lunes, 3 de julio de 2017

Emilio Lledó: "Hay que hacer mentes libres" por Tereixa Constenla



Ser el sabio oficial de un país es agotador. Todos, todo el rato, quieren una frase redonda, una enseñanza iluminadora, una conferencia memorable. Emilio Lledó (Sevilla, 1927) dice que está aburrido de escucharse a sí mismo. Pero no lo está. Sabe que solo a través de la palabra puede incitar a la reflexión. Y en hacer pensar está desde que se convirtió en profesor de Historia de la Filosofía: “Creo mucho en la cultura, en el sentido técnico de la educación, de hacer una persona crítica, y al mismo tiempo la educación es también unos modales. Por eso la Educación para la Ciudadanía es fundamental. No se trata de enseñar asignaturitas, sino de hacer pensar”.

En Dar razón (KRK), el libro que resume 50 años de entrevistas con el filósofo y académico, se aprecia esa pervivencia de sus afanes: “Se ve que tengo las mismas obsesiones”. Si en 1965 lamentaba “la estrechez de muchos de nuestros planteamientos pedagógicos”, en 2017 censura “la proliferación de colegios privados que rompen el principio de igualdad”. La devoción de ayer hacia los libros de texto se ha trasladado hoy a los ordenadores. Ni unos ni otros, por sí solos, enseñan a pensar.

En este ejercicio de revisión que propone la obra –editada originalmente en 1997 por la Junta de Castilla y León-, Lledó recupera el prefacio original, donde abordaba la dificultad de trasladar el carácter de lo oral a lo escrito, "la gran transformación a la que obliga el paso de la siempre cálida, redonda, articulación de cada sonido, hacia ese espacio plano de una escritura que no ha sido escrita, que fue hablada y oída 'al aire de su vuelo' y que tendría que forzar la conversión de un lector en un nuevo e imprevisto oyente.

Eran tiempos difíciles con algo bueno: la confianza en que el futuro era la tierra prometida. “He vivido la guerra y el franquismo, tengo una experiencia muy larga de esperanzas y desesperanzas. Cuando era profesor en La Laguna, Valladolid o Barcelona había la esperanza de que las cosas iban a mejorar. Y, de alguna forma, algo de franquismo sigue. El nombre de democracia sirve a mucha gente, a aquella a la que se refería aquel cartel que, durante la guerra civil, se veía en algunas calles ‘No pasarán’. Pero pasaron y, con todas las variaciones que sean, siguen pasando”.Tras la relectura, Lledó no ha sentido incomodidad. “Me reconozco en él, aunque en este libro era como si me desnudara un poco. Reconocerse en el pasado y encontrar en él una cierta coherencia siempre da alegría”. Coherencia y coraje para explorar territorio movedizo en 1970. Un periodista de El Día de Tenerife formula como quien no quiere la cosa: “Ya que habla usted de los griegos sería muy conveniente que habláramos de la democracia”. Entrevistado y entrevistador entran al pantano. “La gente ha hecho caso a eso que desde chicos nos enseñan: ver, oír y callar”, añade el primero. “Sí”, responde Emilio Lledó, “y no hay nadie que se levante a decirle al basileus (gobernante) que no está de acuerdo con sus decisiones…”.

Y no es que el profesor piense que todo es lo mismo: “En estos años de democracia se han logrado cosas importantes; pero tal vez se ha tenido miedo al recordar la historia inmediata o al comprobar que, como en el 23F, podían caer amenazas de golpes de estado. Ha habido cosas traídas por la democracia, como la libertad de expresión, aunque no vale para nada si solo sirve para decir imbecilidades. La verdadera libertad de expresión es la que procede de la libertad de pensamiento. Lo que hay que hacer es mentes libres”.

¿Y no le tentó la política para transformar la educación? “No nunca. Habría sido tan radical que no habría durado ni dos días. Por ejemplo, pienso que el dinero no puede, en democracia, marcar las diferencias de la educación. Soy un adicto a la enseñanza pública”.

Pero Lledó es poco dado a la desesperanza profesional. “La vida me da la vida. Yo no me aburro. Estoy feliz en mi trabajo”. Rodeado de 10.000 libros, escribe en un despacho donde conviven los retratos de Aristóteles y Kant con los de sus hijos y nietos. Acaba de recibir tres obras suyas traducidas al francés y un ejemplar de Imágenes y palabras, que acaba de reeditar Taurus, uno más de la larga treintena de libros que ha escrito. Cree que podría haber publicado algunos más con algo de pragmatismo y ayuda. A punto de cumplir 90 años, después de haber recibido el Nacional de las Letras y el Princesa de Asturias de Humanidades, sigue con ganas de aportar. Su nuevo ensayo abordará aspectos de la identidad, la intimidad, la ideología y el afecto. “Me siento querido por muchos exalumnos. Pienso que he sido profesor y me ha gustado lo que hacía. Tal vez he contagiado ese gusto. Sentía que lo que hacía era importante, no porque lo hiciera yo, sino por la educación”.

sábado, 24 de junio de 2017

Persiguiendo a Joyce: Volar (15 de junio de 2017)


Volar. El mundo tan distinto y tan distante. Aislado del sofoco de la tierra cuarteada, de los vientos, del refugio. Zambullidos en un cubículo a temperatura estable. Volar. La ventana: rastros de lombriz sobre el barro, geometría de los campos, cagadas de mosca, encinares. Volar. Sándwich de jamón y queso, plum cake con Nutella, agua, snacks, pueden contactar conmigo, con la azafata de pelo recogido y labios de cereza. El mundo cada vez más lejos. Volar. Trazos de mano nerviosa, lágrimas como piscinas, el hombre ya no existe. Solo un tapiz inmenso de orugas y retales. Volar. Agua de seltz, bebidas isotónicas, carromatos tirados por uniformes de verano. Nubes deshilachadas, nubes acuosas, nubes como suelo y al fondo el azul eléctrico del azafato bizco. Volar. Suspendidos, abandonados en un limbo de motores y emergencias. Perfumes de Chanel, relojes de lujo, vasos de plástico, nubes y nubes de suela de zapato. El silencio del viaje, el bullicio de los motores, la desaparición de los pájaros. El cielo solo para nosotros, para los propietarios de las tarjetas de embarque, el DNI y los frascos de 100 mililitros. Volar. Pasear sentados sobre un perfume de nieve y descansar la cabeza sobre un marco de metacrilato. Prohibido fumar, levantarse, moverse. Solo está permitido abrumarse con el mundo desaparecido, con el fin del gobierno de lo sólido. La Antártida a través de la ventanilla. Espermatozoides como barcos. Francia, Inglaterra, no sé. Productos cosméticos, regalos, rifas, aterrizamos en una hora. La costa inglesa dibujada por mano de viejo bebido. Un mar estrellado. Volar, dormir soñar. Dublín al fondo, como una realidad de hierba, después del espejismo del cielo. Volar, llegar y despertar de la ingravidez, como el que vuelve de la mescalina, del LSD, del fragor alucinógeno del no ser. Volar. El mundo es esférico. Pisar la tierra. El mundo es plano y encima de las encinas sigue amenazando la lluvia.

