viernes, 10 de agosto de 2018

"La madre" de Máximo Gorki



El comienzo de La madre de Máximo Gorki es demoledor. Se describe con crudeza naturalista el paisaje de los obreros de principios del siglo XX: su situación de alienación, esclavitud y embrutecimiento. El relato está inspirado en los movimientos prerrevolucionarios de 1905 en San Petersburgo. Esta novela supone un ejercicio de memoria muy interesante para recordar de dónde procede el capitalismo, cuáles son sus medios y a qué monstruo se enfrentaban sus primeras víctimas. No hay mejor manera para comprender la Revolución Industrial y los movimientos obreros que acercarse a obras como esta. También es una buena forma de ver el desgaste de palabras como "socialista" y de comprobar por qué es necesaria la educación y por qué son inevitables las revoluciones. Que luego tiranos y asesinos se aprovechen del sacrificio del pueblo, es una maldición eterna. 

"Cada mañana, entre el humo y el olor a grasa del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. De las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias groseras desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana. Y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire el aliento húmedo de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa. 
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo.
Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer. 
La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.
Cuando se encontraban, hablaban de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en ataques contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que al trabajo. Apenas alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se emborrachaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, enfermiza, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, con cualquier excusa, se lanzaban unos contra otros con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos; algunas veces había muertos...
En sus relaciones, predominaba un sentimiento de violencia al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.
Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y polvo, los rostros contusionados; alardeaban, con voz maliciosa, de los golpes propinados a sus camaradas, o bien, llegaban furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir. 
Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas les parecían a los viejos perfectamente legítimas: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.
Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así que, ¿para qué hablar de ello?
Pero alguna vez ocurría que decían cosas nunca oídas en el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases, que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros. No faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.
Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen que influyera en su existencia, algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban que cualquier cambio solo les haría el yugo todavía más pesado. 
Las gentes del barrio huían en silencio de los que hablaban de cosas nuevas. Entonces estos desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...
El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría..."

jueves, 9 de agosto de 2018

"Carmen Baroja y Nessi, una mujer del 98" por Rafael Narbona


Durante mucho tiempo, las memorias de Carmen Baroja y Nessi, hermana de Pío y Ricardo, y madre de Julio Caro, permanecieron inéditas y olvidadas. La filóloga y traductora Amparo Hurtado conoció su existencia al leer Los Baroja, la autobiografía de Julio Caro, que incluía semblanzas y peripecias de toda la saga familiar. En el capítulo dedicado a su madre, Julio se muestra partidario de “cultivar la conciencia del recuerdo”, quizás para que la muerte no devore e iguale todo lo acontecido en una descorazonadora insignificancia: “Acaso esto sea producto de una manía familiar, de la que participamos mis dos tíos y yo… junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdo escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces, pero muy de prisa siempre, porque me producen gran tristeza. Por ellas sé que no fue feliz en su vida”. Amparo Hurtado leyó este comentario y experimentó el deseo de leer esas “notas de recuerdo”, pero después de realizar varias búsquedas infructuosas, descubrió que la obra no había visto la luz. Decidió entonces recurrir a la familia Baroja, escribiéndoles una carta. Julio Caro contestó enseguida, invitándola a Itzea, el caserío de Vera de Bidasoa, donde guardaban papeles inéditos de su madre. En una carpeta, aparecieron narraciones breves, reportajes, apuntes, conferencias, guiones de cine, una comedia, pero no las codiciadas memorias. Cuando ya habían perdido la esperanza de hallar el manuscrito, Julio Caro encontró por azar un sobre con papeles de su madre. Se trataba de sus memorias, encabezadas por un título elocuente, que manifestaba la adhesión de Carmen Baroja a las tesis de Azorín: “Recuerdos de una mujer de la generación del 98”. La autora había añadido su nombre con su puño y letra. A diferencia de su hermano Pío, Carmen Baroja sí creía que había existido una generación del 98, caracterizada por una ardiente vocación literaria y una concepción romántica de la vida: “Gente de café, de discusión, todos ellos algo bohemios”.

Amparo Hurtado se enfrentó a la compleja tarea de ordenar un material compuesto por hojas de distintos tamaños y colores, páginas mecanografiadas o escritas a mano. Carmen Baroja se había limitado a escribir por impulsos, sin un plan previo y sin numerar las páginas. Sin embargo, su obra inacabada reflejaba inteligencia, sensibilidad y sentido del humor. Aunque había mantenido serias diferencias con sus hermanos Pío y Ricardo, su temperamento inconformista y mordaz reflejaba el estilo del clan, con sus brotes de arbitrariedad, su humor algo cruel y su pesimismo existencial. Nacida en Pamplona el 10 de diciembre de 1883, Carmen era hija del ingeniero de minas Serafín Baroja Zorzona, apasionado por la música y la literatura, y Carmen Nessi Goñi, una matriarca tradicional. Los frecuentes cambios de destino de su padre determinaron que pasara su infancia y adolescencia entre distintas ciudades, como Valencia -donde estudió con las monjas del Sagrado Corazón-, Madrid, Pamplona y San Sebastián. Años más tarde, se casó con Rafael Caro Raggio. El matrimonio defraudó sus expectativas románticas. Perder dos hijos pequeños no contribuyó a mejorar la relación. Durante la Guerra Civil, la mala fortuna mantuvo al matrimonio separado. Carmen pasó la mayor parte del tiempo en Itzea. Rafael no pudo abandonar Madrid. Cuando al final se reunieron en la capital, Caro Raggio era un hombre destruido por el sufrimiento físico y psicológico, con el pelo blanco, la piel gris, deshidratada, encorvado y sin dientes: “No sabíamos qué decirnos. Yo no hacía más que llorar. Julito estaba desesperado”. Carmen no simpatizó con ninguno de los bandos. La sublevación le pareció una nueva “carlistada”. Su familia siempre había apoyado las ideas liberales y le repugnaba la perspectiva de una España dominada por el ejército y el clero. En Navarra, conoció la represión del bando nacional, que incluyó actos de barbarie como la ejecución de una madre y sus hilos pequeños, arrojados a una sima aún con vida. Años más tarde, su marido, expulsado de su trabajo en Correos por ser un pequeño burgués, le narró los “paseos” por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, donde muchas personas fueron fusiladas por el simple hecho de ser católicas y de derechas. Carmen Baroja habla con el mismo desprecio de los “rojos” y los “pollos fascistas”, movidos por un fanatismo de distinto signo, pero con el mismo fondo cainita.

La época más feliz de Carmen se corresponde con sus años en la casa de calle Mendizábal nº 34, donde se estableció el clan Baroja al completo. En 1926, surgió de forma imprevista la compañía de teatro de cámara llamada El Mirlo Blanco. Todo empezó una tarde de domingo, el Día de Difuntos de 1925, cuando se improvisó una representación de Don Juan Tenorio, con la participación de figuras tan ilustres como Valle-Inclán, Manuel Azaña y Rivas Cherif. El creador del Marques de Bradomín exhibió sus grandes dotes como histrión, realizando una interpretación inolvidable de doña Brígida. Después de esta experiencia, toda la familia Baroja –salvo Rafael Caro Raggio y la matriarca Carmen Nessi- se volcó en las representaciones. Para Carmen Baroja, las funciones no eran un simple ejercicio dramático. En Adiós a la bohemia, “Pío hizo del señor que lee El Heraldo. Ricardo, del mozo de café. No creo que jamás se pueda hacer una representación más perfecta. ¡La esencia, el alcaloide del 98…! Con toda su nostalgia, con todo su sabor”. También en 1926 se fundó el Lyceum Club Femenino, con María de Maeztu ocupando la presidencia. Carmen Baroja jugó un papel importante organizando conferencias y exposiciones. El Lyceum se convirtió en una plataforma feminista y, poco a poco, adquirió una orientación política radical, que desagradó a Carmen hasta el punto de darse de baja. La derecha y la iglesia católica atacaron al Lyceum con saña, acusando a sus asociadas de promover el ateísmo y la destrucción de la familia. Ernesto Giménez Caballero ridiculizó sus actividades en varios artículos y Jacinto Benavente declinó la invitación de impartir una conferencia, alegando que no le gustaba hablar “a tontas y a locas”. La Guerra Civil acabó con El Mirlo Blanco y el Lyceum. Una bomba destruyó el hotelito de la calle Mendizábal y el nuevo régimen cedió el Lyceum a la Sección Femenina, que lo convirtió en el Centro Cultural Medina. Carmen Baroja era una mujer de su época y entendía que su sexo debía participar en los cambios sociales y artísticos. Poco a poco, perdió la fe que le había inculcado su madre, adoptando una perspectiva que rompía con la tradición: “Tengo el Arte y la Ciencia como auténticas religiones. En el primero están mis principales santones, en la segunda mis creencias. De la religión verdadera prefiero no hablar…”.

