Antes de
Joyce, Kafka y Proust
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotaba
en sus deslumbrantes diarios:
Alemania ha
declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.
Escribía Kafka, claro, en un mundo sin Franz
Kafka. En un mundo sin James Joyce. En un mundo sin Marcel Proust. Los
tres autores que exploraron abismos hasta entonces desconocidos y que pusieron
patas arriba la literatura del siglo XX (y, tal vez, la literatura desde sus
orígenes mismos) todavía no habían emergido.
Kafka, como se sabe, no fue Kafka hasta junio
de 1924. Después de muerto. El estallido de la Gran Guerra llegó mientras el
joven autor estaba escribiendo El proceso y En la colonia
penitenciaria. Apenas tenía obra publicada (solo el volumen Meditaciones),
pero entre 1913 y 1919, aquejado ya de los primeros síntomas de la
tuberculosis, escribió nada menos que La transformación, La condena y Un
médico rural. Casi nada.
James Joyce publicaba ese mismo año 14, en el
que todo amenazaba con derrumbarse entre las tinieblas, una prodigiosa
colección de relatos titulada Dublineses. No llegaría hasta 1916, todavía
en plena guerra, Retrato del artista adolescente, y mientras Europa se
desangraba en los campos de batalla, Joyce acometía la tarea épica de dar forma
a su inabarcable Ulises.
Proust tampoco era Proust en agosto de 1914.
Había iniciado en 1907 la formidable aventura de escribir (y publicar) En
busca del tiempo perdido, interrumpida a su muerte en 1922. El primer volumen
de esta formidable novela, Por el camino de Swann, apareció en 1913 y la
Gran Guerra provocó un intermedio forzoso en la edición de la obra maestra de
Proust hasta 1919, cuando se publicó A la sombra de las muchachas en flor,
que obtuvo un éxito fulminante a raíz de la concesión del premio Goncourt.
En las trincheras estaba naciendo, a sangre y
fuego, una nueva Europa y en la trastienda del conflicto Franz Kakfa, James
Joyce y Marcel Proust reinventaban la literatura moderna. Paradojas del homo
sapiens.
Muy lejos de estas coordenadas estéticas
navegaba felizmente Gilbert Keith Chesterton, que al arrancar la Gran
Guerra ya había publicado dos entregas de la saga detectivesca del padre Brown
y títulos como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue
jueves (una pesadilla). Brillante polemista, Chesterton había criticado muy
duramente la guerra de los boers, pero fue un firme defensor de la
participación de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, sobre la que señaló
tajante en su Autobiografía:
Los hombres
cuyos nombres están escritos en el monumento a los caídos de Beaconsfield
murieron para evitar que Beaconsfield fuera eclipsado inmediatamente por
Berlín, que todas sus reformas siguieran el modelo de Berlín y que todos sus
productos fueran utilizados para los propósitos internacionales de Berlín, a
pesar de que el rey de Prusia no se proclamara explícitamente soberano del rey
de Inglaterra. Murieron para evitarlo y lo evitaron. A pesar de los que
insisten en que murieron en vano, y además disfrutan con la idea.
Ortega entra
en escena
En 1914 aparecía en el sello de la Residencia
de Estudiantes de Madrid uno de esos libros cruciales, destinados a priori a
cambiar el curso de la historia de una cultura, pero que luego, en un país poco
dado a adentrarse en la profundidad de sus grandes voces, no tuvo el alcance ni
la repercusión que merecía el contenido de sus páginas. El ensayo, titulado Meditaciones
del Quijote, lo firmaba el profesor de Metafísica José Ortega y Gasset.
Siguiendo las huellas del texto más extraordinario de la literatura española,
Ortega sentaba algunas líneas maestras de su posterior teoría de la razón
vital. Ese mismo año nacía en Madrid Julián Marías, y ya en 1950 el gran
discípulo de Ortega se lamentaba de que este libro singular no había sido leído
en serio «por más allá de media docena de personas». En esas seguimos.
Un volcán
llamado doña Emilia
En 1914 la Pardo Bazán ya era doña Emilia.