viernes, 23 de junio de 2017

Gala de entrega de premios "El País de los Estudiantes" 2017

Aquí fue todo, que diría don Quijote. Aquí se gestó el último capítulo de nuestra aventura gambitera con más satisfacción que Sancho en las bodas de Camacho, con más jolgorio que en la posada de Maritornes, con más emoción que Durandarte en la cueva de Montesinos.


miércoles, 21 de junio de 2017

Hemos hecho un gran periódico: "El Gambitero" 2017


HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. El día 20 de junio a las dos de la mañana volvíamos de Dublín. Dormimos unas horas y buscamos de nuevo el autobús. Allí estaban mis redactores: Adnana, Andrea, Arancha, Celia, David, Elisabet, Esther, Irene, María, Marta, Noelia, Pablo, Sandra C., Sandra N., Verónica, Viviana. Preparados para la gala de entrega de premios de "El País de los Estudiantes" en la redacción de "El País". Ellos no me ven como al comienzo de curso. Yo no los trato como en el comienzo del curso. PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. En el autobús insisto en que lo importante está hecho, que yo el premio ya lo tengo y ellos también lo deberían tener. PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. La gala de entrega de premios no es lo más pedagógico, ni mucho menos. Se debería primar el compartir y no la competición, pero qué le vamos a hacer.Todos nos movemos como un solo cuerpo. Los redactores se relacionan con alumnos de otros centros, viven la experiencia y la emoción de chicos que han trabajado como ellos. 18 redacciones de periódico, 18 equipos ilusionados y entusiasmados, como solo se entusiasman los adolescentes de cualquier edad (también de la mía). PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. Nos otorgan el PREMIO A LA MEJOR SECCIÓN EN INGLÉS. Respiramos, sudamos y contenemos el aliento. Comienzan la entrega de los premios nacionales. Tercero, segundo. Respiramos más fuerte, sudamos todavía más y ya apenas podemos contener el aliento. PRIMER PREMIO NACIONAL DEL CONCURSO "EL PAÍS DE LOS ESTUDIANTES" PARA "EL GAMBITERO". Saltamos, gritamos, nos desorientamos, tropezamos. Javi, director del centro y gran amigo, llora. Yo casi. PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. Hablamos con valencianos, catalanes, gallegos, extremeños, madrileños... Compartimos experiencias, miserias, anécdotas, ventajas de este tipo de proyectos frente a la enseñanza tradicional. PORQUE HAN HECHO GRANDES PERIÓDICOS. Y reímos, lloramos, saltamos y nos miramos como si fuéramos muy distintos a los que éramos al comienzo de curso. PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. Con las voces prestadas de CUERDA, IRENE, CELIA, PALOMA, MERCEDES, E., Y., M.L., IOANNA, MARTA ALESSANDRA, SHARON, KLARI, SANTIAGO, JOSEFINA, JOSÉ Mª, CARLOS, ESTEBAN, ALMUDENA. A los que dedicamos este periódico, a los que les debemos nuestras historias y a los que les debo que los alumnos ya no me miren como al comienzo de curso. PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO. Al día siguiente tengo clase a primera hora con algunos de los redactores. Apenas he dormido porque tenía ganas de ver sus caras, sus sonrisas, su ilusión. Se ha derribado la barrera. No he dormido porque quería seguir disfrutando de la enseñanza.PORQUE HEMOS HECHO UN GRAN PERIÓDICO.    

domingo, 11 de junio de 2017

El final de Goytisolo y el juicio fácil


Leo con estupor un artículo de "El País" sobre la situación de Juan Goytisolo durante sus últimos años de vida. Sus problemas de salud, agravados por una economía precaria, lo llevaron a un estado lamentable. Evitaba ser hospitalizado durante mucho tiempo para no frustrar el futuro de sus ahijados. No pudo renunciar en 2015 al premio Cervantes porque necesitaba el dinero. Un premio, como otros muchos, que, desde su independencia, él había criticado por el clientelismo en el que se revuelca desde hace tiempo el corrillo literario español. Y recuerdo cómo muchos articulistas y, lo que es más triste, escritores de renombre, se lanzaron a la yugular del anciano Goytisolo cuando aceptó un premio que tanto había zarandeado. 
Somos gente de juicio fácil y sentencia rápida. Parece mentira que nuestros juzgados acumulen tanto retraso. En cuanto vemos oportunidad de lapidar a cualquiera que tenga un cierto prestigio, nos desvivimos por coger la piedra con más aristas y lanzarla a la cabeza del señalado. Es una perversión, no sé si solo de nuestros días o solo de este país, pero es una perversión en auge. Lo triste, lo más triste, es que, los que deberían preservar la poca sensatez que nos queda, los poetas, los intelectuales... se hayan aficionado también a la práctica del juicio fácil y la sentencia cruel. 

La contradicción en la que incurría Goytisolo al aceptar el premio lo condujo a él a una depresión y, a algunos de sus colegas, al libelo y al placer perverso de colocarlo en el paredón. Al nómada, al exiliado permanente, al heterodoxo lo habían pillado con los pantalones bajados y los calzoncillos sucios. Tenía 82 años, pero no podían dejar pasar la ocasión. Era una oportunidad para arrastrarlo y verlo sangrar. Cuando, ahora, aparece la razón de su aceptación y se cuenta la depresión que casi lo abocó al suicidio, es todavía más sonrojante el comportamiento vengativo de algunos divos de nuestro panorama literario. 

