Estamos en tiempos de negación, de insulto, en tiempos de patear cualquier creación -si no es del amigo o del colega- por amor al libelo. Últimamente he leído a varios de estos pateadores esgrimir un supuesto "argumento" para rechazar una obra literaria: el tema no es original, está demasiado manoseado. "Otra historia sobre la posguerra", dicen, "otra historia sobre un escritor", "otra historia feminista" "otra novela histórica", "otra novela negra"... Es una forma simple y burda de rematar, sin haber empezado, un análisis literario que adolece de fundamento. La literatura de calidad, hasta donde a mí me alcanza, no depende solo de los temas que se tratan; sino, sobre todo, de la manera de tratarlos. Seguramente, si hubiera caído en manos de estos opinadores el Quijote, la hubieran rechazado sin leerla, bajo el mantra de "otra novela de caballerías". Proust, Thomas Mann, Joyce, no escribieron novelas que se distinguieran por la originalidad de sus temáticas, todo lo contrario. Es la sustancia literaria (lenguaje, estructura, voces narrativas, caracteres, descripciones, introspección psicológica...) con que trabajaron sus libros lo que les da un valor universal y la condición de clásicos. "Otra comedia de capa y espada" dirían los nuevos inquisidores ante la mayoría de las obras de Lope de Vega y hasta de Calderón, "otro poemario sobre la amada ideal", al aparecer los sonetos de Shakespeare, sin tener en cuenta ninguno de sus valores reales.
Una cosa es elaborar películas, novelas y hasta obras de teatro con un cliché establecido para que tengan éxito, para que no extrañen al público, por interés meramente comercial (a menudo, estas creaciones sí, caen en la vulgaridad y en la falta absoluta de calidad); y otra muy distinta, aprovechar un tema muy manido o un personaje manoseado para alterarlo con la habilidad de quien es capaz de renovar a partir de lo más trivial. Incluso se acusa a algunos escritores, de quienes he leído libros deslumbrantes, de ser demasiado localistas, de ceñirse a la realidad rural de la España en la que han vivido, como si Faulkner hablara en sus novelas de comunidades interestelares. No importa que su prosa trate al lenguaje de manera destellante o que sepan sacar de lo más vulgar una belleza inusual. La descalificación vende y es leída con más pasión que el elogio, por muy falta de razones que esté.
Por otra parte, es curioso oír, a los mismos que se recrean en la crítica sin argumentos y en la lapidación de sus bestias negras, cómo se deshacen en elogios hacia el libro del amigo o del colega de editorial, con similares argumentos literarios, es decir, ninguno.
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