sábado, 3 de febrero de 2018

"Turistas de gimnasio" por Natalia Junquera


Siempre he sentido desconfianza ante esa gente que corre porque sí, sin que le persiga nadie, o que se sube a una bici a pedalear con una furia desatada pero sin moverse del sitio. Es más, como pasa a veces con lo desconocido, confieso que me daban un poco de miedo. No era una cosa exagerada, pero si podía evitar subirme en un ascensor con uno de ellos, mejor.
Pertenecían a un mundo lejano, ajeno. Pero, de repente, se multiplicaron y se metieron en todas partes, incluido mi móvil. El grupo de WhatsApp que tengo con mis amigas y sus maridos se convirtió en un centro de alto rendimiento. El chat se llenó de palabras raras. Y yo tuve que aprender el nuevo idioma. A día de hoy, creo que podría engañar a cualquier runner (por teléfono, claro): sé recitar de memoria las carreras importantes, provincia a provincia, y también podría tirarme el pisto citando cuatro o cinco aplicaciones de móvil para nosotros. 
La teoría la domino y con eso me valía. Pero todo el mundo a mi alrededor se empezó a poner especialmente macizo, y entre eso y la crisis de los treintaytantos, me pudo la presión. Lo que sigue es el humilde diario que escribí para desahogarme después de cada visita al gimnasio. Lo comparto porque sé que hay más incomprendidos como yo. Si el primer día os presentasteis con un pantalón de chándal viejo y una camiseta de propaganda; si sois incapaces de ducharos en los vestuarios porque os intimidan todos esos cuerpos perfectos; si os sentís diminutos, desnudos, cuando atravesáis esos antros de sudor y música infernal, que sepáis que no estáis solos. Camaradas, somos la mayoría silenciosa. Desde aquí, mi abrazo solidario. 

Día 1

Bueno, pues hoy he ido a un gimnasio de esos. En ningún país me había sentido tan turista. Como correr sin que me persiga nadie me parece de tontos y elíptica me suena a potro de tortura, me apunté a zumba. Una hora de baile pensaba yo. ¡Já! Sobre el espejo de la vergüenza, ese que te devuelve sin piedad la prueba de tu descoordinación, hay un reloj trucado: cuando crees que llevas una hora haciendo sentadillas y cosas por el estilo, solo han pasado diez minutos. He pisado a mis compañeras. Les he dado manotazos y codazos. Todas iban monísimas con sus mallas y sus tops. Aparentemente, el chándal ya no se lleva.
Mi profesora es una diosa con una coleta rubia (de bote) que le llega por la cintura y un culo que le empieza aproximadamente a la altura de la coronilla. La música hace daño al oído, casi tanto como las letras de las canciones, pero al terminar la clase la gente aplaude como si hubiéramos asistido a un concierto de Otis Redding.
Ha sido horrible, pero también ha sido genial. A lo mejor me compro unas mallas de esas. Mañana os cuento lo de las agujetas. La última vez que había hecho deporte existía una cosa que se llamaba COU.

Día 2

El uniforme, mejor. Me he comprado unas mallas de esas. Aquí, entre nosotros, me he ido al Decathlon —¡cinco euros las mallas, dos la camiseta!—. Las zapatillas ha sido imposible. Sigo utilizando las de COU porque ya no hacen zapatillas para gente con buen gusto como yo. ¿Por qué piensan los fabricantes que solo las bakalaeras taradas hacen deporte? ¿Qué pasó con el blanco y negro?
De coordinación, peor. Por si no fuera ya difícil recordar los pasos de zumba día 1 —hubo unas vacaciones, una boda gallega con doce platos y un catarro de por medio—, mi profesora —esa diosa con coleta por la cintura y culo en la coronilla— ha introducido nuevas coreografías con más gestos obscenos que, como sabéis, son los más difíciles de imitar para las que somos sofisticadas y un poco tímidas.
He reducido los pisotones y los manotazos a mis compañeras, pero lamentablemente no eran las mismas que las del otro día, con lo cual no he podido compartir con ellas mis progresos. Vuelvo a casa corriendo para hacer una lista de las cosas que sí hago bien en la vida. Y con una preocupación que no me va a dejar dormir: la música, esos hits del perreo, no me ha desagradado tanto como zumba día 1. Sé que estoy tonificando, pero a costa de mi oído. Me meto en la ducha con fados de Amália Rodrigues para compensar.

Día 3

Catástrofe. Mis zapatillas de COU se han roto. Han durado catorce años en una caja en el armario y solo tres sesiones de perreo en zumba. A cambio, puedo celebrar con vosotros mis primeros progresos. Zumba, día 3: pisotones: cero, manotazos, solo uno.
Ya sé el nombre de la Diosa, Paula, y he hecho mi primera amiga de gimnasio, una de las de los tops y mallas de fibra de carbono que ha confesado que llevaba un año yendo a clase —así cualquiera.
A ver, los movimientos obscenos aún me cuestan. Cuando los hace Paula parecen un rito de apareamiento, y cuando los hago yo, los espasmos de una demente, pero torres más altas han caído. Y ya no hay nada que hacer: me he aprendido las horribles letras de las canciones —el oído tiene a veces razones que el corazón no entiende.
Para terminar, una confesión —a vosotros no puedo engañaros—. He hecho trampas en la sesión final de abdominales —«¡Y dieeeez….!»—, pero me han pillado. Ha sido duro: Paula me ha mirado con esa cara que ponen los padres antes de decir: «No estoy enfadado. Estoy decepcionado». He corrido a encerrarme a pensar en mi cuarto.

Día 4

Hoy he hecho un descubrimiento: en zumba, como en la vida, las mejores cosas pasan cuando te daba pereza salir y, al final, sales y conoces al hombre de tu vida. Hoy he estado a punto de no ir. Estaba cansada y, sobre todo, me daba vergüenza estrenar mis horribles zapatillas nuevas. Al final, me he armado de valor y he salido corriendo de casa hasta el gimnasio rezando para no cruzarme con nadie conocido. Y ha valido la pena porque al llegar me han hecho un regalo: UNA NUEVA. Una pobre señora despistada que iba, como yo aquel día, en chándal, y que me ha preguntado, nerviosa, mientras se acariciaba una cadenita de oro: «¿Es muy intensa la clase?».
A ver, podía haber dicho toda la verdad, pero no me pude resistir. ¿Maldad? Probablemente. En zumba descubres cosas de ti misma que no te imaginabas. «No, no… Es muy divertido. El primer día cuesta un poquito, pero vamos, nada…», le dije.
Pobre mujer.
Como soy mala, pero no tanto, antes de que empezara la clase le aconsejé que advirtiera a la Diosa que era su primera vez. Y yo creo que Paula había tenido un mal día porque lo que hizo durante los siguientes sesenta minutos solo tiene un nombre: ensañamiento. Nos hizo hacer cosas que jamás habíamos hecho, más sentadillas que nunca, más saltitos, patadas y flexiones… Busqué varias veces a la señora para mandarle esas miradas de complicidad y ánimo que tanto hubiera agradecido yo mi primer día. La última vez, ya no estaba.
Señora, si lee esto, vaya al Decathlon, cómprese unas mallas y vuelva a zumba. Lo vamos a pasar de maravilla y, si tenemos suerte, ¡pronto llegará otra nueva!

Día 5

La señora del otro día —la nueva, la que me preguntó, tan inocente, si la clase era muy intensa— no ha venido. Me sabe mal. Me sabe mal porque, la verdad, tengo remordimientos. Desde el martes, cuando le mentí para hacerme la listilla de zumba —a lo que hemos llegado—, he pensado mucho en esta mujer. Pero a la vez estoy un poco enfadada con ella. Me ha defraudado. Yo confiaba en verla aparecer por la puerta, con sus mallas nuevas y la cabeza alta. Incluso me había imaginado la escena del reencuentro: yo le chocaba la mano, como hacen en los gimnasios de las películas, y sin decirnos nada más, las dos entendíamos. Íbamos a ser compañeras. Aliadas.
Dos personas normales entre la Diosa y esas niñas de los tops y las mallas caras que sí saben hacer los movimientos obscenos —por algo será— y terminan la clase con la coleta en su sitio y la raya del ojo perfectamente pintada. Pero nada, me ha dejado tirada. Sigo siendo la única patosilla. La loca a la que las dobles de la Diosa hacen como que no ven cuando a mí me da el ataque de risa por contacto visual con el espejo.
La señora iba a entender. Pero no ha venido.

