lunes, 22 de febrero de 2016

"¿De qué sirve el profesor?" por Umberto Eco


¿En el alud de artículos sobre el matonismo en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: "Disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?"
El estudiante decía una verdad a medias, que, entre otros, los mismos profesores dicen desde hace por lo menos veinte años, y es que antes la escuela debía transmitir por cierto formación pero sobre todo nociones, desde las tablas en la primaria, cuál era la capital de Madagascar en la escuela media hasta los hechos de la guerra de los treinta años en la secundaria. Con la aparición, no digo de Internet, sino de la televisión e incluso de la radio, y hasta con la del cine, gran parte de estas nociones empezaron a ser absorbidas por los niños en la esfera de la vida extraescolar.
De pequeño, mi padre no sabía que Hiroshima quedaba en Japón, que existía Guadalcanal, tenía una idea imprecisa de Dresde y sólo sabía de la India lo que había leído en Salgari. Yo, que soy de la época de la guerra, aprendí esas cosas de la radio y las noticias cotidianas, mientras que mis hijos han visto en la televisión los fiordos noruegos, el desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan las flores, cómo era un Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe todo sobre el ozono, sobre los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez, un niño de hoy no sepa qué son exactamente las células madre, pero las ha escuchado nombrar, mientras que en mi época de eso no hablaba siquiera la profesora de ciencias naturales. Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores?
He dicho que el estudiante dijo una verdad a medias, porque ante todo un docente, además de informar, debe formar. Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces también hay personas autorizadas en Porta a Porta (programa televisivo italiano de análisis de temas de actualidad), es la escuela quien debe discutir Porta a Porta. Los medios de difusión masivos informan sobre muchas cosas y también transmiten valores, pero la escuela debe saber discutir la manera en la que los transmiten, y evaluar el tono y la fuerza de argumentación de lo que aparecen en diarios, revistas y televisión. Y además, hace falta verificar la información que transmiten los medios: por ejemplo, ¿quién sino un docente puede corregir la pronunciación errónea del inglés que cada uno cree haber aprendido de la televisión?
Pero el estudiante no le estaba diciendo al profesor que ya no lo necesitaba porque ahora existían la radio y la televisión para decirle dónde está Tombuctú o lo que se discute sobre la fusión fría, es decir, no le estaba diciendo que su rol era cuestionado por discursos aislados, que circulan de manera casual y desordenado cada día en diversos medios -que sepamos mucho sobre Irak y poco sobre Siria depende de la buena o mala voluntad de Bush. El estudiante estaba diciéndole que hoy existe Internet, la Gran Madre de todas las enciclopedias, donde se puede encontrar Siria, la fusión fría, la guerra de los treinta años y la discusión infinita sobre el más alto de los números impares. Le estaba diciendo que la información que Internet pone a su disposición es inmensamente más amplia e incluso más profunda que aquella de la que dispone el profesor. Y omitía un punto importante: que Internet le dice "casi todo", salvo cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información.
Almacenar nueva información, cuando se tiene buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es capaz. Pero decidir qué es lo que vale la pena recordar y qué no es un arte sutil. Esa es la diferencia entre los que han cursado estudios regularmente (aunque sea mal) y los autodidactas (aunque sean geniales).
El problema dramático es que por cierto a veces ni siquiera el profesor sabe enseñar el arte de la selección, al menos no en cada capítulo del saber. Pero por lo menos sabe que debería saberlo, y si no sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar, por lo menos puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por comparar y juzgar cada vez todo aquello que Internet pone a su disposición. Y también puede poner cotidianamente en escena el intento de reorganizar sistemáticamente lo que Internet le transmite en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones.
El sentido de esa relación sólo puede ofrecerlo la escuela, y si no sabe cómo tendrá que equiparse para hacerlo. Si no es así, las tres I de Internet, Inglés e Instrucción seguirán siendo solamente la primera parte de un rebuzno de asno que no asciende al cielo.
(Traducción: Mirta Rosenberg)
La Nacion/L'Espresso (Distributed by The New York Times Syndicate)