No son tiempos de indagación, de reflexión, de opiniones reposadas, ni por supuesto, de disidencias. Goytisolo no era de los nuestros, no era de nadie. Goytisolo veló hasta el final por preservar su independencia y sus rarezas, a costa de su salud y quién sabe cuántas cosas más. Su legado, sus palabras, poco tienen que ver con las de esos otros colegas de mano nerviosa y dedo irreflexivo que comen de la mano del monopolio emergente y abrevan en las charcas de los banqueros. Ya queda uno menos y no son tantos.

sábado, 10 de junio de 2017

Esencias de la gente gambitera (El Gambitero 2017)


Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia:

Andrea entrevista a José Luis Cuerda, abrumada por el Círculo de Bellas Artes, y se sonríe con sus chascarrillos. En un bar de Lavapiés, Adnana escucha con sobresalto el relato de Irene López sobre los refugiados; Sandra N. y Viviana participan de la jovialidad de la nieta de Cela. Irene se entusiasma con las peripecias amorosas de sus abuelos en La Alberca de Záncara. Irene conversa en inglés con profesoras extranjeras y a Ana Botella se le cae la baba. Verónica y Sandra C. se derriten de ternura al escuchar la inocencia de Luismi en el centro para personas con discapacidad de San Clemente. En Utiel, Marta escucha con emoción los cuentos de posguerra de Celia Ruiz. María tiene hambre en el seminario de Cuenca. Noelia descubre los secretos de la cárcel de Alcalá Meco. Celia mantiene el tipo en el ayuntamiento de Villar de Cañas ante su "vulcánico" alcalde. En un bar de Honrubia, Esther se muestra resuelta y disfruta con las declaraciones de las jugadoras del Albacete femenino. Arancha habla y habla con su tío y con un escritor novel en Albacete y consigo misma y con su cámara de fotos y opina y escribe y habla y se retuerce como un osito en la fiesta del Orgullo Gay. Pablo, María y David domestican a la informática y a segundo de bachillerato para condensar todas las entrevistas en unos píxeles. Elisabet somete a las dos dimensiones del dibujo las iluminaciones de su ingenio artístico tridimensional. Yo conduzco el León mientras escuchamos un fragmento del himno del seminario trufado con electrolatino, antes estropeé un par de filmaciones. Todas gritan en mitad de una era, agitadas por un viento de fuelle antiguo, que las mujeres son libres y muy dispuestas. Al final, David y Pablo se venden en la teletienda.     

lunes, 5 de junio de 2017

"Juan Goytisolo: Réquiem por un nómada" por Rafael Narbona


Nómada incurable, mestizo vocacional, marginal autocomplaciente, Juan Goytisolo tejió su identidad mediante rupturas. Abandonó el derecho por las letras, repudió la educación católica recibida en los jesuitas, se hizo afrancesado para expresar su desprecio por la España franquista que había asesinado a su madre en Barcelona durante un bombardeo en un aciago marzo de 1938; se acercó a los heterodoxos (Blanco White, Francisco Delicado, Fernando de Rojas, Américo Castro) para destacar que la auténtica faz de nuestro país era fruto de la promiscuidad cultural entre moros, judíos y cristianos; huyó a Túnez y, más tarde a Marruecos, para expresar su incapacidad de vivir en una Europa ensimismada y fríamente racionalista; reivindicó las periferias y las sensibilidades que cuestionaban los dogmas y valores de la civilización occidental; hizo de su sexualidad un desafío permanente contra la intransigencia y el puritanismo.

Cuando aceptó el Premio Cervantes no cesó de nadar contra corriente, aprovechando la ocasión para expresar su indignación contra los recortes económicos y la pérdida de derechos laborales. Aunque se marchó de España a finales de los cincuenta por razones políticas, convirtió su condición de exiliado en una posición filosófica y existencial. El exilio puede ser una desgracia, pero también representa la oportunidad de observar el mundo desde una perspectiva excéntrica. Siempre es preferible deambular por los márgenes que vivir hipnotizado por el centro. El escritor no debe reconocer otra patria que la literatura y el compromiso ético.

Ateo beligerante, su escepticismo religioso no le impidió adentrarse en la poesía de Juan de Yepes, que "por amor a Cristo" adoptó el nombre de San Juan de la Cruz, alumbrando una pasión mística, cuya cuerda lírica, erótica y teológica vibra al mismo compás que la tradición sufí. En Las virtudes del pájaro solitario (1988), fluye una voz indeterminada que discurre entre calculadas ambigüedades, demoliendo las nociones de tiempo, espacio e identidad. El pájaro solitario persigue "el espíritu del amor, que es Dios". Solitario, canta suavemente desde lo alto, feliz de no poseer nada, salvo su voz. "Alabemos a Dios, que nos dio el lenguaje de los pájaros", exclama el escritor sufí Najmuddin Kubra (s. XIII). Goytisolo no esconde una fe camuflada o reelaborada. Simplemente, se identifica con la herejía mística, que ama al mundo hasta el extremo de aniquilar el yo y negar la eternidad.

Aunque repudiara su etapa realista, Duelo en el paraíso (1955) ya albergaba la poética que maduraría años más tarde. Al evocar la retirada del ejército republicano y la desbandada de los civiles, escribe: "Matar a un pájaro es tan absurdo como patalear en el vacío…". El niño que nos acompaña desde los primeros brotes de conciencia patalea para no morir, pero finalmente sucumbe a la madurez, que no descansa hasta acallar su canto. "Todo es ilusión: la vida, la muerte, el ansia de durar", añade Goytisolo con un tono sombrío que recuerda el timbre de los escritores barrocos. Sólo el poeta se libra de ese destino, porque nunca deja de ser un niño. La poesía es lo único sagrado en un mundo maltratado por teólogos y centuriones. Sólo en su recinto vuela el pájaro solitario, enamorado de la noche oscura donde litigan los amantes.

En 1966, Goytisolo inicia el ciclo novelístico de Álvaro Mendiola, el fotógrafo que construirá su identidad, extirpando sus raíces. Exiliado antifranquista, le parece insuficiente perseverar en su disidencia. Se impone ir más allá, buscar al otro, al extranjero, al paria, y eso es imposible sin divorciarse del lenguaje y la razón occidentales. En Señas de identidad (1966), Reivindicación del conde don Julián (1970) y Juan sin Tierra (1975), la verdadera innovación no son los recursos formales, que alteran el orden cronológico, la distinción de las voces narrativas, los signos de puntuación y los registros estilísticos, sino la búsqueda del otro, de la alteridad, de la diferencia. Al lanzarse a esa aventura, Goytisolo se enredó en un diálogo infinito con Góngora, el arcipreste de Hita, Manuel Azaña, que encarnan el reverso de la tradición española, ese otro lado que se ha pretendido enterrar y silenciar. Nunca renunció a su condición de "niño asombrado" que ha conocido tempranamente las pasiones cainitas y que no conocerá la paz hasta confundirse con la muchedumbre de la plaza de Xemaá el-Fná. Cuando publica Makbara (1980), ya no es un europeo que pretendió imitar a Thomas Mann en su juventud, cuando soñaba con emular la saga familiar de Los Buddenbrook, sino un feliz desterrado al que ya no le cohíben los tabúes de la sociedad occidental, sedienta de poder y enemistada con la vida. Ya sólo escucha la voz de Omar Jayam, incitándole a amar el cuerpo, la materia y la finitud: "Entrégate al placer, oh mortal, sin recelos: / nadería es el mundo y nadería la vida / y nadería esa bóveda hecha de nueve cielos. / Amar y beber es cierto, ¡y lo demás mentira!" (Trad. Ramón Vives Pastor).