Día 6

La Diosa nos ha informado hoy de que próximamente habrá una master class, esto es, bailamos en un teatro y se supone que debemos invitar a amigos. ¿Pero a quién se le ocurre? ¿Por qué razón iba a querer yo que un ser querido me vea en semejante papelón y con estas horribles zapatillas? Yo quiero que me recordéis con mi estilazo, mi saber estar, mis zapatos.
Mis compañeras de las mallas caras y raya del ojo pintado se han entusiasmado. Ha habido aplausos y algún gritito. Y ahí es cuando me he dado cuenta yo de que nunca vamos a ser amigas.
Para no variar, hoy me ha pasado algo vergonzante. Ha venido un chico. Se ha colocado en la fila de delante y todo el rato se giraba hacia mí. Al principio me he enfadado —he estado a esto de darle un manotazo voluntario y decirle «pues tú también eres bastante patoso, ¿qué pasa?»—. Luego he pensado que quizá no se estaba riendo de mí. Y ya al final, solo por unos segundos, me he planteado la posibilidad de que le gustara. He oído historias de gente que va a ligar al gimnasio y nunca me las he creído.
Estéticamente, al menos, en mi caso —zapatillas horrorosas, mallas implacables, cara de semáforo—, son las horas más bajas. Pero por un momento he pensado: ¿Y si me ha pillado en mi ataque de risa por contacto visual con el espejo y le ha hecho gracia? ¿Y si él también es normal? ¿Y si él entiende?
No era el caso. Enseguida he descubierto que lo que hacía el chico no era mirarme a mí, sino comprobar si parpadeaba su móvil, que había dejado en un estante justo en mi dirección. El descubrimiento, claro, ha provocado otro ataque de risa. Y ahí me ha mirado con cara de susto y me he dado cuenta de que él tampoco entendía.
No voy a hacer amigos en zumba. Pero tampoco necesito más. Con vosotros, que jamás seréis invitados a esa master class —por el respeto que os tengo— me sobra.

Día 7

Creo que ya puedo decirlo: soy una más. ¡El de la puerta del gimnasio me ha saludado hoy! Antes no lo hacía porque no daba un duro por mí y no le culpo. Con lo que sé ahora, yo también habría desconfiado de una que llega en chándal —al gimnasio en chándal, ¿a quién se le ocurre?— y con unas zapatillas de la temporada 1998-1999.
Debió de pensar que iba a durar una clase, pero aquí estamos, ¡en zumba día 7! A lo mejor un día incluso se aprende mi nombre. Quién sabe, puede que hasta terminemos siendo amigos de Facebook.
Hoy he hecho otro descubrimiento: si escuchas la música en lugar de mirar fijamente a la profe, los pasos te salen mejor. Intentar copiar a la Diosa era un error. Los movimientos obscenos no se pueden imitar, son una cosa muy personal, cada uno tiene los suyos. Y empiezo a entender a Paula. Ya sé por qué nos hace hacer tantos tipos diferentes de abdominales: cada uno duele en un sitio distinto. Lo he descubierto ahora que he dejado de hacer trampas y ya hago las series enteras de diez.
¡Soy una más!

Día 8

El gimnasio engorda. ¡Me han salido músculos! Esto me preocupa. Nadie me avisó. ¿Y si se me ponen piernas de Roberto Carlos? No hacer deporte desde COU tenía sus ventajas: el cuerpo estaba blandito, sí, pero yo creo que ocupaba menos.
Hoy no he dado pie con bola porque he dedicado buena parte de la clase a escrutar la carne bajo las mallas de todas mis compañeras. No pude llegar a ninguna conclusión; había piernas de Roberto Carlos y piernas de Kate Moss. La Diosa tiene de estas últimas, pero es vegetariana —esto lo he averiguado en su perfil de Twitter—. Las de la raya del ojo perenne, las que ni sudan, creo que no comen. Están siempre hablando de unos batidos raros. Dudo que pasaran un control antidopaje.
Mi amigo Ángel, cuya bellísima mujer Paula hace esa cosa de las bicis locas, mantiene que las chicas delgadas están mejor con ropa, pero las que van al gimnasio, mejor desnudas. Esto tampoco me ha tranquilizado nada. Para empezar, sin ropa, suele haber menos público y menos exigente.
¿Las vegetarianas comen chocolate? ¿Y gominolas?

Día 9

Nuevo descubrimiento: ¡zumba es la maría del gimnasio! Aparentemente, los empollones son los de las máquinas, las pesas… No hablan con nosotras, las de las «clases colectivas», pero no hace falta, nos perdonan la vida con la mirada cuando nos ven pasar en grupo. Nos desprecian. Están convencidos de que no deberíamos estar allí, de que no pertenecemos a ese lugar. Si pudieran, sé que nos prohibirían la entrada. Al gimnasio, piensan ellos, no se va a bailar.
Nunca les miro, pero hoy he pillado a dos musculitos —de esos que sonríen a su propio reflejo en el espejo— riéndose de nosotras frente a la puerta de nuestra clase. Hubiera dado lo que fuera porque la Diosa les hiciera entrar y los pusiera en su sitio a base de sentadillas y patadas al aire. Iban a sudar como perros y a suplicar como nenazas que les dejaran volver a la elíptica de marras. Que los de las bicis locas me miren por encima del hombro, vale, pero levantar unas pesas —un dos, un dos…—, eso lo hace cualquiera. En zumba hay que tener coordinación, memoria de elefante, resistencia y poca vergüenza.
Sí, en el gimnasio hay castas. Y yo, para bien o para mal, pertenezco ya a las del ojo pintado. Son un poco pijas, sí. Se dopan con batidos raros, sí. Su destreza con los movimientos obscenos es inquietante, sí. Pero son mi tribu.

Día 10

Llevo dos días sin ir a zumba. El pasado martes era la famosa master class y no fui porque me entró pánico escénico. Sabía que no habría nadie conocido porque por el respeto que os tengo no os invité, pero la perspectiva de hacer el ridículo ante seres queridos de otros tampoco me entusiasmaba. También valoré el alto riesgo de presencia de cámaras y la altísima resolución de los omnipresentes smartphones. Se me pone la piel de gallina solo de pensar que algún vídeo o fotografía podría haber terminado en YouTube o similar hiriendo para siempre —en internet no hay olvido— ese delicado tesoro llamado reputación.

Día 11

Hoy he vuelto a zumba después de tres días de ausencias (uno por master class, dos por culpa de Mariano Rajoy). No esperaba una pancarta de bienvenida, pero sí algo más que la indiferencia con la que me ha recibido la Tribu del Ojo Pintado. El gimnasio es un sitio donde la gente va y viene y nadie te echa de menos. Es así.
He encontrado a Paula más Diosa que nunca. Ella sí que me ha reconocido, creo, y en cuanto me ha mirado me he avergonzado de mi Ferrero Rocher de ayer y de las cervezas del lunes. Ella tiene ese poder. Y ya sé por qué es. Es la coleta.
Algunos ya lo sabéis, pero para los que no, lo confieso aquí: yo era la gorda de mi clase. En el colegio me llamaban Natillas y cuando hice la primera comunión pesaba más de lo que peso ahora. A estos tres datos fundamentales de mi biografía le falta uno más: a mis padres les gustaba el pelo corto y de pequeña me obligaban a cortármelo a lo champiñón. A ellos ya les he perdonado, pero os podéis imaginar el efecto de aquella combinación fatal de cara-pan y corte a mitad de oreja.
Para mí, el cole es la clase de gimnasia, corriendo detrás de las niñas delgadas que llevaban unas coletas de caballo largas, perfectas, que se movían con gracia de izquierda a derecha delante de mí. Aún no sé cómo sobreviví. La coleta de la Diosa le llega por la cintura y en cuanto empieza a moverse como un péndulo al ritmo de esos espantosos hits, yo vuelvo a ser Natillas. A lo mejor no consigo que se me ponga un cuerpazo como el de Paula, pero ¿y lo que rejuvenezco? 