sábado, 20 de febrero de 2016

"Umberto Eco, el escritor y los signos" por Rafael Narbona


La muerte de Umberto Eco plantea varios interrogantes. ¿Es posible hacer literatura de masas con la dignidad de una obra inspirada por una alta exigencia artística? ¿Tiene sentido mantener las clásicas distinciones entre géneros o hemos entrado en una época caracterizada por la hibridez? ¿Hay límites entre lo ficticio y lo real que no deben traspasarse? ¿Cuál es el papel del escritor en una sociedad que tiende a menospreciar el hecho estético y no reconoce la autoridad de los intelectuales? Umberto Eco se doctoró en 1954 en la Universidad de Turín, con una tesis que se publicaría dos años más tarde con el título El problema estético en Santo Tomás de Aquino. Profesor de comunicación visual en Florencia, se especializó en semiótica y en 1962 publicó Obra abierta, un inspirado ensayo que reproducía las principales tesis de la Escuela Hermenéutica de Hans-George Gadamer: no hay obras cerradas y con un sentido unilateral y definitivo, sino textos en movimiento caracterizados por la polisemia y la polifonía. El sentido no debe buscarse en la realidad empírica, sino en un orbe inteligible, semejante al Mundo de las Ideas de Platón. Wittgenstein no se equivocaba al postular que el sentido del mundo se encuentra más allá de sus límites físicos. En el caso de la literatura y el arte, no hay una verdad revelada ni una escisión ontológica. Simplemente, la referencia del hecho estético es el la historia del hecho estético, con su tradición precedente y las inevitables transformaciones que experimenta una obra con el paso de las generaciones. Cada interpretación es un nuevo estrato que engrosa el perfil de un texto. Por eso, la crítica y la creación literarias son arqueología, pero arqueología viva, dinámica, que -lejos de preservar el pasado- lo multiplica en distintas direcciones. 

Corroborando las tesis de Roland Barthes, Eco postula que en cada obra hay una estructura que soporta los cambios introducidos por cada lector y cada época. No se trata de una estructura estática, sino elástica que convierte la experiencia estética en una interlocución entre el autor y el espectador, o entre el autor y otro autor. Cualquier obra es una fusión de horizontes. Es imposible concebir a Leopardi, sin Dante y Hölderlin. La literatura siempre es un palimpsesto, pues la escritura (o el arte) siempre deja una huella, un surco, que otros aprovechan para crear nuevas formas.

Umberto Eco profundiza su análisis de la cultura y la creación artística en Apocalípticos e integrados (1964), interrogándose sobre el valor de la cultura de masas. Eco se aleja de las posiciones apocalípticas o aristocráticas, que desdeñan la cultura popular. La distinción entre alta y baja cultura formulada por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930) le parece estéril, pues la cultura popular no es el fruto de una degradación estética, sino la expresión de una época o, por utilizar un concepto hegeliano, una figura que encarna el devenir del Espíritu. Superman es un mito moderno, tan valioso como Heracles, Aquiles o Sansón. El superhombre del cómic norteamericano no es una vulgarización del mito del héroe, sino una actualización del viejo drama del paladín, campeón o semidiós, cuyo poder esconde una trágica vulnerabilidad. En el caso de Superman, el talón de Aquiles se convierte en exposición a un mineral extraterrestre, la famosa "kryptonita". Este recurso no significa bajar un escalón en la escala épica, sino renovar su potencial dramático.

El nombre de la rosa, que apareció en 1980, es la plasmación literaria de esta interpretación de la cultura. Ambientada en el siglo XIV, la peripecia de fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso Melk en la abadía de los Apeninos ligures se despliega como una trama policial, con grandes dosis de suspense. Es indiscutible que el éxito de la novela procede de esa intriga, pero la cadena de misteriosos asesinatos se revela compatible con los conflictos teológicos entre franciscanos y dominicos. Los franciscanos reivindican la pobreza evangélica y la ternura de Jesús, que advirtió: "Misericordia quiero, no penitencia". No conciben límites en el poder de Dios y creen que podría haber creado un mundo donde el pecado fuera virtud o el tiempo avanzara macha atrás. Incluso podría haber engendrado un universo donde no existiera Dios. Por el contrario, los dominicos creen que Dios está limitado por la Razón. Su voluntad es omnipotente, pero no puede cambiar las leyes de la naturaleza, invirtiendo el orden temporal o transformando el mal en excelencia moral. La aparición en la biblioteca de la abadía de la extraviada sección de la Poética aristotélica dedicada a la comedia amenaza con añadir nuevas fisuras a la Cristiandad, justificando el escarnio de cualquier verdad de fe, con el pretexto de no oponer cortapisas ni objeciones al humor. La risa es subversiva, insolente e impúdica. No puede contar con el respaldo del Filósofo, término que se atribuía por excelencia a Aristóteles en el siglo XIII. Ocultar ese manuscrito justifica perpetrar los crímenes más horrendos.

