derrumbar el mínimo interés que había encontrado en ella: saber qué ocurrirá en la página siguiente. Algunas narraciones (y en la actualidad son mayoría) viven únicamente de la expectativa de la trama, del efectismo de la peripecia. Cuando esto sucede, por lógica, la relectura es baldía, no te ofrece nada nuevo; es más, desnuda las miserias del supuesto escritor y lo hunde en la puerilidad. No, detrás de esas novelas no hay más que una tramoya sustentada en cartón piedra y que cae estrepitosamente en cuanto la mueves un poco. 

De La Regenta conozco la superficie argumental con detalle porque la explico en clase y porque la intriga es un arma imprescindible para alentar a la lectura. Sin embargo, releerla no solo no ha resultado infructuoso, sino que me he vuelto a empapar con deleite de ese mundo oscuro y húmedo de Vetusta (no de Oviedo). Porque Vetusta no es Oviedo, es una invención literaria (por mucho que se apoye en lo real), un mundo de ficción en el que el lector, conducido por la mano implacable de Clarín, descubre al hombre de finales del XIX y al del XXI (por eso es un clásico). La buena literatura, la literatura, te ofrece personajes abiertos en canal con los que sufres, te desesperas, gozas, hueles tus propias entrañas y las de tus semejantes. La literatura escarba en las vísceras, encuentra la belleza en los rincones y te sumerge en espacios por descubrir, sin transitar, decorados con el pincel único del creador. El final de La Regenta es estremecedor. La angustia de Ana Ozores, la ira furibunda de Fermín y el beso de sapo de Celedonio, los vive el lector como una más de las criaturas que pueblan la novela. La viscosidad se palpa, la falta de aire es real, la catedral se te cae encima a ti, no a Ana. Aunque uno conozca el final y el desarrollo de los acontecimientos, es tal la maestría del creador literario que, en la enésima relectura, vuelve a agarrarte de la entrepierna y vuelve a estamparte contra la pared. 

Qué decir de la otra novela: aire, vacuidad, filfa. Todo se diluye en la segunda lectura y, aún menos, descubres la falsedad de personajes que no lo son, la evanescencia de los escenarios y el aguachirle del lenguaje. Solo la cualidad de que a uno se le entienda no es suficiente para llamarse escritor. Porque el único valor que le he encontrado a la novela innombrable es que se entiende, solo eso. Lamentablemente no es la única que adolece de todo lo que adorna a la literatura, hay muchas narraciones que no son literatura, son otra cosa, no sé cómo llamarlas; pero literatura, no. Lamentablemente, los profesores nos vemos impelidos a buscar obras fáciles, que se entiendan, sin añadir, "y que sean literatura". Craso error. Les estamos invitando a un sucedáneo y los vamos a privar del misterio, de la angustia, de la sorpresa, del beso de sapo de Celedonio. No, no se trata de leer cualquier cosa que se entienda, se trata de que al leer sientan una patada en las tripas que les revuelva la digestión y les haga detenerse a pensar en la descomposición que los buenos libros provocan en nuestro organismo.      

