Me gusta pensar en la literatura como en un triángulo perverso: el
que forman escritores, editores y lectores, a vueltas con sus eternas
relaciones depredadoras. Como en todo buen juego, cada cual realiza su tarea al
tiempo que vigila a los demás. Ninguno puede vivir sin el otro, y además el
sistema tiene una trampa: dos de los gatos quieren cazar el mismo ratón, ese
lector cuyos gustos son difícilmente adivinables y que por tanto nunca se sabe
hacia dónde va a correr. Editor y escritor, para colmo, entran en la cacería al
tiempo que sueñan con un paraíso prometido: el de la historia de la literatura.
Las historias de tensión entre los tres vértices del triángulo son mis
favoritas, porque con frecuencia son las que mejor te permiten entender qué
ocurre dentro de los libros. La literatura es una de las artes en las que
conocer las relaciones externas te ayuda a entender las internas, y la razón es
que todo se fabrica con el mismo material: las emociones del escritor.
Con la intención probable de demostrar al mundo que la Biblioteca
Británica es mucho más que originales de Shakespeare, poemas de Milton y
grabados insólitos de Blake, la institución ha inaugurado en su web la
exhibición de una colección de documentos contemporáneos que son auténticas
golosinas para el amante de literatura. Con ese laconismo casi perverso de los
anglosajones, la muestra de la Biblioteca Británica se llama simplemente Artículos
de Colección, y está compuesta por unos trescientos archivos en los que podemos
encontrar todo tipo de testimonios sobre esas batallas eternas entre los tres
vértices del triángulo a los que me refería al principio. Hay fragmentos de
diarios de Sylvia Plath rebosantes de confesiones vitales y dudas
artísticas, imprescindibles para seguir buceando en el más bello de los
desequilibrios. También cartas de un James Joyce que describe su proceso
de escritura, acompañadas de un recorte del New York Times que
detalla la persecución a la que fue sometido el editor del Ulysses en América, no porque los
lectores no se vieran con fuerzas para leerlo —como ocurriría ahora— sino por
graves acusaciones de inmoralidad. El artículo incluye algo que visto con ojos
del siglo XXI parece una broma más en torno a la inaccesibilidad de la novela:
casi mueve a la risa leer que el magistrado del caso reconoce sus problemas
para resolver la acusación de inmoralidad porque la novela es «ininteligible».
Pero entre todos los documentos presentados ahora por la British Library, el que me ha fascinado
es la reproducción de una carta de rechazo editorial en la que un T. S.
Eliot hiriente y airado negaba a George Orwell la publicación de Rebelión en la granja. En el
documento, sostenido en la autoridad del membrete de Faber & Faber Ltd, —todavía un prestigioso sello en nuestros
días, algo meritorio cuando los catálogos parecen más un bazar que un verdadero
proyecto editorial—, el poeta argumenta que «no estamos convencidos de que ese
sea el punto de vista correcto desde el que criticar la situación política
presente». Unos renglones después, la carta de rechazo se vuelve más explícita
y menciona en un tono mucho más coloquial, como si ya mediaran un par de
cervezas entre Eliot y Orwell, que «tus cerdos son mucho más inteligentes que
los otros animales, y por tanto más cualificados para gobernar la granja». La
misiva demuestra un buen conocimiento del material, no obstante, y permite
comprobar que T. S. Eliot se tomó su trabajo de juzgar Rebelión en la granja en serio,
aunque la historia de la literatura y tantos millones de lectores disientan de
sus apreciaciones.