Creo que el mejor Eco se encuentra en los tres títulos citados. El resto de su obra tiene un indudable interés, pero carece de la misma altura. Eco intentó repetir la fórmula de El nombre de la rosa con El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010), pero con resultados mucho más mediocres. No olvido su Tratado de semiótica general (1975) y su ensayo Lector in fabula (1979), que aportaron brillantes ideas sobre la intertextualidad, los signos y la comunicación. Sin la profundidad de Gadamer o Ricoeur, Eco abordó el tema de la comprensión, una forma de conocimiento alternativa a la verificación empírica de las ciencias naturales, que ha reducido la verdad a tristes evidencias, proscribiendo experiencias como la fe y menoscabando la trascendencia del fenómeno estético.

Al igual que Borges, Eco preconizó la autonomía del hecho literario. El escritor no se nutre necesariamente de vivencias, sino de lecturas. Escribir es una extraña forma de vivir, pero no está de más recordar que la palabra es la principal seña de identidad de la especie humana. Creo que ahora estamos en condiciones de responder a las preguntas del inicio de esta nota. El nombre de la rosa es la prueba irrefutable de que la cultura de masas no está divorciada del rigor estético. La reciente muerte de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor (1960), corrobora esta tesis. Los límites entre lo real y lo ficticio deberían ser inexistentes en el ámbito de lo imaginario, pues la creación artística exige una completa libertad.

En Número Cero (2015), Eco critica al periodismo sensacionalista, pero desliza otro mensaje no menos importante: el escritor es un demiurgo que dilata lo real. Por eso mismo, resulta absurdo respetar la canónica de los géneros. A sangre fría (1966), de Truman Capote, es a la vez novela e investigación periodística. El nombre de la rosa es novela histórica y policíaca, teología y filosofía, e incluso se permite una breve incursión en el romance y la pulsión sexual. Eco no fue Camus ni Unamuno, pero siempre se mantuvo al corriente de los cambios políticos y sociales, expresando opiniones que agradaron a unos e irritaron a otros. No ocultó su antipatía hacia Ratzinger ni su aprecio hacia la labor reformadora del Papa Francisco. Su visión de las cosas a veces pecó de cierto apresuramiento. Como buen italiano, se apasionaba con facilidad, lo cual no suele favorecer la ecuanimidad. ¿Soñaba Eco con el paraíso? Es posible. Si era así, su fantasía le atribuiría forma de biblioteca. No me cuesta mucho trabajo imaginarlo en la Biblioteca de Babel, discutiendo con Borges sobre el tiempo o los universales. 

Cosas que me encuentro en el buzón: una carta de Médicos Sin Fronteras


Recojo del buzón una carta de Médicos Sin Fronteras y se me viene el gran teatro del mundo encima:
-En el primer acto, el hospital de Idlib en Siria bombardeado dos veces consecutivas: 24 muertos y no queda nada en pie; 40 mil personas desasistidas de atención médica. Tras las celosías, en el palco, los poderosos gobernantes y los mercaderes no han ido a ver la representación, sino a repartirse el beneficio obtenido por la venta de armas.
-En el segundo acto, los civiles sirios son blanco continuo de ataques: 1,9 millones de personas asediadas, las fronteras a los refugiados cerradas y las instalaciones médicas y densamente pobladas cada vez más bombardeadas. Los que ocupan las primeras butacas engordan con la sangre que engullen a buche lleno.
-El tercer acto se desarrolla en Sudán del Sur: un ataque a un campo de protección de civiles de Malakai mata a 18 personas, dos de ellos médicos de la ONG. La mayor parte del público ya no presta atención a la escena. Se ha colocado una pantalla gigante enfrente y todos jalean las maravillas de Messi y Cristiano Ronaldo.  