Día 12

La Diosa nos ha dicho hoy que no puede venir el próximo jueves y que «otro profe» nos dará la clase. Esto me ha provocado rabia y curiosidad. Rabia porque el Otro vendrá con coreografías distintas que no me voy a saber. Ahora, cuando ya me había aprendido los pasos de Paula y definido mis propios gestos obscenos. Ahora, que había dejado de dar pisotones y manotazos y salía del gimnasio sintiéndome Erin Brockovich. Y curiosidad, porque esa ausencia de la Diosa me llena de preguntas. Por ejemplo, ¿hay un Dios? ¿Es el aniversario del Dios y la Diosa y han quedado para cenar zanahorias —recordad, ella es vegetariana— a la luz de las velas en un restaurante romántico? ¿Se conocieron el Dios y la Diosa en un gimnasio? ¿Hablarán de mí? Es decir, ¿se reirán el Dios y la Diosa en la intimidad de las que aparecen en chándal y no saben hacer los gestos obscenos? ¿Tiene la Diosa ropa que le tape el ombligo?
La lista es más larga y, en realidad, las preguntas que más me atormentan son otras. ¿Y si ha leído más libros de Franzen que yo? ¿Y si no tiene rival al Trivial? ¿Y si la Diosa hace reír a sus amigos hasta que les duele la barriga? ¿Y si la Tierra es ese lugar injusto donde tener ese ombligo es compatible con ser inteligente y simpática? Oír a las misses decir que les hubiera gustado vivir la Segunda Guerra Mundial daba cierto sosiego, cierta paz (en el mundo).

Día 13

Hoy nos ha dado clase otro profe porque la Diosa, como sabéis, se ha cogido el día libre. Como me temía, el Otro ha venido con sus propias coreografías y no he dado pie con bola. Pero yo y todas. Ha habido momentos en que la clase ha sido una fiesta de manotazos. No os podéis imaginar lo que he disfrutado viendo a la Tribu del Ojo Pintado pisarse entre sí. Ha sido hermoso, democrático.
El Otro era un chico encantador. Daban ganas de llevártelo a casa, darle un beso en la frente y taparlo en el sofá con una manta, pero esta relación no va a ninguna parte: no me ha hecho sudar.
El reguetón no le va. Nos ha puesto temas de Adele. Es tan delicado que antes de cada canción nos explicaba lo que nos iba a hacer. Sobre todo, nos ha enseñado a interpretar las letras, es decir, a abrazarnos a nosotras mismas, a secarnos las lágrimas, a hacer como que a lo lejos, con una mano sobre los ojos para defendernos del sol, creíamos ver al hombre de nuestra vida y corríamos hacia él…
El mejor momento ha sido cuando ha puesto, seguidas, dos canciones de Grease y nos hemos vuelto locas —sobre todo él—. Sí, nos ha hecho reír, pero no nos ha hecho sudar. Y para un día, bien, pero nosotras pagamos por perrear. 

Día 14

Hoy he vuelto a clase después de un mes ausente por culpa, otra vez, de Mariano Rajoy. Mi pulsera de entrada no funcionaba porque habían caducado los cuatro meses que pagué la primera vez. Lo siguiente os lo podéis imaginar. Por supuesto, había una oferta de un año entero y el de la puerta se ha alegrado tanto de verme que no le he podido decir que no.
Solo éramos cuatro en clase. De la Tribu del Ojo Pintado, ni rastro. Y en lugar de la Diosa ha venido otra chica. La Impostora es morena y también tiene el culo en la coronilla y el pelo por la cintura, pero a diferencia de Paula lo lleva suelto, produciendo un efecto hipnótico. En un momento de la clase me he dado cuenta de que había dejado de bailar para mirarla. Francamente, no sé cuántos minutos he podido estar así, quieta, observando ese melenón en movimiento. Espero que no fueran muchos.
Con la Impostora se suda algo más que con aquel chico tan majo que nos ponía Adele, pero muy poco. He salido con mi mismo tono de piel y mi botellita de agua intacta porque no he necesitado rehidratarme durante el perreo. Es por ello que al final de la clase, que ha terminado sin aplausos ni nada —lo cual me ha entristecido—, me he subido a una elíptica de esas.
Es una máquina muy rara. Por ejemplo, lo que se hace sobre la elíptica ¿es correr o andar en bici? Esto no me quedó claro. Y los palos esos que te atacan dan bastante miedo. He pegado los brazos al cuerpo un rato hasta que me he atrevido a agarrarlos por la presión social —los demás me miraban raro—. Casi me caigo del cacharro. Luego me ha entrado un aburrimiento infinito. Los diez minutos se me han hecho eternos.
He cogido entonces una colchoneta, dispuesta a hacer abdominales, pero sin nadie que los cuente y te anime a hacer cinco más y luego otros cinco, no es lo mismo. He pensado en decirle a una chica que tenía al lado que si nos contábamos la una a la otra, pero mi incidente en la elíptica ya había enrarecido el ambiente y no me he atrevido. He hecho como tres de cada y me he rendido.
El gimnasio sin la Diosa no tiene sentido.

Día 15

Hoy ha venido Dios. Por fin, un digno sustituto de la Diosa. Nos ha hecho sudar —no como la Impostora—; mide como dos metros —sus brazos parecían troncos de árbol— y está como una cabra. La mitad de una canción ha sido solo saltar. Saltar como ranas. Por supuesto, han vuelto los aplausos.
«Un placer, el mundo es muy pequeño, volveremos a vernos…», ha dicho al final. Nos ha hecho polvo. Resulta que Dios es el sustituto de la Impostora porque, atención, a la Diosa la echaron por no tener un certificado.
¿Pero qué certificado? ¿Desde cuándo una diosa necesita papeles para ejercer? Rápidamente he movilizado a la Tribu del Ojo Pintado para presentar una queja. No tenemos nada contra la Impostora —que la manden a ese turno que hay muy temprano por las mañanas—. Pero queremos a la Diosa de vuelta, y si no es posible, si ella ha volado ya a otro gimnasio, entonces lo tenemos muy claro: queremos a Dios.
No nos han tomado muy en serio. Nos han hecho rellenar un papel que ponía «sugerencias». Supongo que es difícil que te respeten cuando llevas unas mallas de cinco euros del Decathlon.

Día 16

La Impostora se queda y la Diosa no va a volver. Hoy, antes de empezar a perrear, la Tribu del Ojo Pintado y yo hemos dedicado unos minutos a recordar sus virtudes, siendo la primera que nos hacía sudar más que ningún otro profe —incluso más que Dios—. Hemos entrado en clase cabizbajas y, de momento, nos negamos a aplaudir a la nueva.
La Impostora, la pobre, hace lo que puede, pero necesitamos tiempo. Nos va a costar aprender a quererla, porque con la Diosa se fueron también nuestras esperanzas de tener algún día el culo en la coronilla. Solo a ella podía ocurrírsele meter seis flexiones en medio de una canción de reguetón o dar patadas al aire durante dos minutos hasta que sentías que la pierna iba a desprenderse del resto del cuerpo.
Ella tenía esas locuras propias de los genios y sus órdenes iban a misa: diez abdominales. Diez sentadillas. Si te atrevías a hacer trampas, la culpa te perseguía cuatro días. Eso es el carisma.
Ya no viene a clase por culpa de esa estupidez de los certificados, pero de alguna forma, sigue presente. La Diosa está en todas partes y te mira cuando vas a comerte el segundo bombón o dudas si pedir postre. Eso me reconforta, pero no sé cuánto durará.