La lectura que en su momento hiciera T. S. Eliot no me sirve
simplemente para mostrar el error del poeta, porque eso sería
ridículo. El señor Eliot (ganador del Premio Nobel de Literatura en 1948,
entre otros galardones), como cualquiera de nosotros, está en su perfecto
derecho de no disfrutar Rebelión en
la granja. Tampoco pretendo ofrecer ejemplos de rechazo a grandes textos de
la historia de la literatura como tantas veces se ha hecho, concluyendo
simplemente que si se persevera se puede conseguir la gloria literaria, entre
otras cosas porque entiendo que es una conclusión errónea y sacada de la
excepción, no de la norma, y que para colmo con frecuencia se sirve como la sopaboba de
los mediocres. ¡Cuántas veces hemos oído la historia del prolongado rechazo de Harry
Potter y la piedra filosofal y su posterior publicación millonaria en boca
de personas que escriben poemas en los que siempre llueve! En la zona del
triángulo que afecta a editores y escritores, se olvida con la facilidad del
propio interés que un porcentaje elevadísimo de los rechazos editoriales son
justos, y que por otra parte si las editoriales realmente intentaran
diseccionar todo lo que les llega diariamente consumirían gran parte de sus
recursos en un departamento que estaría continuamente buscando flores en la
suciedad. Encontrar una Rebelión en
la granja entre tantos manuscritos sin un estándar razonable les
consumiría demasiados recursos, sin olvidar que encontrar textos, nos guste o
no, es solamente una parte del proceso editorial. A muchos puede escocer esto
que digo, pero no por ello deja de ser cierto. Además, la respuesta fácil de
que el tema de los rechazos editoriales es simplemente una cuestión de fortuna
de alguna forma devalúa al verdadero talento, cada vez que un aspirante sin
oficio ni habilidad piensa que al que ha triunfado con un buen texto
simplemente le ha acompañado la suerte que a él no. Y sabemos que no es
solo eso.
No obstante, no todos los clásicos rechazados tuvieron la suerte
de encontrar la flemática intelectualidad de Eliot. Nabokov recibió
una carta de rechazo editorial en la que se definía a su Lolita como «perturbadora y
nauseabunda» (sic), definición acompañada del nada sutil consejo de que «fuera
enterrada bajo una piedra durante mil años». Kipling fue rechazado
por un editor de San Francisco argumentando que «simplemente no sabe usar la
lengua inglesa». Sylvia Plath envió la Campana
de Cristal bajo el seudónimo de Victoria Lucas al editor Knopf, y
en la carta de rechazo original y sucesivas escribió tres veces mal su nombre
—ya un tipo de desprecio de alguna manera—, a pesar de que en algún momento
llegó a saber que era Sylvia Plath quien realmente estaba detrás del texto. La
carta descartaba la Campana de
Cristal de una manera tan humillante como curiosa: «Dudo que alguien
más lo publique, así que es posible que nosotros tengamos otra oportunidad en
el futuro». También le invitaba a «usar su talento de manera más efectiva la
próxima vez», algo que no pudo ser porque Sylvia Plath se suicidó seis semanas
más tarde de recibir el rechazo. La editorial Knopf desclasificó hace unos años
el informe de En el camino, de Jack
Kerouac –—que finalmente, para gozo de tantos lectores, acabó publicando Viking— y compartió las razones
ofrecidas por el sello para descartarla: «El suyo es un talento muy mal
dirigido… esa novela enorme, desmadejada y sin final aparente probablemente
venda muy poco y reciba críticas sardónicas por todas partes».
Hay rechazos crueles pero también los hay curiosos: declinaron el Moby Dick de Herman Melville con
una misiva en la que se le animaba a encontrar un capitán con un rostro más
popular entre los lectores jóvenes, acompañado de una sugerencia y una pregunta
que podrían pasar directamente a la antología de los disparates. La sugerencia
era nada más y nada menos si «el capitán no podría luchar contra jóvenes y
quizá voluptuosas doncellas», y la demoledora pregunta consistía en: «¿Tiene
que ser una ballena?». Gertrude Stein, ofreciendo un manuscrito, obtuvo de Arthur
Fifield, fundador de la editorial AC
Fifield, esta especie de poema futurista del rechazo editorial: «Soy
solamente uno, solo uno, solo uno. Solo un individuo, uno cada vez. No dos, no
tres, solamente uno. Solamente una vida que vivir, solamente sesenta minutos en
una hora. Solamente un par de ojos. Solamente un cerebro. Solamente un
individuo. Siendo solamente uno, teniendo solamente un par de ojos, teniendo
solo un tiempo, teniendo solo una vida, no puedo leer tu manuscrito tres o
cuatro veces. Ni siquiera una vez. Solamente un vistazo, un vistazo es
suficiente. Ni una copia se vendería. Ni una. Ni una».
