Empecemos hablando de desaparición y vigencia, un binomio paradójico: la muerte de Juan Marsé me ha sorprendido, se lo prometo, hablando sobre la obra de Juan Marsé en una terraza de mi ciudad, entre amigos. Esta vez, el motivo de la conversación no era el placer de la narrativa (como en otras ocasiones), sino sus posibilidades como forma de acceso a la textura real de un período histórico. Al hilo de un reciente artículo del constitucionalista Josu de Miguel sobre el término “estado español”, comentábamos las diferencias que el franquismo albergaba en su seno, y de ahí a la Transición, y de ahí a… El caso es, en definitiva, que nuestro tema eran las escisiones, grietas, ambivalencias y zonas de claroscuro que tiene cualquier época, incluso la que permite establecer juicios de culpa nítidos e incuestionables: piensen en los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial que Sebald se atrevió a rememorar, la monstruosa ambigüedad del Vietnam de Coppola… O, he recordado yo, la Barcelona de Últimas tardes con Teresa, con esos estudiantes progresistas como sepulcros blanqueados o ese Pijoaparte que sueña con aprender catalán para pertenecer a la clase dirigente. Todo esto, dicho sin sombra de revisionismo, solo como muestra de la casi siempre insatisfactoria y desarraigada experiencia humana. La historia es un relato y es necesaria; la realidad es un magma. El caso es que esta aproximación nunca me la había proporcionado un libro de texto cuando, con diecisiete o dieciocho años, por recomendación de mi padre, leí por primera vez la gran novela de Marsé, y el mundo pareció amplificarse ante mí. La narrativa, pensé entonces, no iba a ofrecerme consuelo ni reglas de vida; solo iba a darme verdad, en el mejor de los casos.
Y así gastábamos un domingo post o pre confinamiento, ya veremos, cuando de pronto nos han informado de que Marsé ha muerto con ochenta y siete años. “No era tan mayor”, ha exclamado alguien con sorpresa; y ese comentario, que podría sonar cómico, revelaba de golpe que el escritor mantuvo su energía intacta hasta el final, en su escritura y en su posición pública. Pero sí, ochenta y siete años sí son muchos, claro.
En ese tiempo, Juan Marsé fue un grandísimo escritor, y además representó un determinado papel como escritor. Son dos cosas distintas. En cuanto a lo primero, su imaginario negro, cinematográfico, aventurero, descreído y tierno cuajó en no menos de cuatro novelas sensacionales: a la ya mencionada, añadamos Si te dicen que caí, El embrujo de Shanghai o Rabos de lagartija. Es evidente que podríamos citar más, pero esta selección revela la longevidad de su talento, que se prodigó a lo largo de varias décadas, con variaciones notables que no rompían una coherencia temática e ideológica berroqueña. Berroqueño era también su personaje público, en un momento volveremos a ello. En cambio, su estilo era otra cosa: ágil, visual, accesible en sus matices, desencantado, popular en todos los sentidos buenos de la palabra, que se pueden resumir en uno: culto sin afectación. Marsé ha sido, probablemente, el más “novelista” de los novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XX: salvajemente feliz de contar historias. Pienso en sus páginas, y recuerdo personajes tangibles y acciones proyectadas holográficamente. Pienso, también, en aquel día de 2005 en el que visité por primera vez el barrio barcelonés del Carmelo para contemplar el socavón de treinta y cinco metros cuadrados provocado por el hundimiento de la ampliación del metro, en cómo ya conocía ese barrio gracias a Marsé, y en que ese socavón era una especie de gran metáfora final a su obra y a su mirada sobre las jerarquías y vergüenzas de la ciudad. Solo que el siniestro no es una metáfora: se cobró viviendas y colegios. Solo que no fue un punto final: este lo pondría el propio novelista, en 2016, al publicar Esa puta tan distinguida, última aportación a la cuestión del lenguaje, a su construcción desde el poder y al contrapoder del lenguaje del novelista. Todo, con la Transición al fondo. No olviden ese último libro ahora que toca revisar a Marsé.
Ya ven, Marsé se nos mezcla con la vida propia y con la vida colectiva del país, y a eso me refería al decir que representó un papel: no solo el de tipo airado capaz de poner en su sitio a la industria y sus favoritas, o de soliviantar a todos los puristas identitarios por igual, sino también, y sobre todo, el de novelista nuestro, que nos apela a todos y todos reconocemos esa apelación. La suya es la penúltima generación española capaz de convertir en éxito de ventas una novela exigente; la penúltima dispuesta a poner un escritor en el centro de la vida pública (o, al menos, aparentar que ocupa el centro); la penúltima en la que un puñetazo sobre la mesa desde la cultura congregaba a la audiencia. Más todavía, no creo que hoy sea posible crecer (sociológicamente) donde lo hizo Marsé y morir donde lo ha hecho. Con Marsé, concluye un mundo. Está bien: siempre que muere alguien, esa frase es cierta. Pero Marsé goza de la autoridad necesaria para representar mucho más que a sí mismo. Y, sin embargo, como sabe cualquier pueblo orgulloso, hay desapariciones que solo son un peaje más hacia la vigencia de la memoria y la ficción, otra convergencia paradójica. No quisiera sonar tan solemne como para merecer la burla del interesado, solo trato de decir que seguiremos leyendo a Marsé porque en su obra encontramos vida y muerte, diversión y crueldad, y una idea de ciudad como cadena trófica que hoy, bajo parámetros más globales, sigue dominándonos.
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