"F., H. y Á."
F. R. tiene nombre de emperador romano o de caballero
medieval o de grupo musical alternativo. En realidad, es un muchacho de doce
años que no ha empezado todavía a crecer. Se parece a Rocco - el de Rocco y sus hermanos-.
Su perfil no es tan perfecto como el de Alain Delon, pero hubiera dado mejor
como protagonista de la película que el propio actor francés.
En menos de un mes de clase, ha logrado la hazaña de ser expulsado junto a dos de sus compañeros. Es nuevo en el centro. Acaba de llegar del colegio de
primaria y no le ha intimidado el hecho de encontrarse con chicos mayores ni le
ha impresionado un ambiente desconocido. F. es agresivo. No controla su mal
genio y no conoce la frontera entre el bien y el mal. Golpea en cuanto tiene
ocasión, desafía al profesor de Educación Física (el más serio y fornido del
claustro) y se comporta con impasibilidad cuando se le reprende. Es el Clint
Eastwood de 1º de ESO. Aborda una bronca del Director como el actor americano
un duelo bajo el sol.
Hoy le ha pegado un puñetazo en la barriga a un compañero suyo y
unas patadas violentas en la espinilla porque el otro le ha golpeado
fortuitamente con el brazo durante una carrera. F. lo cuenta y se defiende
sin pasión, sin nervios, con absoluta naturalidad. Como si el papel de acusado
lo sufriera todos lo días. Como esos delincuentes habituales que están cansados
de declarar ante la policía y lo hacen con el mismo desparpajo que quien saca
dinero del cajero.
F. es bajito, peina la raya a un lado y su rostro redondo no expresa ninguna emoción: ni rabia, ni ira, ni desencanto, ni abulia, ni por
supuesto arrepentimiento. Su padre apenas para por casa y su madre parece
intimidada por la actitud indolente del muchacho. En la reunión de expulsión,
intenta disculparlo y él muestra el rostro de Rocco antes de la pelea o el de
Clint después de cargarse al malo.
Uno de sus profesores nos habla de los problemas que tuvo en los
tres últimos cursos de primaria, durante los cuales, las agresiones a
compañeros y los desafíos a los maestros eran continuos. No tomaron medidas
drásticas porque consideraron que un niño de nueve, diez u once años era aún
recuperable para las buenas prácticas ciudadanas. “Lleva el conflicto en los genes”, sentencia. Mientras tanto, F. atiende a las diatribas del director y a la defensa de la madre con la misma mirada
bovina. Como las putas de las rotondas ven pasar los coches.
H. viene de otro país. Pronuncia un español perfecto, sin
asomo de acento extranjero. Se ha criado en España y se cagó sobre la tapa del
váter del colegio cuando cursaba quinto de primaria (diez años). H. llora
cuando le afeo su conducta: delante del profesor, ha soltado un “hijo de puta de mierda” contra un compañero que, según él, le había arreado una bofetada.
Cuando vuelve a casa desde el instituto no suele encontrar a nadie. Su padre está en paradero desconocido y su
madre vuelve del trabajo a las diez de la noche. Eso nos ha dicho el muchacho, porque no
hemos podido hablar con su familia. A H. le caen lagrimones de plomo. Es de
la misma altura que F., pero no tiene sus hechuras. H. se
quiebra nada más recriminarle su comportamiento en el patio, cuando corrían en la clase de Educación Física. Se lían a golpes y a insultos ante el profesor y el director.
Ellos y otro alumno, más desconcertado que ellos dos.
A. es el más alto de los tres. También se muestra compungido por
lo que ha sucedido, como H., pero se excusa en las órdenes de su padre: “Me
ha ordenado que al que se meta conmigo le arree”. Según su versión, F. le ha
pegado una patada y él se ha girado y al primero que ha visto ha sido a H. Le ha dado una bofetada y luego, sin querer, ha golpeado a F. Las
versiones coinciden, pero de una forma extraña, todos son inocentes. Para
nosotros todos son culpables.
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