Juan Goytisolo fue un nómada y un místico. Un nómada que cruzó todas las fronteras, incluidas las morales y culturales, y un místico que no creyó en Dios, pero sí en la rebeldía, el placer carnal y la belleza del mundo.

domingo, 4 de junio de 2017

El Ulises de nuevo; Dublín, otra vez

                                                   En el cementerio de Dublín (2015)

Leo por tercera vez el Ulises de James Joyce. Y por fin le saco el jugo a este libro. Es posible que, como dice el traductor, Francisco García Tortosa, para apreciar en toda su extensión el Ulises, hay que familiarizarse con su realidad, con sus personajes, con sus ambientes, con su lenguaje. Pocos disfrutan del primer contacto con un desconocido. Hay que dedicar tiempo y encuentros para estar cómodo con alguien, para trabar amistad, para gozar con la conversación, con la palabra. El Ulises propone el mismo enfrentamiento que el de la realidad. Hay que acercarse a él una y otra vez para desentrañar los misterios de su composición, para acomodarse, para trabar relación y extraer la sustancia de su genialidad. No me parecen, como a Juan Benet, juegos de palabra sin más, ni mucho menos. La lectura del Ulises te sumerge en un mundo plagado de referencias literarias y lingüísticas, de juegos (es cierto), de guiños, de ironías herméticas, de voces difícilmente distinguibles..., en la realidad misma, en su vulgaridad y en su excelencia, en su obscenidad y en su pureza. Es una lástima no saber inglés para completar la experiencia estética, aunque la traducción de Tortosa es, con diferencia, la mejor de todas las que he leído. 
Me acerqué a él por primera vez con avidez y me ganó la soberbia. No entendí nada, se me perdía el discurso en la complejidad de las voces y en la riqueza de la lengua. No fui capaz de hallar el placer estético que se suele obtener de una obra de arte. Me puse del lado de todos aquellos que piensan que la obra de Joyce es una tomadura de pelo. 
Tardé mucho en volver sobre ella, cuando la soberbia de la juventud se había diluido, convencido ya de que fue mi torpeza y no la de Joyce lo que impidió mi disfrute. No conseguí tampoco en esta segunda lectura disfrutar como lo he hecho con otras obras clave de la literatura, pero sí quedó en el paladar un sabor diferente al primer contacto. Una sensación de que allí había algo escondido. Percibí un aroma agradable, distinto a cualquiera de los libros que había leído hasta ese momento, aunque de nuevo, la dificultad del texto me superó. 
Es la tercera vez que lo abro, la tercera. En una nueva traducción, la de Francisco García Tortosa. El aroma de la segunda lectura lo he recuperado ya en el primer capítulo. Reconocer de nuevo a Buck Mulligan, a Stephen Dedalus y a Haines en la torre Martello, sonreír con sus ironías anticlericales y antiimperialistas, participar de su trato juvenil de colegas y llegar al final, a esa palabra clave: "Usurpador". Es como encontrar a viejos amigos con los que has pasado buenos ratos y comprobar que la relación no se ha resentido, al contrario, el paso del tiempo no ha dañado la confianza y se disfruta del reencuentro. Aún mejor, porque en la tercera lectura he recobrado el tiempo perdido y aprecio algunos detalles que habían pasado desapercibidos en las dos lecturas anteriores. Y el aroma ya no se percibe débilmente, sino que se puede saborear el té espeso y la leche recién ordeñada de vaca dublinesa. Las letanías heréticas de Mulligan provocan la sonrisa sardónica, la torre Martello es el castillo de Elsinore y los calzones de Stephan son las armas de Telémaco para navegar en el río Liffey. Las voces se cruzan, las palabras comienzan a engendrarse de nuevo, bellas y monstruosas. El tono está dispuesto para la aventura del héroe. Hay que chapuzarse.    

martes, 23 de mayo de 2017

Adolescens VI: "H, mala cabeza"



Recibo al padre de H en el despacho. Anda con cuidado de no alterar el polvo de los rincones, sin prisa. Se sienta con dificultad, sus movimientos no son fáciles, le cuesta tirar de las articulaciones, casi tanto como explicarse. No domina el idioma, lo intenta, como intenta moverse, con muchos problemas. “Siete hijos tiene, siete. Todos bien, este no. Este cabeza mala, muy mala. Mis tres mujeres lo dicen, cabeza mala, mala”. 

Esa es la explicación de todas nuestras cavilaciones de este año: H tiene la “cabeza mala”. “Los otros buenos, muy buenos, H, no. Yo digo, ven, haz esto, y no viene, no hace. Igual que aquí”. Estamos de acuerdo. El padre no nos lleva la contraria en absoluto y tampoco sabe cómo afrontar el problema. Reconforta saber que no somos nosotros los culpables de las salidas de tono de su hijo. Todo se debe a que tiene “cabeza mala”, esa es la explicación. La verdad es que la asistenta social que trató a H en el colegio nos dio la misma razón, que se puede resumir así, “cabeza mala”. No sé si será un nuevo síndrome o afección que se deba tratar con pastillas, pero todos coincidimos en el diagnóstico.

Hoy, la cabeza mala de H ha provocado un incidente en el patio de los que se recuerdan durante mucho tiempo. Unos chicos de 2º de ESO aparecen alarmados en el despacho de la Jefa de Estudios. La invitan a acompañarlos porque en el patio cunde el pánico. Se advierte cómo corren grupos de muchachos y muchachas. Detrás va H, “mala cabeza”, con una bolsa en la mano. Lo llamamos y acude, con la bolsa en la mano. Dentro lleva una rata muerta con la que ha estado asustando a los chicos en el recreo. El alboroto ha sido memorable. H, sudoroso por las carreras, responde impasible a las recriminaciones de la Jefa de Estudios: “¿Qué haces, H?” “Nada, yo no hago nada” “¿Qué llevas en la bolsa?” “Una rata, pero yo no hago nada” “¿Quieres que te la meta entre la camiseta?” “¿Por qué, si no hago nada?”. El Director hace que los pasillos del instituto tiemblen con las recriminaciones a H, pero “mala cabeza” no se inmuta. No ha hecho nada. Lleva una rata muerta, enorme, ¿y qué? Mala cabeza, mala. Lástima que todavía no haya tratamiento.