Día 17

Desde que la Diosa se fue, zumba cayó en una especie de rutina melancólica que no merecía ninguna publicidad. Pero el profe de hoy se ha ganado unas líneas. ¡Ha intentado relajarnos!
Ha apagado todas las luces y nos ha puesto, a traición, «Nothing Compares To You». Que nos tumbemos en las colchonetas. Que cerremos los ojos. No sé vosotros, pero a mí me dice un chico «cierra los ojos» y me entra un estrés tremendo. Cuando ha dicho «poned la mente en blanco», ya no había nada que hacer, estaba como una moto.
Lo primero que he pensado ha sido en el musculitos de la clase anterior que había dejado empapada de sudor mi colchoneta. He barajado la opción de levantarme en la oscuridad a cambiarla, pero me ha dado miedo que el profe me riñera. Luego he pensado en la mala suerte que tengo en la vida y por qué me había tocado a mí, ¡a mí!, la colchoneta más sudada de todas. Tenía que ser del chico que había visto salir pingando de step. Y diréis, qué tontería el step, bueno, pues id a verlos, parecen el Circo del Sol. «Respirad hondo….».
Luego he pensado que el profesor era cubano, por el acento. Me he acordado entonces de unas vacaciones en Cuba y he decidido que fue ahí donde todo se empezó a torcer. Maldita sea. «Imaginad que estáis en una playa espectacular. Escuchad las olas frente a las rocas…».
Cuando se ha acabado la canción he notado una contractura. Pero aún quedaba lo peor.
El profe se ha puesto a interpretar a capela «Me cuesta tanto olvidarte», de Mecano. Con las luces apagadas y ordenándonos que siguiéramos con los ojos cerrados. ¿Vosotros qué haríais? Yo he apretado los dientes con todas mis fuerzas para no reírme a carcajadas. Y de la tensión me ha dado un tirón. La Tribu del Ojo Pintado calladas como muertas. Una dijo, cuando por fin encendieron las luces, que se había quedado dormida.
Yo esta gente no sé de dónde ha salido.
Mi contractura ahí sigue.

Día 18

No os voy a engañar, no recuerdo cuánto tiempo hacía del último perreo. Llevaba preparada una excusa genial para cuando el de la puerta del gimnasio me preguntara, como un cura, pero en mallas, que cuándo había sido la última vez. Pero no estaba. En su lugar había una rubia mascando chicle. Le he dicho «hola». Ella me ha respondido con un globo rosa. Y entonces lo he visto. No es que no estuviera el de la puerta, es que nada estaba en su sitio. Habían hecho una reforma.
Resulta que utilizaron mi ausencia para pintar las paredes de otro color y cambiar las máquinas de sitio: la de los palos que te atacan y también las de las bebidas de color fosforito. Había paredes nuevas y unas luces cegadoras de neón azul. A lo lejos se oía gritar al monitor de spinning y he tratado de orientarme con su voz hasta la sala de zumba.
Naturalmente, me he perdido.
He atravesado el pasillo de musculitos con el corazón a doscientos pulsaciones de la angustia y sin haber hecho aún la primera sentadilla. Al fin, he encontrado la sala de la clase y a cinco desconocidas esperando en la puerta. De la Tribu del Ojo Pintado, ni rastro.
Recordé, con morriña, a la Diosa y su impresionante capacidad de convocatoria —aquella mujer con el culo en la coronilla llenaría estadios—. Me dio pena que las nuevas generaciones, aquellas cinco niñas en mallas, no la hubiesen conocido.
Llegó entonces el primer rostro conocido, ese profe que nos hace bailar con pesas, que allí se llaman «¡Discooooos!». No me reconoció. Sí saludó a las cinco niñas. Le odié un poquito. La clase fue un trámite sin emoción.

Día 19

Sé que algunos de vosotros, a mi espalda, comentasteis en su día, cuando yo bauticé a mi profesora de zumba como la Diosa, que exageraba. Que se me había ido un poco la cabeza, pobrecita, de tanto sudar. Bien, hoy he vuelto y la profe nueva se ha presentado como Ne-fer-ti-ti.
Es pronto aún para saber si tiene el carisma de la Diosa original, mi musa, pero como lo siento os lo digo: Nefertiti tiene madera. Incluso guarda cierto parecido físico con la Diosa. El pelo, por ejemplo, lo tienen igual de largo, es decir, por la cintura, y el culo le empieza, naturalmente, a la altura de la coronilla.
Si al salir de clase, con mi cara de semáforo, me hubiera tropezado con el genio de la lámpara, le habría pedido, sin dudarlo, que me convirtiera en Nefertiti. No nos engañemos, el periodismo se acaba. No hay exclusivas para todos. El papel se muere. ¿Internet de pago? Hay que diversificar. Y yo quiero el culo en la coronilla. Quiero saber hacer todos esos gestos obscenos —el catálogo de la nueva profe es simplemente impresionante—. Quiero esa melena hipnótica. Quiero que mi vida consista en mirar mi cuerpazo delante de un espejo, viendo de reojo, detrás de mí, a la panda de losers con culo de mortal, en el mismo sitio que todo el mundo, debajo de los michelines. 
¿Sabéis lo que podríamos hacer con todo eso? No me harían falta ni los dos siguientes deseos para pedir la paz en el mundo y que ningún niño pase hambre. Que me manden a la ONU, a Corea del Norte, a Rusia, con mi pantalón corto, mi top, y un disco de reguetón. No ha nacido un ser capaz de decirle que no a Nefertiti. Si me pongo, fijaos lo que os digo, puedo hasta salvar el periodismo.
Si el genio me concede el deseo, prometo tirar toda mi ropa a la basura y no volver a comprar nunca nada que me tape el ombligo. Prometo también regalar todos mis discos de Otis Redding, Nina Simone y Amália Rodrigues y escuchar reguetón sin parar. A partir de ahora, solo perreo. «Y si con otro pasas el ratooooo, vamos a ser feliz, vamos a ser feliz, felices los cuatro. Te agrandamos el cuartoooooo…».