"Umberto Eco, eterno y lúcido zarpazo" por Borja Hermoso



Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron a Umberto Eco el doctorado honoris causa. Eso no honró a Umberto Eco, sino a todas esas doctas casas que, coincidentes en el legítimo afán de buscar referentes/asideros para afrontar la tormenta de un tiempo nuevo e incierto, dieron con este inmortal disfrazado de hombre, con este humanista travestido en duda metódica: desde Santo Tomás de Aquino hasta la Wikipedia y desde Kant hasta el grito de auxilio en defensa del libro de papel, pasando por los comics, el Medievo, la semiótica, la leyenda, el arte, la novela, la política y las masas —y por ende, el superhombre de masas, objeto de su bisturí incansable— la impronta de este verdadero caballero andante de la cultura en el más amplio espectro del concepto quedará grabada en la historia de lo escrito y lo dicho. Pocos como él, pocos como Umberto Eco en el devenir del tiempo que va desde Altamira y Lascaux hasta el troll cibernético-megalítico de los 40 caracteres. Con los dedos de una mano hay que contar fiscales de la estulticia y la ignorancia tan solventes como él, tan trabajadores, tan insistentes en la preocupación por la estupidez y la patraña. Solo tenemos que releer El nombre de la rosa (1980), uno de los debuts literarios más conmovedores de la historia por su aparente costra de novela negra y su irremediable condición de tratado filosófico (más que pertinentemente trasladada al cine por Jean-Jacques Annaud y un Sean Connery que, más que Guillermo de Baskerville, parece Umberto Eco, para caer en la cuenta de ese empeño). Cuidado: son posibles múltiples lecturas —la narrativa, la filosófica, la moral, la histórica— , es un libro que acuña un género fascinante, el thriller medieval, pero también un pasquín revolucionario frente a los profesionales de la verdad absoluta, lleven en el macuto metralletas, biblias, coranes o banderas: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. Y de ahí, seguidito, a las cruzadas de los cruzados de uno u otro signo. “El arte solo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de comunicación de masas” fue uno de sus gritos de guerra, proferidos desde debajo de un sombrero negro, desde dentro de un gabán negro, desde lo alto de un magisterio luminoso. Avisaba a navegantes, ya hace mucho, y no solo a navegantes, también a los políticos y a los periodistas, gremios que se creen/nos creemos infinitamente más de lo que son/somos. Solo el advenimiento de zarpazos lúcidos de pensamiento, de creación literaria o artística, de luz, de autenticidad, nos salvará contra tanta falacia, pactista o no. Es el mundo en marcha de Umberto Eco, tejido en libros y tratados, en artículos y conferencias, incrustado por igual en la confesa nostalgia personal de Gutenberg y el reconocimiento de Internet como herramienta a domesticar… y aprovechar. Desde la Historia de las tierras y los lugares legendarios (una de sus últimas obras traducidas al español), Eco nos habla de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne. Los incunables y los beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el hedonismo… Aristóteles sí, Will Eisner también, los papiros, el eterno papel defendido a ultranza junto a su amigo Jean-Claude Carrière (imprescindible la lectura de Nadie acabará con los libros, 2010), la comida y la bebida, los amigos, los viajes. Todo contaba. Umberto Eco, a diferencia de tanto solemne con carnet, nunca tuvo problema — pero para eso hay que albergar un ingente bagaje humanista e infinitas dosis de humildad— para unir en el mismo puzle irresuelto aquello de la alta y la baja cultura. Él era un aristócrata de las dos. Y a la vez, un proletario de las dos.

viernes, 19 de febrero de 2016

Europa y Lady Macbeth


Lady Macbeth pide un deseo para someterse a la crueldad y vencer al remordimiento: "¡Venid hasta mis pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte que estáis por todas partes -esencias invisibles- al acecho para que Naturaleza se destruya!" Lady Macbeth concita a los espíritus de la muerte, a esas esencias invisibles que están siempre cerca de los gobernantes y los poderosos. Lady Macbeth los invoca y acuden para que su marido cometa un crimen horrible.
Nosotros, los europeos, ya no tenemos que llamar a esas fuerzas terribles porque están siempre asomadas a las ventanas de nuestras pantallas, gobiernan nuestros países y rigen nuestros destinos. Porque nuestros pechos hace tiempo que se llenaron de hiel. De otra manera no se puede entender lo que está ocurriendo con los refugiados en Lesbos o en cualquiera de las costas griegas regadas de muertos con la connivencia de la gran Europa. Europa no es Lady Macbeth, Europa es esa esencia invisible a la que ella invocaba, ese espíritu de la muerte que deja morir sin piedad a todos aquellos que no son de su estirpe. Europa es una cloaca de lujos donde nos pudrimos de soberbia, crueldad e hipocresía. Hace tiempo que nos arrancaron el sexo. Nos desayunamos la muerte y el sufrimiento, los envolvemos en rebozados de tres estrellas Michelín y los engullimos con deleite, cerrando los ojos, paladeando el exquisito sabor de la sangre y lamiendo los cuerpos hinchados. Hace tiempo que un manto de tinieblas ha impedido que el cielo grite, "¡basta, basta!". Si Lady Macbeth levantara la cabeza se horrorizaría de pertenecer a una comunidad como esta.

viernes, 12 de febrero de 2016

"Escrituras al pie del abismo: literatura y periodismo durante la Gran Guerra" por Luis Pousa