lunes, 22 de mayo de 2017

"Sobre el estilo: Valle-Inclán, Borges, Quevedo" por Rafael Narbona



¿Qué es la literatura? La publicación de la narrativa completa de Valle-Inclán por la Biblioteca Castro ha planteado una vez más una pregunta que tal vez no admite una respuesta definitiva, pero que marca la diferencia entre un texto ordinario y una obra literaria. No sin cierta pedantería, Roman Jakobson habló de una función poética que transforma el lenguaje en hecho estético. Su ejecución consistiría en imprimir al mensaje unas peculiaridades capaces de suscitar emociones complejas, como el placer, el horror, la risa o la ternura. En ese sentido, la literatura es fundamentalmente un artificio. Sabemos que los diálogos de Shakespeare no se corresponden con el habla cotidiana de su época, pero aceptamos que sus personajes empleen el verso blanco porque esa forma convierte lo prosaico e insípido en épico, patético o extraordinario. Los escritores que olvidan esta compostura tienden a incluir en sus obras esos diálogos banales que tanto nos enojan en la existencia cotidiana. Un marido celoso resulta particularmente irritante, pero Otelo, sin lograr nuestra simpatía, nos fascina con su retórica, que escenifica la tragedia del ser humano rebajado a una compulsión homicida por culpa de sus pasiones. Exigir a Otelo que hable como un hombre corriente, significaría arrebatarle su condición de símbolo universal. Paradójicamente, se reprocha a ciertos autores que desplieguen su ingenio, explorando las posibilidades del estilo para urdir personajes y situaciones que trascienden lo creíble y previsible. No me parece justo afirmar que Valle-Inclán solo es un mago del idioma, un prestidigitador con el poder de hacer chisporrotear a las palabras, hechizándonos con frases perfectas, asociaciones inauditas e imágenes deslumbrantes.

Es indudable que Valle-Inclán deslumbra. Como Quevedo o Borges. Quizás ese talento explica las objeciones que aún se esgrimen contra su obra. Algunos han insinuado que la excelencia de su estilo corre paralela a su incapacidad de profundizar en la naturaleza humana. Esa observación –o reproche- no repara en que su estilo es el testimonio de una humanidad irrepetible. La prosa de Valle-Inclán brota de una forma de contemplar e interpretar el mundo. Es la expresión de un carácter, de un genio, quizás de una anomalía. Así como Flaubert es Madame Bovary, Valle-Inclán es el Marqués de Bradomín y Max Estrella, dos magníficos inadaptados que se rebelan contra la mediocridad circundante. El espíritu del escritor gallego se vacía en estas creaciones, pero también en el terrorífico Juan Manuel de Montenegro, que desafía a Dios y a la moral, que no respeta ningún tabú –incluido el incesto- y que convida al Diablo a su mesa, celebrando los siete pecados capitales como gestos de libertad. Podría alegar que algunos mayorazgos se parecían a Montenegro, que Bradomín es un fiel retrato de las perversiones del romanticismo tardío, que Max Estrella encarna el heroísmo de la vida bohemia o que Santos Banderas inaugura el género de los déspotas de América Latina, pero me parece más oportuno señalar que la literatura es forma, artificio, estilo, no psicología, política o antropología. Y el estilo no es un simple adorno, sino la quintaesencia del hecho literario. Detrás de la prosa de Borges, hay un hombre que fantasea con el heroísmo desde el silencio claustral de su biblioteca; un tímido enamorado que elude el sentimentalismo, porque está familiarizado con el rechazo y el desengaño; un erudito que acepta la oscuridad, sin transigir con la autocompasión; un amante de la sabiduría que ironiza sobre los sistemas filosóficos; un hombre que afronta la muerte con una mezcla de estoicismo y fatalismo trágico: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.

Las proezas verbales de Quevedo son inseparables de sus desgracias, que le educaron desde muy temprano en el arribismo, el resentimiento, la ironía y el libelo. Su malicia fluye por un estilo que contagió incluso a sus adversarios. Cuando le llaman “maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres”, copian involuntariamente su talento para difamar y escarnecer a sus adversarios. ¿No se advierte en esta ristra de vituperios el estilo de Quevedo, cuando describe a Góngora como “perro de los ingenios de Castilla, / docto en pullas, cual mozo de camino; / apenas hombre, sacerdote indino, / que aprendiste sin cristus la cartilla; / chocarrero de Córdoba y Sevilla, / y en la Corte bufón a lo divino”? Quevedo no escatima crueldades, ni obscenidades (“el pedo antes hace al trasero digno de alabanza que indigno de ella”), pero su pluma canta con insuperable ingenio la brevedad de la existencia (“soy un fue, y un será, y un es cansado”), la grandeza de la vida contemplativa (“vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”), el declive de Roma (“huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura”), la muerte de su amigo y protector el duque de Osuna (“su tumba son de Flandes las campañas, / y su epitafio la sangrienta luna”), la ensoñación romántica (“y vi que estuve vivo con la muerte, / y vi que con la vida estaba muerto”), la trascendencia del amor (“polvo serán, más polvo enamorado”) o el triunfo final de la muerte (“vencida de la edad sentí mi espada. / Y no hallé otra cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”).

¿No es una insensatez despachar la obra de Quevedo como simples fuegos de artificio? ¿Se puede separar su genio creador de ese artificio, que revela al hombre, al poeta, al cortesano, al filósofo y al amante desengañado? Del mismo modo, ¿no es una necedad rebajar el mérito de Valle-Inclán, afirmando que su obra no está a la altura de su estilo, que su música verbal solo produce estampas líricas, retruécanos o delicadas armonías? Quevedo, Valle-Inclán o Borges poseen una voz inconfundible. No se puede decir lo mismo de muchos escritores contemporáneos, que se ajustan a una poética tan dogmática como secreta, alumbrada en los talleres de edición de las editoriales, donde se reelaboran los manuscritos para que converjan en una prosa funcional, unos personajes anodinos o neuróticos y una trama sentimental, histórica o detectivesca. Muchas obras parecen artefactos y no creaciones literarias. Valle-Inclán nos legó algo más que frases afortunadas y palabras asombrosamente conjuntadas. Nos dejó una poética y una ética. El esperpento no es una ocurrencia, sino una visión de la literatura cargada de futuro. ¡Cuántos no han fantaseado con el ingenio de Valle-Inclán narrando las miserias de nuestro tiempo! “Nuestra vida es un círculo dantesco –clama Max Estrella-. Rabia y vergüenza”. No creo que esas palabras hayan perdido vigencia. Y, menos aún, su perspectiva moral, que expresa la esencia de la vocación literaria: “Me muero de hambre, satisfecho de no haber llevado una triste velilla en la trágica mojiganga”. ¿Qué es la literatura? Quevedo, Valle-Inclán, Borges. Nos enseñaron a conversar con los difuntos, a buscar la belleza en el fondo de un vaso y a escuchar la misteriosa forma del tiempo.