Carmen Baroja era una mujer hermosa. Alta, delgada, rubia y con unas manos muy bonitas, solían confundirla con una inglesa. Aceptó con humor el declive de la edad: “Estoy francamente fea, se me figura que tengo un gesto trágico que haría llorar a los niños. ¡No conservo más que el tipo! Hasta ahora he sido delgada, tiro más a bacalao que a hipopótamo”. Carmen estudió francés, inglés y piano. Escribió poemas, cuentos infantiles (Martinito el de la casa grande, 1942) y ensayos sobre etnografía. Además, ganó varias medallas por sus obras de arte decorativo (repujados, arquetas, grabados). De joven, era soñadora y algo ingenua: “He sido y sigo siendo una mujer muy ambiciosa. Yo ambiciono todo, lo he deseado todo, he creído en todo. En religión, llegar al misticismo; en amor, al sacrificio; en amistad, a la fidelidad; en la vida, al lujo, y todo esto tal y como yo quería, a mi manera. La desilusión fue terrible”. Desde joven, se sintió “francamente feminista” y nunca soportó al “señorito chulo y majadero”. La idea del honor siempre le pareció “monstruosa” y sólo pudo ocultar a duras penas que se aburría mortalmente, cosiendo al lado de su madre y sus tías. Aunque quería a Pío y Ricardo, sabía que los dos eran roñosos y egoístas. Nunca simpatizó con Alfonso XIII, pero tampoco se hizo ilusiones con la República. De hecho, pensó que el cambio en la forma del Estado podría desestabilizar a un país con grandes tensiones sociales. Su opinión sobre literatos y artistas nunca fue indulgente: “Quien ha vivido entre artistas, hombres de letras, etcétera, sabe la poquísima cordialidad que reina entre ellos y la falta absoluta de amistad”. Apreció a Manuel Azaña como amigo, pero no como político, y tributó afecto a Valle-Inclán, pese a su carácter conflictivo. Admiró a María de Maeztu, a la que consideraba una gran pedagoga, e hizo buenas migas con Elena Fortún, “pequeñita, de ojos negros, ocultista, teósofa y espiritista, muy simpática, excelente persona, vegetariana, y un poco chiflada”. Ernestina de Champourcín le pareció “una muchacha un poco rara […] que se casó con un gamberro, que creo que también hacía versos y se llamaba Domenchina. ¡Pobre muchacha!”.

Durante la guerra, crió cerdos y trabajó en la huerta de la casa de Itzea para contribuir al sustento de la familia. No le desagradó el trabajo físico: “La cuestión de la labranza confieso que me gustaba y me sigue gustando apasionadamente. Allí está divinamente comprendida, las tierras son pequeñas, se dominan con facilidad, no es lo mismo que en Castilla”. La Guerra Civil le dejó una sensación de “asco, una náusea, que todavía y a pesar de los años sigue y perdura”. En Navarra, los requetés quemaron libros y fusilaron sin tregua. Muchos fueron pasados por las armas por tener fama de ateos o nacionalistas. No le pareció menos horrible la violencia del otro lado. En ambos bandos, proliferaron las denuncias, las venganzas personales y la corrupción. Al poco de regresar a Madrid, se quedó viuda, pero el afecto a sus dos hijos, Julio y Pío, le proporcionó felicidad y sosiego. Al igual que su hermano Pío, Carmen formula unos juicios feroces y descacharrantes sobre sus contemporáneos y conocidos. Ortega y Gasset le parece “el colmo de la cursilería”. Sus discípulos –no menciona a ninguno- son aún peores: “Todos estos pollos fascistas son sus legítimos herederos, amamantados con sus teorías, y siempre con la cara vuelta a la última moda, o sea, al sol que más calienta”. Describe al pintor José Gutiérrez Solana como “uno de los hombres más brutos que he conocido” y a Gómez de la Serna como un tipo ridículo y amargado: “parecía una de aquellas señoras que se disfrazaban de hombre en el Carnaval, de las que tienen un culito redondito y unas caderas salientes”. Carmen Baroja no se muestra especialmente comprensiva con la literatura de Pío, que considera superficial y triste: “Nunca vio ni le interesó lo que había a su lado. Gran desacierto para un escritor, no porque lo cercano fuera interesante, sino porque era suyo”.

Carmen Baroja es realmente una mujer de la generación del 98, con su prosa fresca y chispeante, preocupada por la realidad circundante y con la sensibilidad concertada con los cambios estéticos y sociales. Descartó el papel de matriarca que le correspondía, prefiriendo situarse en un plano de igualdad con sus hermanos y su marido. Según su hijo Julio estuvo a punto de casarse con un diplomático chino del régimen imperial. Simpatizó con la bohemia, pero no con la penuria y los excesos. Con los años, creció su escepticismo religioso, pero agradeció el funeral católico que se organizó en Vera de Bidasoa cuando murió su madre, pues le mostró la solidaridad de los vecinos y le distrajo de su dolor: “Acaso toda esta serie de ceremonias no fueron del agrado de algunas personas, no sé; a mí me parece que rodean a la muerte de algo muy dulce, mitigando lo más trágico y desolado”. Julio Caro Baroja describe a su madre como una mujer dulce, comprensiva y cariñosa: “No hay día en que no piense en ella”. Admite que se preparó para su pérdida, sabiendo el gran vacío que dejaría en su vida. Cuando la veía sobre el piano con una sonata de Haydn, pensaba que algún día evocaría ese momento desde la soledad. Y así fue. Eso sí, le ayudó a soportar el dolor su peculiar filosofía de la existencia: “Desde muy joven, he considerado que medir la vida en términos de felicidad o infelicidad es un hábito que conviene desterrar de la mente”. Quizás la insatisfacción de Carmen Baroja se hubiera aplacado, interiorizando esta reflexión de su hijo. Tal vez la reflexión de Julio sólo es una enseñanza indirecta de su madre, que forjó su carácter y le despejó el camino hacia el saber, la meditación y la serenidad.

martes, 7 de agosto de 2018

"Solenoide" de Mircea Cartarescu


La novela de Cartarescu es un relato singular, con demasiadas pretensiones. El interés del lector asciende en ocasiones hasta los límites que suele ofrecer la mejor narrativa y cae en otras en la abulia de la absoluta desatención. No es una obra difícil, tampoco un elaborado mecanismo metaliterario, ni un experimento lingüístico, nada de eso. Bebe directamente de la prosa de Proust, eso sí, y se enreda en una trama fantástica que une con los sueños del protagonista, un profesor y escritor frustrado. Desentraña con detalle la ciudad de Bucarest, la convierte en mitología literaria y la integra con el decadente intelectual que nos sirve de narrador. La prosa es brillante, siempre, incluso en esos fragmentos en los que uno se despega de la trama y del discurso del personaje. Quizá el deseo demasiado ambicioso de abrazar la fantasía, la realidad, los sueños, la introspección psicológica y la metaliteratura malogre en parte la intención del autor, pero Solenoide se lee con la esperanza de recalar en fascinantes remansos literarios como los que siguen, casi todos ellos relacionados con las reflexiones sobre la actividad del protagonista, profesor de enseñanzas medias:

La impresión de un profesor sobre su cometido: "Serás torturado durante una hora y luego escaparás. Durante una hora serás provocado, retado, burlado, por seres que, aunque te llegan al pecho, son demasiados y atacan en oleadas. No puedes enfrentarte a ellos con la infinidad de tus conocimientos sobre el mundo. Tu mundo no es el suyo. Tu autoridad cesa en la puerta de la clase, donde comienza la suya."

Los libros: "Cada libro era una ranura por la que veía el interior del cráneo de un hombre."

El juicio de los exámenes: "Qué fuera de lugar estoy yo, situado por encima de ellos y obligado a juzgarlos, como un dios ridículo, con mi obscena pluma de tinta roja."