Antes de Joyce, Kafka y Proust
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotaba en sus deslumbrantes diarios:
Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.
Escribía Kafka, claro, en un mundo sin Franz Kafka. En un mundo sin James Joyce. En un mundo sin Marcel Proust. Los tres autores que exploraron abismos hasta entonces desconocidos y que pusieron patas arriba la literatura del siglo XX (y, tal vez, la literatura desde sus orígenes mismos) todavía no habían emergido.
Kafka, como se sabe, no fue Kafka hasta junio de 1924. Después de muerto. El estallido de la Gran Guerra llegó mientras el joven autor estaba escribiendo El proceso y En la colonia penitenciaria. Apenas tenía obra publicada (solo el volumen Meditaciones), pero entre 1913 y 1919, aquejado ya de los primeros síntomas de la tuberculosis, escribió nada menos que La transformación, La condena y Un médico rural. Casi nada.
James Joyce publicaba ese mismo año 14, en el que todo amenazaba con derrumbarse entre las tinieblas, una prodigiosa colección de relatos titulada Dublineses. No llegaría hasta 1916, todavía en plena guerra, Retrato del artista adolescente, y mientras Europa se desangraba en los campos de batalla, Joyce acometía la tarea épica de dar forma a su inabarcable Ulises.
Proust tampoco era Proust en agosto de 1914. Había iniciado en 1907 la formidable aventura de escribir (y publicar) En busca del tiempo perdido, interrumpida a su muerte en 1922. El primer volumen de esta formidable novela, Por el camino de Swann, apareció en 1913 y la Gran Guerra provocó un intermedio forzoso en la edición de la obra maestra de Proust hasta 1919, cuando se publicó A la sombra de las muchachas en flor, que obtuvo un éxito fulminante a raíz de la concesión del premio Goncourt.
En las trincheras estaba naciendo, a sangre y fuego, una nueva Europa y en la trastienda del conflicto Franz Kakfa, James Joyce y Marcel Proust reinventaban la literatura moderna. Paradojas del homo sapiens.
Muy lejos de estas coordenadas estéticas navegaba felizmente Gilbert Keith Chesterton, que al arrancar la Gran Guerra ya había publicado dos entregas de la saga detectivesca del padre Brown y títulos como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue jueves (una pesadilla). Brillante polemista, Chesterton había criticado muy duramente la guerra de los boers, pero fue un firme defensor de la participación de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, sobre la que señaló tajante en su Autobiografía:
Los hombres cuyos nombres están escritos en el monumento a los caídos de Beaconsfield murieron para evitar que Beaconsfield fuera eclipsado inmediatamente por Berlín, que todas sus reformas siguieran el modelo de Berlín y que todos sus productos fueran utilizados para los propósitos internacionales de Berlín, a pesar de que el rey de Prusia no se proclamara explícitamente soberano del rey de Inglaterra. Murieron para evitarlo y lo evitaron. A pesar de los que insisten en que murieron en vano, y además disfrutan con la idea.

Ortega entra en escena
En 1914 aparecía en el sello de la Residencia de Estudiantes de Madrid uno de esos libros cruciales, destinados a priori a cambiar el curso de la historia de una cultura, pero que luego, en un país poco dado a adentrarse en la profundidad de sus grandes voces, no tuvo el alcance ni la repercusión que merecía el contenido de sus páginas. El ensayo, titulado Meditaciones del Quijote, lo firmaba el profesor de Metafísica José Ortega y Gasset. Siguiendo las huellas del texto más extraordinario de la literatura española, Ortega sentaba algunas líneas maestras de su posterior teoría de la razón vital. Ese mismo año nacía en Madrid Julián Marías, y ya en 1950 el gran discípulo de Ortega se lamentaba de que este libro singular no había sido leído en serio «por más allá de media docena de personas». En esas seguimos.

Un volcán llamado doña Emilia
En 1914 la Pardo Bazán ya era doña Emilia. Había publicado sus grandes obras (La piedra angular, La tribuna yLos pazos de Ulloa) y estaba en la cima de su carrera. El 5 de diciembre de 1916 acudía a la Residencia de Estudiantes para impartir una conferencia titulada Porvenir de la literatura española después de la guerra, en la que expresaba sus temores sobre la perturbación que la contienda podría suponer para la futura narrativa:
Temo también si he de decir la verdad, al cambio inminente. El sacudimiento es tan violento, los sucesos tan decisivos, el trastorno tan completo, venza quien venza, que la más probable de las hipótesis es la de su influencia arrolladora en las letras y en el arte, al menos mientras vivan los que presenciaron y padecieron la tragedia. Temo una literatura excesivamente impregnada de elementos sociales, políticos, morales y patrióticos. He dicho que la temo, aunque de ella resulte quizá un bien general, esto no lo discuto. Como artista, antepongo a la utilidad la belleza. Reconozco todos los peligros de aquel individualismo romántico que emancipó la personalidad, que reclamó para el artista y el escritor la libertad de afirmarse contra todo y contra todos; reconozco igualmente la exaltación ilimitada de tal principio en el segundo romanticismo neoidealista, pero también reconozco que son bellos y que en tales evoluciones hubo un germen vital. No fue época muerta. Y el arte es vida intensa, hirviente, libre. Y después de la guerra, ese germen y su florecimiento individualista han de ser reprimidos y hasta condenados. ¿No notáis ya cómo todo se opone a la expansión individualista? ¿No oís las máximas, no observáis cómo cuajan los programas futuros? Escuchad lo que se repite: organización, organización, disciplina, disciplina. Formémonos, alineémonos, no consintamos que se salga de filas nadie. Bien sé yo que en España se corre poco riesgo de adoptar semejante dogma; nadie es menos reductible a organizaciones compactas y bien trabadas que el español. Sin embargo, o un fenómeno constante habrá de desmentirse ahora, o cuando toda Europa esté empantanada en la literatura útil, nosotros también seguiremos el movimiento. Y se dará el espectáculo curioso de un pueblo muy anárquico en la vida y muy disciplinado en el arte. Más valiera que fuese al revés.

