En la novela Cosmética del enemigo de Amélie Nothomb, el protagonista no reconoce al asesino que lleva dentro hasta el final de la historia. Su conciencia o sus remordimientos se le aparecen con el rostro de un joven violento y medio tarado. Algo parecido nos pasa a los profesores, aunque nosotros lo tenemos más fácil a la hora de reconocer a nuestro oponente. Sí, porque nuestro Textor Texel (el enemigo que lleva dentro el empresario Jérôme) es la propia Administración Educativa y es mucho más grosera en sus demostraciones de humillación contra nuestro gremio. Sí, nuestros enemigos son los que supuestamente deberían cuidarnos, apoyarnos, atendernos y mimarnos. Sí, nuestros enemigos son nuestros jefes. A menudo dan muestras de esa animadversión: no aceptan nuestras recomendaciones ni nuestras reclamaciones más perentorias, es más, se suman sin ningún pudor a esa inercia social española de considerar al profesorado como una casta parásita con exceso de vacaciones. No les importa (ni siquiera en público) manifestar este lugar común, asentado en gran parte de nuestra sociedad, cuando son ellos los que deberían ayudar a limpiar este mantra injustificado.
Hace poco leí que gran parte de los fondos asignados a la educación para paliar los efectos de la pandemia, en algunas comunidades no se habían dedicado a mejorar el sistema educativo, sino a otros menesteres. Fui Jefe de Estudios ocho años y el contacto directo con la Administración me producía constantes cabreos y sarpullidos. No comprendía por qué se empeñaban en hacer nuestra tarea cuanto más difícil mejor. Para ellos siempre somos sospechosos.
En las actuales circunstancias, trabajamos de una forma muy precaria. Llevar la cara medio tapada en un oficio en el que la comunicación es fundamental no ayuda nada a la transmisión de conocimientos. Estar en una clase con 29 o con 20 alumnos no es muy saludable para nadie, hasta Fernando Simón lo sabe. No hay ningún otro oficio en pandemia en el que tengas que compartir habitaciones con 500, 600 o 1000 personas. Se han suspendido las actividades extraescolares, con lo que el encierro en el aula se ha convertido en algo más agobiante si cabe. Cada día se confina a veinte o treinta alumnos y debemos trabajar doble para llevar la clase fuera del aula a través del ordenador. La naturaleza adolescente tiende a la expansión y estamos yendo contra natura, como quien construye en mitad de una rambla. En un momento u otro la riada arrasará lo construido.
Y a pesar de todo esto, a nuestros enemigos no se les ocurre otra cosa que sumar tres días lectivos más a esta carga, para compensar las ausencias de Filomena. Y no, no pueden añadirse a finales de junio cuando es posible que esta peste amaine. Los debemos añadir antes, para sufrir cuanto más mejor, nosotros y los alumnos. Yo he ido muchísimas tardes al instituto a hacer periódicos y teatro, fuera del horario lectivo (era una gozada), pero ahora no es ni mínimamente aconsejable alargar el calendario lectivo porque las condiciones para la enseñanza son deplorables. Esto lo sabemos todos los profesores, todos los que nos encerramos día a día con 20 o 30 alumnos en plena efervescencia de hormonas. Nuestros enemigos no, ¿o sí?
Por eso nuestros enemigos han optado por esta medida, porque les gusta maltratarnos, humillarnos y, sobre todo, quedar bien con quienes nos vilipendian por envidia malsana. Luego, en alguna festividad señalada, nos mandarán una carta, escrita siempre con atropello y torpeza, donde nos darán las gracias por nuestra "encomiable" labor, mientras se descojonan de risa oyéndonos patalear. Esa es su cosmética.
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