Las salas de profesores: "El paso de los años uniformiza a los que comparten una sala de profesores hasta que todos llegan a parecer polillas secas en un viejo insectario."

Cuestionamiento de la educación: "¿Por qué había que domesticarlos durante años y años, para transformarlos finalmente en seres como nosotros? ¿Solo para no ser devorados por ellos?"

Métodos de enseñanza: "La loca de Agripina, a la que los críos temían casi tanto como a Gionea, utiliza un único método para enseñar literatura: les dicta a los chavales comentarios literarios de diez o doce páginas y después les obliga a aprendérselos de memoria palabra por palabra. Pobres de aquellos que no los recitaran como papagayos cuando les tomaba la lección: les llovían cuadernos a la cabeza, les arrancaba las patillas y el sello les dejaba unos moretones como manzanas."

sábado, 4 de agosto de 2018

"Clásicos veraniegos (I): Pasolini, el artista detrás del mito" por Juan Sardá


Figura fundamental de la cultura europea del siglo XX, el italiano Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975) destacó como poeta, novelista, ensayista, articulista y director de cine. Me voy a centrar aquí en su faceta cinematográfica aunque su importante obra ensayística también haga acto de presencia.
Hijo de un capitán del ejército y de una maestra, Pasolini creció en la región de Friuli, al noreste del país, y allí fue donde surgió su profundo amor por la vida campesina y la clase trabajadora. Estos dos elementos, la reivindicación de la tradición propia de los desfavorecidos y su crítica contundente a los abusos del poder frente al sufrimiento de los débiles, marcaron a fondo su obra.
Un cine vivo y colorista, en el que se mezclan de una manera asombrosa el retrato apasionado de la jerga y la espontaneidad casi escatológica de la clase baja italiana con la gran tradición cultural y humanista europea. Esa es la paradoja, y quizá la fuerza de Pasolini. A la vez que conecta el “arte nuevo” del cine con la tradición humanista, cultural y artística del universo grecolatino, revelando al esteta pero también al cineasta intelectual y cultísimo, el director sitúa como protagonistas de esa tradición no a los ricos o a sus odiados “pequeñoburgueses” sino a personajes prácticamente analfabetos muy alejados del estereotipo de la exquisitez. En una entrevista de 1958, él mismo lo expresaba así: “El mundo parecía no uno sino dos, dividido y especialmente dividido en clases sociales. No tuve dudas en tomar la opción: y esa opción por la clase dominada y explotada ha sido pues el hecho que ha influido mayormente en mi fuerza creativa”.
Debuta en el cine Pasolini a una edad ya madura, pues contaba con 39 años, con la soberbia Accattone (1961), película que se inscribe de manera clara en el neorrealismo italiano, del que formaron parte grandes directores como Vittorio de Sica o Rossellini. Situada en los suburbios de Roma, lugares en construcción que el cineasta refleja como “no places” que destruyen y deshumanizan la cultura ancestral popular italiana, el actor Franco Citti, uno de sus grandes musos, interpreta a un proxeneta sin escrúpulos y con pocas luces que destruye todo lo que toca y supone un peligro alarmante para sí mismo como para los demás.
Accattone, un desgraciado en toda regla, es un personaje trágico de estirpe griega, víctima de sí mismo y de una sociedad que ofrece a los suyos sueldos de miseria y jornadas agotadoras. El cineasta consigue lo imposible, que sintamos emoción y afecto por el mayor de los ruines en una película en la que la influencia del arte italiano, quizá el más importante del mundo, comienza a ser notable. Pasolini es el director que hubiera tenido el imperio romano si entonces hubiera existido el cine. Sobre su icónica opera prima, el director ha dicho: “Concebí Accattone en un momento de pesimismo, de desesperación, de descorazonamiento. Transcurre en el tiempo del bienestar neocapitalista pero el problema no está afrontado explícitamente. Queda encarnado y emplastado en la propia vicisitud del protagonista” (Todos estamos en peligro. P.P. Pasolini, Editorial Trotta).

Comunista, el director sitúa la lucha de clases en el centro de su obra primeriza. Quizá Mamma Roma (1962) sea su película más popular y accesible. Siguiendo la estela neorrealista, está protagonizada por una inmensa Ana Magnani en la piel de una prostituta que después de años de dura lucha consigue ahorrar lo suficiente como para comprar un puesto en el mercado de frutas, alquilar un piso en uno de esos barrios de la periferia romana de nueva construcción que conocemos por Accattone y recuperar al hijo, ya adolescente, que tuvieron que cuidar sus abuelos mientras ella bregaba por las calles. Desde la primera secuencia de la boda con ese cerdo simbólico hasta las devastadoras últimas imágenes, Mamma Roma supone la cima de un autor que va mucho más allá del discurso político o la dialéctica materialista para conmovernos profundamente con la peripecia de esa mujer valiente a la que la sociedad no quiere perdonar su pasado “deshonroso”. La imagen de Magnani emocionada al ver a su hijo como camarero en un restaurante es uno de los momentos más bellos e importantes del cine del siglo XX.

La cuestión del catolicismo y la religiosidad del cineasta ha hecho correr ríos de tinta. Él mismo decía que era ateo pero reconocía su fascinación por la religión y la simbología cristiana, que marca a fondo su obra. Pasolini es el más trascendente de los ateos y pocos directores han abordado desde perspectivas tan profundas el asunto. En 1964 rueda El evangelio según San Mateo, por considerar que es el más “revolucionario” de los evangelios, y nos conmociona con una película sobre la figura de Jesús en la que se retratan sus “grandes momentos” (de la matanza de niños de Herodes pasando por la bronca en el templo de los mercaderes hasta el monte de los Olivos). Se trata este de un filme en el que al mismo tiempo va al grano y logra una extraña trascendencia. El Jesús del director es un hombre más enfadado y luchador que un santón, un tipo que se pasea por Galilea despotricando sobre la sociedad de su tiempo y acusando a los hombres y mujeres que se encuentra a su paso de hipócritas, codiciosos y egoístas.
Un poco antes, en 1963, el cineasta se encarga de uno de los capítulos de la película colectiva Ro.Go.Pa.G., junto a Godard y Rossellini, y allí vuelve a abordar el cristianismo desde una perspectiva moderna para hacerse una pregunta crucial: “¿Es posible ser cristiano en un capitalismo feroz?”. Pasolini ambienta su episodio, titulado La Ricotta, en un rodaje de una falsa película de Orson Welles sobre el martirio de Cristo. Por una parte, la insalvable contradicción entre el despliegue técnico apabullante del cine para reflejar un momento de una trascendencia como la crucifixión. Por la otra, la figura de un vagabundo que participa como extra en la película al que todo el mundo maltrata, sirve como contrapunto al mensaje de caridad del profeta.
A él le gusta más el mundo antiguo que el mundo nuevo. Su cine supone una crítica demoledora a una modernidad “pequeño burguesa” que destruye las microculturas. Es un artista que da la sensación de sentirse más cómodo en el pasado, que retrata como brutal y salvaje pero también lleno de nervio y de personalidad, que en un “desarrollo” (la palabra es suya) que frivoliza y lo banaliza todo para entregarse a los brazos de la nueva religión del “hedonismo”. En 1964 dice en unas entrevista mostrando una vez más al visionario: “Lo que se dibuja ante mis ojos es un futuro trágico. Un futuro hecho de hombres reducidos a autómatas deshumanizados en la sociedad neocapitalista” (Todos estamos en peligro. P.P. Pasolini, Editorial Trotta). La crítica radical a esa modernidad consumista y amoral se convierte en objeto de sus ataques una y otra vez. En 1974, escribe: “El totalitarismo del capitalismo es peor que el viejo poder (…) El Poder ha decidido que somos todos iguales. El afán de consumo es un afán de obediencia a una orden no pronunciada. El Italia todos sienten ese afán degradante de ser igual a los demás”. (P.P. Pasolini. Escritos corsarios.Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).