Valle-Inclán se va al frente
Valle-Inclán no se limitaba entonces a sus poemas, a su kif, a su prosa infinita. No fue un espectador pasivo de «la más alta ocasión que vieron los siglos». El 21 de enero de 1916 llegaba a París con el objetivo de pisar las trincheras y ejercer de corresponsal de guerra de El Imparcial, de Madrid, y de La Nación, de Buenos Aires.
Además de las crónicas para la prensa, de su intensa experiencia en el frente occidental —que incluyó un periplo en avión militar sobre cuya veracidad los expertos no acaban de ponerse de acuerdo— emergieron dos libros de extremada fiereza literaria y vital: La media noche y su prolongación, En la luz del día, donde retrata muy a su manera la peripecia bélica. Así avanzaba el propio autor su objetivo:
La guerra no se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni como unos cuantos muertos y heridos que se cuentan luego en las estadísticas; hay que verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo, fuera del tiempo y del espacio.
Y así arrancaba, a fin de cuentas, La media noche:
Son las doce de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules, por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana, hasta la costa brava del mar norteño, se acechan los dos ejércitos agazapados en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el trueno del cañón rodante por su cielo.
Valle, empotrado con el ejército francés en el frente, no escondía su predilección por el bando aliado y arremetió sin piedad contra alemanes y germanófilos.
Así describe, en La media noche, el ambiente entre las tropas galas:
Los oficiales se encorvan consultando las grandes cartas geográficas. Cuando alguna vez nombran a los alemanes lo hacen sin odio ni jactancia […] De tarde en tarde aparece en la puerta un oficial que saluda cuadrándose: viene de la oscuridad, del barro, de la lluvia, y trae un pliego. El general le estrecha la mano y le ofrece una taza de café caliente. Después, le ruega que hable, con esa noble cortesía que es la tradición de las armas francesas.
En cambio, reflejaba de esta guisa la atmósfera en las trincheras alemanas:
Las bombas caen en lluvia sobre las trincheras alemanas. Los soldados, atónitos, huraños a los jefes, esperan el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la mente, ajenos a la victoria, ajenos a la esperanza.
[…]
Los jefes sienten la muda repulsa del soldado. A los que sirven las ametralladoras se les trinca con ellas para que no puedan desertar, y el látigo de los oficiales, que recorren la línea de vanguardia, pasa siempre azotando.
Valle transitaba esos días su viaje interior desde el modernismo al esperpento, que ya afilaba sus zarpas en la prosa del gigante:
Dicen que es la guerra… ¡Mentira! Nunca el quemar y el violar ha sido una necesidad de la guerra. Es la barbarie atávica que se impone… Todavía esos hombres tienen muy próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos. Es su verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve, como hace el vino con los borrachos.

Sofía Casanova, en las trincheras
Un caso excepcional fue el de Sofía Casanova. Casada con un diplomático polaco, el estallido de las hostilidades la sorprendió en Varsovia, donde luego trabajó como voluntaria de Cruz Roja y desde 1915 ejerció de corresponsal de guerra para ABC, diario para el que también cubrió la Revolución rusa y la invasión nazi de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial.
En diciembre de 1917, Sofía Casanova, un talento sin equivalentes en el periodismo de su tiempo, entrevistó en San Petersburgo a León Trotsky, al que interrogó sobre el posible fin de la contienda:
Nuestra política es la única que puede hacerse en el presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas.
Casanova, tras la charla, dedicó unas palabras proféticas a los revolucionarios:
Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
En sus textos de la época, recogidos parcialmente en De la guerra, destilaba Sofía Casanova una asombrosa profesionalidad:
Combato las noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy ejemplos de la barbarie de todos […] Y me duele la confusión, el recelo, el dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios, sangres y llamas.
Católica y pacifista hasta el tuétano, calificaba la guerra como «un horrendo crimen» que «bestializa a los hombres y ciega sus almas con un odio colectivo». Amén.
En febrero de 1917 La Voz de Galicia, donde la periodista colaboraba ocasionalmente, se hacía eco en la portada de la publicación de De la guerra, que recogía «la serie de admirables crónicas escritas desde Polonia y Rusia por la notable escritora y distinguida coterránea nuestra, Sofía Casanova». «Es Sofía Casanova el único español que ha visto y ha sentido la guerra, y tal vez por eso la describe como nadie», subrayaba la nota, publicada bajo un artículo enviado desde Madrid por una firma clásica del diario en la época, Francisco Camba, hermano pequeño (pero no menor) del enorme Julio.

