Mi padre era muy aficionado al cante jondo, quizás por eso yo, en mi adolescencia, odiaba este tipo de música. La casualidad ha querido que varios 29 de diciembre, el día que murió mi padre, haya estado en Jerez y visitado los tabancos (tabernas) en los que a menudo uno se topa con espectáculos flamencos de todo tipo. El último al que he asistido ha sido, precisamente, de cante jondo. Tantos años rondando la literatura, buscando la verdadera poesía y hasta que no la he saboreado hecha carne no he terminado de gustarla en toda su extensión.
La bailaora espera su turno, sentada, con el rostro distendido, alegre. El guitarrista rasga el instrumento para introducir la voz del cantaor, quien, una vez que comienza a rugir, se desangra, se transforma, ahonda en sus propias vísceras y se me eriza el vello, sí, para mi sorpresa, me emociono como pocas veces. La bailaora se levanta, comienza a hablar con los brazos y, zapatea, primero suavemente, luego con furia, con desgarro. Su rostro ya no es el mismo. Entra en trance, un trance real, que cambia su expresión, su mirada, su boca, su nariz, su identidad. Parece otra distinta a la chica sosegada que esperaba sentada. Bebemos fino del Maestro Sierra (una bodega jerezana), ayuda a profundizar en el pálpito y en la intensidad del espectáculo. Me estremezco, los dedos golpean inconscientemente el tonel en el que estamos apoyados, el taconeo, las palmas, el rasgueo de la guitarra y los jipíos del cantaor, ya colorado y en éxtasis, se adueñan de todo. Es una sensación abrumadora. Es poesía en estado puro, de la que te arranca el corazón a arañazos. Son unos minutos, un breve momento de ebriedad comunal que envuelve al tabanco y lo transforma en un altar de rituales salvajes. Es una especie de aquelarre lírico en el que la voz del cantaor actúa de cuchillo; la guitarra, las palmas y el zapateo, de mantra tántrico; y la fiereza suave de la bailaora, de oficiadora del rito. Un espectáculo de cante jondo en directo, en su tabernáculo, adobado con los aromas de los vinos jerezanos, es de lo más lírico que he vivido nunca. La esencia viva y espontánea de la poesía popular está aún ahí, en el cante jondo. Se lo había leído a Lorca, a Félix Grande y a otros muchos, pero no lo he terminado de entender hasta que me he dado de boca con la poesía pura (seguramente la que buscaba Juan Ramón).
El cantaor habla de una lavandera removiendo las aguas de un río, como muchos de los poemas medievales de la tradición oral, el símbolo del erotismo en esa agua turbia es lo que, seguramente, entusiasmaba a mi padre cuando escuchaba a Manolo Caracol sin saber que estaba gozando de la poesía en vena. Él, adusto, de pocas palabras, de trato áspero, es posible que tuviera un venero interior de arte y emociones desgarradas. Es posible. Yo siempre llego a los lugares importantes con retraso, aunque nunca es tarde cuando el filo del cuchillo todavía hiere.
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