Hace algunas semanas, en una biografía algo
cascada, leí que William Faulkner trabajó durante tres meses en la fábrica de
armas Winchester, en New Haven (Connecticut). Me quedé de piedra, desconcertado
ante la clase de trabajos que tienen que acometer a veces los autores para
llegar a escribir algún día. Hasta ese punto aman la literatura. Por otra
parte, me sentí fascinado, pues en un momento de nuestra infancia, cuando la
televisión emitía wésterns a todas horas, los niños queríamos tener un
Winchester y un caballo. Solo años después, quizá queríamos escribir como
Faulkner. Me pareció que aquel empleo en la fábrica de rifles explicaba muchas
cosas, aunque no sabía cuáles. Tal vez que Faulkner sería un gran escritor, antes
o después. Un escritor, después de todo, no puede ser solo un escritor. En ese
caso no tardaría en dejar de serlo. Hasta alcanzar esa condición, a menudo
peregrina por otros empleos, incluso otras vocaciones. Hay muchos Faulkner en
uno.
En el Taller de Escritura de Iowa, en la
época en que Kurt Vonnegut impartía clases, una vez al año el autor de Matadero cinco daba una conferencia a
los estudiantes en la que «me gustaba hablarles de los trabajos que podían
hacer los escritores en caso de que se murieran de hambre». Los alumnos
aborrecían aquella charla, que sin embargo resultaba sugestiva, ya que
aprendían que para ser escritor a menudo había que ser cosas muy diferentes
antes de llegar a serlo, o incluso mientras eran ya escritores. Faulkner era el
mejor ejemplo. En Winchester Arms Company lo contrataron como oficinista entre
abril y junio de 1918. Tenía veintiún años y aún era pronto para convertirse en
un gran novelista. Entre tanto, cualquier empleo era bueno.
Solo unos días después de dejar la fábrica se
alistó en la Royal Air Force como piloto cadete, partiendo hacia Canadá para
recibir su instrucción, como si un novelista tuviese también que saber volar.
El armisticio llegó antes de que concluyese el entrenamiento. Según algunas versiones,
tuvo tiempo de sufrir un accidente aéreo. Años más tarde, cuando el profesor Henry
Nash Smith trató de conocer su experiencia con los aviones en una entrevista
para el Dallas Morning News, Faulkner contestó: «Yo solo los
estrello». En cierto modo, también eso conducía a la literatura, que no debía
conformarse con sobrevolar la realidad, sino entrar en contacto con ella.
En esa época, después de dejar la Royal Air
Force y matricularse en la Universidad de Mississippi, con gran hastío,
empezaron a armarse sus primeros poemas, que no se publicarían hasta 1924.
Faulkner paga en ellos la influencia de Shakespeare, Swinburne, Wilde, Yeats, Wilde,
Dowson o Verlaine. En contacto con la actividad universitaria, trabajó en la
edición de The Mississippian y el anuario
Ole Miss, en los que colaboraba con
poemas, artículos y dibujos. Antes de escribir las grandes novelas que
modificarían el rumbo de la literatura, y puesto que en esas fechas vivía con
sus padres, se sacó algo de dinero trabajando de pintor.
Phil Stone afirmaba que podía «hacer casi de
todo con las manos», destacando como «carpintero y pintor de brocha gorda». Su
hermano John cuenta que pintó la torre del edificio de la Facultad de Derecho.
En realidad, se pasó todo el verano de 1920 pintando, y con los cien dólares
que ganó, «partí a Nueva York, con sesenta de esos pavos invertidos en el
billete de tren». Una vez allí, su amigo Stark Young le encontró un empleo
—otro— en la librería Doubleday, dirigida por Elizabeth Prall, que años después
sería su benefactora. Lentamente se acercaba a los libros como destino. Pasados
algunos meses, sin embargo, «fui despedido porque era algo descuidado con los
cambios», reconocía el propio Faulkner, aunque Prall aseguraba que era un buen
vendedor de libros, si bien algo tosco. «“No lea esa basura, lea esto”, les
decía a los clientes que tomaban libros malos». Es cierto que «no mantenía su
contabilidad en orden», admitía Prall.
De vuelta al sur siguió escribiendo poesía, y
sus primeros relatos. No obstante, todavía aceptó un puesto temporal, que luego
se convertiría en permanente, como encargado de correos en la Universidad de
Mississippi. Estaba loco por la literatura, así que debía de seguir
sacrificándose por esa pasión. Era diciembre de 1921 y mantuvo el empleo hasta
1924, cuando compatibilizó con el puesto de guía de los Scouts. En octubre de
ese año se vio obligado a renunciar ante las quejas por su incompetencia. Años
después, Phil Stone le escribió a un amigo y se mostró franco: «Fue el peor
encargado de correo jamás visto». Después de esta etapa, en la que Faulkner ya
había escrito algunos de sus relatos, como «Love», «Adolescence» o «Moonlight»,
se fue a vivir durante algunos meses a Nueva Orleans, donde entró en contacto
con Sherwood Anderson, gracias a quien dirigió la atención hacia la novela. La
peregrinación había acabado. Encerrado en un apartamento en el número 624 de
Orleans Alley, William Faulkner empezó a escribir La paga de los soldados.
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