Día 20

¿Qué es lo peor que te puede pasar en clase de zumba? ¿Dislocarte la cadera haciendo los gestos obscenos? ¿Encontrarte con alguien conocido, con alguien que te tenga un poco de respeto y que te lo pierda en ese preciso momento y para siempre? ¿Que se te caiga una lentilla en pleno perreo? No. Lo peor es lo que me pasó a mí antes de ayer.
No puedo hablar mal de Nefertiti. La profe llega siempre con un humor excelente y no deja de sonreír en toda la clase —es como si se hubiera tragado una percha—. Además, pone todo su empeño en hacernos creer: que es posible tener su cuerpo de diosa; que si sudamos como es debido algún día compraremos (tops) en las mismas tiendas… Pero Nefertiti hace una cosa horrible: de vez en cuando —lo hizo el otro día— para y grita: «¡Por parejaaaaaaas!».
Fue todo muy rápido y a mí me faltaron reflejos. Cuando quise reaccionar, ya era tarde: toda la clase estaba emparejada, salvo yo. Intenté esconderme desde mi sitio —la última fila—, detrás de una pareja, pero Nefertiti, que tiene visión panorámica, me cazó y gritó: «Tú, ¡conmigo!».
En un gesto desesperado, intenté hacerme la sorda, lo que en zumba no tenía mucho sentido. Miré fijamente al suelo, suplicando que me tragara en ese momento y me volviera a escupir a la superficie cuando la clase hubiera terminado. Pero Nefertiti me llamaba y me llamaba. Todas las parejas me miraban. No tenía escapatoria. Levanté entonces la cabeza y la vi, esperándome en la primera fila con su sonrisa perenne. Negué con la cabeza y creo que hasta se me escapó una lágrima, pero Nefertiti debió confundirla con sudor, me cogió de la mano y me llevó hasta su sitio, delante de todo, a apenas unos centímetros del espejo implacable.
Estaba condenada. 
Antes de que empezara la canción más larga del mundo, me dio tiempo a mirarnos a las dos, tan diferentes y, sin embargo, miembros de la misma especie. De cerca, Nefertiti hace daño a la vista: esos músculos perfectos, marcados, pero discretos, elegantes. Esa forma de moverse, como si fuera el único ser del que la Tierra tira hacia arriba, no hacia abajo…
Fueron unos pocos segundos, pero toda mi vida pasó por delante, proyectada en el espejo: cuando fui la gorda de la clase, el vestido de la primera comunión —con can can, a quién se le ocurre—, los primeros Levi’s, de Portugal, los exámenes de selectividad, aquel novio, este otro, mudanzas, vacaciones, cumpleaños… Supe que aquello iba a ser un desastre, entre otras muchas cosas porque yo llevaba un mes sin ir a clase y todas las coreografías eran nuevas. Me cayó —ahora sí— una gota de sudor, pero frío, helador, desde la nuca hasta el top —por supuesto interior— que llevaba. Y sonó la música. 
Si ya es difícil bailar solo, siguiendo los múltiples pasos que caben en dos acordes de reguetón, intentar coordinarlos con otro es, simplemente, misión imposible. En el primer tramo de la canción más larga del mundo pisé varias veces a Nefertiti y le di unos cuantos manotazos que ella, hay que decirlo, encajó con mucha deportividad y sin perder la sonrisa. Al final conseguí imitar parte de la coreografía, pero siempre en diferido, es decir, yo hacía los pasos cuando el resto de la clase ya estaba a otra cosa: unas piruetas, unas sentadillas…
Cuando al fin terminó el suplicio, Nefertiti me dijo: «Qué graciosos sois». Lo dijo así, en plural, y pienso que se refería al común de los mortales. Yo regresé, efectivamente mortificada, a mi sitio en la última fila, sin atreverme a mirar a mis compañeras, que aún se reían. 
Cuando tres canciones más tarde, Nefertiti lo volvió a hacer —«¡Por parejaaaaaas!»— yo agarré rápidamente a la chica que tenía al lado por el brazo izquierdo. Su antigua pareja la agarraba también por el derecho, pero yo decidí que ese brazo y yo íbamos a ir juntos al fin del mundo. Resistí. Fueron unos segundos violentos, muy tensos, pero finalmente, la otra chica se rindió y soltó a mi compañera. Le pregunté cómo se llamaba porque la noté algo asustada. Me dijo que era su primer día. No dimos pie con bola. Pero nos reímos tanto que ella casi se ahoga a mitad de la canción. 
Desde entonces tengo pesadillas. Nefertiti me lleva a la primera fila y todos se ríen de mí. O de repente dice: «Ahora vamos a parar la clase hasta que a Natalia le salga la coreografía». Lo único bueno es que, de la angustia, me despierto encharcada en sudor y quemo calorías.
No somos nadie.

miércoles, 31 de enero de 2018

"¿Qué es escribir bien?" por Alberto Olmos


Escribir sobre escribir bien es ya un exceso, porque lo único que deberías hacer para pontificar sobre la buena escritura es demostrarla. Quizá por eso se cuenta con tan pocas incursiones en este terreno, más allá de los manuales de gramática, los libros sobre claridad expositiva y los cuadernillos de caligrafía. La noción “escribir bien”, en efecto, puede llevarnos a pensar en tildes y concordancias, en sencillez y comunicabilidad, en letra manuscrita impecable. Un bando municipal puede estar bien escrito, al igual que el prospecto de un medicamento o las primeras palabras de tu hijo de seis años sobre la pizarra. Sin embargo, cuando un escritor escribe bien no importan tanto la ortografía (pues pueden habérsela corregido), la claridad (muchas veces se dice de alguien que escribe bien en la medida en la que no se le entiende) o la buena letra. Es entonces cuando escribir bien significa otra cosa: significa gracia.

Con todo, algo hay en escribir bien de los otros sentidos de este elogio. Pocos escritores tienen la desvergüenza de esperar a que los correctores de una editorial les aseen la sintaxis, y casi todos empezamos en esto memorizando que no se dice sentarse en una mesa, sino “a” una mesa, amén de mil pormenores lingüísticos más. El anhelo de buena prosa sugiere la importancia de conocer el idioma con el que vas a trabajar. Por supuesto, nunca se termina de aprender, y por eso los correctores profesionales siguen teniendo mucho trabajo.

Ellos son devotos de la norma lingüística, que establece el terreno de juego del escritor, lleno de límites, prohibiciones y usos recomendados. La norma es la automatización del idioma, la fijación de un universo previsible. “El gato maúlla”; “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”; “la policía se incautó de cuatro kilos de hachís”. Eso es escribir bien; pero ningún escritor escribe bien escribiendo así de bien.

Desvíos

El motivo se encuentra en que la corrección no tiene gracia. Acudimos a la décima acepción del diccionario para empezar a intuir qué es la gracia literaria: “Dicho o hecho divertido o sorprendente”. El formalismo ruso estableció que la desautomatización del texto es una de las características fundamentales de la literariedad. Es decir, un texto es literatura porque contiene una revolución, no dice lo que dice, no lo dice como tú lo dirías y nunca acaba de decir nada verdaderamente útil.

Escribir bien es conjurar la sorpresa, introducir desvíos en la norma. Escribir bien es lograr la expresividad a pesar de las propias palabras, que saben muy bien qué significan y con qué otras palabras pueden juntarse.

En la escuela nos enseñan que tres o más adjetivos se separan por comas y llevan la conjunción “y” entre el penúltimo y el último; por eso hemos escrito más arriba: “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”. Es una frase que podemos oír en el Metro, leer en un mail o encontrar en un artículo de prensa. Solo informa. Si escribimos: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”, ¿estamos diciendo exactamente lo mismo?

Lo cierto es que no oiremos esta frase en el metro ni la leeremos en un mail o en un periódico: solo los escritores producen una frase así. Ha sido suficiente con adelantar un poco la y griega para modular un significado y que diga algo más, como desde un doble fondo. La ciudad de la frase no normativa parece de hecho más ruidosa que la otra, que es más o menos igual de grande que de sucia, e igual de ruidosa que de grande. Hasta da la impresión, en la segunda frase, de que “grande” y “sucia” se proponen como sinónimos.

También suceden cosas con el significado de una frase tan simple si escribimos: “La ciudad era grande y sucia y ruidosa”. Ahora parece que odiamos esa ciudad, algo que no habíamos descubierto con: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”. Pero hay más: “La ciudad era grande, sucia, ruidosa”. Aquí el narrador es un señor muy tranquilo que tiene perfectamente asumidas las características de la ciudad de la que habla. Su sosiego vital solo ha necesitado eliminar una conjunción para sernos revelado.

Cuando un autor que mima su prosa comenta que anda estancado, improductivo o desesperado se refiere exactamente a esto: ¿la ciudad era grande, sucia y ruidosa o era grande y sucia, ruidosa o era grande y sucia y ruidosa o era grande, sucia, ruidosa? Se trata de una frase de siete palabras, quizá seis. Una novela estándar tiene 60.000. Dense cuenta de lo difícil que es controlar el doble fondo de 60.000 cajones.

Leer bien

La primera vez que vi este uso de la conjunción “y” fue en un poema de César Vallejo: “Son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros/ la soledad, la lluvia, los caminos”. Desde entonces he utilizado este recurso en muchas ocasiones. Simplemente copio.

A lo mejor César Vallejo también copiaba, pues no resulta fácil saber cuándo aprendió uno a leer bien, y quizá leí antes algo similar en Cervantes o en Quevedo, sin apreciarlo.

¿Qué relación hay entre escribir bien y leer bien? Salvo genialidad absoluta, nadie escribe bien sin leer bien, es decir, sin copiar giros, atrevimientos y recursos de otro autor. Inventar un desvío a la norma que tenga fuerza expresiva no es tan fácil como parece: casi todos son heredados.

Tampoco leer bien resulta común, y puede decirse que la mayoría de los lectores no sabe leer. Esto casa perfectamente con la evidencia contraria: que la mayoría de los escritores no sabe escribir.