viernes, 27 de noviembre de 2020

"Alegría de Francisco Brines" por Antonio Muñoz Molina



Hay generosidad en la alegría y paz en la tristeza, y puede no haber amargura en el desengaño ni rencor en la pérdida, porque la gratitud por lo vivido limpie al espíritu de resentimiento. La alegría relumbra en los poemas de Francisco Brines igual que la oscuridad se abre algunas veces en ellos con un miedo de abismo o una sordidez de callejón. La alegría del amor colmado irradia de la habitación secreta en la que sucedió y se extiende generosamente sobre el mundo, más allá de las veladuras de una ventana que da al paisaje de una ciudad o al de un litoral en el que la feracidad se mantiene constante a través de todas las estaciones, como se mantiene invariable el azul intenso del mar en el horizonte. Cuando Francisco Brines era joven, en sus poemas se traslucían herencias variadas de lecturas que le ayudaban a dar forma a su expresión a la vez franca y cautelosa y a su manera de retratar al ser humano en el mundo y en el tiempo. Aprendió el fervor sostenido de Luis Cernuda pero no lo rozó su propensión a la amargura, quizás por una innata diferencia de carácter. Leyendo a Cernuda y a Cavafis, Brines ideó también suntuosas evocaciones históricas, pero quizás su influencia más profunda de entonces fue la de Vicente Aleixandre: el aliento como de versículos en los poemas, la contemplación maravillada de las cosas, la conciencia imborrable de un paraíso terrenal que estuvo en la infancia y en un espacio geográfico preciso y que a pesar del tiempo, de la madurez, del desgaste de la experiencia, nunca ha llegado a perderse. La “ciudad del paraíso” de Aleixandre es para Brines la comarca de huertos y naranjos junto al mar en la que nació, pero aquel edén nunca quedó clausurado, y la expulsión que todos sufrimos más o menos al salir de la niñez en su caso queda atemperada por una perduración que llega hasta la edad madura, hasta la vejez, ahora mismo. El paraíso es un lugar exacto, localizable en los mapas, habitable y siempre habitado, tan disponible cuando se lo recuerda de lejos como cuando se regresa.

Es posible que quien lleva consigo su propio paraíso esté capacitado para encontrar otros a lo largo de sus viajes. Entre otras cosas que lo distinguen, Brines posee un sentido muy poderoso de los espacios, de los lugares: una capacidad de encontrarse plenamente allí donde está, sea en un cuarto con una ventana entornada o delante del mar, o en Madrid a esa hora al final de la tarde en la que se abre inauguralmente la noche, o en su casa en el campo, en un barco en el Nilo, en una ciudad de Italia, en una isla canaria en la que está siendo espléndidamente agasajado por el amor y la amistad. Sus poemas a veces suceden en una intemporalidad estática, que es la de la contemplación estremecida o la del cumplimiento del deseo, o la de una añoranza apesadumbrada pero sin amargura: y otras veces tienen un firme pulso narrativo, la enunciación de una historia, de un tránsito, de una búsqueda, de una caminata. La historia queda en suspenso, como una fotografía de claridades y penumbras en las que se sabe lo que está sucediendo pero no del todo. En Brines el relato del amor físico tiene una franqueza arrebatada que a mí me recuerda la de los sonetos tardíos de Lorca. El pleno abandono no borra la lucidez del sufrimiento probable: en la pura gloria del presente está latiendo la semilla del tiempo que se lo acabará llevando todo. No hay acto que no sea el “ensayo de una despedida”. En la poesía española, en toda nuestra literatura desde hace muchos años, suele haber una incapacidad para expresar abiertamente los sentimientos pasionales que se disfraza de contención, de distancia sentenciosa o irónica. Entre nosotros el sarcasmo tiene mucho más prestigio que el fervor, y a casi todo el mundo lo paraliza el miedo a ser acusado de sentimentalismo. Tal vez por eso, por falta de costumbre, hay tentativas de franqueza que desembocan en la simple grosería, igual que a veces se pasa del extremo del engolamiento al de la ramplonería sin detenerse en el término medio de la naturalidad.


Desde sus primeros poemas hasta los últimos, la escritura de Brines ha poseído una limpidez que parece volver más blanco todavía el papel en el que está impresa, y que se sostiene a través de cada uno de los registros en los que se manifiesta: cuando es sobrio y severo, cuando es jubiloso, cuando es desolado, cuando adquiere el tono de ironía de una sátira latina, cuando es descarado y al mismo tiempo pudoroso. Recorrer las casi 600 páginas de su poesía completa es comprobar la persistencia de una voz que se ha mantenido igual de limpia y segura desde el principio y asombrarse tanto de la variedad de las aventuras poéticas y vitales que ha atestiguado como de la altura invariable de cada uno de sus logros. En poemas de versos largos que se extienden por varias páginas, en epigramas, en canciones breves como madrigales o bocetos de dibujos, la sensación de máxima exigencia es tan indudable como la de un fluir sin obs­tácu­los. La actitud más constante no es la del orgullo por lo logrado, ni la queja por lo perdido, sino la del agradecimiento y el asombro. Uno sabe que las mejores cosas que le ocurren en la vida, o las que se le ocurren cuando escribe, le sobrevienen más bien, sin haberlas buscado, quizás sin haberlas merecido, regalos y no premios, hallazgos que es preciso reconocer en el momento en el que llegan, y cultivarlos, y cuidarlos. En estos tiempos de tanta desolación, que le hayan dado el Premio Cervantes a Francisco Brines es un acto de justicia, pero sobre todo es una alegría. En las fotos del periódico, el día del premio, Brines, ahora anciano, sonríe levantando una copa, asomado a un balcón, con un gesto alegre y un poco triste, porque a su edad ya le quedan lejos esas vanidades. Pero al día siguiente, en la biblioteca pública de mi barrio, el volumen de la poesía completa de Brines estaba bien visible nada más entrar, como un ofrecimiento inesperado y valioso que no quise resistir, como uno de esos dones que él ha sabido celebrar mejor que nadie
.

