Ese acto íntimo. El de desnudarse. El de la entrega. El acto de
mostrar lo hermoso y lo feo. De sacar al seductor o al monstruo. O a los dos.
Ese momento de dejarse llevar. Y de tener miedo. De dar. De adentrarse en lo
profundo. De abrirse. Ese acto de derramarse poco a poco. Midiéndolo. Buscando
su ritmo. Su momento. Su consagración. El placer. O el dolor de no alcanzarlo.
Ese campo de batalla en el que luchar hasta quedarse vacío. Para llenar los
ojos del que te mira. Ese subir y ese bajar como de montaña rusa. Ese lanzarse
hacia la meta. Y saber que la meta no es la meta. Que lo importante es lo otro.
Y el otro. Hacerlo. Y seguir. Y parar. Y volver. Esa vibración de hechizo
cuando todo cuadra. Cuando las piezas encajan. Cuando al avanzar sientes que
estás en el camino. Y volver tras tus pasos hacia el principio del hilo. Y
dejarse caer hacía el final. Sin red. Sin pensar en el impacto. Con el corazón
abierto. Descarnando el alma.
Ese acto que tanto se parece al otro. El acto de escribir. De
entregarse a las palabras como el que se abandona en un cuerpo ajeno. De
cabalgar para poseer. De dejarse ir para volver a uno mismo. Ese acontecimiento
entre la generosidad y el exhibicionismo. Sacarlo todo o esconderlo. Escribir y
follar. Follar y escribir. Como si fueran lo mismo. Porque lo son. Porque somos
en la vida como somos en el sexo. Porque nuestra identidad palpita en nuestras
letras. Porque la página en blanco y las sábanas por revolver hablan siempre de
nosotros: de cómo somos cuando de verdad surgimos, telúricos y esenciales, de
nuestro epicentro.
«Escribir un poema se parece a un orgasmo». Lo dijo Ángel
González que comprendió que la tinta mancha tanto como el semen. Que hay
que manosear las palabras como quien acaricia la carne. Que la iluminación de
las supuestas musas es solo una versión de la epifanía de los cuerpos. González
lo contaba sencillo y resignado, con unos versos que eran como una noche de
sexo sin erecciones: secos y desabridos, entre la parodia y la vergüenza. «Les
hago lo de siempre y, pese a todo, ved: no pasa nada». Pero sí pasaba. El poeta
había comprendido que buscar el placer era como buscar la sílaba perfecta.
James Joyce intentaría demostrar que el camino se puede hacer
en sentido inverso. Que las letras pueden acariciar hasta estallar sobre la
piel. Allí estaba el escritor hermético desnudando sus frases para excitar a su
«dulce putita Nora». Nunca Joyce fue tan explícito como cuando jugó a que su
literatura se convirtiera en lubricante. «Te habrán impresionado las cosas
sucias que te escribo». Aunque a Nora Barnacle no parecía asustarle
nada.
¿Sabes lo que quiero decir, amada Nora? Deseo que me abofetees,
incluso que me azotes. No como un juego, querida, lo deseo de verdad sobre mi
carne desnuda. Deseo que seas férrea, férrea, amor, con tus orgullosos pechos
rebosantes y tus muslos macizos. Desearía que me fustigaras, Nora, amor. Y
amaría hacer algo que te disgustara, aunque fuera trivial, quizá uno de esas sucias
costumbres mías que te hacen reír: y después escuchar que me llamas desde tu
habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus piernas bien abiertas, tu
rostro ruborizado por la ira y una vara en la mano. Y me señalarías lo que he
hecho y con un movimiento cargado de rabia me llevarías hacia ti para hundir mi
cara en tu regazo. Entonces sentiría tus manos rasgándome los pantalones y
colándose en mi ropa, sacándome la camisa, hasta forcejear entre tus brazos
fuertes y ya sobre tus piernas ver que te inclinas sobre mí —como si fueras una
nodriza furiosa ante el culo de un niño— y tus grandísimas tetas casi me tocan
mientras siento tu azote, tu azote, tu azote vicioso en mi carne desnuda y
trémula. Perdóname, mi amor, todo esto es estúpido. Empiezo a escribir la carta
tranquilamente y la acabo terminando en mi estilo más loco.