Camba, un periodista de otro mundo
Fue Julio Camba un periodista de otra galaxia, único en su especie. No tuvo antecesores, ni tiene sucesores. Fue testigo excepcional (en muchos sentidos de la palabra) de la Gran Guerra. En el otoño de 1913 fichó por ABC y debutó como corresponsal en un Berlín donde ya retumbaban los tambores de guerra. En Alemania asistió al estallido de la contienda y allí permaneció hasta marzo de 1915, cuando su diario lo envió a Londres. Estuvo otro año en el Reino Unido, aunque, como en Berlín, tendía a escapar del omnipresente monotema de las batallas y, fiel a su estilo, se deslizaba por las calles a la caza de esa trastienda de las ciudades que él buscaba (y encontraba) como nadie. En Berlín contaba anécdotas mínimas de las terrazas de los cafés y de la semana blanca, y en Londres, en lugar de analizar la geoestrategia ministerial, se dedicaba a recorrer y describir losnight clubs.
En la primera página de Alemania, ya incluía una rotunda «advertencia del autor»:
Este libro fue escrito en los meses inmediatamente anteriores a la primera Gran Guerra. Así era en aquella época Alemania y así éramos nosotros. Desde entonces, a nosotros se nos han caído algunos dientes y bastante pelo, y a Alemania no solo se le cayeron las fábricas, los puentes, los altos hornos y las catedrales, sino que hasta se le llegaron a caer provincias enteras; pero, en lo fundamental, quizá ni Alemania ni nosotros estamos tan cambiados o tan disminuidos como pudiera parecer a primera vista.
Antes de que rematase la Gran Guerra tuvo tiempo de ejercer de corresponsal en otros dos países. Pasó doce meses en Nueva York, tiempo que plasmó en las crónicas de Un año en el otro mundo, y al volver a Madrid en 1917 abandonó el conservador ABC para fichar por el liberal El Sol, que de inmediato lo despachó rumbo a París para que asistiese en la capital de Francia a los estertores de la contienda.
Había estado en cuatro escenarios privilegiados para narrar el conflicto, pero no había contado su particular visión de la lucha. Solo a toro pasado, en las postrimerías, se zambulló en la cuestión. Lo podemos leer en La rana viajera (Una nueva batracomiaquia), donde apuntó:
La guerra ha terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de los pueblos, etc.
Camba se despachaba a gusto con germanófilos y teutones, por ejemplo, en el delicioso texto titulado Si los alemanes hubiesen ganado:
Si los alemanes hubiesen ganado, en efecto, el problema de las nacionalidades dejaría de ser un conflicto, porque todos seríamos alemanes. Todos seríamos alemanes, y hasta es posible que todos fuésemos rubios. Y, siendo alemanes todos los hombres, no tan solo no habría conflictos internacionales, sino que no habría tampoco discusiones particulares. Todos tendríamos las mismas ideas.
Y en El libro futuro apostillaba, como sutil indagador de la realidad humana:
Todo el mundo sabe que los alemanes no suelen reír los chistes hasta veinticuatro horas después de haberlos oído, que es cuando «les ven la punta». Dentro de veinte años le verán también la punta a la guerra europea y romperán a llorar. Llorarán en verso y llorarán en música. Llorarán todos los violines, todas las arpas, todas las gaitas, todos los saxofones, todos los contrabajos del eximperio. Alemania entera llorará, y llorará mucho; pero llorará tarde.
Pero esa ya es otra historia. Esta acaba en el bosque de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Diez millones de muertos después, ha concluido la Gran Guerra.
Ese día Kakfa no se asomó a sus diarios. De hecho, no escribió ni una sola línea durante 1918.
Pero el 4 de agosto de 1917, tres años después de su tarde en la escuela de natación de Praga, había anotado premonitoriamente en su cuaderno:
Las trompetas resonantes de la nada.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Te negarán la luz: ebanistería literaria