"Aquitania", historias casi consecutivas



 

Una curiosidad literaria. El último premio Planeta se titula Aquitania y, según he leído, la protagonista es la archiconocida Leonor de Aquitania, reina y trovadora de amplia biografía. No tengo afición ni mucho menos por los premios Planeta, pero este lo voy a leer por el incentivo de que yo escribí una novela sobre el abuelo de Leonor, Guillermo de Poitiers. Mi novela se titula Te negarán la luz y estuve en un tris (qué bonita palabra) de llamarla Aquitania. No sé si me arrepentiré, porque viví con pasión durante un año en los siglos XI y XII y no quisiera quemar esa sensación de viaje en el tiempo que me supuso meterme en la piel de ese duque atrabiliario y extravagante. Ojalá y la nieta no me decepcione, ya os contaré. Os invito (con plena conciencia de oportunismo) a compararlas.  

domingo, 22 de noviembre de 2020

El opinador demagogo

 Curso rápido para ser opinador demagogo:

1. Elegir una noticia candente, aunque no tengas ni pajolera idea de su tema, por ejemplo, la educación en España.

2. Si oyes muchas voces berrear, por ejemplo, contra algunos artículos de la nueva ley educativa, no los leas, no pierdas el tiempo. En primer lugar, no los entenderías y; en segundo, no se trata de criticar con argumentos y criterio, sino de vocear con mayor fuerza demagógica.   

3. Sigue la opinión de algún famoso que haya opinado sobre el mismo tema. Si es posible, que no sea especialista ni cercano al mismo. En el caso de la educación, sería muy acertado copiar los criterios de Bertín Osborne o de Paquirrín.

4. Corea algún lema que hiera, que vaya contra algún grupo político (siempre encontrarás quien te aplauda) y no indagues sobre su veracidad. Ya que estamos con el tema de la educación, podríamos utilizar los siguientes:"Quieren acabar con el español", "No al cierre de los colegios de educación especial", "Viva la libertad", "Nos quieren quitar la religión", "Yo soy español, español, español".  

5. El fin de un buen opinador debe ser siempre alarmar, crear polémica, ser agorero, vaticinar el fin del mundo. En el campo de la educación siempre va bien quejarse de que cada vez se exige menos. No es necesario que aportes pruebas. Desde Sócrates ha funcionado este mantra.  

6. Por último, no te quiebres la cabeza inventando tú los textos, copia todo aquello que te parezca más escandaloso y difúndelo por todos los medios a tu alcance. No cotejes nada, es muy importante no dudar. Si dudas y empiezas a pensar, dejarás de ser un buen opinador demagogo. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Celebración del Premio Cervantes concedido a Francisco Brines

Alegra y mucho conocer a alguien cuando se le premia, cuando es reconocido por su genio. No me suele ocurrir con los premios Nobel, pero sí con los Cervantes. Conozco a Francisco Brines, lo conozco porque amo su poesía, porque la vengo saboreando desde hace tiempo y porque me ha enseñado a vivir con más intensidad. Alegra y mucho que Francisco Brines viva, que viva junto a su poesía, porque, como él mismo avisa, "somos carne temporal y con la carne desaparece el alma". 