Joyce era consciente de lo que le pasaba a su prosa cuando la
pasión le arrastraba. Lo mismo que le sucedía cuando su cuerpo se rendía al de
Nora. Nora amada. Noretta. Mi Nora. Nora mía. Mi niña querida. Sucia Nora. Nora
inocente y descarada dejándose escribir. Y el hombre del parche, coprófilo y
perverso glosando sus deleites clandestinos. Basta con leer sus escarceos
amatorios para comprender que su sexo era como su prosa: un laberinto plagado
de juegos, escandaloso y oscuro, entre el onanismo, la dominación y la fusta.
Una corriente de fantasías donde no caben los puntos ni las comas, donde no hay
prudencia que se traduzca en pausa. Un lugar, el del sexo, donde Joyce no busca
que le entiendan. Sólo quiere ser él pese a todo. Pese a todos. Junto a Nora.
El verbo se hace carne y la carne orgasmo en esos autores que no
pueden evitar crear como aman. Así es Jack Kerouac, fornicador insaciable
que teclea sin descanso su novela en un rollo. Lujurioso y adicto, escribe sin
arrepentimientos, sin pausas, en una continua acometida, de frase en frase y de
cuerpo en cuerpo.
«Acaso sea esto la libertad y el dominio —que durante largos
y penosos años de trabajo enceguecido me fueron negados. Demasiado conmovido
ahora para explicar a qué me refiero. Tiene que ver con todo lo que está en mi
naturaleza y, en consecuencia, con mi trabajo». Es noviembre de 1947. Kerouac
acaba de volver de California y sigue buscando frenético su identidad, esta vez
en las páginas de sus diarios. Ha llegado a la conclusión de que vivir es
explorar. Y explorar es un verbo que lo lleva todo, desde los diccionarios
hasta las terminaciones nerviosas de decenas de amantes. Kerouac vive en la
yema de sus dedos: sobre el teclado, sobre el tacto de los otros.
Esta noche voy a escribir a lo grande y amar a lo grande y a
estrangular esta locura. Estoy atrapando estos malditos cambios de propósito en
carne viva, con las manos y arrojándolos a los vientos, así de fácil. Desafío
todo lo que se atreva a mirarme a los ojos de esa manera, lo desafío en defensa
de mi ser: acaso por el gusto de la variedad.
Por el gusto de la variedad va Jack Kerouac de cama en cama.
Girando como esa peonza enloquecida que recorrió todos los bares del Village,
todos los pecados. Con la rotación perpetua del rodillo de su Underwood. Decía
que a veces no podía trabajar porque le llenaba una corriente narrativa
demasiado espesa para fluir. Esa misma corriente de vida lasciva y densa que le
hacía precipitarse en otros cuerpos, en otras copas, en la cadena de un cigarro
que se apaga encendiendo el siguiente, en las puertas abiertas de los paraísos
artificiales. «Con todas las almas que quedan por explorar a lo largo de la
vida y ojalá pudieras vivir cien vidas ¡o tener la energía de cien vidas en ti!
Desde siempre ésta ha sido una de mis ideas favoritas». Tener cien vidas y
gastarlas. Derramando tinta o saliva o sudor o semen. Darlo todo y acabar
pronto. Acabar también la vida antes de cumplir cincuenta años.
«Escribir, no puedes hacer nada mejor que entregarte, con una
comprensión humilde y acaso a disgusto, y que el resultado sea una purga, un
deleite, el alivio de comunicar hasta los secretos más personales de uno
mismo». Jack Kerouac habla de crear. Pero podría hablar de sexo. De ese momento
único en el que rompemos las fronteras que nos contienen para sucumbir ante el
otro: ante la página o el amante, ante la posibilidad del placer o el placer de
perpetuarse.
Aunque perpetuarse también puede ser contenerse y esparcirse en la
tinta húmeda que deja el papel preñado de ideas. Así escribía Marcel
Proust, en una cama que ya solo se conmovía con sus palabras. Dejaba en sus
cuadernos lo que la realidad no le había concedido al deseo. Había amado a Jaques
Bizet sin ser correspondido y había conocido la correspondencia de Reynaldo
Hahn.