Edipo Rey (1967) y Medea (1969) son las dos adaptaciones fílmicas del maestro de los clásicos griegos. Suponen una cumbre en la estética de un director que renuncia por completo a la perfección técnica y al preciosismo para crear un cine deliberadamente feo y “mal hecho” en el que la imagen se desenfoca y los movimientos de cámara pueden ser bruscos y en el que los pobres, desdentados, con aspecto de patanes, se convierten en objeto de belleza suprema. Como en El Evangelio de San Mateo, el pasado de Pasolini no es un lugar estático y aburrido sino que está lleno de pasión y de sangre. Edipo Rey, con Franco Citti como protagonista, es una desgarradora adaptación en la que el desdichado monarca se convierte en el summum de lo trágico. En esos escenarios escarpados y semidesérticos que le gustaban, el artista nos muestra su faceta más profunda y carnal en una película que afecta al subconsciente. La historia de Medea, la reina “extranjera” repudiada por sus súbditos nos habla de la intolerancia con el otro, del choque entre un pueblo que se pretende civilizado y otro irracional pero más auténtico. Es también, o sobre todo, una historia sobre la pasión amorosa de una mujer profundamente enamorada. El final, espantoso, nunca se olvida con esa capacidad de los clásicos griegos para dirigirse a las entrañas.
Teorema (1967) fue uno de los grandes éxitos comerciales del director. Por primera vez, el cineasta ambienta su película en un ambiente burgués, una rica familia industrial del norte de Italia cuya vida vacía basada en convencionalismos y falsedades se derrumba cuando aparece un jovencito y atractivo Terence Stamp que los seduce a todos. Brilla una faceta de Pasolini que se haría muy célebre en todo el mundo y contribuiría en buena manera a su fama de “enfant terrible” del cine europeo, el director provocador y polemista que desafía la moral sexual con unas películas en las que el deseo se convierte en motor fundamental. En Teorema aparece también la homosexualidad, algo revolucionario en la época. Esa idea de la perversión alcanzó su cénit con Saló o los 120 días de Sodoma (1975), un retrato crudísimo de la dominación nazi en Italia en la que todas las variedades sexuales, algunas sumamente violentas, están representadas.
El sexo vuelve a ser protagonista en la llamada “trilogía de la vida”, en la que el cineasta adapta tres grandes clásicos de la literatura europea: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y unas noches (1974). Una vez más, el pasado de Pasolini nos sorprende por su naturalismo y su fuerza. Rueda sus películas como si estuviera en ese tiempo y a la vez no puede evitar una cierta idealización como si nos quisiera decir que en medio del caos y la violencia también brilla una suerte de pureza que la modernidad ha plastificado. Son adaptaciones que huyen por completo de la idea de “alta cultura” en las que los personajes se comportan de manera grosera y bufa en una celebración de la espontaneidad escatológica de las clases populares frente a la exquisitez hipócrita y puritana de los ricos.

Pasolini, como es sabido, fue asesinado de manera brutal y espantosa un verano de hace 43 años por un jovencito con el que intentaba ligar llamado Pino Pelosi que cumplió condena por ello. Sujeto a miles de teorías conspiranoicas, la realidad es que nadie sabe quién mató y por qué al cineasta aunque su carácter libre y contestatario le granjeó tantos admiradores como detractores. Allí murió el artista y nació el mito. Pero esa es otra historia.

viernes, 3 de agosto de 2018

Loa al teléfono móvil

Adoro el móvil. No es el invento del siglo, es mucho más, le ha dado sentido completo a la humanidad. Este "Aleph" tecnológico nos permite huir de conversaciones cara a cara (tan molestas y humanas) y es el instrumento ideal para fingir vidas paralelas mucho más interesantes que las reales. Es un arma ideal para desconectarte de reflexiones interminables, historias personales, anécdotas, lamentos y todo tipo de ocurrencias de quienes están a nuestro lado (y que no le importan a nadie, no vamos a engañarnos). A los italianos, les sirve de excusa perfecta para hablar solos en mitad de la calle y, a los demás, nos libra de hacer turismo sin ningún objetivo: con el selfie, la postura para la foto y el vídeo panorámico, los viajes se han llenado de contenido. No hace falta ligar, el porno lo tienes en un clic, y te evita la molestia de la gonorrea, de un posible rechazo o de conocer a un indeseable. Y, por si todo esto fuera poco, te indica dónde comer, dónde dormir, cómo llegar a un destino, dónde comprar una lima, una puerta, un aspersor..., sin tener que perderte por las ciudades ni vagar por los callejones. 
¡Ah!, se me olvidaba, tus protectoras, las compañías telefónicas, siempre están cerca de ti, aunque sea agosto a las tres de la tarde. No, niños y niñas, ni la rueda ni la fregona han sido tan importantes, ni mucho menos. Adoro el móvil. Amo a las compañías telefónicas.   

martes, 31 de julio de 2018

Clases con Jesucristo


La segunda parte del curso europeo para profesores prometía y no ha defraudado en absoluto. El ponente, un calabrés enjuto, de buena pasta, un Jesucristo Superstar con bermudas, nos ha deleitado con tres sesiones de cultura, patrimonio, sentido delictivo, conducción temeraria y aplicaciones didácticas que difícilmente se pueden repetir en otro sitio que no sea este: la Calabria montañesa.

Jornada 3: TRAPICHEOS BAJO UN OLMO. Las polacas se han rendido, solo quedamos nosotros con este chico barbudo de la estirpe de los brettii (pueblo autóctono de la Calabria montañesa). Bajo los olmos, en la plaza del pueblo, nos reta a entrar en la mente de los calabreses a través de unas pruebas: Eva pregunta al único paseante del pueblo sobre las patate nuove, el barón que se aprovecha de los fondos europeos, las comidas comunales, las mujeres tras los visillos y el cafetino con porro y vasito de agua. Frente a nosotros, el palacio del barón de Severina, experto en criadas filipinas. 
La última prueba tiene que ver con el teatro y su aplicación en la vida cotidiana: cómo poner cara de buena persona después de haber acabado con el capo de la banda enemiga, cómo disimular lo que pica la sobrasada calabresa, cómo confesarle al cura los trapicheos con las pompas fúnebres, cómo hacerle ver al vecino que eres un pobre funcionario... Información y disimulo, indispensables si uno quiere triunfar en cualquier organización delictiva que se precie
Jornada 4: EL RÍO, LA ´NDRANGHETA Y ULISES. El curso va a más. Nos internamos en las montañas calabresas. Visitamos una aceña derruida, unos alcornocales, unos olivos milenarios y una central eléctrica, pero esto no es lo importante. Jesucristo nos nombra por fin a la bicha: por primera vez sale de sus labios la palabra, MAFIA, y, sin tapujos, teoriza sobre cómo cortar la cabeza a una cabra para utilizarla en caso de que un empresario no colabore. Nos explica qué quiere decir en su origen ´Ndrangheta: "Consejo de sabios o de hombres buenos", nada menos. De ahí a nombrar a la organización criminal más peligrosa de toda Europa, parece algo inexplicable, pero no: para pasar de la sabiduría y la bondad, al poder y la crueldad solo hay que romper un espejo. También cita la serie Gomorra (emocionado estoy) como base de nuestras fuentes audiovisuales. Los capos de la ´Ndrangheta son cabreros. Nos enseña a identificarlos y avisa de que no debemos molestarlos en las fiestas y romerías tradicionales, cuando se reúnen en mitad de las plazas de los pueblos, a la vista de todo el mundo (incluidos Carabinieri). ¿Cómo aplicar esto en el aula?, fácil: enseñanza transversal, el poderoso siempre se debe mostrar humilde y sencillo, nunca alardear de sus riquezas. Si llegas a capo, cómprate un rebaño, no un Jaguar. 
Llegamos a Tiriolo, pueblo montañés donde, según la leyenda, Ulises conoció a Nausicaa y fue agasajado por su padre, el rey de los feacios, Alcinoo. No sé si entre mitología, realidad mafiosa y competencias básicas me voy a hacer un lío, sobre todo cuando aplique en clase las bacanales y su prohibición en tiempos de la República. Bajamos de Tiriolo a tumba abierta (y esto no es un tópico, yo he visto mi tumba de par en par). Conduce Jesucristo, un bretii acostumbrado a retorcer esquinas sin pisar el freno mientras habla con la mamma por teléfono (es la tradición, qué le vamos a hacer, eso y la procesión de la Virgen de las Nieves). 
Jornada 5: PENONI, PEPERONI Y DESCUARTIZAMIENTO DE CADÁVERES. Un gato tuerto y tiñoso nos recibe, amable, en casa de Jesucristo. Vamos a terminar el curso cocinando pasta, ¡cómo no! Nos colocamos los mandiles y yo me temo lo peor cuando veo colgados en el porche las hachuelas y las sierras dentadas. Recuerdo Uno de los nuestros, los penoni con salsa calabresa y la habilidad de Joe Pesci para cometer las mayores atrocidades sin pestañear. Un lagar, un horno de leña, una huerta como la de El Padrino I (con sus tomates y sin Marlon Brando) y una comida casera elaborada por nosotros mismos que Jesucristo devora en medio minuto (no es para menos). Contar crímenes da hambre y descuartizar cadáveres en tamaño S es una actividad agotadora.