"El poeta y lo divino" por Rafael Narbona



La poesía es revelación, aurora, epifanía. Revelación de lo extraordinario, aurora de lo inesperado, epifanía del misterio. La palabra del poeta descubre lo inaudito en lo cotidiano, el prodigio en lo insignificante, lo maravilloso en lo supuestamente banal e insípido. Gómez de la Serna descubrió que “a las tijeras le sacaron los ojos otras tijeras”, que “un reloj no existe en las horas felices” y que “la X es el corsé del alfabeto”. Unas tijeras, un reloj y una letra del alfabeto son mucho más de lo que aparentan, pero sólo la intuición poética es capaz de multiplicar sus significados mediante analogías, contrastes, elipses, metáforas, paradojas, repeticiones, simetrías, hipérboles. “Nadie ha dicho que las cosas vivan: las cosas sueñan”, apunta Gómez de la Serna, componiendo una antítesis perfecta. Supuestamente, las cosas son pura inercia, objetos que ocupan un lugar en el espacio y soportan calladamente el paso del tiempo, sin manifestar ningún signo de vida interior. No sueñan; padecen. Sin embargo, el ingenio de Ramón -que nunca transigió con los convencionalismos, ni con la autocomplacencia del lugar común-, nos hace ver que las cosas realmente sueñan y que sus sueños rebasan los diques de la razón, transformando un agujero en inquietante mirada; un reloj, en paradójica ausencia; y una letra, en prenda que alimenta fantasías eróticas. Lo ordinario esconde maravillas que solo el poeta puede desvelar, utilizando la pirotecnia del lenguaje. La greguería es un matiz, pero un matiz silvestre, imprevisible, espontáneo, que le da la vuelta al idioma y descoloca nuestras expectativas, insinuando que nuestra forma de ver el mundo, solo es un burdo tapiz tejido por una hilandera ciega. La greguería nos abre los ojos; la razón, los llena de barro y legañas.

Si “las cosas sueñan”, los cuerpos bailan en la cuerda de lo impensable. Lezama Lima nos enseña en su poema “El abrazo” que un abrazo es “tierra descifrada”, donde los amantes pueden “sudar como los espejos” y presentir que “los pellizcará una sombra”. En el abrazo, “dos cuerpos desaparecen” y “giran / en la rueda de volantes chispas”, hasta que “se unen en el borde de una nube”. Después de estas filigranas, “los dos cuerpos ceñidos, / el rabo del canguro / y la serpiente marina, / se enredan y crujen en el casquete boreal”. Los cuerpos pueden realizar estas proezas –que subvierten las nociones más elementales de la lógica- porque vencen a la muerte, porque resucitan, porque se adentran en el misterio, en lo imposible, en lo incondicionado. Al igual que Platón en sus diálogos, Pablo de Tarso recurre a la imaginación poética para justificar la expectativa de la eternidad. El hombre es como el grano. Nuestra carne es semilla que solo conocerá su plenitud, tras superar el letargo de la muerte. Escribe San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: “Se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay un cuerpo puramente espiritual” (15, 42-44). Por el contrario –advierte Lezama Lima, católico impregnado de orfismo y neoplatonismo- “el árbol y el falo / no conocen la resurrección, / nacen y decrecen con la media luna / y el incendio del azufre solar”. El abrazo preludia la eternidad, el regreso a la unidad original; la soledad, en cambio, desemboca en la muerte, en la dispersión, en el no ser. El árbol y el falo son metáforas del deseo que solo percibe al otro como objeto, no como complementario, como alteridad que salva nuestra identidad y posibilita su trascendencia.

No se puede ignorar la dimensión mística de la palabra poética, sin rebajarla a mera función lingüística. Cuando Pablo de Tarso afirma que “el último enemigo en ser destruido será la muerte”, no denigra o menosprecia la materia, sino que exalta la vida en toda su complejidad. La derrota de la muerte significará la consumación de la unidad del ser, la reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, la naturaleza y la historia. José Ángel Valente ya señaló que “no hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo”, especialmente en la “mística cristiana, en cuya extrema aventura espiritual ha de situarse la aventura extrema del cuerpo, del cuerpo resurrecto, el escándalo de la resurrección” (La piedra y el centro, 1982). La encarnación del Verbo convierte el cuerpo en morada de lo divino. Cuando en el Libro de la Vida Teresa de Ávila refiere cómo un ángel atraviesa su corazón con “un dardo de oro largo”, señala que la criatura tenía “forma corporal”, que “no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, con el rostro tan encendido…”, que “era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos”, que “no es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto”. El cuerpo de Teresa de Ávila es inseparable de su peripecia mística, centro y cenit de su existencia. Primero, una grave enfermedad la sitúa al borde de la muerte, cuando su vocación es débil y poco exigente; después, la vía ascética abre el camino al impulso reformista, que engendrará escritos y fundaciones, concertando la vida interior con la intervención en el mundo. Por último, la restitución de la regla primitiva del Carmelo creará las condiciones para las iluminaciones y las levitaciones, que implicarán a los sentidos. En esas experiencias “no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”.

No hay que interpretar las experiencias místicas de Teresa de Ávila como hechos objetivos, sino como vivencias extraordinarias que evidencian los límites del lenguaje. La imagen del corazón atravesado por una flecha era un recurso habitual en las novelas de caballerías -que tanto deleitaron a la reformadora en su adolescencia-, las novelas picarescas y el teatro clásico. Es indudable que el ángel armado con un dardo de oro largo es una versión del romano Cupido. Se puede decir que el ángel de la carmelita descalza es una metáfora, pero no una invención o una elaboración neurótica. Fue real y afectó al cuerpo y al espíritu, pero se recreó literariamente, conforme a la herencia cultural y las posibilidades del idioma. Como observa Joseph Pérez, poco aficionado a dislates y exageraciones, “entre los místicos, las metáforas son, pues, modos imperfectos de decir lo que es indecible; se imponen cada vez que no hay medida común entre la palabra y la sensibilidad, cuando se experimenta fuertemente un sentimiento, pero no se encuentran palabras para decirlo” (Teresa de Ávila y la España de su tiempo, 2007). Pérez completa su explicación con una cita de Antonio Machado, pues sabe que lo indecible no es materia de historiadores, sino de poetas: “Si entre el hablar y el sentir hubiera perfecta conmensurabilidad, el empleo de las metáforas sería no solo superfluo sino perjudicial a la expresión” (Los complementarios, 1957). La poesía se hace epifanía al enfrentarse con lo que apenas puede expresarse, pero no cesa de convocarnos: la muerte, el ser, el amor, lo infinito. Son ideas que pasean por el filo del lenguaje, límites infranqueables que no producen conocimiento objetivo, pero que nos proporcionan un saber más esencial. Un saber poético que se alimenta de intuiciones, visiones, premoniciones, correspondencias, antinomias, ambigüedades, incongruencias, aberraciones lógicas. La transverberación de Teresa de Ávila nace de una visión, pero el cuerpo del ángel que atraviesa su corazón quizás solo fue una herida de Amor divino perpetrada por la palabra poética. En su más alta acepción, la palabra poética es un cuerpo que hace posible lo imposible, que “hace existir lo indecible en cuanto tal” (Valente), rescatándolo de su oscura ininteligibilidad. Lo indecible es una forma de referirse a lo divino, que casi siempre se manifiesta de forma oscura, hermética, como sucedía en el santuario de Delfos, cuya pitonisa hablaba de forma enigmática. Sócrates escuchó sus palabras y las descifró, asumiendo que su éxito hermenéutico no era obra de su buen juicio, sino de su daimon o voz interior.