Brines es un poeta tan sencillo como profundo, su palabra es cernudiana y, como en el sevillano, en él habla la rica y diversa humanidad. Fue amigo de Carlos Bousoño, de Pepe Hierro, de Claudio Rodríguez, de Ángel González, de Caballero Bonald...; discípulo de Aleixandre y maestro de Villena, de Benítez Reyes, de Marzal y de tantos otros que lo corean y lo reivindican para clásico. 

En Elca, en Oliva, descubrió el campo y las estaciones, descubrió septiembre y descubrió que "todo va al mar", con resignación, con alegría, todo va al mar, incluso sus otoños de poeta. En Elca descubrió la poesía y con ella el misterio de la creación, porque la poesía es el descubrimiento de uno mismo. Es tan valiosa como el dinero, sirve para vivir mejor, con más plenitud, con más conocimiento, con más intensidad. La poesía afina la sensibilidad, enseña a mirarnos gozosamente y, además, es una escuela de tolerancia. Todo eso es la poesía para Francisco Brines, un género para adictos; para iniciados; para gente extraña,  enganchada a la pasión de la lectura.

Brines es sobrio, preciso, como Cernuda, no escribe nunca sabiendo lo que va a decir de antemano. Porque la escritura para él es puro descubrimiento de sí mismo. En la niñez abrazó la irresponsabilidad, como todos, y, como todos, veía lo que los adultos no vemos, veía a través de la imaginación. En los veranos de su juventud conoció el amor, que exalta en su poesía, porque el amor físico es un don. Cuando estamos enamorados amamos más la vida, se transforma la realidad y, a pesar de que la vida es el "ensayo de una despedida", no deja de celebrarla, no dejamos de celebrarla en sus libros. 

Vivir es un don y Brines nos anima a brindar por él desde la vejez laureada. Nada tiene que ver con el niño que fue, ni con el joven, ni con el hombre maduro, sí su poesía. 

"Los veranos" de Francisco Brines

¡Fueron largos y ardientes los veranos! 
Estábamos desnudos junto al mar,
y el mar aún más desnudo. Con los ojos,
y en unos cuerpos ágiles, hacíamos 
la más dichosa posesión del mundo. Nos sonaban las voces encendidas de luna, 
y era la vida cálida y violenta, 
ingratos con el sueño transcurríamos. 
El ritmo tan oscuro de las olas 
nos abrasaba eternos, y éramos solo tiempo. 
Se borraban los astros en el amanecer 
y, con la luz que fría regresaba, 
furioso y delicado se iniciaba el amor. Hoy parece un engaño que fuéramos felices 
al modo inmerecido de los dioses. 
¡Qué extraña y breve fue la juventud!  

lunes, 16 de noviembre de 2020

Tiempo

Primero fue una muela. Me dolía tanto que tuve que arrancármela. Fue el primer zarpazo de la podredumbre. Aún era muy joven, pero el tiempo ya iba descubriendo sus vergüenzas: una percha donde vamos dejando piezas de nuestro vestuario hasta quedarnos desnudos y desastrados. Luego fue el fútbol. Lo abandoné porque las lesiones amenazaban con estragarme las articulaciones y reventarme los músculos (también porque era muy malo). Cuando la música empezó a no resultarle imprescindible a la soledad, cuando escuché el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler y ya no se me erizó el vello ni me asaltó la congoja, comprendí que algo se había roto ahí adentro. Después fue la poesía: algunos de los versos con los que aprendí a vomitar bilis los trago ahora sin reacción, con indiferencia, aburridos de caer en el vacío. Más tarde fueron las novelas. Me cuesta encontrar alguna que me absorba y recurro a menudo a las antiguas lecturas, rememoro con ellas antiguas pasiones, deformadas por la melancolía. Con el cine y el teatro me viene ocurriendo algo similar: no es fácil entusiasmarse con una película o con una comedia y no andar cada media hora mirando el reloj. 