CONCLUSIÓN: pienso aplicar en clase cada una de las enseñanzas que he recibido en este curso por su riqueza y originalidad. Aunque parte de la teoría ha resultado dura y desagradable, en la práctica seguro que se convierten en actividades de trago fácil. No es lo mismo apretarle el cuello a un desconocido sobre el papel que al bicho malo de la última fila en clase. No es lo mismo conducir un Lancia Ypsilon por un carril bici con un brazo fuera que hacerlo con un Seat León por la A3, aunque también saque el brazo. Lo único que no os recomiendo del curso es la despedida, besar a un hombre con barba es muy desagradable, evitadlo.        

domingo, 29 de julio de 2018

Cursos para profesores en Europa, una experiencia perturbadora


Los cursos de verano para profesores en el extranjero son instructivos a la vez que perturbadores. Mi destino es Calabria, un pueblecito en la zona más estrecha de la bota italiana, de no más de tres mil habitantes. Dos polacas, Eva y yo vamos a instruirnos sobre la cultura, el patrimonio y las tradiciones de la zona. Yo no he empezado muy católico el curso (no sé por qué apunto esta gilipollez) y he mezclado en mis apuntes los objetivos alcanzados con algunas otras experiencias que no sé si realmente pertenecían al curso propuesto por la empresa. Llamadme flojo o falto de espíritu, pero no he podido completar alguna de las enseñanzas. Aquí os dejo el programa de los dos primeros días (demasiado denso, ya os aviso) por si os sentís con fuerzas para desarrollarlo completo. A mí me ha faltado sangre:

-Día 1: PRESENTACIÓN Y OBJETIVOS. Jornada sobre la influencia de la ´Ndrangheta en Occidente y exposición de la plataforma europea que sirve como referencia para elaborar las competencias básicas en la enseñanza media. Comparación de métodos de extorsión: Cosa Nostra / ´Ndrangheta / Picaresca. Comparación de sistemas educativos: Italia / Polonia / España. El aprendizaje colaborativo y su aplicación en los barrios deprimidos del sur de Italia. Nuevos espacios: la plaza y el bar de Nino como expresión suprema de asociación para emprender. El cafetino y la partida como nexo de unión entre modernidad y tradición.
-Día 2: EMPRENDIMIENTO Y TRADICIÓN. Visita de cuatro horas en el pueblo de Marcellinara (aproximación a la abuela Pepina, al cafetino, disputa por las reformas de la iglesia, palacio no visitable del barón y camión de "le patate nuove, patate nuove, patate nuove, patate nuove..."). Cómo manejar una recortada yendo de paquete en un motorino. Emprendimiento y enriquecimiento a través del tráfico de drogas y de la extorsión a pequeños comercios. 
-Día 2 (tarde): APLICACIONES TIC PARA EL APRENDIZAJE COLABORATIVO. Los móviles de tarjeta: uso apropiado para no ser localizado. Aplicaciones web para contactar con clientes y controlar a los distintos grupos de los barrios. Pirateo de emails y números de teléfono para uso emprendedor del grupo. Delinquir desde casa, una nueva experiencia.

Mis expectativas para los tres días que me quedan de curso son máximas, aunque la simpatía de estas gentes, la grappa barricata y un restaurante que hemos descubierto donde se come la mejor pasta del mundo, no sé si me permitirán contarlo como merece. Se intentará. Solo sea por servir de guía a colegas de todo el mundo.     

viernes, 27 de julio de 2018

El parque de Sila y los placeres místicos


Cuando era adolescente, solía someterme a una perversión que me proporcionaba un placer máximo (y no es el que imagináis): iba todo el invierno sin abrigo, así cuando entraba en casa o en una discoteca o en un bar, el calorcito de la estufa o de la calefacción o del establo, me sabía a gloria con almendra. 
Ayer, cuando subíamos hacia el parque natural de Sila, en Calabria, me pasó lo mismo, aunque en esta ocasión no lo busqué voluntariamente, surgió, y así todavía sabe mejor. Después de comprobar que las carreteras de playa en Calabria son atracciones de riesgo extremo, optamos por subir a la montaña. Muy pocos coches, sí, acertamos, aunque la subida era la de un puerto boliviano preparado para Nairo Quintana y no para los automóviles. Somos flojos, es cierto. Estamos acostumbrados a la autovía de los Viñedos y a la A3. Hemos perdido los sabores autóctonos de una carretera culebrera de montaña: sin rayas en el asfalto, sin asfalto y con curvas de 195 grados. 
Me dolían los hombros, los tobillos y las uñas cuando llegamos al paraje más impresionante que he visto en muchos años: una selva nórdica en el empeine de la bota italiana, una locura. Rutas, exposiciones naturales, abetos, hayas, robles y un guarda calabrés echando la siesta en la caseta de información. Y ni un alma en el parque. Es el altiplano más extenso de Europa, una maravilla de la naturaleza que todavía lo es más por encontrarse donde se encuentra. Y ni un alma. Después de la purga de las curvas infernales, el éxtasis de la naturaleza en vena. Placer adolescente. Misticismo en grado máximo. 
Solo nos ha faltado entre los senderos de sombra y sueño un pastor guía hasta la grappa barricata para encontrar a Dios o al amado entre las cumbres. 
Y a todas estas, ¿dónde está Luca?, ¿es real o imaginario? ¿por qué tengo la impresión de que nada se somete a las leyes de la física en esta tierra de paradojas? Las mesas cojean, las pizzas estremecen y los zumos de jengibre repiten, sin embargo, nada es lo que aparenta.    

jueves, 26 de julio de 2018

Castillos de Calabria y conductores de Mario Bros


Los viajes invitan al ensueño y a la imaginación. Si en el lugar de destino no hay nada que hacer, si te disgusta lo que estás viendo, si no conoces a nadie interesante y el clima es infernal, solo tienes que activar la imaginación para contar luego lo que te salga de los cojones (perdón, narices). Es una fórmula tan útil que, cuando estás inventando maravillas, tú mismo te las terminas creyendo y no aciertas a saber si en verdad lo pasaste tan bien en aquel lugar, si ese paraje era realmente maravilloso o solo era un producto de la ficción. 
Luca, el recepcionista del hotel de Catanzaro, podría ser real o imaginario, pero lo cierto es que su relación de pueblos calabreses detenidos en el pasado atrae como una momia egipcia a un arqueólogo. Yo no sé si el viaje que cuenta Ulises a Alcinoo es el auténtico o el que le relata al porquero. A mí me gusta creer que el héroe griego estuvo con Calypso y no en una gruta comiendo bayas y cagando con dificultad. 
A mí me gusta creer que las carreteras de Calabria están pobladas por orates que nunca han visto un coche y se les ha enseñado a conducir en un videojuego de Mario Bros. Es emocionante, apasionante, atravesar el Helesponto sobre el asfalto con una nave griega (Lancia Ypsilon) y esquivar a los locos que vienen de frente adelantando en línea continua y sin darse cuenta de que nuestra nave existe. Es una excitación continua, que te seca la boca y te corta la respiración: cómo se pegan a tu lado, cómo aparecen de repente en cualquier cruce, cómo aparcan en mitad de la carretera, cómo se juegan el tipo saliendo del coche para hablar tranquilamente en mitad del asfalto, mar, no sé. 
Llegar al destino es un alivio tan placentero que alcanzas el clímax en cada visita: al parar el motor en Le Castella, junto al mar Jónico, nos teníamos por lázaros en colchón de agua. El formidable castillo aragonés que se yergue sobre la playa también es de ficción. Seguro que Aníbal, allí encerrado, en su último refugio, se bañó en el mar, oyó a la animadora de la playa cantar la Salve y luego un reguetón y, por fin, para despedirse, se bebió tres Peroni y comió la pasta de guindilla que te abotarga la lengua. Luego continuó su viaje imaginario, como nosotros, con menos peligro: sin furgonetas de reparto casi subidas sobre el techo del Lancia, sin amagos de choques frontales cada diez minutos, sin la sensación de quien hace puenting con una goma ya pasada. 
Otro castillo imaginario nos devuelve a la vida en el pueblo de montaña de Santa Severina. La reciedumbre de estas fortalezas, sus dimensiones y sus bien cuidadas estancias sin turistas nos avisan de que todo esto no puede ser sino invención. En ningún lugar del mundo se puede disfrutar de estos parajes sin que japoneses, alemanes, ingleses y chinos te echen el aliento en la oreja y te claven el palo selfie en los riñones. Querría decir esto que no hace falta irse a Burundi para no encontrar piaras de turistas. No es posible, lo estoy inventando, sin duda: una playa en julio sin ingleses en triquini, un castillo con  museo de tortura sin japoneses en sandalias, y qué más.
La vuelta a Ítaca, tan angustiosa y emocionante como la ida: compartimos asfalto, mar, con esos niños de ocho años que conducen máquinas letales, avanzan sin normas y, mientras manejan el volante, hablan con sus madres a través de los teléfonos móviles. Besar el asfalto remojado por la tormenta, al llegar a la plaza de aparcamiento, es un ritual que todo amante de la ficción debería respetar, para agradecer a la diosa Atenea habernos salvado de tantos males como a Ulises. 
Luca no está en el hotel, o nunca ha existido, no lo sé.      

