viernes, 27 de noviembre de 2020

"Alegría de Francisco Brines" por Antonio Muñoz Molina



Hay generosidad en la alegría y paz en la tristeza, y puede no haber amargura en el desengaño ni rencor en la pérdida, porque la gratitud por lo vivido limpie al espíritu de resentimiento. La alegría relumbra en los poemas de Francisco Brines igual que la oscuridad se abre algunas veces en ellos con un miedo de abismo o una sordidez de callejón. La alegría del amor colmado irradia de la habitación secreta en la que sucedió y se extiende generosamente sobre el mundo, más allá de las veladuras de una ventana que da al paisaje de una ciudad o al de un litoral en el que la feracidad se mantiene constante a través de todas las estaciones, como se mantiene invariable el azul intenso del mar en el horizonte. Cuando Francisco Brines era joven, en sus poemas se traslucían herencias variadas de lecturas que le ayudaban a dar forma a su expresión a la vez franca y cautelosa y a su manera de retratar al ser humano en el mundo y en el tiempo. Aprendió el fervor sostenido de Luis Cernuda pero no lo rozó su propensión a la amargura, quizás por una innata diferencia de carácter. Leyendo a Cernuda y a Cavafis, Brines ideó también suntuosas evocaciones históricas, pero quizás su influencia más profunda de entonces fue la de Vicente Aleixandre: el aliento como de versículos en los poemas, la contemplación maravillada de las cosas, la conciencia imborrable de un paraíso terrenal que estuvo en la infancia y en un espacio geográfico preciso y que a pesar del tiempo, de la madurez, del desgaste de la experiencia, nunca ha llegado a perderse. La “ciudad del paraíso” de Aleixandre es para Brines la comarca de huertos y naranjos junto al mar en la que nació, pero aquel edén nunca quedó clausurado, y la expulsión que todos sufrimos más o menos al salir de la niñez en su caso queda atemperada por una perduración que llega hasta la edad madura, hasta la vejez, ahora mismo. El paraíso es un lugar exacto, localizable en los mapas, habitable y siempre habitado, tan disponible cuando se lo recuerda de lejos como cuando se regresa.

Es posible que quien lleva consigo su propio paraíso esté capacitado para encontrar otros a lo largo de sus viajes. Entre otras cosas que lo distinguen, Brines posee un sentido muy poderoso de los espacios, de los lugares: una capacidad de encontrarse plenamente allí donde está, sea en un cuarto con una ventana entornada o delante del mar, o en Madrid a esa hora al final de la tarde en la que se abre inauguralmente la noche, o en su casa en el campo, en un barco en el Nilo, en una ciudad de Italia, en una isla canaria en la que está siendo espléndidamente agasajado por el amor y la amistad. Sus poemas a veces suceden en una intemporalidad estática, que es la de la contemplación estremecida o la del cumplimiento del deseo, o la de una añoranza apesadumbrada pero sin amargura: y otras veces tienen un firme pulso narrativo, la enunciación de una historia, de un tránsito, de una búsqueda, de una caminata. La historia queda en suspenso, como una fotografía de claridades y penumbras en las que se sabe lo que está sucediendo pero no del todo. En Brines el relato del amor físico tiene una franqueza arrebatada que a mí me recuerda la de los sonetos tardíos de Lorca. El pleno abandono no borra la lucidez del sufrimiento probable: en la pura gloria del presente está latiendo la semilla del tiempo que se lo acabará llevando todo. No hay acto que no sea el “ensayo de una despedida”. En la poesía española, en toda nuestra literatura desde hace muchos años, suele haber una incapacidad para expresar abiertamente los sentimientos pasionales que se disfraza de contención, de distancia sentenciosa o irónica. Entre nosotros el sarcasmo tiene mucho más prestigio que el fervor, y a casi todo el mundo lo paraliza el miedo a ser acusado de sentimentalismo. Tal vez por eso, por falta de costumbre, hay tentativas de franqueza que desembocan en la simple grosería, igual que a veces se pasa del extremo del engolamiento al de la ramplonería sin detenerse en el término medio de la naturalidad.


Desde sus primeros poemas hasta los últimos, la escritura de Brines ha poseído una limpidez que parece volver más blanco todavía el papel en el que está impresa, y que se sostiene a través de cada uno de los registros en los que se manifiesta: cuando es sobrio y severo, cuando es jubiloso, cuando es desolado, cuando adquiere el tono de ironía de una sátira latina, cuando es descarado y al mismo tiempo pudoroso. Recorrer las casi 600 páginas de su poesía completa es comprobar la persistencia de una voz que se ha mantenido igual de limpia y segura desde el principio y asombrarse tanto de la variedad de las aventuras poéticas y vitales que ha atestiguado como de la altura invariable de cada uno de sus logros. En poemas de versos largos que se extienden por varias páginas, en epigramas, en canciones breves como madrigales o bocetos de dibujos, la sensación de máxima exigencia es tan indudable como la de un fluir sin obs­tácu­los. La actitud más constante no es la del orgullo por lo logrado, ni la queja por lo perdido, sino la del agradecimiento y el asombro. Uno sabe que las mejores cosas que le ocurren en la vida, o las que se le ocurren cuando escribe, le sobrevienen más bien, sin haberlas buscado, quizás sin haberlas merecido, regalos y no premios, hallazgos que es preciso reconocer en el momento en el que llegan, y cultivarlos, y cuidarlos. En estos tiempos de tanta desolación, que le hayan dado el Premio Cervantes a Francisco Brines es un acto de justicia, pero sobre todo es una alegría. En las fotos del periódico, el día del premio, Brines, ahora anciano, sonríe levantando una copa, asomado a un balcón, con un gesto alegre y un poco triste, porque a su edad ya le quedan lejos esas vanidades. Pero al día siguiente, en la biblioteca pública de mi barrio, el volumen de la poesía completa de Brines estaba bien visible nada más entrar, como un ofrecimiento inesperado y valioso que no quise resistir, como uno de esos dones que él ha sabido celebrar mejor que nadie
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