Había publicado sus grandes obras (La piedra angular, La tribuna yLos
pazos de Ulloa) y estaba en la cima de su carrera. El 5 de diciembre de 1916
acudía a la Residencia de Estudiantes para impartir una conferencia titulada Porvenir
de la literatura española después de la guerra, en la que expresaba sus temores
sobre la perturbación que la contienda podría suponer para la futura narrativa:
Temo también
si he de decir la verdad, al cambio inminente. El sacudimiento es tan violento,
los sucesos tan decisivos, el trastorno tan completo, venza quien venza, que la
más probable de las hipótesis es la de su influencia arrolladora en las letras
y en el arte, al menos mientras vivan los que presenciaron y padecieron la
tragedia. Temo una literatura excesivamente impregnada de elementos sociales,
políticos, morales y patrióticos. He dicho que la temo, aunque de ella resulte
quizá un bien general, esto no lo discuto. Como artista, antepongo a la
utilidad la belleza. Reconozco todos los peligros de aquel individualismo
romántico que emancipó la personalidad, que reclamó para el artista y el
escritor la libertad de afirmarse contra todo y contra todos; reconozco
igualmente la exaltación ilimitada de tal principio en el segundo romanticismo
neoidealista, pero también reconozco que son bellos y que en tales evoluciones
hubo un germen vital. No fue época muerta. Y el arte es vida intensa,
hirviente, libre. Y después de la guerra, ese germen y su florecimiento
individualista han de ser reprimidos y hasta condenados. ¿No notáis ya cómo
todo se opone a la expansión individualista? ¿No oís las máximas, no observáis
cómo cuajan los programas futuros? Escuchad lo que se repite: organización,
organización, disciplina, disciplina. Formémonos, alineémonos, no consintamos
que se salga de filas nadie. Bien sé yo que en España se corre poco riesgo de
adoptar semejante dogma; nadie es menos reductible a organizaciones compactas y
bien trabadas que el español. Sin embargo, o un fenómeno constante habrá de
desmentirse ahora, o cuando toda Europa esté empantanada en la literatura útil,
nosotros también seguiremos el movimiento. Y se dará el espectáculo curioso de
un pueblo muy anárquico en la vida y muy disciplinado en el arte. Más valiera
que fuese al revés.
Valle-Inclán
se va al frente
Valle-Inclán no se limitaba entonces a
sus poemas, a su kif, a su prosa infinita. No fue un espectador pasivo de «la
más alta ocasión que vieron los siglos». El 21 de enero de 1916 llegaba a París
con el objetivo de pisar las trincheras y ejercer de corresponsal de guerra de El
Imparcial, de Madrid, y de La Nación, de Buenos Aires.
Además de las crónicas para la prensa, de su
intensa experiencia en el frente occidental —que incluyó un periplo en avión
militar sobre cuya veracidad los expertos no acaban de ponerse de acuerdo— emergieron
dos libros de extremada fiereza literaria y vital: La media noche y
su prolongación, En la luz del día, donde retrata muy a su manera la
peripecia bélica. Así avanzaba el propio autor su objetivo:
La guerra no
se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni como unos
cuantos muertos y heridos que se cuentan luego en las estadísticas; hay que
verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo, fuera del tiempo y del
espacio.
Y así arrancaba, a fin de cuentas, La
media noche:
Son las doce
de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules,
por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana,
hasta la costa brava del mar norteño, se acechan los dos ejércitos agazapados
en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de
las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio
de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea
de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la
verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las
estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta
línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el
trueno del cañón rodante por su cielo.
Valle, empotrado con el ejército francés en
el frente, no escondía su predilección por el bando aliado y arremetió sin
piedad contra alemanes y germanófilos.
Así describe, en La media noche, el
ambiente entre las tropas galas:
Los
oficiales se encorvan consultando las grandes cartas geográficas. Cuando alguna
vez nombran a los alemanes lo hacen sin odio ni jactancia […] De tarde en tarde
aparece en la puerta un oficial que saluda cuadrándose: viene de la oscuridad,
del barro, de la lluvia, y trae un pliego. El general le estrecha la mano y le
ofrece una taza de café caliente. Después, le ruega que hable, con esa noble
cortesía que es la tradición de las armas francesas.
En cambio, reflejaba de esta guisa la
atmósfera en las trincheras alemanas:
Las bombas
caen en lluvia sobre las trincheras alemanas. Los soldados, atónitos, huraños a
los jefes, esperan el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la
mente, ajenos a la victoria, ajenos a la esperanza.
[…]
Los jefes
sienten la muda repulsa del soldado. A los que sirven las ametralladoras se les
trinca con ellas para que no puedan desertar, y el látigo de los oficiales, que
recorren la línea de vanguardia, pasa siempre azotando.
Valle transitaba esos días su viaje interior
desde el modernismo al esperpento, que ya afilaba sus zarpas en la prosa del
gigante:
Dicen que es
la guerra… ¡Mentira! Nunca el quemar y el violar ha sido una necesidad de la
guerra. Es la barbarie atávica que se impone… Todavía esos hombres tienen muy
próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos.
Es su verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve,
como hace el vino con los borrachos.
Sofía
Casanova, en las trincheras
Un caso excepcional fue el de Sofía Casanova.
Casada con un diplomático polaco, el estallido de las hostilidades la
sorprendió en Varsovia, donde luego trabajó como voluntaria de Cruz Roja y
desde 1915 ejerció de corresponsal de guerra para ABC, diario para el que
también cubrió la Revolución rusa y la invasión nazi de Polonia durante la
Segunda Guerra Mundial.
En diciembre de 1917, Sofía Casanova, un
talento sin equivalentes en el periodismo de su tiempo, entrevistó en San
Petersburgo a León Trotsky, al que interrogó sobre el posible fin de la
contienda:
Nuestra política es la única que puede
hacerse en el presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la
esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de
todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama
de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones
pacifistas.