miércoles, 25 de julio de 2018

Entre la realidad y la ficción: un recepcionista calabrés


No quiero mezclar realidad y ficción, pero qué le vamos a hacer, a veces es difícil distinguirlas. En la recepción del hotel, no sé si esto es invención o no, aparece un bigardo moreno, calabrés y que ha estudiado castellano en la universidad. Está deseando charlar con españoles para revitalizar un idioma cojitranco y se derrite con nosotros (que a veces hablamos castellano inteligible). Nos explica que en Calabria se hablan más idiomas que en España: italiano, calabrés, un dialecto albano y griego clásico. Sí, como lo oís, el griego clásico se habla todavía en algunos pueblos calabreses. Nos apunta Luca, el recepcionista de ficción, que en Sicilia se pueden contemplar las ruinas de la Magna Grecia, pero que en Calabria se pueden ver los restos vivos de esa cultura. Nos enumera pueblos en los que recabar estas reliquias, algunos detenidos en el tiempo. No es posible que un recepcionista de hotel nos brinde esta riqueza cultural y esta información tan profusa. Me convenzo de que no es real cuando opina que no le gustan nada los lugares turísticos, que Venecia es el sitio menos deseado para él, y que en Calabria todavía se puede disfrutar de lo auténtico: la pausa, la cultura ancestral, el sabor de la piedra y del mármol, el viento.
Guiados por las directrices de un ente de ficción nos dirigimos hacia el mar Jónico. Nada aquí es real: en las playas no hay turistas, bajo las sombrillas no hay neveras y en los chiringuitos no hay paellas. La costa jónica se confunde con la griega y nadie es capaz de adivinar en qué tiempo estamos si no fuera por la música italiana que escandaliza las piedras grises de las playas. 
Esquillache es un pueblo calabrés con sabor a motín que aparece después de envolver al Lancia Ypsilon en su propio cigüeñal. Somos los primeros turistas que pisan esta tierra. Un perro manco, como a Ulises, nos recibe y nos recuerda, aunque no sabe para qué. Él tampoco tiene conciencia del último ser humano que pisó estas tierras. Penélope murió y el perro quedó, sin pata, expuesto a la voracidad de los gatos siameses. En el pueblo hay tantas iglesias como habitantes, es más, una de ellas, gótica del siglo XIII está dedicada al culto de la ortiga y el higo chumbo. No hace falta ir a Namibia para reencontrarte con el placer de visitar lugares sin que nadie te recoja en un selfie ajeno. Aquí lo más invasivo que te puede agobiar es que el perro cojo se te beba la cerveza. 
Un solo bar y siete iglesias, ¿dónde estamos?, ¿en el reino de los muertos? En España estas brechas las hemos ido reduciendo con efectividad.
Al volver al hotel comprendemos que a Luca lo habíamos inventado, que no existe, que un recepcionista tan atento, tan profundo y tan alto no podía ser real. De todas formas, confiamos en que mañana se nos vuelva a aparecer para encauzarnos.    

martes, 24 de julio de 2018

La realidad no puede con Ulises y Savastano


Ni al que asó la manteca se le ocurre ver la serie Gomorra de Saviano justo antes de ir de viaje a Calabria y Sicilia. Aún no habíamos embarcado, aún estábamos en Madrid, cuando me parece distinguir a dos miembros de la banda de los barbudos. Llegamos a Catanzaro y veo a un gordo con el pelo cortado a lo mohicano y lo identifico con la banda del hijo de Savastano porque no se le ven trazas de buen actor. Nos sirven un vino que se llama "Ciró", igual que el lugarteniente de la mafia napolitana. Y aún mejor, llego al hotel, pongo la tele y sale Kirk Douglas en el papel de Ulises. Circe y Calypso se unen en una actriz italiana que no mueve un músculo para que no se le dispersen las arrugas en la pantalla grande. Alcinoo es Anthony Quinn y Telémaco es más viejo que el propio Ulises. La publicidad rompe el clímax mitológico con el anuncio de un espray contra las llagas bucales. Cambio de cadena porque ha terminado la Odisea y veo un fragmento de La casa de la pradera. Un orangután es el protagonista. 
¿A quién se le puede ocurrir que la realidad puede superar semejante dispendio de la ficción televisiva? Ni los cambios de puerta de embarque de Ryanair, ni el Lanzia Ypsilon de alquiler, ni el aeropuerto de Playmóbil de Lamezia, ni la comida de paladar en el hotel de Catanzaro, pueden superar a lo recogido en la ficción. Yo no puedo salir por las calles de Calabria sin ver a los Savastano, sin pensar en Circe, en Calypso o en Anthony Quinn. No puedo tomarme la cerveza "Machete" sin pensar que es la preferida de Ciro, ni mirar los árboles del parque de la biodiversidad sin ver al orangután de La casa de la pradera subido en ellos. A mí la realidad televisiva me tiene ganado. Ni siquiera una ciudad sin masificación turística, con buena cocina, buen vino y buena grappa, puede superar a Savastano, Kirk Douglas, Michel Landon y un orangután.

jueves, 19 de julio de 2018

"Enrique Jardiel Poncela: humor se escribe con hache" por Grace Morales


Enrique Jardiel Poncela tenía en mente la preparación de su autobiografía, de título provisional Sinfonía en mí, cuando le sobrevino la enfermedad. Murió de forma temprana, a los cincuenta y un años, en la ruina económica y el ostracismo de una generación que se había nutrido de él pero le negaba el saludo. Para ese libro, el escritor estaba recopilando el extenso material que poseía, correspondencia, diarios, material gráfico… con el objeto de conformar lo que sería su «Automoribundia», pero a la jardeliana.

A falta de esa sinfonía, existen multitud de publicaciones sobre la vida y la obra de Jardiel, entre estudios, tesis doctorales y monografías, señal inequívoca de su importancia dentro de la literatura post-generación del 98 y pre-generación del 27; mejor dicho, de la «otra» generación del 27, la de los literatos «no serios». Entre las obras más conocidas, las espléndidas biografías que firmaron dos amigos del autor, Miguel Martín (El hombre que mató a Jardiel Poncela, Planeta, 1997) y Rafael Flórez (Mío Jardiel, Biblioteca Nueva, 1966). Otras han sido escritas por sus familiares. Por ejemplo, tenemos el libro de su hija mayor, Evangelina (Mi padre, Biblioteca Nueva, 1999), donde se incluye mucha de la correspondencia que iba a ir en aquel proyecto malogrado. Su nieto, el también escritor Enrique Gallud Jardiel, ha publicado, además de la reedición de un par de volúmenes con textos poco conocidos (El amor es un microbio, Azimut, y El plano astral y otras novelas cortas, CSIC/Ediciones Ulises, 2017), tres libros sobre don Enrique: La ajetreada vida de un maestro del humor (Espasa, 2001) y dos estudios sobre su obra, El humor inverosímil (Fundamentos, 2011) y La risa inteligente (Doce Robles, 2014).