Si añadimos además que escribir bien siempre será discutible, pues lo que para unos es un gran prosista para otros es un cantamañanas, nos encontramos de pronto ante el mayor reto por escrito de todos los tiempos: resolver qué es escribir bien.

sábado, 27 de enero de 2018

"El porno es, y ha sido, cultura" por Martín Sacristán



Si consideramos la cultura en su concepto más amplio, el de conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial, no podemos dejar fuera la pornografía. Y si las mejores obras de arte son aquellas que mejor captan la expresión de la vida humana, hay que reconocerle al porno su certero reflejo de nuestros deseos y aspiraciones sexuales. Sean cuales sean, se cumplan o no.

Solo en la web porno más grande y visitada del planeta existen ochenta y nueve categorías entre las que elegir. No están todas las que podemos encontrar online, solamente aquellas que más demanda generan, y precisamente por eso pueden ayudarnos a conocer cuáles son los gustos sexuales de nuestros congéneres. A muchos nos sonarán términos como «maduras», «anal» o «corridas», pero necesitaremos estar más especializados para entender qué es «bukkake», «fisting» o «hentai». Y, definitivamente, términos como «cuckold» o «estilo panda» se nos escaparán, a menos que formen parte de nuestras íntimas fantasías. Lo cierto es que el acceso a todas estas modalidades sexuales en formato vídeo es gratuito en un gran número de webs, y con el coste de una conexión a internet podremos satisfacer nuestra curiosidad en pocos minutos. Y ampliar nuestra educación sexual, siempre entendida como saber qué cosas pueden dedicarse a hacer los demás, o uno mismo, con la pareja.

Muchos moralistas claman contra el acceso fácil y gratuito a la pornografía que internet ha hecho posible. Pero su reacción es tan poco nueva como el propio porno, que nos ha acompañado desde el mismo origen del homo sapiens. Posiblemente porque la curiosidad, y el despertar del deseo sexual al final de la infancia, sea algo común a todos nosotros. Las sociedades de raíz judeocristiana han tratado de hacérnoslo olvidar, pero la cultura humana se ha empeñado, desde siempre, en proporcionarse porno.

La manifestación más antigua de que disponemos son las pinturas rupestres, donde los muñecos fálicos o la representación del sexo de la mujer son habituales, como en el «camarín de las vulvas» de la cueva de Tito Bustillo, en Asturias. Si el sentido de esos genitales sueltos se nos escapa por estar aislados, en los grabados, más centrados en escenas, se hace mucho más explícito. En la cueva de los Casares, Guadalajara, los hombres y mujeres paleolíticos dejaron tallados en la piedra de las paredes dibujos inequívocamente sexuales. En uno de ellos una mujer tumbada en el suelo recibe a un hombre, mientras un chamán vestido de mamut ayuda con su colmillo de marfil a la penetración. Puede que no sea un chamán, sino un dios, y que se esté contando un hecho mitológico, pero es innegable que representa un acto sexual. En otros yacimientos paleolíticos de Europa se han hallado escenas similares, e igualmente explícitas, con sexo lésbico, gay, zoofilia, masturbaciones y sexo oral bi y homosexual. Sesudas explicaciones de especialistas nos remiten a cultos a la fertilidad y significados mágicos, pero tal vez deberíamos dejar también espacio a una explicación más banal. Aquellos grabados les ponían, y esa es la función de la pornografía. Animar a la práctica sexual, o aliviar a las personas necesitadas de practicarla con un estímulo a la masturbación.

Egipcios, griegos y romanos son célebres por la presencia de la sexualidad en su vida cotidiana. En cambio la Edad Media suele concebirse como un periodo en que los mandatos de abstinencia y castidad de la Iglesia acabaron con lo sexual. Ese es un relato incompleto. Pocos documentos han dejado tantas evidencias de la imaginación sexual de los cristianos medievales como unos libros elaborados por monjes irlandeses. Son los penitenciales, que se distribuyeron ampliamente por Europa debido a la extensa labor misionera en el continente por parte de la Iglesia de Irlanda. La principal función de estos libros era ayudar a los sacerdotes para que adecuaran la penitencia al pecado cometido. Una labor fundamental para ellos, pues solo imponiendo un castigo justo salvarían las almas del infierno. El penitencial era básicamente un libro de preguntas, porque partía de la base de que el pecador no confesaría motu proprio, y que muchas veces sería tan ignorante como para no saber que estaba cometiendo un pecado.

Así que debemos imaginarnos a los confesores de entre los siglos VI y IX preguntando en la penumbra de una iglesia románica al creyente si «ha comido la menstruación de una mujer»; «practicado sexo con animales de cuatro patas»; «bebido el semen de un hombre»; «dejado que le penetraran analmente o penetrado él mismo por detrás»; «frotado sus genitales con los de otras mujeres» (pregunta dirigida a ellas); «fornicado con una monja»; «practicado el sexo en la posición del perrito»; o «practicado el sexo con tus hijas», entre otros. Son preguntas tomadas directamente de distintos penitenciales, que, no lo olvidemos, están escritos en latín. El pobre sacerdote, supuestamente célibe, tenía que traducirlas, de la manera más explícita posible, para ser bien comprendido, a sus vecinos. Se me hace difícil imaginar que al uno y a los otros no se les pasaran por la cabeza las imágenes de lo que se estaba describiendo. Y si su cura no les abría los ojos con aquello, la enorme preocupación de los penitenciales por el incesto, la zoofilia, el sexo oral y el homosexual, así como por las posturas distintas a la del misionero, hace más que evidente que la vida sexual europea en la Edad Media era bastante variada.

La Iglesia de Roma y su papa, siempre preocupada por una teología unificada, consiguió abolir y quemar en hoguera pública los penitenciales en el siglo IX. Aunque conservó una idea contenida en ellos, la de que la masturbación dejaba ciego. Mientras, los juglares y trovadores, que narraban sus poemas de memoria, dejando escasa presencia de ellos en documentos escritos, continuaron propagando la literatura erótica de forma oral. Y en la Baja Edad Media esa tradición volvió a ponerse por escrito. Los Cuentos de Canterbury, en lengua inglesa, nos hablan de un estudiante de música alojado en casa de un carpintero y, con una imagen muy explícita, nos explican que el día que el joven toca a la mujer de su casero, «ella se retuerce como un potrillo al que están herrando». Otra de las narraciones, la de la comadre de Beth, asegura que «un rabo goloso encaja con una boca laminera (golosona)». La Carajicomedia, escrita en castellano ya al principio del Renacimiento, tiene por protagonista a Diego Fajardo, «con luengos cojones como un incensario», que busca un remedio para su impotencia senil y hace un recorrido por los más famosos prostíbulos de Castilla y sus meretrices, hasta morir agotado de tanto meter. El catalán tiene también su obra cumbre, el Speculum al foder, que podríamos traducir como ‘Manual para joder’. Es un tratado sobre sexología que no atiende únicamente lo pornográfico, sino que da consejos sobre prácticas de higiene —es un decir—, y sobre cómo aumentar el deseo sexual con afrodisíacos. Nos habla de la existencia de consoladores de cuero rellenos de algodón, habituales entre las mujeres, y de la importancia de las caricias previas para excitar a la pareja. «A la mujer (…) que el hombre le haga cinco cosas: besarla, sobarla, pellizcarla, estrecharla y herirla con las manos. (…) Debe besarla en la boca, las mejillas, los pechos, las piernas y el vientre». El autor añade además una serie de posturas para hacer el amor, explicando que la más frecuente es la del misionero, pero con la mujer levantando las piernas y enlazando con ellas al hombre. Propone hacerlo en cuclillas, de lado, en pie, a lo perrito, y así hasta treinta y dos variantes posturales.