Casanova, tras la charla, dedicó unas
palabras proféticas a los revolucionarios:
Al fanatismo
jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué
pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
En sus textos de la época, recogidos
parcialmente en De la guerra, destilaba Sofía Casanova una asombrosa
profesionalidad:
Combato las
noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy
ejemplos de la barbarie de todos […] Y me duele la confusión, el recelo, el
dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de
apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios,
sangres y llamas.
Católica y pacifista hasta el tuétano,
calificaba la guerra como «un horrendo crimen» que «bestializa a los hombres y
ciega sus almas con un odio colectivo». Amén.
En febrero de 1917 La Voz de Galicia,
donde la periodista colaboraba ocasionalmente, se hacía eco en la portada de la
publicación de De la guerra, que recogía «la serie de admirables crónicas
escritas desde Polonia y Rusia por la notable escritora y distinguida
coterránea nuestra, Sofía Casanova». «Es Sofía Casanova el único español que ha
visto y ha sentido la guerra, y tal vez por eso la describe como nadie»,
subrayaba la nota, publicada bajo un artículo enviado desde Madrid por una
firma clásica del diario en la época, Francisco Camba, hermano pequeño
(pero no menor) del enorme Julio.
Camba, un
periodista de otro mundo
Fue Julio Camba un periodista de otra
galaxia, único en su especie. No tuvo antecesores, ni tiene sucesores. Fue
testigo excepcional (en muchos sentidos de la palabra) de la Gran Guerra. En el
otoño de 1913 fichó por ABC y debutó como corresponsal en un Berlín
donde ya retumbaban los tambores de guerra. En Alemania asistió al estallido de
la contienda y allí permaneció hasta marzo de 1915, cuando su diario lo envió a
Londres. Estuvo otro año en el Reino Unido, aunque, como en Berlín, tendía a
escapar del omnipresente monotema de las batallas y, fiel a su estilo, se
deslizaba por las calles a la caza de esa trastienda de las ciudades que él
buscaba (y encontraba) como nadie. En Berlín contaba anécdotas mínimas de las
terrazas de los cafés y de la semana blanca, y en Londres, en lugar de analizar
la geoestrategia ministerial, se dedicaba a recorrer y describir losnight clubs.
En la primera página de Alemania, ya
incluía una rotunda «advertencia del autor»:
Este libro
fue escrito en los meses inmediatamente anteriores a la primera Gran Guerra.
Así era en aquella época Alemania y así éramos nosotros. Desde entonces, a
nosotros se nos han caído algunos dientes y bastante pelo, y a Alemania no solo
se le cayeron las fábricas, los puentes, los altos hornos y las catedrales,
sino que hasta se le llegaron a caer provincias enteras; pero, en lo
fundamental, quizá ni Alemania ni nosotros estamos tan cambiados o tan
disminuidos como pudiera parecer a primera vista.
Antes de que rematase la Gran Guerra tuvo
tiempo de ejercer de corresponsal en otros dos países. Pasó doce meses en Nueva
York, tiempo que plasmó en las crónicas de Un año en el otro mundo, y al
volver a Madrid en 1917 abandonó el conservador ABC para fichar por
el liberal El Sol, que de inmediato lo despachó rumbo a París para que
asistiese en la capital de Francia a los estertores de la contienda.
Había estado en cuatro escenarios
privilegiados para narrar el conflicto, pero no había contado su particular
visión de la lucha. Solo a toro pasado, en las postrimerías, se zambulló en la
cuestión. Lo podemos leer en La rana viajera (Una nueva batracomiaquia),
donde apuntó:
La guerra ha
terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero
no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las
victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que
Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de los
pueblos, etc.
Camba se despachaba a gusto con germanófilos
y teutones, por ejemplo, en el delicioso texto titulado Si los alemanes
hubiesen ganado:
Si los
alemanes hubiesen ganado, en efecto, el problema de las nacionalidades dejaría
de ser un conflicto, porque todos seríamos alemanes. Todos seríamos alemanes, y
hasta es posible que todos fuésemos rubios. Y, siendo alemanes todos los
hombres, no tan solo no habría conflictos internacionales, sino que no habría
tampoco discusiones particulares. Todos tendríamos las mismas ideas.
Y en El libro futuro apostillaba,
como sutil indagador de la realidad humana:
Todo el
mundo sabe que los alemanes no suelen reír los chistes hasta veinticuatro horas
después de haberlos oído, que es cuando «les ven la punta». Dentro de veinte
años le verán también la punta a la guerra europea y romperán a llorar.
Llorarán en verso y llorarán en música. Llorarán todos los violines, todas las
arpas, todas las gaitas, todos los saxofones, todos los contrabajos del
eximperio. Alemania entera llorará, y llorará mucho; pero llorará tarde.
Pero esa ya es otra historia. Esta acaba en
el bosque de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Diez millones de muertos
después, ha concluido la Gran Guerra.
Ese día Kakfa no se asomó a sus diarios. De
hecho, no escribió ni una sola línea durante 1918.
Pero el 4 de agosto de 1917, tres años
después de su tarde en la escuela de natación de Praga, había anotado
premonitoriamente en su cuaderno:
Las
trompetas resonantes de la nada.
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