*Animado por el creciente fervor que me noto aquí adentro, me he decidido a reescribir las vidas y hechos de los santos más significativos de nuestra Santa Iglesia Católica. El recopilador de estas hagiografías no puede asegurar que todo esto ocurriera de veras, pero cada uno de los sucesos están recogidos o bien de los evangelios o bien de fuentes fidedignas con certificado de santidad.
Era Joaquín un hombre poderoso que vivía en Judea, con mucho parné y sin ninguna necesidad. Bueno, sí, algo faltaba. Se había casado con Ana hacía varios años y no había manera de que se quedara preñada. Probaron todos los métodos de fertilidad de la época: el sumerio (la mujer debía colocarse en posición fetal después del acto y se amarraba las piernas con un dogal untado en sangre de toro), el romano (golpear las nalgas de la mujer con una verga seca de carnero, mientras se realiza el acto), el griego (penetrar a la mujer por orificios que no fueran los propios de la coyunda) y el galo (recoger parte de la semilla del hombre en una vejiga de gato joven y verterla sobre el vientre de la interesada). Cansados ya de estas componendas, lo dejaron por imposible, pero aún les aguardaba un gran disgusto a causa de su esterilidad: los popes judíos no aceptaron las ofrendas de Joaquín por considerar que su falta de descendencia era un castigo divino y, por tanto, se le prohibió sacrificar animales en el templo.
Desesperados y viejos, acudieron a un sexólogo de la época, un curandero muy afamado que les recomendó una solución de emergencia: Joaquín debía apartarse al desierto durante cuarenta días para rezar; mientras tanto, Ana debía yacer con un muchacho joven, pariente de Redón, el curandero, que serviría de sustituto de Joaquín. A pesar de la avanzada edad de Ana, casi anciana, se obró el milagro. Quedó preñada y parió una niña que, con el paso de los años, se convertiría en la Virgen. Joaquín ganó así su cédula para entrar en el salón de los santos y beatos ordenados por la Iglesia con todo merecimiento.
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