Decía Platón que los seres se transforman unos en otros según
ganen en inteligencia o estupidez. Un hombre podía convertirse en planta por
pura pereza. A esa metamorfosis Dante añade el amor. Y concibe su inferno como
ese lugar, ese estado de ánimo, donde no cabe su acción transformadora (del
amor como actitud, pues el amor como sentimiento también puede ser infernal).
Un invierno eterno. El paraíso, su contraparte, es la armonía de inteligencia y
amor. Por la montaña inversa del averno desciende Dante, guiado por Virgilio,
hasta el noveno círculo (el número de Beatriz), itinerario ineludible para
llegar hasta su difunta amada. Un viaje al interior que es también un viaje de
transformación.
Todo esto no era nuevo en la época del florentino, existían
precedentes antiguos del viaje a través de los mundos: el vuelo chamánico, el
viaje de Ulises al país de los cimerios, el descenso de Orfeo a los infiernos o
las incursiones de bodhisattvas en abismos budistas. Como región
simbólica, el infierno era etapa de un camino espiritual y emblema de cierto
grado de iniciación, lo que emparenta a Dante con la cábala hebraica y el
misticismo sufí. Y esa hermandad va mucho más allá si consideramos que la Comedia, la gran joya del medioevo
cristiano, es una variación de ciertas leyendas islámicas, algo que probó, hace
ya casi un siglo, un estudioso español. Asín Palacios cotejó el sacro poema con
los hadices y la escatología
musulmana, concretamente con el viaje nocturno o isrá en el que Mahoma visitó las mansiones infernales. La
sorpresa fue que la arquitectura infernal de Dante era trasunto de la de Ben
Arabí, confirmando la procedencia oriental de relatos que se creían de origen
celta. Dante, al que todo el mundo (incluso él mismo) consideraba aristotélico
y tomista, resultaba ser neoplatónico e islámico. Pero ello no fue obstáculo
para que Dante pudiera haber pertenecido a una orden de filiación templaria,
pues está bien documentada la conexión entre el hermetismo y las órdenes de
caballería, siempre proactivas en los intercambios con Oriente.
Conforme descienden los poetas, más
firme es la atadura de las sombras que encuentran. En los primeros círculos se
purgan los pecados de incontinencia, los más comprensibles para la justicia
divina (lujuria, gula, avaricia), mientras que en las profundidades se castiga
la bestialidad y la malicia. Los violentos contra sí mismos, los violentos
contra el prójimo y los violentos contra Dios. Los codiciosos de lo terrenal
están boca abajo, no pudiendo alzar la mirada a las estrellas, los suicidas se
transforman en árboles, los aduladores están recubiertos de heces, los adivinos
tienen la cabeza vuelta a la espalda, sombras que quieren llorar y no pueden.
Cada cual es hijo de sus actos y es trasmutado por ellos. Hay una escena que no
cede en horror a ninguna otra. En el segundo recinto del noveno círculo, un
gélido lago aprisiona el alma de los traidores. Helados en la misma fosa, el
conde Ugolino roe con furor el cráneo del arzobispo Ruggieri, que lo encerró en
vida en un torreón y lo dejó morir de hambre junto a sus hijos. El odio fabrica
desgraciados y de esta forma renuevan su dolor.
Toda la cultura europea está impregnada por la Comedia, por las emociones que
evoca, por su intensidad y exactitud. Borges recomendaba olvidarse de la
erudición y atenerse al relato. Poco importan las querellas entre güelfos y
gibelinos, la batalla de Montaperti, las alusiones míticas o escolásticas. La
poesía nació de la épica y la épica es narrativa. De ahí que si se desconoce el
toscano medieval, sea mejor leerla en prosa (en verso castellano resulta
agotadora, pese al magnífico esfuerzo de Ángel Crespo). De este modo es posible
seguir el hilo mágico de un relato que tiene una inteligencia oriental. El
proceso iniciático de Dante (de cualquier hombre) reproduce el cosmogónico,
idea recurrente en el pensamiento védico y neoplatónico. Realizar las
posibilidades del ser así lo exige. “¿No veis que somos larvas para formar la
mariposa angélica que a Dios mira de frente?”, dice Dante evocando a Ovidio y
anticipándose a Kafka. El hombre está destinado a la metamorfosis, y las hay
regresivas y evolutivas. Unos se convierten en planta o mineral, otros, como
Beatriz, en ángeles. El espíritu tiene una vocación ascensional, pero para
realizarla debe aligerarse. Los hombres, nacidos de la carne, no son sino
gusanos, pero gusanos que lo divino puede trasmutar en ángeles.
La tesis es simple: el infierno existe, pero es un lugar de paso.
El budismo planteó la cuestión en estos términos: ¿hay seres que por su ceguera
y terquedad están privados para siempre de la experiencia del despertar? Dicho
de otro modo: ¿hay pozos inexpugnables o existencias irremediablemente oscuras?
¿Tiene este universo seres a los que nadie podrá rescatar o siempre hay
oportunidad, por nimia que sea? Lo que para la imaginación era un infierno, es,
desde esta perspectiva, un tránsito purificador que lava el alma para vestirse
de lo divino. Hay que afinar la sensibilidad. Uno se convierte en lo que mira.
No todas las naturalezas pueden ver a Dios, pues verlo y crearlo es una misma
cosa. Ese es el secreto de la participación.
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