El personaje de Jardiel ha sido sometido a una batería interminable de juicios gratuitos. En su abundantísima colección de textos se encuentran, paso a paso, las huellas de su biografía, pero ambas, obra y vida, han sido sistemáticamente malentendidas o vilipendiadas, sin tener, además, en la mayoría de las ocasiones, demasiado conocimiento sobre ellas. Ya en vida, el autor tuvo sus más y sus menos con la crítica y algunos compañeros de generación. Es cierto que fue muy popular, cosechó grandes éxitos en el teatro y la prensa, pero, por decirlo de una forma diplomática, no recibió el aprecio del mundo literario ni tuvo de su lado a casi nadie en la academia. Mucho menos en la política. Como si estuviesen apuntando ideas para una comedia suya, el reestreno de 1996 en el Teatro Español de Carlo Monte en Montecarlo provocó un debate en el Parlamento de la Comunidad de Madrid sobre si «era o no pertinente» traer de nuevo a Jardiel a la capital. Su vida, que comenzó de forma plácida, se fue complicando poco a poco, convirtiendo al joven ciclotímico, que combinaba episodios de euforia con momentos de depresión, en un hombre taciturno y lleno de amargura. Su personalidad ambivalente se proyecta en lo que escribió, páginas deslumbrantes de genialidad y desafortunadas declaraciones en los momentos más bajos.

La obra de Jardiel es gigantesca para una vida tan breve (cuatro novelas, casi cincuenta comedias y un número inabarcable de textos periodísticos, piezas breves, guiones y dibujos). Pero lo es más por su imaginación, su arrollador dominio del lenguaje y el carácter audaz que abrió en cine y, sobre todo, en el teatro. Por esa fecundidad y la existencia agitada (aunque no tan corta, eso sí), el personaje de Jardiel ha sido comparado algunas veces con el también madrileño Félix Lope de Vega y sus cuitas personales con empresarios, escritores rivales y líos amorosos con actrices. Una obra producto del talento, pero, sobre todo, de la dura y constante disciplina de trabajo, a la que él atribuía el 98% del resultado. Jardiel trabajaba sin descanso en los cafés de Madrid, pertrechado de un equipo más propio de diseñador gráfico que de escritor: varias libretas y cuadernos, papeles de diferentes tamaños y color, plumas y lápices, reglas, tijeras, pegamento, secantes, sellos, recortes de periódicos… Su querencia por el café no era esnobismo, sino refugio en la calefacción y el aire fresco de las noches de Madrid, cosas de las que carecía su casa, el altillo de la calle Infantas. Luego se convirtió en una costumbre, y hasta en los estudios de Fox Film le tuvieron que apañar un pequeño escritorio pegado a la cafetería.

Pese a las numerosas adaptaciones de sus comedias para cine y televisión, la obra, especialmente la narrativa, es «rara» y no muy leída. Los textos de Jardiel están guardados en el cajón del «humorismo», como un género de segunda. Algo que puede hacer cualquiera. Efectivamente, cualquiera puede practicar humor, pero eso no lo convierte en un humorista. Como mucho, diría el maestro, siguiendo la lógica absurda, pero implacable, de su lenguaje, en un cualquiera. El humor era muy importante para Jardiel, un asunto que había que tomarse en serio. Por eso, su primera novela (larga) sostuvo la tesis de que, como todos los conceptos claves de la vida, el humor se escribía con hache. No así el amor, que era una cosa mucho más difícil de creer y de escribir sobre ella sin aguantarse la risa.

Estos son unos breves apuntes acerca de la obra de Enrique Jardiel Poncela, que gira casi exclusivamente en torno a dos temas, el amor y el humor. Adivinen cuál es el que sale peor parado.

El humor, según Jardiel

En literatura, como en política, no existe ningún otro mecanismo que desarme y provoque más hilaridad que expresar la realidad de forma obvia, sin adornos, aunque la intención y los resultados no sean los mismos. Por ejemplo, cuando el vicesecretario general de comunicación del Partido Popular, después de ser preguntado por la trama de corrupción conocida como Gürtel (todo esto, el cargo y la trama, ya serían objeto de chiste en el universo jardeliano), dijo que él, cuando aquello, «estaba en COU, creo», pues causa primero desconcierto y después, carcajada. Contar las cosas así es el recurso más infalible del humor, porque, en palabras del escritor, «resulta increíble, y lo increíble produce un regocijo contaminante». Jardiel escribía verdades tan pasmosas que la gente, asombrada, se partía de risa cuando las escuchaba en boca de sus personajes, o del propio autor, cuando este leía sus conferencias:

Hace dos días recibí una invitación que dice: el presidente del Ateneo de Madrid tiene el gusto de invitarle a la conferencia que pronunciará don Enrique Jardiel Poncela… Por eso estoy aquí.

Pero Jardiel no estaba en un cargo político para hacer reír. Desmarcado de la idea del humor como simple entretenimiento, Jardiel abraza el género como una postura existencial. Actitud rebelde frente a la vida que carece de sentido: un arte absurdo, conformado por una serie de viñetas descabaladas sobre la gente y las situaciones de la actualidad. Jardiel es heredero de las vanguardias y del grupo dadá, furioso con la política. A diferencia de los poetas y dramaturgos «comprometidos» en la palabra, Jardiel se zambulle en un lenguaje nuevo para manifestar su feroz individualismo y su desprecio de cualquier tipo de seriedad formal. El humor será su arma y nunca habrá salido tan cara a quien la usa en la literatura española. Bueno, sí, a Pedro Muñoz Seca, que le asesinaron por ser humorista y católico. A Jardiel también le dieron el paseíllo por haber manifestado su simpatía por las derechas, pero se libró del fusilamiento, aunque le dolió más que le confiscaran el Packard, su posesión más preciada. Después, en la posguerra, sufrió un duro boicot de la prensa y la censura revisó las páginas de sus comedias, prohibiendo la publicación de alguna. Grupos de matones acudían a los estrenos para reventarlos y el público se enzarzaba en peleas en el patio de butacas. En 1944, y con gran esfuerzo por reflotar su maltrecha economía, viajó a Argentina con una compañía financiada por él mismo, ayudado en el papeleo por Ramón Gómez de la Serna. Empezó muy bien, pero a los pocos días el público dejó de acudir. Los intelectuales republicanos que se habían refugiado de la contienda le difamaron y boicotearon las funciones. Grupos antifascistas en Uruguay lanzaron bombas de alquitrán contra el escenario. Le llamaban «la embajada franquista». Cuando don Enrique volvió a España, traía una depresión y el principio de un cáncer de laringe que le llevaron a la tumba pocos años después.

Para Jardiel, el humorista debe mantener un respeto escrupuloso por el público, no tratarlo como si fuese tonto, pero al mismo tiempo olvidarse de las concesiones en aras de la popularidad. Rechaza el casticismo y las figuras recurrentes del humorismo nacional, salvo si es para hacer chanza de los clichés tradicionales del sainete. Este diálogo al comienzo de Eloísa está debajo de un almendro es muy revelador:

ESPECTADOR 4.° —¡Vaya mujeres! (Al otro.) ¿Has visto?


ESPECTADOR 5.° —¡Ya, ya! ¡Qué mujeres!


ESPECTADOR 6.° —¡Vaya mujeres!


ESPECTADOR 1.° —¡Menudas mujeres!


ESPECTADOR 2.° —(Al 1°) ¿Has visto qué dos mujeres?


ESPECTADOR 1.°—Eso te iba a decir, que qué dos mujeres…


ESPECTADORES 1.° y 2.°—¿Te has fijado qué dos mujeres?


ESPECTADOR 3.°—Me lo habéis quitado de la boca. ¡Qué dos mujeres!


MARIDO —(Aparte, al Amigo, hablándole al oído.) ¿Se da usted cuenta de qué dos mujeres?


AMIGO —¡Ya, ya! ¡Vaya dos mujeres!


ACOMODADOR —(Mirando a las Muchachas.) ¡Mi madre, qué dos mujeres!


ESPECTADOR 7.° —(Pasando ante las Muchachas.) ¡Vaya mujeres! (Se va por el foro.)