Los grandes poetas son grandes místicos, como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. O como William Blake, Lautréamont, Rimbaud o Artaud, místicos de lo insondable y lo terrible. O como Rilke y Antonio Machado, que experimentaron la inminencia de una revelación. Machado se preguntaba si hablaba solo porque esperaba hablar a Dios un día, y Rilke presumía que la muerte representaba el punto de encuentro con lo divino: “Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra”. La poesía apunta al corazón de lo divino, pues ahí está su origen y su destino. Una poesía que le dé la espalda a lo sagrado en todas sus formas –amables o terroríficas- es una higuera estéril, palabra desarraigada y perecedera, incapaz de captar la vibración más profunda del cosmos.

"No te fíes del narrador" por Marta Fernández




Sabes que está aquí. A este lado del papel. Y parece inofensivo y desarmado. Un ser hecho de palabras en primera persona. Un ser todo ojos y diccionario. Que mira y que dice. Y te fías. Porque siempre ha sido así. Porque el narrador es tu cicerone. Porque te lleva, te explica, te revela, te abre su mente, te presta su cuerpo inventado para que puedas entrar en esa dimensión ajena llamada ficción. Es tu aliado. A veces, tú eres el suyo. Solo te puedes poner de su parte. Y sin embargo, ya deberías saber que no siempre merece tu confianza. Tendrías que haber aprendido que la voz que te habla, a veces, te engaña. Que no todo el mundo ha venido aquí a decir la verdad.

Quizá debiste sospechar de aquel muchacho del peto. Pero tú eras un lector primerizo también. Y te parecieron familiares sus titubeos. Su bendita inexperiencia. «Nunca he visto nada más que mentirosos, una vez y otra». Y aunque en el primer capítulo Huckelberry Finn ya te avisaba de que todo el mundo miente, incluido él, decidiste embarcarte río abajo, hasta donde el Mississippi te quisiera llevar. O hasta donde te llevara Marc Twain —un caballero, recuérdalo, que tampoco firmaba con su nombre real—. Y según avanzaba el viaje comprendiste que Huck no es Tom Sawyer, que su autor se ha vuelto más pesimista y que quizá su personaje no decía toda la verdad.

¿Cómo va a decir la verdad quien sabe tan poco de la vida? Tan poco como Holden Caulfield que cree que el mundo ideal debería ser como la taxidermia del Museo de Ciencias Naturales. Un espacio donde nada cambia, donde los hermanos no mueren, donde se para el camino que te lleva a la madurez. «¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando ahí? Sobre todo en primavera. ¿Sabe usted por casualidad dónde van en invierno?». Se lo pregunta Holden, ante el lago helado de Central Park, con la cara pasmada del Tony Soprano al que le vuelan las mascotas. Como si conociendo la ruta de la fuga asegurara la vuelta. Pero lo único que aseguró fue dejar la interrogación suspendida en el aire, para que se le enganchara como un mantra a Mark David Chapman. Ese admirador no fiable que en la puerta del Dakota llenó la ausencia de los patos con la sangre de John Lennon.

Pero Lennon no sabía dónde van los patos. Como no lo sabía Holden Caulfield, pobre Peter Pan enfurecido incapaz de interpretar el mundo. Ni siquiera se da cuenta de que no ha entendido el poema que inspira su fantasía: los niños corriendo entre el centeno. No Holden, no hay un campo que acaba en un precipicio lleno de pequeños a punto de caer. No hay nadie a quien salvar. Nuestro narrador tiene tan poco crédito como su memoria. Nos miente a todos. El azote de los farsantes es solo un farsante más.

Acaso todos somos farsantes alguna vez. Lo son los adolescentes y los obsesos. Y los enamorados. Lo es Humbert Humbert cortejando a la madre cuando desea a la hija. Cegado. Aliterante. Loco. Criminal. Pederasta. Desesperado. Compulsivo. Embustero.

Uno de esos embusteros que quieren contar la verdad. La versión redentora de sus faltas. La que justifica sus crímenes. Dice Nabokov que Humbert pasa ocho semanas de escritura frenética. Aporreando las teclas como un kamikaze. Consciente de que va a morir de amor o de reclusión. Hasta que el lector detective que hay en ti descubre un error en su historia. El profesor se equivoca con las fechas, como Holden se equivocaba con el poema del centeno. Hay quien dice que su desbarajuste con el calendario es solo el rastro de miguitas que deja Nabokov para que descubramos que su personaje es un fraude. No te fíes de Humbert Humbert. ¿Cómo te puedes creer a un caballero que pierde la cabeza en el primer párrafo? Pero los lectores somos permisivos. Nos gana con su arranque anafórico. Nos secuestra y nos contagia el síndrome de Estocolmo de todos los letraheridos.

Unreliable narrator. El término lo acuñó Wayne C. Booth, el único narrador de fiar que aparece en este texto. Catedrático de la Universidad de Chicago, a principios de los sesenta inventaría las categorías que la crítica sacralizaría después: el autor implícito, la distancia del que escribe o el narrador no fiable. Para Booth el escritor era una araña y su labor pasaba por tejer una red invisible en la que atrapar al lector. Una red de palabras. Quizá influyó en ese afán su educación en el seno de una familia descendiente de pioneros mormones. O que él mismo difundiera la fe haciendo de misionero por los fly-over-states. O que intentara desentrañar las trampas retóricas de las Escrituras, el texto de cuatro cronistas que no siempre se ponen de acuerdo en las circunstancias de su personaje principal —claro que la historia demostraría después lo difícil que resulta ponerse de acuerdo en las circunstancias de Dios—.