¿Para qué traigo estas anécdotas, entonces, si no es para abundar
en el efecto/bálsamo Harry Potter? Pues porque este tipo de historias
sirven para llegar a dos reflexiones de interés: la primera, hacernos
conscientes de las dificultades del verdadero escritor para mantener a lo largo
de su carrera una doble fortaleza, que además es contradictoria en sí misma:
creer a ciegas en su material, pues de lo contrario de dónde va a sacar la
fuerza para seguir luchando cada día con las propias dificultades del oficio, y
a un tiempo ser capaz de asimilar las críticas a su trabajo, incluso aquellas
que lo invalidan totalmente. Un escritor que no sabe escuchar las críticas de
los demás, por dotado que se encuentre para su arte, tiene un margen de mejora
muy estrecho y no cesará de repetir ciertos errores. Cualquier artista sabe que
el aprendizaje viene con la humildad y el perfeccionamiento que esta trae
consigo. La cuestión difícil, y a la que se enfrentaron los autores que he
mencionado, es saber cuándo hay que realizar la acción contraria: blindarse y
cerrar los oídos a las críticas porque una voz interior te dice que son los
demás los que se equivocan. Cuando Stevenson entregó el primer
borrador de El extraño caso del Dr.
Jekyll y Mr. Hyde a su mujer, esta lo arrojó al fuego delante de una
visita porque le pareció un «completo disparate». Un Stevenson necesitado de
dinero y que por aquel entonces luchaba contra la tuberculosis y su adicción a
la cocaína tuvo que pasar tres días volviendo a escribir la historia para poder
presentársela al editor.
La primera conclusión por tanto es que el alma del escritor
verdadero debe estar hecha de un material que sea firme y resistente como el
hierro pero a un tiempo poroso como una esponja. Ser capaz de resistir y
asimilar, acertando en la decisión de cuándo toca una acción u otra. Eso es un
talento en sí mismo. Volviendo al primer caso de este artículo: por esas
insospechadas conexiones que uno puede descubrir en el material literario, el
propio archivo de la British Library contiene
un documento en el que el propio T. S. Eliot expresa sus dudas acerca de si La tierra baldía llegaría a ser un
buen texto. Todos los escritores que han pretendido llevar su arte más lejos, o
a un territorio no explorado, en algún momento de su carrera se han visto en la
necesidad de volverse jueces de su propio talento y emitir un fallo acerca de quién
está equivocado en el juego escritor-editor-lector, cuándo hacer caso al resto
del mundo, en la presunción de que tu obra simplemente puede ser desafortunada
(todos los artistas, hasta los más geniales, han producido alguna obra que lo
es) y cuándo perseverar porque hay algo bueno en ella que saldrá a flote antes
o después. Es bien conocida la anécdota de que John Kennedy Toole, autor
de esa maravillosa biblia del realismo sucio que es La conjura de los necios, fue incapaz de asimilar las críticas de
su obra. Lo curioso del caso es que uno de los rechazos editoriales que ha
trascendido declinaba publicar la novela porque la encontraba «obsesivamente
fea y grotesca». Los amantes de La
conjura de los necios —entre los que me incluyo— coincidirán en que lo que
realmente fascina de la obra de Kennedy Toole es precisamente eso, su capacidad
para producir poesía a partir de lo feo y grotesco.
Esta última anécdota nos deja a las puertas de la segunda
conclusión, más vaporosa pero igualmente sugerente: la posibilidad de pensar
que hay una medida muy considerable de puro azar en la composición de lo que
consideramos sólido, esa historia de la literatura que mencionaba al principio
como el paraíso prometido de las dos partes del triángulo que están en el
negocio. No hace falta decir que nuestro panorama de letras sería muy diferente
si Moby Dick, o La conjura de los necios, Dr. Jekyll y Mr. Hyde o En el camino no se hubieran
incorporado a nuestra tradición. Así que lo que entendemos por el sustrato
fundamental de la literatura no es más que el producto de un juego de dados.
Otros textos podrían haber entrado en su lugar, y por tanto se hubieran creado
otros efectos de imitación, porque en el fondo el arte no es más que una
repetición más o menos disimulada. Eso también quiere decir, como en una de
esas bellísimas paradojas borgianas, que existe otro mundo literario que no
vemos, una historia de la literatura paralela y sepultada, compuesta por todos
los libros que no superaron el rechazo y que tenían tanto valor como los que
llegaron hasta nosotros.
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