MUCHACHA 1.ª —(A la 2.ª, con orgullo y satisfacción.) Digan lo que quieran, la verdad es que la gracia que hay en Madrid para el piropo no la hay en ningún lado…


MUCHACHA 2.ª —En ningún lado, chica, en ningún lado.

Madrid es el centro del universo jardielano, pero es un lugar idealizado, solo existe en la imaginación y la curiosa forma de ver el mundo de su autor. Los escenarios de las comedias y las novelas pasan por países exóticos, hoteles de cinco estrellas, safaris o viajes al Polo Norte, castillos medievales y laboratorios con retortas y diseños de mecanismos increíbles… Los argumentos van un paso más allá del simple juguete cómico o la farsa: dentro de la simplicidad del contenido, mantienen niveles de intriga y tensión sobre trasfondos muy poéticos y, en los últimos años, una más que negra visión social y humana. Jardiel usa el humor para volcar sus opiniones, cada vez más pesimistas, sobre las relaciones personales, la política y la filosofía, pero siempre desde una óptica muy elegante a la par que estrafalaria. Aborrece los chistes gruesos y la sátira, porque son ejercicios sangrantes y no sirven como divertimento ni como ejemplo didáctico.

Es fácil expresar estas premisas, lo complicado es desarrollar argumentos sorprendentes y hacer hablar a sus personajes como no se había hecho hasta entonces en el teatro cómico. El humor de Jardiel no es esperpento ni astracán, recursos decimonónicos, es una pirueta más moderna y airada. El resultado es muy similar a lo que hacían los Hermanos Marx y, especialmente, la screwball comedy de Hollywood. La situación anímica del escritor y las circunstancias socioeconómicas se daban en paralelo en ambos países: los vaivenes de la política española y la Depresión en Estados Unidos coincidían con los fracasos amorosos y el enfrentamiento de Jardiel con censores y críticos. El autor, además, bebe de las mismas fuentes que este género cinematográfico: las farsas del teatro clásico y la obra de Oscar Wilde, uno de sus máximos referentes. 

Las comedias de Jardiel hablan casi únicamente de sexo, pero sin decirlo ni mostrarlo. Como en una película de Leo McCarey, los protagonistas masculinos son tipos excéntricos (siempre son trasuntos de su autor, siempre deseoso de encontrar un ideal de amor imposible) que se meten en constantes problemas con personajes femeninos mucho más fuertes y desenvueltos que ellos, estableciendo una lucha por el poder a través de frases cortantes, rápidas, llenas de dobles y triples sentidos y una situación apurada tras otra. Todo ello lleva a desenlaces inesperados o, incluso, incomprensibles. Jardiel fue un maestro en planificar situaciones absurdas que se solventaban de forma aún más rara. Por ejemplo, el protagonista de Espérame en Siberia, vida mía se pasa la novela huyendo de una muy peculiar organización de asesinos que él mismo ha contratado para liquidarlo. Al final, cuando consigue librarse de su perseguidor, va y se mata cayéndose por las escaleras. Las mujeres de la obra de Jardiel son parodias de la vampiresa de la época, donjuanes femeninas que destrozan las ilusiones del hombre, y en ellas vuelca el autor su inquina, siempre reflejando una experiencia personal que le marcó duramente. Más que misoginia, lo de Jardiel era misantropía galopante, pero, por si queda alguna duda, se puede echar un vistazo a textos como «El sexo débil ha hecho gimnasia».

En Hollywood

En 1932, Jardiel ya había publicado su trilogía sobre el donjuanismo, Amor se escribe sin hache (1928), Espérame en Siberia, vida mía (1929) y Pero… ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes? (1930), burla —muy amarga— de las novelas eróticas que aparecían en publicaciones como El Cuento Semanal. La reacción del público fue entusiasta (igual en la posguerra, aunque incomprensiblemente se publicaran censuradas «por inmorales», mientras que las versiones sin tachar se vendían bajo cuerda). Sus colaboraciones en prensa (el semanario Buen Humor) gozaban de gran popularidad y estas novelas fueron recibidas con agrado. La combinación de personajes y situaciones descabelladas, esa abundancia de personajes secundarios que daban un contrapunto divertidísimo a los principales, los dibujos y rótulos ultraístas que salpicaban el texto (obra del propio Jardiel, caricaturista de nivel, además de escenógrafo y figurinista), las inéditas apelaciones al lector que rompían la narración y las notas cómicas a pie de página… las han convertido hoy en un clásico de la literatura del siglo XX. Pero, acuciado por la necesidad económica, el autor había dirigido sus esfuerzos al teatro y tenía estrenadas tres comedias, a punto de llevar a las tablas la versión de su tercera novela, titulada Usted tiene ojos de mujer fatal. José López Rubio lo llamó desde Los Ángeles, ofreciéndole en nombre de la productora Fox un sustancioso contrato para adaptar versiones sonoras y latinas de éxitos de Hollywood, con posibilidad de dirigir las películas. Jardiel hace dos viajes, en 1932 y en 1934, y trabaja con denuedo escribiendo guiones, planificando escenas y decorados. Los medios del cine americano le deslumbran y avivan su imaginación para aplicar estos recursos al teatro español: escenarios polivalentes, móviles, plataformas para iluminación y un sinfín de ideas que él mismo desarrolla en un proyecto, con primorosa maqueta incluida, al que nadie hará caso. Además de la idea de los celuloides rancios, encargo de la Fox de incorporar comentarios hablados a una serie de películas mudas que él decide interpretar con chistes, escribe y dirige Angelina o el honor de un brigadier, opereta ¡en verso! que es recibida con asombro por figuras del mundillo, como Charlie Chaplin, una de las estrellas cautivada por el talento de estos españoles estrafalarios. Otro autor que quedó encantado con el genio de Jardiel fue el dramaturgo Noël Coward. Tanto que su comedia de 1941 Un espíritu burlón era un plagio bochornoso de Un marido de ida y vuelta, que el madrileño le había enviado en 1939 para que el prestigioso autor la tradujese al inglés. Jardiel le escribió pidiendo explicaciones, pero el inglés se hizo el sueco.

Jardiel y el elemento fantástico.

Y en todas las comedias que he producido hasta el presente (…) se encuentra la fantasía —la imaginación, la inverosimilitud— presidiendo el tema, la acción, los tipos y el diálogo, conducta, fin y objeto que pienso guardar asimismo fielmente en el futuro. Pues, ¿valdría la pena sentarse ante una mesa, dispuesto a producir una fábula teatral, sin haber contado previamente con edificarla elevándola hacia lo fantástico?

Además de novelista, Jardiel quiso ser un escritor «serio». Lo fue siempre, pues su humor procedía de un profundo desgarro personal. Pero sobre estas comedias, especialmente las más brillantes, y gran parte de su narrativa, planearon elementos del género fantástico y el suspense. Fantasmas, espíritus y misterios llenaron la obra de Jardiel, no como simples elementos decorativos, sino como poéticos y potentes símbolos del desamparo y la soledad. Más aún, de la penosa situación de la sociedad española tras la Guerra Civil (Eloísa está debajo de un almendro, Los habitantes de la casa deshabitada, Blanca por fuera, rosa por dentro, Las siete vidas del gato…). Su primera nouvelle, El plano astral, se fijaba en las inquietudes del espiritismo y la teosofía. Dedicó varios relatos a convertirse en ayudante de Sherlock Holmes y se atrevió a sugerir una tesis para la identidad de Jack el Destripador. Siguiendo la tradición del teatro clásico, convirtió al demonio en protagonista de una comedia (Las cinco advertencias de Satanás) y desafió al tiempo en una de sus más bellas creaciones (Cuatro corazones con freno y marcha atrás). La tournée de Dios (1932), su cuarta novela, sigue causando asombro. Solo a Jardiel se le podía ocurrir que Dios (un Dios pero que muy particular, por otra parte) quisiera venir a la tierra, eligiendo como lugar de «aterrizaje» el cerro de los Ángeles, en Getafe, y tras unas semanas de visita consiguiera hacer enfadar a todo el mundo, volviéndose a casa completamente solo. Obviamente, fue prohibida por la República (por meapilas). Después, por el franquismo (por anticlerical). Ni don Pío Baroja, que detestaba a unos y a otros, consiguió una cosa semejante.