Había una vez, en la capital de las Españas, una princesa rubia amante de los cosméticos que fue elegida por el pueblo para regir la Comunidad. A nuestra heroína solo le quedaba un sueño por cumplir: obtener un máster auténtico, firmado por doctores. Se matriculó en la universidad Juan Carlos I. Sabía que con ese nombre muy mal le tendrían que ir las cosas para no lograr su objetivo. El problema era que no tenía tiempo ni ganas de asistir a clase ni de completar los trabajos que le exigían. Por suerte, una profesora altruista y una asesora con perfume de santidad se prestaron a cumplimentar un acta falsa para darle gusto a la graciosa princesita. Esta, ignorante del buen hacer de sus benefactoras, creyó que sus méritos telepáticos habían sido suficientes para alcanzar la gloria.
¿Quién con una pizca de corazón no habría actuado de la misma manera? Hacer feliz a una princesita rubia solo está al alcance de príncipes intrépidos o de funcionarias abnegadas. Cuando la justicia se enteró de la falsificación, por supuesto no cargó contra la amante de los cosméticos y cremas antiarrugas. Ella era inocente como las pupilas de Celestina. Aunque los jueces no pudieron evitar enviar a la cárcel a la profesora y a la asesora, sabían que las dos cumplirían la condena muy contentas. Las buenas obras, si se adornan con un martirologio, son dignas de ser santificadas.
Los medios de comunicación, fascinados por la trayectoria exitosa y redentora de la princesita, se rindieron a su gracia e inocencia y la contrataron como tertuliana. Todos, jueces y periodistas, henchidos de ética y honra, fueron felices con sus programas basura y comieron mierda hasta el fin de sus días.
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