Reviso por última vez la nueva novela que voy a publicar en marzo. Cepillo las superficies sin lustre; desbasto (que no devasto, o sí) los nudos más ásperos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana más delicada; barnizo el estilo; vuelvo a cepillar las superficies sin lustre; desbasto los nudos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana... y vuelvo a empezar. Mi frustrada pasión de ebanista me lleva a estos menesteres. Es posible que al final quede poca cosa, aunque el serrín siempre se aprovecha para calentarse uno.

domingo, 7 de febrero de 2016

Valle-Inclán recita "Sonata de otoño"


"Una forma de leer" por Antonio Muñoz Molina


A punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las cosas necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente editada y anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre Tarrête. Está muy moldeado por el trato con las manos y con los bolsillos de chaquetones y abrigos, y por las muchas idas y venidas en las que me ha acompañado. Es la segunda vez que lo leo en el plazo de unos meses. Empecé, uno poco por azar, una lectura seguida de los Ensayos al cabo de una temporada de inmersión en el Quijote, y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios. Ir de Cervantes a Montaigne fue quizás una deriva natural de lector, la intuición confirmada de ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos herederos de la corta era de apertura mental del humanismo de la primera parte del siglo XVI. Desde hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse a leer los Ensayos completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas a la edición resuelven muchos arcaísmos y alusiones del vocabulario, pero me hacía falta tener el diccionario a mano, y había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según avanzaba, y según la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa gradualmente acrecentada. El libro se me imponía como se le impone a uno a veces una historia que está escribiendo, con una presión imaginativa muy sostenida, y poco a poco excluyente. En trenes, en aviones, en habitaciones de hotel, en salas de espera, en andenes de metro, en bancos soleados de parques, Montaigne estaba conmigo, su soliloquio conversador vagabundo no se interrumpía. Salía para una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo, sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me volvían más importunos porque me estropeaban la concentración de la lectura. Una obra que creía conocer bien me revelaba hallazgos insospechados, momentos de silencioso fervor, iluminaciones sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en que vivo. Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos ocurre a sus lectores perseverantes. Los Ensayos nos van haciendo, se convierten en nuestro talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un lector que se convierte en el libro que lee. Llegué al final del último ensayo, el capítulo XIII del tercer volumen, ‘De la experiencia’, que es una culminación y una larga despedida al filo de la muerte. Estaba en mitad de un viaje y me quedó una sensación de vacío, casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de nuevo la lectura del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces encontré una biografía recién aparecida, Montaigne, la splendeur de la liberté, de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de imaginarlo como un sabio benigno y apacible, aislado en su torre, retirado de las pasiones y de los conflictos del mundo, un maestro de una especie de autoayuda de lujo: Bardyn le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional, la amplitud y el coraje de su activismo político. En cada lectura sucesiva, lo que yo voy viendo cada vez más es ese lado de vulnerabilidad, de rechazo asqueado del fanatismo religioso y político y de la crueldad inhumana que los alimenta y a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén dispuestos a sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo los ejércitos católicos que los protestantes en las guerras de religión. Bardyn ofrece muchos datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas: que Montaigne no era en realidad hijo de su padre, por ejemplo, y que la conciencia de esa ilegitimidad acentuó un sentimiento de estar al margen o en una posición insegura que alimentaría su actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio en el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego sorprendente, en el que Montaigne asegura que su madre tuvo con él un embarazo de 11 meses. Bardyn especula: ¿estaba de viaje el padre en las fechas que se correspondían con el plazo biológico? Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de misterio, el biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que algunas mujeres de familias nobles se han enredado con servidores y caballerizos. ¿No es una manera de insinuar la infidelidad de su madre? ¿No hubo siempre entre los dos una frialdad hostil, algo muy raro en una persona tan naturalmente afectuosa como Montaigne? Pero él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una prueba segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los límites de lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en suspenso el juicio cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué derecho puede afirmar nadie que actúa en obediencia de la voluntad divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia se erigen los hombres en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún tirano, dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo adulen. Todavía estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo con satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas semanas o meses, y también que quizás, después de toda una vida leyendo, he empezado a establecer una relación distinta con algunos libros y algunos autores: la que nos une a ellos cuando hemos llegado a conocerlos muy bien, a detenernos en cada frase y en cada palabra y al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de una obra, porque identificamos cada uno de los hilos y las resonancias interiores sobre las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es una lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la música, sino a la del intérprete, el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y ensayado despacio, y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva interpretación. No ha compuesto la música, pero la ha hecho suya. Se ha convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una de las últimas sonatas de piano o de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, un cuarteto de Béla Bartók, un solo de Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca. Ahora sé que Don Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises, los Ensayos de Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.