Me han quitado un menisco, me recolocaron las tripas en la ingle izquierda y en las cumbres (como diría el poeta clásico) solo hay nieve y deforestación. Están llegando más derrumbes y una piedra suelta arrastra a la otra, como en el desprendimiento de una ladera sin árboles. Espero que el humor me siga aliviando las pústulas de la cochambre, no me queda otro bálsamo. 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

El intrusismo, la aportación española a la modernidad

En este país, desde tiempos inmemoriales, siempre estamos innovando, siempre experimentando para sorprender al oyente, al paciente, al lector, al televidente, al saboreador, al ciudadano. Además de contratar al primo en vez de al profesional preparado, hemos convertido en institución el instrusismo y le hemos otorgado carta de originalidad y buen hacer. Vayamos a los diferentes campos de juego:

-Empiezo por algo trivial. Para hacer un programa de cocina en televisión, en vez de llamar a cocineros o a significados especialistas en restauración, preferimos rescatar a malos actores o a famosillos que no tienen una dedicación clara. Sí, los profesionales nos podrían enseñar algo más, ¿y qué?, demasiado fácil. Resulta más original utilizar gente de la farándula que es mucho más simpática. 

-En las tertulias de radio y televisión se suelen tratar temas profundos: terrorismo, pandemias, educación, religión, política, guerras... Lo más lógico sería organizar las charlas en torno a especialistas de cada una de las ramas, pero no, nos puede nuestra tendencia al espectáculo. Los productores prefieren a los bocazas, a los charlatanes de feria. El insulto y la bellaquería nos privan.

-Buceemos en el mundo de la literatura. Aquí, aunque parezca imposible, también hemos conseguido la filigrana de colocar en las listas de los libros más vendidos a locutores de televisión, presentadores de programas del corazón, futbolistas y otros especímenes, tan alejados de la literatura como un troglodita de la física cuántica. 

-El mundo de la música parecía reservado a esa gentecilla bohemia entregada a su arte y con necesidad de experimentar siempre con nuevos sonidos, a esos genios con el don de la creación. Bueno, el reguetón y la música indie ha acabado con estos mitos. Cuando el oído se hace al flow y a la matraca de estos géneros, ya no hay Bach ni Zappa que pueda reeducarlo.

-Revisemos el ámbito de la política. Nuestros gobernantes deberíamos elegirlos de entre un selecto elenco de sabios y eruditos de excelencia demostrada. Pues no, nos parece mucho más divertido elegir presidentes que no dominen ningún idioma o ministros de economía que no sepan sumar (este modelo lo hemos exportado con bastante éxito). Cómo vas a comparar la satisfacción de reírte o cabrearte con la ocurrencia del gobernante de turno a la posibilidad de ver solucionados los problemas acuciantes de la comunidad.  

-Y por último, las joyas de la corona, la educación y la sanidad. En cuanto a la educación, parecía que nada podríamos hacer para sustituir al cuerpo del profesorado (mamón e inútil donde los haya), pero sí, hemos encontrado un recurso acojonante, flipante, de fábula: los influencers y los youtubers. Sí, dejemos en ellos la educación de nuestros muchachos y muchachas. Se acabó la discusión que enfrentaba a la enseñanza tradicional con la finlandesa. Internet ha venido a vernos para sacarnos del marasmo intelectual. 

-En cuanto a la sanidad, qué decir, en esto sí que somos pioneros. Hace siglos que sustituimos la confianza en la ciencia por los santos y las vírgenes. Donde esté una buena procesión, que se quiten los experimentos, los laboratorios, la investigación. Más barata, más emocionante y menos quebraderos de cabeza. Solo nos faltaría crear un buen cuerpo de curanderos y sanadores para sustituir a tanto funcionario con bata. Dadnos tiempo (Miguel Bosé y acólitos otros están en ello). Ya está bien de sangrar al estado. Comparen la diferencia: morir en la cama de una fría UCI o rodeados por chamanes colocados y en cueros. Sigamos con el espectáculo hasta el final.   

-Como coda, una excepción, el mundillo del deporte. Cuando se retransmite un partido, a la vista de nuestro espíritu cachondo, se debería llamar a un cocinero, a un profesor o a un médico, pero no, ahí sí se respeta la profesionalidad: los tenistas hablan de tenis, los futbolistas de fútbol, los ciclistas de ciclismo, los jueces de política y Tele 5 de vísceras... Unos puristas.

martes, 3 de noviembre de 2020

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona

Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Sólo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero solo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Sólo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Solo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.