Las instituciones religiosas tardaron muchos siglos en someter al pueblo a su moral. Y la pornografía siguió acompañando a los europeos, con suficientes variedades como para generar abundante tráfico hacia un portal porno de nuestros días. Cuando llegó el Renacimiento la revolución pictórica plasmó por primera vez imágenes mitológicas, elaborada excusa para pintar mujeres y hombres desnudos. Podemos acercarnos a ese arte con muy eruditas intenciones, pero seríamos unos cínicos si no comprendiéramos que a sus contemporáneos les excitaba bastante. Si no, pregúntense por qué las figuras de la Capilla Sixtina estuvieron originalmente desnudas, y un papa mandó taparlas con telas tras la muerte de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Tampoco caigamos en la confusión, tales pinturas eran para unos pocos obispos, cardenales, papas, y para los nobles en sus palacios. El pueblo común no tenía acceso a la imaginería porno, aunque se conformaba con los versos eróticos.

Muchos de los que han oído hablar del Decamerón de Boccaccio no saben nada de Pietro Aretino, el gran pornógrafo renacentista. Sus obras han circulado bajo cuerda en las bibliotecas privadas de toda Europa y, si me permiten decirlo, siguen siendo divertidas y excitantes. La más conocida de ellas, La cortesana, es una burla de El cortesano, de Baldassarre Castiglione, best seller de su tiempo y manual de buenas maneras para aquellos que quisieran seguir una carrera en la corte, esto es, entre los reyes o nobles. Si Castiglione hace hablar a nobles personajes, Aretino emplea a dos prostitutas, que conversan sobre sus pasadas glorias, mientras una instruye a la otra en cómo introducir a su propia hija en el oficio. Para hacernos una idea, el libro abre con la protagonista siendo novicia y viendo por una rendija al abad enredado en una orgía con jovencitos. Su calentón es tal ante la escena que usa para masturbarse unos consoladores de cristal veneciano, los cuales rellena con su orina para que no estén tan fríos. Y así todo el libro.

Más interesante por su repercusión son Los modos, del mismo autor, un conjunto de dieciséis poemas ilustrados con penetraciones explícitas en dieciséis posturas diferentes. Es el primer libro impreso de carácter pornográfico conocido, y el primero que iba a poner en manos de la gente común las imágenes de la pintura reservadas a los ricos. Sus grabados estaban hechos por un discípulo de Rafael de Urbino, y los poemas de Aretino no dejaban dudas sobre el contenido: «Deprisa, a follar, vamos a follar, amor mío / que para follar todos hemos nacido; / que si tú adoras la verga, yo amo el higo: / y sin esto, el mundo al carajo hubiera ido». La edición fue secuestrada, el impresor encarcelado, aunque Aretino consiguió librarle, y Giulio Romano (el autor de las ilustraciones) se refugió definitivamente en Mantua; al poeta acabarían tratando de asesinarlo por orden del secretario papal. No se conservan las imágenes originales, sí algunos fragmentos atribuidos, y supuestas copias realizadas por otros autores.

No hay constancia de volviera a haber otro intento tan claro de imprimir la pornografía en imágenes. Posiblemente porque el movimiento de la Contrarreforma consiguió dar más poder a la Inquisición en los países católicos, dado el interés de monarcas como Felipe II por parar al protestantismo. Es una época donde la Carajicomedia o el Speculum al foder lo hubieran tenido mucho más difícil para salir a la luz. A cambio, muchas historias eróticas circularon en hojas sueltas, anónimas, pegadas en las paredes, y aprendidas de memoria para transmitirlas en las tabernas.

Claro que también había autores que no se iban a asustar por la amenaza de las llamas. Francisco Delicado, clérigo español ubicado en Roma, nos hace en La lozana andaluza el mejor retrato de la prostitución en Roma en tiempos de Aretino y del papa Clemente VII. Explica todos los modos que usan las meretrices para ganar dinero con sus clientes y la forma de ejercer su oficio según la categoría. Las más tiradas son las muralleras, mujeres viejas o desfiguradas que rondan la muralla de noche y son tomadas desde atrás para no ver su cara horrible, aunque a cambio son la opción más barata. En un precio medio están las «chicas de la candela», que encienden una vela detrás de la ventana de su cuarto para avisar al paseante de que allí hay una libre. Y en lo más alto las que tienen casa propia, joyas, una mascota que suele ser un mono o un ave exótica, reservadas a hombres ricos. En la novela, Lozana, la protagonista, después de haber probado casi todas las variantes, y Rampín, su chulo, acabarán huyendo a Venecia antes del Saco de Roma, esa destrucción de la ciudad por las tropas de Carlos V. Comidos, eso sí, por la sífilis.

Ni siquiera los grandes herederos de Torquemada hicieron temblar a nuestros grandes poetas del Siglo de Oro. Con su habilidad para manejar los pies métricos, y ese lenguaje clásico del XVI-XVII, nos dejaron testimonios sobre cómo dos damas se amaron usando un consolador que incluía tiras de cuero para atarlo a la cintura. Los criados jóvenes se acostaban con sus señoras, y las jóvenes solteras buscaban consuelo en los frailes confesores, que tenían fama de calzar buena talla. Había defensores en verso de las gordas, y otros de las delgadas, y otros más que preferían a las maduras —hoy llamadas MILF—: «yo, para mí más quiero una matrona / que con mil artificios se remoza / y, por gozar de aquel que la retoza, / una noche de la hora no perdona». Todos son anónimos, pero no es difícil encontrar los rasgos del culteranismo de Góngora, del conceptismo de Quevedo, y tampoco identificar la maestría de Lope de Vega. Así que, ya ven, no todo fue el Quijote y su Cervantes, autor por lo demás bastante pacato en cuanto a sexo se refiere. La culpa de que pensemos así es de la mojigatería de nuestros académicos, que nunca se han atrevido a desvelarnos que nuestros escritores eran, además de lo demás, unos cachondos.

Nuestro país renegó de los clásicos del Siglo de Oro en el XVIII, pero no de lo pornográfico. Y uso este término separándolo del erotismo, porque el porno es bien explícito. Así lo es Samaniego, el famoso autor de «La zorra y las uvas», en su divertido Jardín de Venus. En esa obra el fabulista explota a menudo la realidad de que los pobres solo tenían una cama, y un hombre casado que duerme con su madre, su mujer y sus dos cuñadas, acaba catándolas a todas, mientras muchos niños se descalabran al caer de la cama por los empellones de su padre a su madre. Los muchachos cortan el pene monstruoso de un soldado, y lo inflan soplando por broma, rellenándolo de un canuto de metal, hasta que acaba en manos de una vieja, admirada de su tamaño. Un viajero se traslada al país de Siempre-mete, donde, por no poder hacer el amor más de trece veces seguidas, es sodomizado a placer por tres negros. Hay incluso hombres que se masturban en las iglesias oyendo el Cantar de los Cantares. Fábulas eróticas del fabulista por excelencia, y sin moraleja.

El otro gran autor del XVIII, Leandro Fernández de Moratín, escribió en verso un Arte de las putas que es un auténtico ataque contra los puritanos. De forma sesuda, pero ágil y amena, explica que es imposible que el hombre no tenga poluciones nocturnas, y juzga muy necesario que existan las prostitutas para calmarle, a costa de que, si no, todas las mujeres honestas acabarán deshonradas. Y para dar más razón a sus argumentos cita la Biblia, refiriéndose a la mulata Agar, que reverdeció el deseo sexual de Abraham, y a Loth, que hizo nietos en sus hijas.

La pornografía siguió acompañando la cultura durante los siglos XIX y XX, el momento de mayor influencia, pues lo erótico y lo sexual fueron ganando la batalla al puritanismo. De hecho, el mayor revolucionario fue un inglés de la Inglaterra victoriana que, además de ser de los pocos infieles que ha entrado en la Kaaba de La Meca, tradujo al inglés el Kama-sutra, generando luxaciones lumbares hasta nuestros días. Sin duda, la revolución sexual y la liberación de la mujer a partir de la década de 1960 facilitaron la paulatina existencia de revistas pornográficas, primero, y producciones cinematográficas, después, hasta que porno e internet se hicieron prácticamente sinónimos. Nunca en la historia de la humanidad el acceso había sido tan fácil y la variedad tan grande como en nuestros días. Pero eso no significa que el porno no haya sido siempre parte de nuestra cultura, prohibido o no, porque nada que sea tan humano como el deseo sexual puede dejar de formar parte de nosotros.

miércoles, 24 de enero de 2018

Diario de jefatura: la realidad y el deseo.


