Primero fue una muela. Me dolía tanto que tuve que arrancármela. Fue el primer zarpazo de la podredumbre. Aún era muy joven, pero el tiempo ya iba descubriendo sus vergüenzas: una percha donde vamos dejando piezas de nuestro vestuario hasta quedarnos desnudos y desastrados. Luego fue el fútbol. Lo abandoné porque las lesiones amenazaban con estragarme las articulaciones y reventarme los músculos (también porque era muy malo). Cuando la música empezó a no resultarle imprescindible a la soledad, cuando escuché el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler y ya no se me erizó el vello ni me asaltó la congoja, comprendí que algo se había roto ahí adentro. Después fue la poesía: algunos de los versos con los que aprendí a vomitar bilis los trago ahora sin reacción, con indiferencia, aburridos de caer en el vacío. Más tarde fueron las novelas. Me cuesta encontrar alguna que me absorba y recurro a menudo a las antiguas lecturas, rememoro con ellas antiguas pasiones, deformadas por la melancolía. Con el cine y el teatro me viene ocurriendo algo similar: no es fácil entusiasmarse con una película o con una comedia y no andar cada media hora mirando el reloj.
Me han quitado un menisco, me recolocaron las tripas en la ingle izquierda y en las cumbres (como diría el poeta clásico) solo hay nieve y deforestación. Están llegando más derrumbes y una piedra suelta arrastra a la otra, como en el desprendimiento de una ladera sin árboles. Espero que el humor me siga aliviando las pústulas de la cochambre, no me queda otro bálsamo.
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