La mirada magnética de Charles Baudelaire nos
hipnotiza desde cada una de las fotos que le hizo su amigo Nadar. Es una mirada
que traspasa pero que también huye, que se pierde en la lejanía o en el
ensimismamiento. Es desde luego la mirada de un hombre enfermo, muy dañado por
los efectos de la sífilis que contrajo en la primera juventud; y la de un
hombre desalentado que va envejeciendo prematuramente sin encontrar una
posición sólida en el mundo, sin domicilio fijo, con ingresos siempre desorganizados
y mezquinos, condenado a una permanente minoría de edad financiera, porque
dependía de su madre y de un administrador al que tenía que rogar para sacarle
algún dinero. Baudelaire detestaba la fotografía, una de tantas novedades de la
sociedad dominada por el comercio y la tecnología que le espantaba, pero en
todos los retratos que quedan de él muestra una intuición muy poderosa de ese
arte que para él no lo era, un sentido de la actitud y de la presencia muy
adecuados para el medio.
La mirada de Baudelaire es
una de las primeras miradas de escritor que conocemos de verdad, como conocemos
las muy tempranas de otros que también posaron para aquella máquina que les
forzaba a permanecer inmóviles durante poses muy largas y que despertaba en
ellos el miedo primitivo a que les robara el alma. Parece que el primer retrato
fotográfico de escritor que existe es el de Honoré de Balzac, tomado en 1842,
apenas tres años después de que Louis
Daguerre presentara públicamente su invento. En la misma década
se fotografiaron los dos maestros a los que Baudelaire descubrió y tradujo al
francés, encontrando en ellos modelos de inspiración y almas gemelas: Thomas de
Quincey y Edgar Allan
Poe.
De Quincey era un hombre diminuto y viejísimo cuando le tomaron su
fotografía, encogido como una momia o una estatua de cera, un superviviente de
una edad que de pronto se había quedado muy lejos, la del romanticismo
temprano, la edad anterior a las máquinas de vapor, a la producción industrial
y a los ferrocarriles. Sin duda por eso su foto irradia un peculiar
anacronismo, como la foto imposible de alguien muy anterior al invento del
daguerrotipo, uno de aquellos retratos de fantasmas que falsificaban con tanto
descaro algunos médiums victorianos.
De las varias fotos que se conservan de Poe la más reveladora es
la última, que le fue tomada en septiembre de 1849, dos meses antes de su
muerte. Tiene el pelo escaso, despeinado y sucio, un lazo atado de cualquier
manera al cuello de la camisa, una mirada entre de pavor y lástima de sí mismo,
que se fija en el espectador con menos agudeza que la de Baudelaire y que
también se pierde más lejos y más adentro, en un momento de introspección
sombría sin duda facilitado por el mismo acto de posar: la inmovilidad forzosa,
la mirada en el ojo de la caja de madera cubierta con un trapo negro que ya
tenía algo de funerario en sí misma.
Es en parte la fotografía lo que hace
de ellos nuestros contemporáneos. Y también lo es esa mirada de cada uno que ha
visto con una mezcla de curiosidad asombrada y pavor el nacimiento de un mundo
que ya es el nuestro: el del capitalismo pleno, el de las grandes ciudades, el
de los periódicos de difusión masiva, el de la omnipresencia de las imágenes.
Fue Baudelaire, discípulo de Poe y De Quincey, quien inventó la palabra
modernidad y hasta la idea misma: el presente que ha de ser observado y
estudiado en su fluida inmediatez, en su confusión y su ruido, el que requiere
nuevas formas expresivas que puedan representarlo. Hasta entonces, la
literatura y la pintura habían cultivado el heroísmo de lo antiguo: fue
Baudelaire quien formuló por primera vez una forma de heroísmo que no estaba en
el pasado ni en los museos, sino en la vida moderna, en los burgueses de trajes
negros y paraguas y no en los modelos disfrazados de guerreros romanos. Fue él
quien propuso la dignidad y la importancia del estudio de la moda como hecho
estético, y el que creó el retrato probablemente más poderoso que se ha escrito
nunca sobre un artista sumergido en su tiempo: El pintor de la vida moderna, publicado en tres entregas
sucesivas en Le Figaro en 1863 (hay una edición reciente muy cuidada
del Colegio de Arquitectos de Murcia). Hacía falta un nuevo arte, y una nueva
escritura, y también un medio nuevo: no debe olvidarse que Baudelaire, de nuevo
igual que De Quincey y Poe, fue sobre todo un escritor de periódico.
En París, en el Museo de la Vida Romántica, está a punto de
terminar una exposición magnífica sobre Baudelaire y el arte: L’Oeil de Baudelaire. Visitándola,
repasando el catálogo, uno ha de enfrentarse a la gran paradoja de esa mirada
magnética que pareció verlo todo justo en el momento en que sucedía. El pintor
de la vida moderna al que dedicó Baudelaire sus mejores páginas en prosa, el
que le parecía visionariamente capaz de contemplar con mirada y gesto de pintor
lo que no había sabido ver nadie, era Constantin Guys, un ilustrador más bien
de segunda fila que había trabajado para periódicos ingleses y que al
instalarse en París hacia 1860 se especializó en escenas de vida mundana, de
calle o de prostíbulo, con un dibujo competente pero más bien blando.
Ahora nos preguntamos qué vio Baudelaire en un artista digno e
irrelevante como Constantin Guys. Pero más raro todavía es pensar en lo que
tuvo delante de los ojos y no vio, él que poseía esa mirada que nos estremece
por su agudeza inflexible. Si había en París, en ese momento, un pintor de la
vida moderna, era Édouard Manet,
que además era amigo suyo y le profesaba una admiración de hermano mayor. Su La musique aux Tuileries parece una
ilustración exacta del ideal estético de Baudelaire, que aparece retratado
entre la multitud urbana del cuadro. Su Olympia tiene el descaro
sexual y la capacidad de escándalo de los poemas de Les fleurs du mal. Pero cuando a Manet lo atacaron por ese cuadro más
furiosamente de lo que habían atacado a Baudelaire unos años antes por sus
poemas, el amigo se abstuvo de salir en su defensa. Baudelaire, que tanto
escribió sobre arte, no dedicó ni una página a la pintura de Manet. No vio, o
no quiso ver. En esa miopía, voluntaria o no, hay una lección para los que
aspiramos a mirar con los ojos abiertos el mundo de ahora mismo.
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