Ella era boba, él también. Se sentaban juntos, felices, cerca de la pizarra. Él era miope, ella también. Los dos sabían besar como en las películas, incluso mejor. Se esperaban a salir de clase. Dentro no se atrevían. Él era bobo, ella también. Y felices. Cuando nadie los veía se arrimaban a la pared del gimnasio y se apretaban fuerte. En invierno, para arroparse; en verano no sabían por qué. Ella era boba, él también, y miopes, y adolescentes. Se querían. O eso parecía. Él no le decía nada a ella. Ella a él, tampoco. Solo sonreían antes de besarse, enrojecían y juntaban los labios y los cuerpos. No había por qué hablar. Cuando sonaba el timbre, esperaban a que el profesor abandonara el aula y se cogían de la mano. Sin decirse nada. Por naturaleza, como la gata que muerde a su cría en el pescuezo para cambiar de madriguera. Ella era boba, y feliz. Él era bobo, y feliz. Su comportamiento era ejemplar y eso les daba el aprobado porque él era bobo y callado, y ella también. El amor les ofrecía su recompensa no solo en la pared del gimnasio, sino también en el boletín de notas. Aprendieron a callar, a mirarse, a tocarse, a observar con arrobo la pizarra pensando en el timbre del recreo o en el de salida. Aprendieron que el deseo era incluso mejor que la realidad. Comprendieron a Cernuda, comprendieron a las nubes. Comprendieron. Y él, cada día, era menos bobo; y ella, cada día, era menos boba. La espera y el amor les arrancaron la bobería. Y nadie reparó en esa vieja metodología educativa que libraba a los bobos de su bobería. Ningún pedagogo, ningún profesor; ni siquiera ningún inspector registró la proeza. No los vieron, no vieron su bobería. Y cuando despertaron de ella, tampoco vieron su proeza, ni el deseo, ni las nubes. Andaban cabizbajos, con botellas y carteras en las manos. Con los ojos muertos en la papelera.       

martes, 23 de enero de 2018

"Elegantia iuris" por Yolanda Gándara



Hay belleza en el lenguaje del delito. La elegancia de la semántica arcaica proporciona a los términos legales una estética que nos puede pasar desapercibida por la reincidencia con la que nos hemos acostumbrado a oírlos. Habituados a comer con el cohecho y cenar con la malversación, tal vez no reparemos en la armonía de estas palabras. Si nos detenemos a observarlas en su forma, despojadas de su significado y aplicación jurídica, descubrimos la poesía del léxico del delito.

Cohecho es —presuntamente— una preciosa alegoría relacionada con el cultivo. Dice Covarruvias que «según algunos la palabra cohecho es castellana y metafórica, porque cohechar se dice propiamente aderezar el labrador la tierra, ararla y cavarla, y disponerla con esto, y con estercolarla y regarla, si puede, para que le dé fruto». El sentido recto de cohechar pervive en nuestros días con el significado de «Alzar el barbecho, o dar a la tierra la última vuelta antes de sembrar», según el Diccionario de la Real Academia; una imagen que remite, sea cierto o no el origen metafórico, a la aplicación en las labores de corruptela: abonar el terreno para recolectar. Cohechar para cosechar. En el sentido fraudulento forma parte desde antiguo de nuestra literatura. Cervantes da cuenta de su fama y difusión entre los coetáneos de Don Quijote:

Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones; y pues vos sabéis que sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cuantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura.

Según Corominas, también tenemos un referente agrícola en el término prevaricación, que proviene del latín praevaricari, «hacer guiñadas el arado», es decir, torcerse al hacer los surcos. El Diccionario de Autoridades recoge una acepción no punible de prevaricar, lamentablemente ya en desuso, que dice así: «Significa también trastocar, o invertir y confundir el orden y disposición de alguna cosa, colocándola fuera del lugar que le corresponde. Lat. Pervertere». La prevaricación de Adán es el primer pecado o, podríamos decir, el delito original. Cervantes usa el término prevaricador en el Quijote en dos ocasiones. Una de ellas cuando el hidalgo acusa a Sancho de «prevaricador del buen lenguaje».

Fiscal has de decir, dijo Don Quijote, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.

La idea de conducirse de mala forma o llevar a otros por el mal camino (o de desviar caudales que no sean de agua) es compartida por muchos términos del campo semántico de la corrupción, aportando matices gráficos en su composición. Este mismo sentido general que implica no obrar de forma recta lo comprende malversar, que puede parecer un verbo creado en un duelo de raperos acusándose de hacer malas rimas, si nos abstraemos de su mala reputación. De la mala reputación del término, no de la de los raperos. La malversación no es tan añeja como el cohecho o la prevaricación y su etimología, en principio, es diáfana; pero su frescura no debería suponer un obstáculo para reparar en su cadencia y su reminiscencia lírica.

Sobornar deriva del verbo ornare (adornar, arreglar) con el prefijo sub-, que viene a significar preparar a alguien de forma oculta, por debajo, para obtener un beneficio. Con soborno volvemos a la imagen laboriosa de su sinónimo cohecho pero con una figura más cálida, cercana y sonora.

Si hay una expresión tremenda, imponente, magnífica, digna de ser pronunciada por Pedro Piqueras, esa es la de lesa humanidad. Un concepto amplio que conserva vivo el uso derivado de laesus (dañado, ofendido) junto al resistente ileso, sa de la lengua común.

Pérdidas irreparables para el lexicón de la malfechoría son los delitos de alcahuetería y lenocinio o el no menos hermoso de baratería, similar al cohecho o el soborno y de dudosa etimología en la que es difícil delimitar si barato con el sentido de «bajo precio» es previo o posterior al de «engaño». En el capítulo XLV del Quijote podemos conjeturar sobre el significado de Barataria como un lugar fraudulento, si bien es cierto que dar barato también significaba «dar propina» y con ese sentido lo utiliza Cervantes en otros pasajes.

Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el lugar se llamaba «Baratario» o ya por el barato con que se le había dado el gobierno.

Sirva esta intromisión en la intimidad de las voces delictivas como defensa de su honor y de su imagen. En la mía propia, en prevención de ser acusada de apología, aporto como prueba exculpatoria uno de los pasajes más populares y hermosos de la obra de Cervantes y hago mías las palabras de Don Quijote.

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

sábado, 20 de enero de 2018

"El club de los mentirosos" de Mary Karr


Algunos de los pocos fragmentos que he leído con verdadero interés de este libro y no precisamente por su valor literario, sino por las peculiaridades del sistema educativo americano. Esta moda insulsa de la autobiografía maldita se me atraganta cada vez más. Es evidente que hay que confiar poco en las listas de libros recomendados por los periódicos "serios" (demasiados intereses):

"En Texas, además, una pandilla de chavales de cuarto sin vigilancia habría puesto los pupitres del revés, escrito palabrotas en la pizarra, prendido fogatas en las papeleras, escogido a un cabeza de turco al que martirizar. Aun así la maestra salió al pasillo disimuladamente y nos dejó solos sin dedicarnos más que una breve mirada."

"La mayoría de mis compañeros se echaba sobre los cuadernos e intentaba dormir. Un niño evaluaba la calidad de la jornada durmiéndose encima de un papel milimetrado. Luego trazaba un círculo alrededor de la mancha de baba que había quedado y comparaba el tamaño y la forma con la mancha del día anterior."

"El absurdo sistema se basaba en ir pasando de nivel sin ningún tipo de supervisión. Incluso tenías que corregirte tú mismo los exámenes. El monitor (una alumna) te pasaba la clave con las respuestas y un lápiz rojo para señalar los errores."