Para Booth el narrador fiable es el que habla o actúa de acuerdo con las normas y la lógica de la obra. Mientras que el no fiable, no. Ese que te manipula, que tiende trampas, que miente, que oculta información, que esconde ases marcados que nos obligarán a releer mentalmente la novela cuando, al final, hayamos desplegado la baraja entera.

Pecadores suicidas como Humbert Humbert. Inocentes inexpertos como Huck Finn. Insomnes desquiciados como el narrador anónimo de El club de la lucha. El juguetón Tristram Shandy. El sospechosísimo Roger Ackroyd en el queAgatha Christie nos hace confiar.

O los locos. Tan efectivos al otro lado de la página. Locos en lo mínimo, como el Zeno de Italo Svevo, que se miente contándose que cada cigarrillo es el último, que embauca a su psiquiatra y que seduce a James Joyce. Locos encerrados a salvo de la ultraviolencia, con terapias en forma de beethoveniano lavado de quijotera —y no hace falta decir más del Alex de Burgess—. Locuras recurrentes, como la conciencia laberíntica de El cerebro de Andrew, con la que Doctorow jugó a ser trapecista entre neuronas ajenas. La locura cotidiana del Stevens de Ishiguro —mayordomo compulsivo y perfeccionista empeñado en pulir las aristas del corazón—. Y locuras transitorias y salvadoras: la de Pi, que convierte su tragedia de náufrago en un exótico bestiario que esconde la verdad.

Pero en el concurso de narradores desquiciados se lleva el premio el Gran Jefe, el indio que limpia los borboteos de la esquizofrenia en el psiquiátrico de Alguien voló sobre el nido del cuco. Su balanza solo se equilibra entre la mentira y el desvarío. Tan farsante que consigue fingir durante años que ni habla ni escucha. Tan falso que se hace pasar por mudo y se convierte en narrador. Y narra la historia de otro impostor: Randle Mc Murphy, un chorizo cualquiera que prefiere ser tomado por tarado que ir a prisión. ¿De verdad te puedes creer a un tipo que pretende no poder hablar para después hablar sin parar para contar la historia de un crimen que en el fondo quiere ocultar? No. ¿Cómo te vas a fiar de un narrador que pudiendo huir en la primera página no se larga del infierno hasta el final?

Ese infierno lisérgico de Ken Kesey —el que él mismo vivió convertido en cobaya humana en una institución mental en Menlo Park— se parece mucho al de Allen Ginsberg. Como se parecen sus paraísos artificiales. «La primera vez que vi a Allen Ginsberg estaba en una fiesta al lado de la chimenea». Kesey, Ginsberg y sus juergas. Una pasará a la historia. 7 de agosto de 1964. La corte psicodélica de Kesey recibe a los Ángeles del Infierno en su rancho de California. Hunter S. Thompson recordaría el glorioso desfase en su tesis antropológica —o centaurológica— sobre los moteros salvajes. Tom Wolfe daría su versión vertiginosa y onomatopéyica en Ponche de ácido lisérgico. Y Ginsberg la convertiría en poema alucinado. Pero de aquella celebración alcaloide surgiría algo más. La versión en prosa de Aullido, la única pseudonovela que Ginsberg llegó a escribir. Una historia con un narrador tan poco fiable como cabría esperar. Otra peripecia en un reformatorio mental.

Rockland, donde estabas más loco que yo apenas supera las cien páginas. No hace falta más. Impresa con técnica mimeográfica, como muchos otros trabajos de la época del universo underground. Según la leyenda, Ginsberg escribe su único experimento en prosa tras una apuesta en aquella fiesta desparramada que recuerda a la génesis de Frankenstein. La novela es un retruécano que forma un bucle perfecto con su poema Aullido. Cuenta la misma traumática experiencia —su paso por el Instituto Psicológico Presbiteriano de Columbia— pero retuerce el punto de vista. El poco fiable narrador no es uno de los enfermos. Es el director de la institución. Un doctor atractivo por fuera y demoníaco por dentro que resulta ser el verdadero tarado. El perturbado que mantiene prisioneros a los mejores cerebros de su generación. Hasta el final no sospechamos que el respetable Dr. Kashady —que nunca falte un guiño a N. C.— es el mayor desequilibrado de la institución.

Ginsberg nos obliga a reconstruir la novela hasta el principio con otra perspectiva, a interpretar la historia con la piedra de Rosetta fundamental que no encontramos hasta el último capítulo: la confirmación de que su director es un voraz sádico. Así es el narrador no fiable: nunca termina de hacer su trabajo, lo tiene que rematar el lector.

Lectores sabios a los que les va la marcha. Lectores que, en ocasiones, son también editores tan avezados como Maxwell Perkins. Cuando recibió Trimalchio se deshizo en elogios sobre esa novela maravillosa que «tan bien fusionaba sin perder la unidad las incongruencias de la vida moderna». Pero le faltaban datos sobre el personaje central: Jay Gatsby. Y Francis Scott Fitzgerald se pone a reescribir. Da información sin darla. Presenta al millonario misterioso sin desvelar su secreto. Y solo podía hacerlo a través de Nick Carraway, al que convierte en testigo observador de Gatsby pero no le concede una lupa para escudriñar su pasado.

El Nick Carraway de Fitzgerald va por la vida sin cristal de aumento. Otros narradores no fiables afrontan su trabajo a través de una lente deformante. Lo hace Ford Madox Ford en El buen soldado, que no es solo la historia más triste jamás contada, también la más difusa. Lo hacen quienes se convierten en narradores de su vida, la real, a través del cristal rosa de la memoria. Maestros de la ficciobiografía. ¿De verdad, Leni Riefenstahl, que no sabías nada de lo que estaba haciendo Hitler? ¿De verdad que ignorabas que después de pasar delante de tu cámara los niños gitanos de Tierra baja continuarían su camino hacia Auschwitz para el último fulgor del Zyklon-B? A veces los narradores no fiables de la vida verdadera dan mucho más miedo que los de la ficción. Más miedo que el diablo epistolar de C. S. Lewis, que el narrador laberíntico de La casa de hojas, que el asesino confeso de 1922, que los enigmáticos contadores de las historias de Neil Gaiman, que el feroz psicópata de Easton Ellis hambriento de sangre por Wall Street.

El mundo está lleno de narradores que mienten a este lado del papel. A este. El lado desde el que te escribo. El lado desde el que confesé que Wayne C. Booth era el único narrador de fiar que aparecía en este texto. Sí. En algún punto de esta historia te tendí la trampa de una mentira. Pero no puedes decir que te he engañado. Te avisé desde el principio: no te fíes del narrador.