«Oh, Reynaldo, yo soy tu lamentable basset, que no puede
seguirte como un perro verdadero y que habrá de llorar cuando te diga asdieu».
Marcel le escribe poemas. Y cartas cómplices para las que inventan un idioma
propio.
Pero cuentan que lo que le gusta a Marcel es mirar. Asomarse por
el ojo de la cerradura de los burdeles para perderse en la visión de otros
hombres. Aquellos ojos grandes en los que cabía el mundo eran los mismos que
tomaban nota de cada uno de los detalles que llenarían su obra. Marcel Proust
cronista exquisito de lo que dejó el tiempo perdido, de los placeres y los días
en los lupanares. Siempre se disculpó por su falta de imaginación: escribía
sobre sus recuerdos, de memoria. Como si la vida fuera algo que vivían los
otros. Como ese sexo que ocultaba bajo las sábanas.
«Solo un homosexual podría haber escrito En Busca del tiempo
perdido». Lo decía Tennessee Williams cuando le preguntaban por la
importancia de las preferencias sexuales en los artistas. «No tiene valor
ninguno, excepto en el caso de Proust». Quizá era la contención lo que
palpitaba en su obra, igual que la dramaturgia de Williams rebosaba de
sensualidad bien alimentada. «No soy un obseso sexual, pero la promiscuidad es
mejor que nada». Y a continuación el viejo autor recordaba que escribir febril
e incansable bajo el efecto de las anfetaminas se había parecido mucho a buscar
el romanticismo en incontables erecciones. «Siempre estoy caliente. Mi potencia
sexual acumulada sería suficiente para hacer saltar la flota del Atlántico».
Cuarenta obras, innumerables los orgasmos, el hedonista compulsivo moriría
asfixiado con el corcho de una botella. Pero podía haberse ido de una
sobredosis. O de ir y volver a la piel de su amante, Frank Merlo, con
quien rompió y se rehízo entre infidelidades y polvos. O morir atragantado de
la virilidad que tanto buscó después de que muriera Franky, a los treinta y
cinco años. Los huesos de Tennessee aguantarían hasta los setenta y dos.
En alguna ocasión había pedido que le enterraran junto al mar, frente al lugar
donde se ahogó Hart Crane, poeta, alcohólico y bendito sodomita que
también buscaba la consumación en sus versos. Pero su hermano dispuso que fuera
de otra forma. Ni con Crane, ni con Merlo. Le darían católica sepultura en el
cementerio de Calvary en St. Louis. Su epitafio: «Las violetas en las montañas
han roto las rocas». Y como las violetas, seguiría floreciendo su concupiscencia.
Nadie la sepultaría bajo la tierra. Quedaría latiendo para siempre en sus
obras. Como quedaría en la de Walt Whitman o en la de Bataille,
en los sonetos de Lorca o en los poemas de Gil de Biedma o
en los diarios de Anaïs Nin. O en la furia creadora de Picasso:
imparable en el taller y sobre las mujeres reducidas a boceto en sus manos.
La carne y la obra y la misma actitud ante las dos cosas. Ir con
todo. Y para todo. Sin pausa. Sin temor. Sin más blanco que el de las páginas o
el de las sábanas. Mancharlas de tinta o de semen. De sudor. De saliva. De
voluptuosidad derramada. Poner las palabras contra el papel y la piel contra la
boca. Y decir. Y confesar. Medir el tiempo en jadeos. Revolcarse en la forma
para llegar hasta el fondo. O alcanzar el fondo para poseer la forma. Reventar
de lascivia. De la carne o de las neuronas. Y hacerlo sin corazas: por el
supremo gusto de crear, por la explosión que nos justifica, que nos explica,
que nos arrasa. Hasta comprender que nunca somos tanto nosotros mismos como
cuando nos entregamos. Que son lo mismo el orgasmo y el manuscrito.
Escribir, del verbo follar. Follar, del verbo vivir. Así en la
sintaxis como en la cama.
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